CAPÍTULO I

HABÍA transcurrido un año desde la enfermedad de Iliá Ilich. Muchos fueron los cambios acaecidos durante ese año en las diversas partes del mundo: algunos países se hallaban en plena agitación, mientras otros permanecían tranquilos; algunas lumbreras, gloria y prez de la humanidad, se habían extinguido, pero surgían otras, se descubrían nuevos misterios de la vida en una parte y en la otra se derrumbaban edificios y desaparecían pueblos; donde dejaban de existir las viejas formas de vida, surgían, como joven hierba, otras más actuales…

En casa de la viuda Pshenitzina, en el barrio de Vyborg, aunque los días y las noches se sucedían plácidamente, sin cambios violentos ni repentinos en su monótono curso, aunque las cuatro estaciones se alternaban lo mismo que las del año anterior, la vida, pese a ello, no se detenía, cambiaba sus manifestaciones, pero de manera tan gradual y lenta como se producen los cambios geológicos en nuestro planeta, del mismo modo que se va desmoronando poco a poco una montaña o como avanza y retrocede el mar, siglo tras siglo, cubriendo o formando tierras.

Iliá Ilich se había restablecido. Zatiorty, a quien nombró apoderado, fue a Oblómovka y le remitió el dinero obtenido por la venta del trigo, de cuya suma cobró las dietas, la manutención y la recompensa por el trabajo realizado.

En lo referente al tributo, Zatiorty explicó en su carta que era imposible cobrárselo a los mujiks, unos estaban arruinados y otros se habían dispersado por diversos lugares y nadie sabía dónde encontrarlos, pero que él, sin embargo, seguía haciendo averiguaciones.

Respecto a los puertos y el camino, afirmaba en sus cartas que no corrían ninguna prisa, que los mujiks preferían ir por el monte y el barranco al pueblo cercano que trabajar en la construcción del puente y de un nuevo camino.

En una palabra, las noticias y el dinero recibido dejaron satisfecho a Iliá Ilich; consideró que su presencia en Oblómovka no era muy necesaria y quedó tranquilo en espera del año siguiente.

El apoderado se preocupó asimismo de la construcción de la casa; con ayuda del arquitecto municipal determinó la cantidad de materiales precisos y ordenó al administrador que, en cuanto llegase la primavera, hiciera llevar la madera necesaria y construyese un cobertizo para guardar los ladrillos; decía también en su carta que Oblómov podía ir en primavera para bendecir las obras y ver su comienzo. Para entonces podrían cobrarse los tributos y, como estaba previsto, hipotecar Oblómovka: así, pues habría suficiente dinero para atender todos los gastos.

Después de su enfermedad, Oblómov quedó profundamente abatido durante mucho tiempo. Permanecía horas enteras sumido en dolorosos pensamientos y, a veces, no respondía a las preguntas de Zajar, ni se daba cuenta de cuando se le caían las tazas al suelo, ni de que la mesa estaba llena de polvo. Agafia Matvéievna solía ver lágrimas en sus ojos al ofrecerle la empanada de los días de fiesta.

Después, poco a poco, ese intenso dolor fue sustituido por muda indiferencia. A lo largo de horas enteras Iliá Ilich miraba caer la nieve, cómo se amontonaba en el patio y en la calle, cubriendo la leña apilada, los gallineros, la perrera, el jardincillo y los surcos del huerto con su blanco sudario; contemplaba las pirámides que formaba en las estacas de la valla.

Solía escuchar largamente el chirriar del molinillo del café, los ladridos y saltos del perro tirando de su cadena, el uniforme tic-tac del reloj o cómo Zajar limpiaba las botas.

Agafía Matvéievna seguía entrando como antes en su despacho ofreciéndole comprar alguna cosa o a probar algún que otro manjar; venían a verlo los niños… Oblómov hablaba indiferente y afable con la primera, ponía deberes a los segundos, los oía leer y sonreía con desgana y abúlicamente ante su charla infantil.

Pero al igual que el monte se va desmoronando poco a poco y el mar fluye y refluye de la costa, Oblómov se iba incorporando gradualmente a su vida normal de antes.

La primavera, el verano y el otoño fueron aburridos y tristones. Pero Oblómov esperaba la primavera y soñaba con ir a la aldea.

En el mes de marzo asaron alondras, en el mes de abril quitaron las dobles ventanas y le dijeron que el Nevá se había deshelado y que había llegado la primavera.

