CAPÍTULO XI
EN su casa, Oblómov encontró una carta de Shtolz que empezaba y terminaba con las palabras «ahora o nunca», repleta de reproches por su inmovilidad; lo invitaba a reunirse sin falta con él en Suiza, a donde él se dirigía, e ir luego a Italia.
De no aceptar esta propuesta, le decía que fuese a la aldea para comprobar la marcha de su hacienda, poner en orden su economía, determinar la cuantía de su renta y, una vez allí, disponer la construcción de la nueva casa.
«Acuérdate de lo dicho: ahora o nunca», con estas palabras finalizaba su carta.
—¡Ahora, ahora, ahora! —repitió Oblómov—. Andréi no sabe qué poema estoy viviendo. ¿Qué más pretende que haga? ¿Puedo, acaso, estar más ocupado alguna vez de lo que estoy ahora? ¡Me gustaría verlo a él! Siempre se dice que los ingleses y los franceses trabajan mucho, que están al tanto de todo. Pero se pasan el tiempo viajando por Europa, algunos llegan incluso a Asia y África por gusto, sin tener nada que hacer. Unos se dedican a dibujar en su álbum, otros a excavar antigüedades, los hay que van a cazar leones o serpientes. Y si no, se están en sus casas en noble ociosidad, almuerzan, comen con amigos, con mujeres y eso es todo cuanto hacen. ¿Por qué yo he de ser como un condenado a trabajos forzados? Andréi no sabe más que decir: «trabaja y trabaja». ¡Ni que fuera un caballo! ¿Para qué? Tengo lo suficiente para comer, para vestir. Claro que Olga me preguntó de nuevo si no pensaba ir a Oblómovka…
Y Oblómov se puso a escribir, a reflexionar, visitó incluso a un arquitecto. Poco después, sobre su pequeña mesita apareció el plano de la casa y del jardín. La casa era amplia, pensando en la familia, y tenía dos balcones.
«Aquí yo, aquí Olga, aquí el dormitorio de los niños —pensaba sonriente—. Pero los mujiks, los mujiks… —Y la sonrisa desaparecía de su rostro—. Mi vecino me escribe, me da detalles de la siembra, de la recolección… ¡Qué aburrimiento! Y me propone, además, que sufraguemos conjuntamente la construcción de un camino al pueblo con un puente sobre el río. Pide tres mil rublos y quiere que hipoteque Oblómovka… Pero ¡yo qué sé si eso hace falta! Si conviene o no. ¿No me estará engañando?… Supongamos que sea una persona honesta. Shtolz lo conoce, pero también él puede equivocarse y voy a perder el dinero. ¡Tres mil es mucho dinero! ¿De dónde voy a sacarlo? Me da miedo. Me dice, asimismo, que debería mandar algunos mujiks a desbrozar los eriales y me exige que le responda lo antes posible. El mismo se encargaría de mandar todos los documentos precisos para hipotecar la propiedad, pero debo ir a la Cámara para certificar ese poder. ¡No es poco lo que me pide! Ni siquiera sé dónde está esa Cámara, ni cómo ir allí».
Pasó más de una semana sin que Oblómov le respondiera; hasta Olga le preguntó si había estado en la Cámara. Shtolz volvió a escribirle a él y a Olga preguntando por lo que hacía.
Olga, sin embargo, podía observar sólo muy superficialmente la actividad de su amigo y en la esfera que le era accesible, es decir, si estaba contento, si iba de buena gana a todas partes, si acudía puntualmente al lugar de la cita, hasta qué punto le interesaban las novedades, las conversaciones generales. La pregunta que le hizo respecto a la Cámara fue para poder contar algo a Shtolz de los asuntos de su amigo.
El verano estaba en pleno auge. Finalizaba el mes de julio y el tiempo era soberbio. Oblómov casi no se separaba de Olga. Por las mañanas paseaban por el parque; al mediodía, cuando hacía calor, se refugiaban en el seto, entre los pinos. Sentado a sus pies, Oblómov leía para ella en voz alta; Olga bordaba para él alguna cosa. Reinaba entre ellos un cálido verano; de vez en cuando algunos nubarrones ensombrecían su cielo, pero no tardaban en pasar. Si Oblómov sufría pesadillas y la duda golpeaba en su corazón, Olga, al igual que un ángel, montaba la guardia, lo miraba fijamente con sus claros ojos, y renacía la paz en su espíritu y su amor fluía tan sereno como un río, reflejando los nuevos dibujos del cielo.
Las opiniones de Olga sobre la vida, el amor y todo lo demás adquirieron aún mayor claridad y firmeza. Contemplaba con más seguridad todo cuanto la rodeaba y no le preocupaba el futuro. Su inteligencia iba adquiriendo mayor amplitud, aparecían nuevos rasgos en su carácter, bien se manifestaban en diversas formas poéticas, bien eran lógicos, naturales y se deducían unos de otros.
