CAPÍTULO V

NO sabía Oblómov cómo presentarse ante Olga, ni tampoco qué decirle, ni lo que podía decirle ella; tomó, por lo tanto, la decisión de no visitarla el miércoles, aplazando la entrevista hasta el domingo, día en que solía haber numerosas visitas en la casa y apenas si podían hablar a solas.

No quería decirle nada de los estúpidos comentarios de la gente para no inquietarla con algo que ya no tenía remedio, pero le resultaba difícil guardar silencio. No sabía disimular ni fingir con ella. Olga conseguía siempre averiguar lo que él ocultaba en lo más recóndito de su alma.

Una vez tomada esa decisión, se tranquilizó un poco y escribió al vecino, su apoderado, otra carta, rogándole encarecidamente que le respondiera cuanto antes y de forma satisfactoria.

Luego se puso a reflexionar en el modo de ocupar el largo e insoportable miércoles, siempre tan lleno de la presencia de Olga, de la charla invisible de sus almas, de sus canciones. ¡Qué inoportuno había sido Zajar perturbándole así!

Decidió visitar a Iván Guerásimovich y comer con él a fin de que pasase lo antes posible ese insoportable día. Para el domingo tendría tiempo de prepararse y quizá ya hubiese tenido respuesta del vecino.

El martes lo despertaron los frenéticos ladridos del perro y sus desesperados saltos. Alguien había entrado en el patio y preguntado algo. El criado llamó a Zajar y éste entregó a su señor una carta con el matasellos de la ciudad.

—Es de la señorita Ilinski —dijo Zajar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Oblómov, enfadado—. Te equivocas.

—En la casa de campo siempre se recibían cartas así —porfió Zajar.

«¿Estará enferma? ¿Qué significa esto?», pensó Oblómov, abriendo la carta.

No quiero esperar al miércoles. Me aburre mucho no verte tanto tiempo, así que te espero mañana sin falta a las tres de la tarde en el Jardín de Verano.

No decía nada más.

La inquietud se apoderó de Oblómov. No sabía qué decir a Olga ni qué cara poner. «No sé, no puedo —decía—. ¡Si Shtolz estuviera aquí!».

Pero se tranquilizó, pensando que Olga, probablemente, iría con su tía o con otra dama, con María Siemiónova, por ejemplo, que tanto afecto y admiración sentía por ella. Confiaba en disimular delante de ellas su turbación y se disponía a ser locuaz y amable.

«¡Y se le ocurre citarme justamente a la hora de comer!», pensó, dirigiéndose con cierta pereza al Jardín de Verano.

No había hecho más que entrar en una larga avenida, cuando vio que una mujer, cubierto el rostro con un velo, se levantaba de un banco y se dirigía a su encuentro.

No se le ocurrió pensar que fuera Olga. ¡Era imposible que estuviera sola! No se atrevería y, además, carecía de un pretexto para salir de casa.

Sin embargo… el modo de andar parecía ser el suyo; sus pies avanzaban tan rápidos y ligeros como si en vez de pisar el suelo se deslizaran por él. Llevaba inclinada la cabeza, como si buscara alguna cosa en el suelo.

Otro la habría reconocido por el vestido o el sombrero, pero Oblómov, incluso después de haber pasado con Olga toda una mañana, hubiera sido incapaz de decir qué vestido llevaba.

En el jardín no había casi nadie: un señor, entrado en años, que caminaba presuroso con el evidente propósito de hacer ejercicio; dos mujeres, que no damas, y una niñera con dos niños de rostro azulado por el frío.

Las hojas habían caído ya y estaban por todo alrededor. Los grajos, posados en los árboles, emitían desagradables sonidos, pero el día era claro y soleado. De ir bien abrigado, no se sentía frío.

La mujer del velo se aproximaba más y más.

—¡Olga! —exclamó Oblómov, y se detuvo asustado, sin creer en lo que veía—. ¿Eres tú? ¿Cómo estás aquí? —preguntó tomándola de la mano.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —dijo Olga sin responder a su pregunta—. Creía que no ibas a venir y empezaba a temer que así fuera.

—¿Cómo has podido venir? —preguntó Oblómov confuso.

—¡Qué importa eso! ¿Por qué me lo preguntas? ¡Es aburrido! Quería verte y he venido. Eso es todo.

Olga estrechaba con fuerza su mano, lo miraba risueña, despreocupada, y era tan evidente el gozo que sentía por los instantes robados al destino, que Oblómov casi sintió envidia por no poder compartir su alegre estado de ánimo. Olvidó, sin embargo, sus preocupaciones un instante, al ver el rostro de Olga distendido, sin esa expresión reconcentrada que solía manifestarse en sus cejas, formando una arruguita en la frente y confiriendo a sus rasgos esa maravillosa madurez que tanto le turbaba.