Oblómov paseaba por el jardín. Luego plantaron verduras en el huerto y llegaron diversas fiestas: la Santísima Trinidad, la Pascua de Pentecostés, el primero de mayo; todas estas fiestas eran celebradas al modo tradicional y se tomaba el té en un bosquecillo próximo.

A principios de verano se empezó a hablar en la casa de dos grandes fiestas venideras: el día de San Iván, onomástica de Iván Matvéievich, y el de San Iliá; eran dos fechas importantes a tener en cuenta. Cuando Agafia Matvéievna veía en el mercado un buen trozo de ternera o la empanada resultaba excelente, solía decir: «¡Ah, si pudiera conseguir una ternera como ésta o hacer una empanada tan sabrosa el día de San Iván o de San Iliá!».

Hablaban de esas fiestas, del paseo que daban todos los años a las Fábricas de Pólvora, de la fiesta en el cementerio Smolenski de Kólpino.

Al pie de las ventanas resonaba nuevamente el pesado cloqueo de las gallinas cluecas y el piar de las nuevas generaciones de polluelos; aparecieron en la mesa las empanadas a base de pollos y setas, los pepinos frescos en salmuera y, poco después, las bayas.

—Los menudillos ya no salen buenos —dijo la patrona a Oblómov—, ayer me pidieron por un par setenta copecs; en cambio hay salmón fresco y si quiere puedo preparar sopa de pescado todos los días.

Se comía muy bien en casa de Agafia Matvéievna, y no sólo por ser ella una magnífica ama de casa, lo que constituía su vocación, sino también porque su hermano era, en el sentido gastronómico, un gran entendido. No se preocupaba en absoluto de su ropa interior ni de sus trajes; solía llevar la misma levita durante años y adquiría una nueva con fastidio y desgana; no la cuidaba colgándola de una percha, sino que la tiraba en un rincón. Cambiaba de ropa interior los sábados únicamente, igual que los obreros, pero jamás escatimaba el dinero cuando se trataba de comer. Se regía por un razonamiento que había elaborado cuando entró a trabajar en la oficina: «Lo que llevas en la tripa no te lo verán y no podrán comentarlo; en cambio, una gruesa cadena de reloj, una levita nueva o unas botas de color darán paso a conversaciones inoportunas».

Por esta razón, en la mesa de Agafia Matvéievna la ternera era de primera calidad; el esturión, exquisito, y las ortegas, blancas. A veces, el propio Iván Matvéievich recorría el mercado o las mejores tiendas, olfateándolo todo como un perro de caza, trayendo a continuación, bajo el faldón de la levita, la mejor pularda. No le dolía pagar cuatro rublos por un pavo.

El vino lo compraba en almacenes especiales, lo guardaba bajo llave y lo bebía en su alcoba; en la mesa nunca se ponía ese vino, sólo vodka macerado con hojas de casis. Cuando iba de pesca, en compañía de Tarántiev, llevaba siempre en el bolsillo del abrigo una botella del mejor vino de Madeira, y cuando tomaba el té en la cantina llevaba su propio ron.

El gradual desmoronamiento de la montaña o el movimiento de los fondos marinos era general para todos y también lo era para Anisia: la recíproca atracción que sentían Anisia y Agafia Matvéievna se transformó en una unión indisoluble, se fundió en una sola existencia.

Al ver el interés de Agafía Matvéievna por su economía doméstica, Oblómov le propuso un día, casi en broma, que se encargara ella de su abastecimiento, liberándole de toda preocupación.

El rostro de Agafía Matvéievna se iluminó de alegría, hasta sonrió conscientemente. ¡Había aumentado su campo de acción! ¡En vez de una familia, dos, o mejor dicho, una, pero qué grande! Además, Anisia pasaba a estar a sus órdenes.

Agafía Matvéievna habló con su hermano y al día siguiente todo cuanto había en la cocina de Oblómov pasó a la cocina de Pshenitzina; los cubiertos de plata y la vajilla se guardaron en su aparador y Akulina fue degradada: de cocinera pasó a ser corralera, cuidaba de las gallinas y del huerto.

Aumentó el tren de vida: la compra del azúcar, del té y de las provisiones, la preparación de confituras, la salazón de verduras, la maceración de manzanas, todo aumentó.

