CAPÍTULO II

SHTOLZ tenía la misma edad que Oblómov, es decir, pasaba de los treinta. Había trabajado como funcionario, pero pidió la excedencia y se dedicó a sus propios negocios, consiguió una casa y se hizo con un capital. Trabajaba para una compañía dedicada al envío de mercancías al extranjero. Estaba en continuo movimiento: si la compañía necesitaba enviar algún agente a Bélgica o Inglaterra, lo enviaban a él; si había que redactar un proyecto o adaptar un nuevo plan, él era el elegido. No por eso, sin embargo, dejaba de frecuentar la sociedad y de leer. ¡Sólo Dios sabe cómo conseguía tener tiempo para todo!

Era todo huesos, músculos y nervios como un buen caballo inglés de carreras. Tenía las mejillas enjutas y no había en ellas ningún rastro de redondeces carnosas; su tez, algo morena, era suave sin el menor asomo de rubicundez; los ojos eran verdosos y muy expresivos.

No hacía ningún movimiento superfluo. Cuando estaba sentado, permanecía quieto. Si se movía, no empleaba más que la mímica precisa.

De igual modo que en lo físico, donde no había nada superfluo, también en lo moral buscaba siempre el equilibrio entre los aspectos prácticos y las más delicadas necesidades del espíritu. Esas dos facetas de su personalidad seguían vías paralelas, se cruzaban y entrecruzaban en su camino, pero nunca se liaban, formando complicados e insolubles nudos.

Seguía su camino con firmeza y decisión; vivía de acuerdo con un plan fijado de antemano, procurando invertir cada día, como cada rublo, con un control constante, vigilante del tiempo, del trabajo realizado, de las fuerzas del alma y del espíritu.

Se diría que gobernaba las penas y las alegrías del mismo modo que el movimiento de sus brazos y los pasos de sus pies; se enfrentaba a ellas igual que al tiempo bueno o malo. Abría el paraguas cuando llovía, es decir, sufría mientras duraba la pena, y más que con tímida sumisión, sufría con rabia, con orgullo. Lo soportaba pacientemente porque se atribuía la causa de todo sufrimiento y no lo colgaba, como una chaqueta, en percha ajena. Gozaba de la alegría como de una flor arrancada por el camino mientras no se ajaba en sus manos, sin beber nunca el cáliz hasta el final, sin llegar a la gota de amargura que se halla en el fondo de todo placer.

Se planteaba como constante tarea la de tener una visión sencilla, pero auténtica y directa, de la vida, y en el intento de alcanzar esta meta, comprendía lo difícil que era y se sentía íntimamente orgulloso y feliz cuando conseguía enderezar el paso al torcerse su camino.

«Es complicado y difícil vivir sencillamente», se decía con frecuencia, procurando determinar con rápida mirada dónde se desviaba el curso de su vida, dónde empezaba a complicarse y a formar un nudo falso y difícil.

Más que nada, temía a la imaginación, a esa falsa compañera, esa amiga de doble faz: por un lado amistosa y por otro hostil. Amiga cuanto menos lo crees y enemiga si te duermes confiado bajo sus dulces susurros. Tenía miedo a toda ilusión, y si entraba alguna vez en su terreno lo hacía como quien entra en una gruta con la inscripción Ma solitude, mon ermitage, mon repos, conociendo la hora y el minuto en que se va a salir de ella. Lo enigmático, lo ilusorio, lo misterioso no tenía cabida en su alma. Todo cuanto no fuera factible al análisis de la experiencia, de la verdad práctica, era considerado por él como un engaño óptico, un reflejo de luces y colores en la retina del ojo o un hecho de difícil comprobación.

Carecía, asimismo, de ese espíritu diletante, amigo de indagar en la esfera de lo maravilloso o de hacer quijotadas en el campo de las suposiciones y los descubrimientos con mil años de antelación. Se detenía obstinadamente a las puertas del misterio sin creer como un niño ni dudar como un pedante: esperaba que apareciese la ley, y con ella la clave.

Con la misma minuciosidad y cautela que la fantasía, vigilaba su corazón. Se veía obligado a reconocer con frecuencia que ese terreno, es decir, la esfera de los sentimientos, era todavía para él terra incognita.

Agradecía al destino si conseguía distinguir, a tiempo, en esa desconocida esfera, la acicalada mentira de la pálida verdad; se alegraba si lograba retroceder y no caía en un engaño artísticamente camuflado con flores; sentíase más que contento cuando su corazón palpitaba febrilmente y no latía ensangrentado, o si no cubría su frente un sudor frío y no caía después durante mucho tiempo una larga sombra sobre su vida.

Se consideraba feliz por el simple hecho de poder mantenerse a la misma altura y aun llevado por los sentimientos, no cruzar el delgado límite que separa el mundo emocional del mundo de la falacia y el sentimentalismo, el mundo de la verdad del mundo ficticio y vulgar, y cuando volvía atrás, no caía en el terreno seco, arenoso, de la crueldad, la desconfianza, la mezquindad o la castración sentimental.

Incluso cuando se dejaba llevar por la pasión, sentía el suelo bajo sus pies y suficientes fuerzas para, en caso extremo, librarse de ella y recobrar la libertad. No le cegaba la belleza, por ello no olvidaba ni rebajaba la dignidad del hombre, no era esclavo de las bellas, ni «yacía a sus pies», pero tampoco conocía las ígneas alegrías de la pasión. Carecía de ídolos, pero conservaba la fuerza moral y la salud del cuerpo; tenía el orgullo de la castidad. Se desprendía de su persona un hálito de fuerza y frescor ante el cual se turbaban incluso mujeres que nada tenían de tímidas.