En aquel momento su rostro denotaba una confianza infantil en el destino, en la felicidad, en él… ¡Estaba encantadora!

—¡Qué contenta estoy! ¡Qué contenta! —decía sonriente, mirándolo—. Pensaba que no te vería hoy. Ayer sentí de pronto una gran angustia, no sé por qué, y te escribí. ¿Estás contento?

Y le miró atentamente.

—¿Por qué estás tan enfurruñado hoy? ¿Por qué te callas? ¿No te alegras? Creí que te volverías loco de alegría, pero parece que estás dormido. ¡Despiértese, señor, Olga está con usted!

Y le apartó ligeramente de sí con aire de reproche.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué te ocurre? —preguntó con insistencia.

—Estoy bien y soy feliz —se apresuró a responder, para que ella no siguiera preguntando y llegase a saber lo que él ocultaba—. Me preocupa el que hayas venido sola…

—Eso es asunto mío —dijo Olga, enojada—. ¿Sería mejor, acaso, que hubiera venido con ma tante?

—Sería mejor, Olga…

—De saberlo —lo interrumpió Olga ofendida, soltando su mano—, se lo habría pedido. Creía que para ti no había más felicidad que estar conmigo.

—¡No la hay, ni puede haberla! —repuso Oblómov—. Pero ¿cómo has podido venir sola?

—Dejemos ya ese tema, más vale que hablemos de otras cosas —dijo con aire despreocupado—. Escucha… ¡Ah, quería decirte algo, pero se me olvidó!

—¿No se tratará de explicarme cómo conseguiste venir aquí sola? —preguntó Oblómov, mirando inquieto a su alrededor.

—¡Otra vez con lo mismo! ¡No te cansas! ¿Qué te quería decir?… Bueno, ya me acordaré más larde. ¡Qué bien se está aquí! Han caído todas las hojas, feuilles d 'automne. ¿Recuerdas a Víctor Hugo? Mira, el sol está sobre el Nevá, vamos al río, pasearemos en una barca…

—¡Qué dices! Con el frío que hace, no llevo más que una gabardina guateada…

—También yo llevo tan sólo un vestido guateado. ¡Qué importa! ¡Vamos, vamos!

Olga corría arrastrando a Oblómov, que se resistía y refunfuñaba. Pero no tuvo más remedio que sentarse en la barca e ir de paseo.

—¿Cómo has podido venir aquí sola? —insistía Oblómov, inquieto.

—¿Quieres que te diga cómo? —respondió Olga con aire pícaro cuando llegaron al centro del río—. Ahora te lo puedo decir, de aquí no podrás irte, pero en el parque te habrías escapado…

—¿Por qué? —preguntó Oblómov, asustado.

—¿Irás mañana a casa? —preguntó a su vez Olga, en lugar de responder.

«¡Dios mío! —pensó Oblómov—. ¡Parece haber leído mis pensamientos y sabe que no quería ir!».

—Iré —respondió en voz alta.

—¿Desde la mañana y para todo el día?

Oblómov titubeó.

—Pues no se lo digo —dijo ella.

—Me quedaré todo el día.

—Pues verás —empezó a decir Olga seriamente—, te cité hoy aquí para decirte…

—¿Qué? —preguntó Oblómov, asustado.

—Para decirte… que vayas mañana a casa…

—¡Dios mío! —la interrumpió Oblómov con impaciencia—. Quiero saber cómo has conseguido venir aquí.

—¿Aquí? —repitió ella con aire distraído—. ¿Cómo lo conseguí? Pues muy fácilmente… Pero ¡a qué hablar de eso!

Olga metió la mano en el agua y salpicó el rostro de Oblómov que, estremeciéndose, cerró los ojos. Ella se echó a reír.

—¡Qué fría está el agua, se me ha quedado helada la mano! ¡Dios mío, qué bien se está aquí! —continuó, mirando alrededor—. Volvamos mañana de nuevo, pero directamente desde la casa…

—¿Acaso no has venido directamente de allí? ¿De dónde vienes, entonces? —preguntó Oblómov, impaciente.

—De la tienda —respondió Olga.

—¿De qué tienda?

—¿Cómo que de qué tienda? En el jardín ya te dije de cuál…

—No, no me dijiste nada…

—¿No te lo dije? ¡Qué extraño! Se me habrá olvidado. Salí de casa con un criado para ir al joyero…

—¿Y bien?