Se diría que Agafía Matvéievna había crecido; Anisia extendió sus brazos, como un águila sus alas, y la vida de la casa, llena de incesante actividad, fluía como un río.

Oblómov comía con la familia a las tres de la tarde; el hermano lo hacía aparte y casi siempre en la cocina, pues regresaba muy tarde de su trabajo.

La propia Agafía Matvéievna, y no Zajar, servía el té o el café a Oblómov.

Cuando a Zajar le daba la gana, limpiaba el polvo de las habitaciones, y si él no lo hacía, entraba corriendo Anisia y lo limpiaba todo, bien con el delantal, bien con la mano, casi con la nariz, apresurándose mucho; arreglaba lo que podía y volvía a desaparecer. En ocasiones era Agafía Matvéievna en persona la que pasaba a las habitaciones de Oblómov cuando éste salía a dar un paseo por el jardín; al ver que algo no estaba en su sitio, meneaba la cabeza murmurando por lo bajito; ahuecaba las almohadas, comprobaba de paso si estaban limpias las fundas, decidía que ya era hora de cambiarlas, las quitaba, limpiaba las ventanas, miraba si había caído algo tras el respaldo del diván y desaparecía.

Los cambios que producen el gradual movimiento del fondo marino, el desmoronamiento de las montañas, o los sedimentos aluviales, con las ligeras explosiones volcánicas, se manifestaron en Agafia Matvéievna más que en el resto, pero nadie, y ella menos que nadie, se daba cuenta de ello. Se hicieron únicamente visibles por sus numerosas, inesperadas e infinitas consecuencias. ¿Por qué en estos últimos tiempos no era la de siempre? ¿Por qué antes, cuando se quemaba el asado, cocía demasiado el pescado o no ponían suficiente verdura en la sopa, se limitaba a reprender a Akulina con tranquila dignidad y olvidaba lo ocurrido? Ahora, en cambio, si sucedía algo semejante, abandonaba corriendo la mesa, se presentaba en la cocina, vertía amargos reproches contra Akulina, se enfurruñaba incluso con Anisia y al día siguiente ella misma vigilaba si habían puesto suficiente verdura y comprobaba si el pescado estaba en su punto.

Podría decirse que temía mostrarse poco eficiente a los ojos de un extraño, pues cifraba su orgullo y toda su actividad en ser una excelente ama de casa.

Admitámoslo. Pero, entonces, ¿por qué antes se le cerraban los ojos a eso de las ocho de la tarde o a las nueve, después de acostar a los niños y de comprobar si estaba apagado el fuego en la cocina, cerrado el tiro, recogido todo? Se acostaba entonces y no existía cañón en el mundo capaz de despertarla hasta las seis de la mañana.

Ahora, en cambio, si Oblómov iba al teatro o se quedaba hasta muy tarde en casa de Iván Guerásimovich, no podía quedarse dormida, daba vueltas en la cama, se persignaba, suspiraba, cerraba con fuerza los ojos, pero el sueño no acudía.

Si llamaban a la verja, se echaba encima una falda, corría a la cocina, despertaba a Zajar, a Anisia y los mandaba abrir la puerta.

Dirán, quizá, que en semejante proceder se manifestaba un ama de casa consciente a quien disgustaba todo desorden y no quería que su inquilino tuviese que estar de noche en la calle, esperando a que le abriera el borracho portero o que sentía temor de que sus incesantes llamadas despertaran a los niños…

Muy bien, pero ¿por qué cuando Oblómov cayó enfermo no permitía que nadie entrara en su habitación, la revistió de fieltro y alfombras, tapó las ventanas y se ponía furiosa —ella tan dulce y bondadosa— si Vania o Masha alzaban la voz o reían con demasiada fuerza?

¿Por qué, sin confiar en Zajar ni en Anisia, se pasaba las noches junto a la cabecera de la cama, fija la mirada en su rostro, hasta la hora de la primera misa, y después de echarse encima un abrigo y de escribir en un papel con letras grandes el nombre de «Iliá», corría a la iglesia y entregaba el papel al sacerdote para que rogara por la salud de Oblómov? ¿Por qué luego, de rodillas en algún rincón con la cabeza en el suelo, rezaba largamente? Y después corría al mercado y volvía temblando a su casa; miraba hacia la puerta de Oblómov y preguntaba en un susurro a Anisia:

—¿Qué tal?