Shtolz conocía el valor de esas raras y espléndidas cualidades y las gastaba con tal avaricia que solían calificarlo de egoísta e insensible. Criticaban su mesura, el autocontrol de sus sentimientos, el que supiese no perder su estado de espíritu libre; esa misma gente justificaba de inmediato, a veces con envidia y asombro, al que se precipitaba con todo ímpetu en el abismo, destrozando su propia existencia y la de otros.

—La pasión, la pasión lo justifica todo —decían a su alrededor— Usted, en su egoísmo, se cuida solamente de su persona; ya veremos para quién.

—Para alguien me cuidaré —decía pensativo, como si vislumbrase algo a lo lejos, pero seguía sin creer en la poesía de las pasiones, sin admirar sus ardientes manifestaciones y funestas consecuencias. Cifraba el ideal de la existencia y de las aspiraciones humanas en un orden de vida racional y estricto.

Y cuanto más lo criticaban, más profunda se hacía su obstinación, más «arraigaba» en ella, llegando incluso a caer, cuando discutía, en un puritanismo fanático. Decía que el «destino normal del hombre era pasar las cuatro estaciones del año, es decir, las cuatro edades, sin dar saltos, y llevar el cáliz de la vida, desde el principio hasta el fin, sin haber derramado ni una sola gota en vano; que una luz uniforme y pausada valía más que los incendios devastadores, por muy poéticos que fueran». Concluía diciendo que se «sentiría feliz si consiguiera justificar esa convicción en su propia persona, pero que no confiaba en alcanzar semejante felicidad, pues era muy difícil».

Shtolz seguía caminando sin desmayar por el camino elegido. Nadie lo veía meditar en algo con enfermiza y dolorosa tensión; se diría que nunca lo devoraba la angustia de un corazón fatigado; no sufría ni se turbaba jamás en circunstancias complejas, difíciles o nuevas, sino que las abordaba como si las conociera de antemano, como si las viera por segunda vez y recorriera lugares conocidos.

Frente a cualquier hecho aplicaba de inmediato el procedimiento adecuado a ese fenómeno, igual que un ama de llaves elige del manojo que pende de su cintura justamente aquella que precisa para una u otra puerta.

Lo que más apreciaba en los hombres era la tenacidad en la consecución de los objetivos planteados; lo consideraba una prueba de carácter y jamás regateaba su admiración por las personas dotadas de esa cualidad, aun cuando los fines perseguidos no fueran importantes.

—¡Esos sí que valen! —decía.

Está de más añadir que él mismo iba hacia el objetivo señalado sorteando valerosamente todos los obstáculos. Tal vez renunciara a ese fin sólo en el caso de tener enfrente un muro o de que se abriese ante él un abismo infranqueable.

No era capaz, sin embargo, de armarse de valor para saltar, cerrando los ojos, por encima del abismo o lanzarse a escalar el muro confiando en el azar. Él mediría el muro o el abismo, y de no hallar un medio seguro de superarlos se alejaría, por mucho que hablasen de él.

Para que se forme un carácter semejante se necesitan, quizá, elementos tan dispares como aquellos que poseía Shtolz. Desde antiguo, los prohombres de nuestro país se formaban en cinco o seis moldes estereotipados, miraban en torno con ojos indolentes, entornados, ponían la mano en la máquina social y la movían somnolientos por sus raíles habituales, poniendo el pie en la huella dejada por su antecesor. Mas, de pronto, los ojos cobran vida, se oyen pasos vigorosos, amplios, voces vivas… ¡Cuántos Shtolz tendrán que nacer con nombres rusos!

¿Cómo un hombre así podía ser amigo de Oblómov, cuyos rasgos y cuya existencia toda eran una protesta clamorosa contra la vida que llevaba Shtolz? Es bien sabido, sin embargo, que los extremos opuestos, si no provocan simpatía, como se pensaba antes, no se oponen a ella de ningún modo.

Además, los unía una infancia y el colegio, dos bases sólidas; luego, el cariñoso y magnánimo trato ruso que la familia de Oblómov dispensara al niño alemán, más tarde el papel del fuerte que Shtolz desempeñara junto a su amigo, tanto en sentido físico como moral, y, finalmente, había en el propio carácter de Oblómov algo puro y bondadoso, lleno de profunda simpatía por todo cuanto era noble, por todo cuanto se abría y respondía a la llamada de ese corazón sencillo, ingenuo y siempre confiado.

Todo aquel que ahondara, bien por casualidad, bien intencionadamente, en ese espíritu claro, infantil, no podría dejar de corresponderle, aunque estuviera malhumorado y sombrío, y podría guardar un recuerdo estable y grato de su persona en el caso de que las circunstancias le hubieran impedido hacerse amigo suyo.

Muchas veces, Andréi abandonaba el trabajo, una fiesta o un baile, y se iba a casa de Oblómov para descansar en su ancho diván y tranquilizar su espíritu inquieto o fatigado con una indolente charla. Experimentaba siempre esa sensación de paz que siente un hombre cuando regresa a su modesto hogar desde alguna sala suntuosa o retorna desde bellos paisajes meridionales al seto de abedules donde transcurrió su infancia.