—Pues… ¿Qué iglesia es aquélla? —preguntó Olga de pronto al barquero, señalando a lo lejos.

—¿Cuál? ¿Aquélla? —interrogó éste a su vez.

—Es Smolni —explicó Oblómov con impaciencia—. Bueno, fuiste a la tienda y ¿qué?

—Que había allí… cosas muy lindas. Vi una pulsera preciosa.

—No estamos hablando de pulseras —la interrumpió Oblómov—. ¿Qué pasó después?

—Eso es todo —dijo Olga con aire distraído, mirando el paisaje.

—¿Y dónde está el criado? —preguntó, impaciente, Oblómov.

—Se fue a casa —contestó Olga de mala gana, sin dejar de mirar los edificios de la orilla opuesta.

—¿Y tú qué hiciste? —siguió su interrogatorio Oblómov.

—¡Qué bonito es aquello! ¿No podemos ir allí? —preguntó, señalando con la sombrilla la otra orilla del río—. ¿No es allí donde vives?

—Sí.

—Enséñame la calle.

—¿Qué fue del criado? —preguntó Oblómov.

—Lo mandé en busca de la pulsera —respondió Olga con la misma despreocupación de antes—. Él se fue a casa y yo estoy aquí.

—¿Cómo has podido hacer eso? —exclamó Oblómov mirándola con ojos asustados.

Olga lo imitó adrede y también puso cara de susto.

—Habla en serio, Olga, ya está bien de bromas.

—No bromeo, es la pura verdad —respondió Olga tranquilamente—. Olvidé la pulsera en casa con toda intención y ma tante me había pedido que fuese al joyero. ¡A ti nunca se te habría ocurrido una cosa así! —añadió muy orgullosa, como si hubiese realizado una gran hazaña.

—¿Y si regresa el criado?

—Dejé dicho que me esperase, que había ido a otra tienda, pero vine aquí…

—¿Y si María Mijáilovna te pregunta a qué otra tienda fuiste?

—Le diré que estuve en la modista.

—¿Y si se lo pregunta a la modista?

—¿Y si, de pronto, todo el Nevá se desborda, si zozobra la barca y se hunde nuestra casa y toda la calle? ¿Y si tú, de pronto, dejas de quererme?… —dijo Olga, y volvió a salpicarle la cara.

—Seguro que el criado ya está de vuelta y te espera —dijo Oblómov, secándose la cara—. Barquero, vaya hacia la orilla.

—¡No lo haga, no lo haga! —ordenó Olga.

—Vaya hacia la orilla. El criado seguramente ha regresado ya —insistió Oblómov.

—¡Que espere! ¡Sigamos paseando!

Pero Oblómov consiguió su propósito y, una vez en el jardín, apresuró el paso. Olga, en cambio, procuraba ir despacio, apoyándose en su brazo.

—¿Qué prisa tienes? —decía Olga—. Espera, quiero estar más tiempo contigo.

Caminaba cada vez más despacio, se apretaba contra su hombro y lo miraba muy de cerca; él hablaba aburrida y pesadamente de obligaciones y deberes. Olga lo escuchaba distraída, sonreía lánguidamente y con la cabeza inclinada miraba hacia el suelo, a él, y pensaba en otra cosa.

—Escúchame, Olga —dijo por fin Oblómov en tono solemne—, aun a riesgo de enfadarte y de sufrir tus reproches debo decirte con toda energía que hemos ido demasiado lejos. Mi obligación y mi deber me impulsan a decírtelo.

—¿Decirme qué? —preguntó Olga, impaciente.

—Que hacemos muy mal viéndonos a escondidas.

—Eso ya me lo dijiste en la casa de campo —respondió Olga, pensativa.

—Sí, pero entonces me dejaba llevar por mis sentimientos; te apartaba con una mano, pero te retenía con la otra. Tú eras confiada y yo… se diría… que te engañaba. Nuestro amor era muy reciente…

—Ahora ya no es reciente y empiezas a aburrirte, ¿no es eso?

—¡No, Olga, no! Eres injusta. Quise decir que el sentimiento era nuevo y resultaba imposible ser juicioso. Me atormenta la conciencia; tú eres joven, conoces poco a la gente y, además, tu amor es tan puro, tan sagrado, que no se te ocurre pensar siquiera en las severas críticas a que estamos expuestos por lo que hacemos, yo sobre todo.

—Pero ¿qué hacemos? —preguntó Olga, deteniéndose.