Se dirá que nada tiene de particular, que se debe al sentimiento de compasión, cualidad tan fundamental en la naturaleza femenina.

Muy bien, pero ¿por qué cuando Oblómov estuvo malhumorado todo el invierno, apenas le hablaba, no miraba hacia su habitación, no se interesaba por lo que hacía, no bromeaba ni reía con ella, Agafia Matvéievna adelgazó, decayó su ánimo y no tenía ganas de nada? Cuando molía el café, no pensaba en lo que hacía o bien ponía tal cantidad de achicoria, que resultaba imposible beberlo; ella, sin embargo, no se daba cuenta, como si no tuviese paladar. Si Akulina dejaba el pescado demasiado hecho y el hermano abandonaba con enfado la mesa, Agafia Matvéievna no se percataba de nada, como si fuera de piedra.

Antes no se la veía nunca pensativa, eso no era propio de su carácter; estaba siempre en movimiento, siempre haciendo algo, de todo se percataban sus ojos avizores; pero ahora, de pronto, con el almirez en las rodillas parecía estar dormida, no se movía o comenzaba a golpear la mano del mortero con tal fuerza, que hasta el perro se ponía a ladrar, creyendo que llamaban a la puerta.

Pero tan pronto como Oblómov volvió a la vida, tan pronto como empezó a sonreír bonachonamente, a mirarla con ojos cariñosos, a presentarse de nuevo en su puerta para bromear con ella, volvió a engordar, reanudó su actividad con alegría y brío, aunque con cierto matiz peculiar. Antes trabajaba todo el día como una máquina bien organizada, segura y suave, se movía airosamente, hablaba con una voz ni alta ni baja, lo hacía todo sin apresurarse, lo mismo si molía café, partía el azúcar o colaba alguna cosa; cuando se ponía a coser, la aguja iba y venía con la misma uniformidad que las agujas de un reloj; se levantaba sin apresuramiento, se detenía a medio camino hacia la cocina, abría el armario, sacaba alguna cosa y la llevaba, lo hacía todo con la exactitud de una máquina. Ahora, en cambio, desde que Iliá Ilich pasó a ser un miembro de su familia, su modo de moler o colar ha cambiado. Ya no se acuerda de sus encajes.

Cuando se sienta a coser tranquilamente y Oblómov llama de pronto a Zajar pidiendo café, se presenta de inmediato en la cocina y observa con atenta mirada cómo se lo prepara, comprueba a la luz con una cucharilla —operación que suele repetir tres veces— si el café está a punto, si no hay espuma en la crema de leche.

Cuando se le prepara su plato preferido, no quita los ojos de la cazuela, levanta la tapa, huele el contenido; luego, la sostiene ella misma sobre el fuego… Cuando muele almendras, o bien alguna otra cosa para Oblómov, lo hace con tal ardor y entusiasmo, que se inunda de sudor.

Todo cuanto hace ahora tiene un sentido nuevo y único: el sosiego y la comodidad de Iliá Ilich. Antes lo consideraba una obligación, ahora se ha convertido en un placer. La vida había adquirido para ella variedad y plenitud.

Agafia Matvéievna, sin embargo, no sabía lo que le estaba pasando, jamás se interrogaba sobre dicho tema y había aceptado ese dulce yugo incondicionalmente, sin resistencia ni entusiasmo, sin emoción ni apasionamiento, sin confusas premoniciones ni angustias, sin coquetería ni nerviosismo.

Se diría que hubiera abrazado de pronto otra fe y la practicaba sin razonar qué clase de religión era ni cuáles sus dogmas, limitándose a obedecer ciegamente sus leyes.

Era algo que por sí mismo se posó sobre ella y ella lo había aceptado sin dar marcha atrás ni correr hacia delante. Se enamoró de Oblómov de la misma forma que se acatarra uno o contrae una enfermedad incurable.

Agafia Matvéievna no sospechaba nada de eso; si se lo hubieran dicho, habría experimentado una gran sorpresa y sonreiría avergonzada.

Aceptaba en silencio sus obligaciones frente a Oblómov: conocía el aspecto de cada camisa suya, los remiendos de sus medias, adivinaba cuándo iba a salirle un orzuelo, con qué pie se levantaba de la cama, cuáles eran sus manjares preferidos, cuánto comía, si estaba alegre o triste, si había dormido mucho o no. Parecía haberlo hecho toda la vida sin preguntarse para qué, ni lo que significaba Oblómov para ella ni por qué se preocupaba tanto de él.

Si alguien le hubiera preguntado si lo amaba, habría respondido que sí con una sonrisa, pero habría dado la misma respuesta cuando Oblómov llevaba viviendo en su casa sólo una semana.

¿Por qué se había enamorado precisamente de él? ¿Por qué se había casado sin amor y vivido sin él hasta los treinta años y ahora, de pronto, caía en sus redes?

Aunque el amor suele calificarse de sentimiento caprichoso, inconsciente, que se origina como una enfermedad, posee, sin embargo, sus propias leyes y razones. Y si por ahora esas leyes han sido poco estudiadas, se debe sencillamente a que una persona enferma de amor no está en condiciones de observar con rigor científico cómo se adentra ese sentimiento en su alma, cómo la encadena y ciega sus ojos. No puede precisar desde qué momento su corazón y su pulso han empezado a latir con mayor fuerza; cómo nace de pronto la abnegación que ha de durar hasta la tumba, la disposición al sacrificio; cómo va desapareciendo poco a poco el propio yo para transformarse en él o ella: de qué modo tan extremo se entorpece su mente o se agudiza excepcionalmente; cómo la propia voluntad se entrega a la voluntad de otro; desde cuándo dobla la cerviz, le tiemblan las rodillas, brotan lágrimas de sus ojos y la fiebre la consume.

Hasta aquel entonces Agafia Matvéievna había visto pocos hombres como Oblómov, y de haberlos visto, era de lejos. Podían haberle gustado, pero vivían en una esfera distinta de la suya y jamás tuvo ocasión de conocerlos.

Iliá Ilich no caminaba con apresurado y nervioso trote como su marido, el difunto secretario colegiado Pshenitzin, que siempre tenía miedo de llegar tarde a la oficina y se dedicaba a copiar constantemente unos interminables documentos; no miraba a la gente como pidiendo que lo ensillaran para montarlo, sino con abierta y clara mirada, sin temor alguno, como exigiendo sumisión a su persona.

No tenía el rostro tosco ni coloradote, sino blanco y delicado; sus manos no se parecían a las de su hermano, no temblaban ni eran rojas, sino pequeñas y blancas. Oblómov, al sentarse, cruzaba las piernas, apoyaba la cabeza en una mano y todos sus movimientos eran bellos, pausados, naturales; no hablaba como su hermano o Tarántiev, ni como su marido. Muchas de las cosas que decía eran incomprensibles para ella, pero tenía la impresión de que eran palabras inteligentes, hermosas, excepcionales. Hasta aquello que lograba entender era dicho por él de distinta manera a como lo hubieran dicho los demás.

Llevaba ropa interior muy fina, se cambiaba todos los días, se lavaba con jabón perfumado, se limpiaba las uñas; todo él era ¡tan bello, tan limpio!… Podía estar sin hacer nada, y en realidad nada hacía, trabajaban otros para él. Tenía a Zajar y a trescientos Zajares más…

Todo un señor… ¡resplandeciente, espléndido! Además ¡tan bueno! Sus andares son suaves, al igual que todos sus movimientos; el roce de su mano parece terciopelo; el de su marido, en cambio, hacía daño… Miraba, hablaba con la misma suavidad y ¡era tan bueno!

Agafia Matvéievna no pensaba nada de eso, no era consciente de ello, pero si alguien intentara hablar de la importancia de Oblómov en su vida, tendría que hacerlo precisamente así y no de otro modo.

Iliá Ilich comprendía el efecto que su presencia había causado en ese rincón, comenzando por el hermano hasta el perro, que desde su instalación en la casa recibía triple cantidad de huesos. No comprendía, sin embargo, la profundidad de los sentimientos de Agafia Matvéievna ni hasta qué punto había conquistado su corazón.

En los constantes cuidados que demostraba por su comida, ropa y limpieza veía tan sólo el rasgo más acusado de su carácter, observado ya por él en su primera visita, cuando Akulina irrumpió en la habitación con el trepidante gallo y Agafia Matvéievna, pese a su turbación por el inoportuno celo de la cocinera, le dijo que diese al tendero el gris y no aquél.

Agafia Matvéievna era incapaz de coquetear con Oblómov y ni siquiera hacerle ver lo que sentía. Como hemos dicho ya, ella misma no lo comprendía, había olvidado incluso que poco antes nada de eso le ocurría. Su amor se manifestaba en su abnegación sin límites.