—¿Cómo que qué? Tú engañas a tu tía, sales en secreto de tu casa, te ves a solas con un hombre… Intenta decir todo eso el domingo, delante de los invitados.

—¿Por qué no puedo decirlo? —preguntó Olga tranquilamente—. Tal vez lo diga…

—Pues verás cómo tu tía se desmaya, las damas abandonan la casa y los hombres te miran con insolencia, sonriendo maliciosamente…

Olga quedó pensativa.

—Pero ¡somos novios! —repuso.

—Sí, sí, querida Olga —dijo Oblómov estrechándole las manos—, por eso hemos de ser más cautos, cuidar más nuestra conducta. Quiero llevarte del brazo con orgullo por esta avenida a la vista de todos y no a escondidas, quiero que te miren con respeto y no con insolente malicia, que nadie se atreva a sospechar ni siquiera que tú, tan orgullosa, fuiste capaz de olvidar el pudor y la educación recibida, que hayas perdido la cabeza o abandonado el camino del recto proceder…

—No olvide ni el pudor, ni la educación, ni el deber —respondió Olga, orgullosa, retirando su mano de la suya.

—Lo sé, lo sé, mi inocente ángel, pero no soy yo el que lo dice, lo dirá la gente, la sociedad, y no te lo perdonarán jamás. Comprende, te lo ruego por Dios, lo que yo pretendo. Quiero que también ante los ojos del mundo seas pura e irreprochable tal como lo eres en la realidad.

Olga caminaba pensativa.

—Debes comprender para qué te lo digo: tú vas a sufrir y la responsabilidad caerá sobre mí exclusivamente. Dirán que yo te seducía, que ocultaba de ti el abismo con toda intención. Tú sigues siendo pura a mi lado, estás tranquila, pero ¿a quién convencerás de ello? ¿Quién lo creerá?

—Tienes razón —dijo Olga estremeciéndose—. Escucha —añadió con decisión—, vamos a decírselo todo a ma tante y que mañana mismo nos bendiga… —Oblómov palideció—. ¿Qué te sucede? —preguntó ella.

—Espera, Olga, ¿a qué tanta prisa? —respondió apresuradamente, pero sus labios temblaban.

—¿No eras tú quien hace dos semanas me metía prisa? —preguntó Olga, mirándolo con fría atención.

—Entonces no pensé en los preparativos y ¡son tantos! —respondió Oblómov suspirando— Esperemos tan sólo a que llegue la carta del apoderado.

—¿Para qué tenemos que esperar esa carta? ¿Acaso la respuesta, sea cual fuere, puede alterar tu decisión? —preguntó Olga mirándole con mayor atención todavía.

—¡Qué ocurrencia! No, la necesito para poder hablar con tu tía, fijar la fecha de la boda. Con ella no hablaré de amor, sino de cosas prácticas para las cuales aún no estoy preparado.

—Entonces hablaremos con ella cuando recibas la carta, pero, mientras tanto, todos sabrán que somos novios y podremos vernos cada día. Te echo de menos —añadió—, los días se me hacen larguísimos; todos se dan cuenta de que algo me pasa, me dan la lata, aluden maliciosamente a tu persona… ¡Estoy harta de todo eso!

—¿Aluden a mi persona? —preguntó Oblómov con voz temblorosa.

—Sí, gracias a Sóñechka.

—¿Ves, ves? No me hiciste caso y te enfadaste conmigo entonces.

—¿Qué quieres que vea? No veo nada, tan sólo que eres un cobarde… A mí esas alusiones no me asustan.

—No soy cobarde, sino precavido… Pero, por Dios, Olga, ¡vámonos de aquí! Mira, se acerca un coche, a lo mejor son conocidos… hasta sudores me entran… ¡Vamos, vamos!… —decía Oblómov asustado, contagiando su temor a Olga.

—Sí, vamos deprisa —dijo ella en un rápido susurro.

Casi echaron a correr por la avenida hasta llegar al final del jardín, sin hablar una sola palabra. Oblómov miraba alrededor con aire inquieto y Olga llevaba muy inclinada la cabeza cubierta con el velo.

—Entonces, hasta mañana —dijo cuando llegaron a la tienda donde la esperaba el criado.

—No, mejor hasta pasado mañana… o, mejor, hasta el viernes o el sábado —respondió él.

—Pero ¿por qué?

—¿Sabes, Olga?, pienso que para entonces ya tendré la carta.

—Como quieras. Pero ven mañana a comer, ¿me oyes?

—Sí, sí, de acuerdo, de acuerdo. —Y Olga entró en la tienda.