Oblómov, por su parte, estaba completamente ciego en cuanto a la naturaleza de los sentimientos de ella por él y seguía considerándolos como una manifestación de su carácter. Los sentimientos de Agafia Matvéievna, tan normales y desinteresados, seguían siendo un misterio para Iliá Ilich, para todos cuantos vivían en la casa y para ella misma.

Y eran en verdad desinteresados, porque cuando encendía una vela en la iglesia y rezaba por su salud, Oblómov jamás se enteraba de ello. Había pasado noches enteras sentada a la cabecera de su cama, se retiraba al amanecer y nunca se hablaba de eso.

La actitud de Oblómov en relación con ella era mucho más sencilla: Agafia Matvéievna, con sus brazos en constante movimiento, sus ojos siempre atentos y solícitos, con su eterno deambular de la despensa a la cocina, de la cocina a la bodega, y sus conocimientos respecto al gobierno y administración de la casa, era para él la encarnación del ideal de una vida hogareña, infinita como el océano, llena de sosiego y paz, como el cuadro depositado en su alma ya desde la infancia, cuando vivía aún bajo el techo paterno.

Al igual que su padre, su abuelo, los hijos, los nietos, así como los invitados, que permanecían tranquilos en sus asientos y lechos, sabiendo que había en la casa unos ojos vigilantes y manos incansables que coserían para ellos, les darían de comer, de beber, los vestirían, los acostarían y cerrarían sus ojos cuando muriesen, así Oblómov veía sin moverse de su diván cómo un ser ágil y diestro trajinaba a su alrededor, pensando tan sólo en su provecho. Tenía la plena seguridad de que al día siguiente, aunque no saliera el sol, el vendaval cubriese el cielo y un viento huracanado azotase el mundo de un confín a otro, en su mesa no faltarían la sopa y el asado, su ropa seguiría siendo blanca y no habría telarañas en las paredes sin que él supiera siquiera cómo lo habían hecho. Antes de que se molestara en pensar, sus deseos serían adivinados y atendidos, pero no con desgana, con brusquedad, no por las manos sucias de Zajar, sino por unas manos limpias, blancas, de brazos desnudos, acompañado todo de una mirada solícita y animosa, de una sonrisa llena de abnegación.

Oblómov se encariñaba más y más con su patrona; ni se le ocurría pensar en el amor, es decir, en esa clase de amor que acababa de experimentar tan semejante a una enfermedad y cuyo solo recuerdo lo hacía estremecer.

Se aproximaba a ella como a un fuego que calentara cada vez más, al cual, sin embargo, era imposible amar.

Terminado el almuerzo, le gustaba quedarse en el comedor fumando su pipa, mirando cómo guardaba la plata y la vajilla en el aparador, cómo sacaba las tazas y servía el café. Una de las tazas era limpiada con singular esmero y servida en primer lugar; con los ojos fijos en Oblómov observaba Agafia Matvéievna si era de su gusto.

Iliá Ilich contemplaba con placer sus blancos brazos y redondos codos a través de la puerta entornada, y si ésta tardaba en abrirse, la empujaba levemente con la punta del pie, bromeaba con ella y jugaba con los niños.

Pero si pasaba la mañana sin verla, no la echaba de menos; después del almuerzo se iba con frecuencia a dormir un par de horas en vez de quedarse con ella. Sabía, sin embargo, que al levantarse, incluso en el justo instante de abrir los ojos, tendría el té a punto.

Y lo principal de todo era la tranquilidad que reinaba en la casa. Ya no sentía dolor en el corazón, jamás le conturbaba la ansiedad de si vería o no a Agafia Matvéievna, no le inquietaba lo que ella podía decirle o lo que él iba a preguntarle, no sufría pensando en el modo de responder a sus preguntas, ni lo atenazaba la duda de saber cómo iba a mirarlo: nada de eso existía.

No sentía angustia, se habían acabado para siempre las noches insomnes, las lágrimas dulces y amargas. Fumando su pipa, la miraba coser, a veces decía alguna cosa o bien callaba. Se sentía en paz, no necesitaba nada, no tenía deseos de ir a ninguna parte, como si todo cuanto necesitara lo tuviera al alcance de su mano.

Agafia Matvéievna no le incitaba a la acción, no le exigía nada. Oblómov, por su parte, carecía de ambiciosos deseos, de impulsos heroicos, no sentía remordimientos por el tiempo perdido en vano, por su inactividad, por no haber hecho nada, ni el bien ni el mal, por estar ocioso y vegetar más bien que vivir.

Se diría que una mano invisible le había colocado, como planta preciosa, a la sombra, lejos del calor y resguardado de la lluvia, cuidándole amorosamente.

—¡Con qué rapidez va y viene la aguja por delante de su nariz, Agafia Matvéievna! —dijo Oblómov—. La saca usted tan deprisa desde abajo, que temo que se cosa la nariz a la falda. Agafia Matvéievna sonrió.

—Tan pronto como termine este pespunte —dijo como hablando consigo misma—, cenaremos.

—¿Qué tenemos de cena? —preguntó Oblómov.

—Salmón y col en salmuera —respondió la mujer—. No hay esturión por ninguna parte, recorrí todas las tiendas y también lo buscó mi hermano. El tendero prometió enviarme una parte si se lo traían. También hay ternera y patatas fritas…

—¡Magnífico! ¡Qué amable es usted por haberse acordado, Agafia Matvéievna! Con tal de que no lo olvide Anisia…

—¿Y para qué estoy yo? ¿No oye cómo crepita? —respondió, abriendo un poco la puerta de la cocina—. Ya las está friendo.

Acabó el pespunte, cortó el hilo con los dientes, dobló la labor y se la llevó al dormitorio.

Así pues, se acercaba a ella como a un fuego cálido, pero una vez se aproximó tanto que a punto estuvo de quemarse, al menos un poco.

Un día que recorría su despacho de una esquina a otra, vio que los codos de Agafia Matvéievna se movían con inusitada rapidez.

—Usted siempre tan ocupada —dijo entrando en la habitación—. ¿Qué hace?

—Estoy moliendo canela —respondió, mirando al mortero, como si fuera un abismo, sin dejar de machacar con fuerza.

—¿Y si yo no se lo dejo hacer? —preguntó, sujetándola por los codos e impidiéndola moverse.

—¡Déjeme! Aún he de moler el azúcar y buscar el vino para el pudín.

Oblómov seguía sujetándola por los codos y su rostro rozaba la nuca de Agafia Matvéievna.

—Dígame…, ¿qué pasaría si yo me enamorara de usted?

La mujer sonrió.

—¿Me querría usted? —volvió a preguntar.

—¿Por qué no iba a quererle? Dios nos ha ordenado querer a todos.

—¿Y si le doy un beso? —susurró Oblómov, inclinándose y quemando la mejilla de Agafia Matvéievna con su aliento.

—No estamos en Semana Santa —respondió con una sonrisa.

—¡Deme un beso ahora!

—Si Dios quiere y vivimos para Semana Santa, nos besaremos —dijo, sin demostrar la más mínima sorpresa, ni turbación alguna; permanecía de pie frente a él, inmóvil como un caballo que estuvieran ensillando.

Oblómov la besó ligeramente en el cuello.

—¡Cuidado, que se me puede caer la canela y no podré ponérsela en el pastel! —dijo.

—¡Qué importa! —respondió Oblómov.

—¿Y esta mancha que tiene en el batín? —preguntó solícita, alzando un faldón—. Parece aceite. —Olió la mancha—. ¿Cómo se la hizo? ¿No habrá goteado la lamparilla de la imagen sagrada?

—No sé cómo ha sido.

—Tal vez fue con la puerta —sugirió Agafia Matvéievna—. Ayer engrasaron las bisagras, que chirriaban mucho. Quíteselo rápidamente y démelo: lavaré la mancha y mañana no se notará nada.

—¡Qué buena es usted, Agafia Matvéievna! —exclamó Oblómov, quitándose el batín con perezoso ademán— ¿Sabe una cosa? ¡Vayamos a vivir al campo! ¡Aquello sí que es vida! Hay de todo: setas, bayas, aves, vacas…

—No, ¿para qué? —dijo ella suspirando—. Aquí nací, siempre viví en esta casa y aquí he de morir.

Oblómov la miraba ligeramente emocionado, pero sus ojos no relucían, ni se llenaban de lágrimas; su espíritu no ansiaba una actividad superior ni soñaba con realizar heroicas proezas. Su único deseo era sentarse en el diván y no apartar la vista de sus codos.