Poseía una especie de tenacidad que no sólo era capaz de superar las tormentas del destino, sino también la indolencia y la apatía de Oblómov. Cualquier propósito suyo cobraba inmediata y rápida validez. Sabía insistir. Incluso si no decía nada, se notaba a las claras que pensaba en su plan, que no lo olvidaba, que no renunciaría a él, y siempre conseguía realizarlo.
Oblómov no podía comprender de dónde provenía su fuerza, ese tacto, ese saber cómo y qué hacer en cada circunstancia por difícil que pudiera parecer.
«Debe ser —pensaba— porque tiene una ceja más alta que la otra y debajo se le forma una arruguita pequeña, apenas visible… Es allí, precisamente, donde radica su tenacidad».
Aunque el rostro de Olga permaneciera tranquilo, esa arruguita nunca desaparecía y la ceja no se nivelaba con la otra. Sin embargo, esa fuerza no se manifestaba exteriormente, no era brusca en ningún momento. La tenacidad de sus propósitos no le hacía perder ni un ápice de su femineidad.
Olga no pretendía ser una mujer de mundo, ni turbar a un admirador inoportuno con una aguda réplica, ni hacerse admirar por su brillante ingenio para que alguno de los oyentes exclamase «¡Bravo, bravo!».
Incluso era tímida, como lo son muchas mujeres; claro está que no se echaría a temblar al ver un ratoncillo, ni se desmayaría por el ruido de una silla al caer; sin embargo, temía alejarse de la casa y daba la vuelta al ver a un mujik sospechoso a su juicio; por la noche cerraba la ventana para evitar a los ladrones, es decir, obraba como casi todas las mujeres.
Era, además, muy propensa a la compasión y a la piedad. Resultaba fácil hacerla llorar y el camino a su corazón estaba siempre abierto. Tierna en el amor, se mostraba cariñosa y afable en sus relaciones con los demás. En suma, era una mujer.
Solía ser sarcástica, pero lo era con tal gracia y encanto, que a nadie importaba servir de blanco a sus ironías.
En cambio, no temía las corrientes de aire y se paseaba ligeramente vestida al anochecer. Gozaba de excelente salud y comía con apetito. Tenía sus manjares predilectos, que sabía preparar ella misma.
Muchas mujeres saben todo eso, mas por lo general ignoran lo que debe hacerse en uno u otro caso; incluso si lo saben, lo hacen de memoria, basándose en los conocimientos de una tía o de una prima, pero sin conocer la razón, el porqué debía de ser así. Muchas de ellas ignoran, incluso, lo que hacer y si se deciden lo hacen abúlicamente, sin seguridad alguna. Tal vez se deba a que sus cejas son en forma de arco y no poseen arruguitas en la frente.
Entre Oblómov y Olga se habían establecido unas relaciones secretas, invisibles para los demás; cada mirada, cada palabra dicha delante de otros, por insignificante que fuera, tenía para ellos su propio sentido. Veían en todo una alusión a su amor.
Y Olga, pese a toda la seguridad que tenía en sí misma, solía ruborizarse cuando en la mesa se hablaba de una historia de amor parecida a la suya; y como todas las historias de amor se parecen mucho entre sí, solía ruborizarse con frecuencia.
También Oblómov, al oír una alusión semejante, se turbaba y cogía tal cantidad de bizcochos a la hora del té, que alguien se echaba a reír indefectiblemente.
Ambos se hicieron cautelosos y sensibles. A veces, Olga no le contaba a su tía que había visto a Oblómov, y él, en casa, solía decir que se iba a la ciudad cuando se dirigía al parque.
Sin embargo, por muy clarividente que fuera la mente de Olga, por muy consciente que contemplara todo cuanto tenía a su alrededor, pese a su excelente salud, empezaban a manifestarse en ella ciertos síntomas nuevos, enfermizos. De vez en cuando sentía una inquietud que no sabía cómo explicar, a pesar de reflexionar en ello.
Algunas veces, paseando del brazo de Oblómov algún cálido mediodía, se apoyaba con indolencia en su hombro y caminaba maquinalmente y en silencio como falta de fuerza. Perdía su energía, sus ojos aparecían fatigados, sin vida, inmóviles y fijos en un solo punto y le daba pereza volverlos en otra dirección.
Sentía opresión en el pecho, estaba inquieta y, aun cuando se despojaba de la manteleta, eso no le servía de alivio: la opresión no pasaba y le molestaba todo. Le hubiera gustado tumbarse bajo un árbol y permanecer allí horas enteras.
Desconcertado, Oblómov le abanicaba el rostro con una rama, pero ella, con impaciencia, le hacía entender que no se preocupara, pero su malestar persistía.
Luego lanzaba de pronto un suspiro, miraba alrededor con ojos conscientes, estrechaba la mano de Oblómov y volvía a ser igual de alegre y animosa, a sentirse dueña de sí.
Un atardecer, Olga se mostró más inquieta de lo habitual, como una lunática de amor, y Oblómov la vio bajo una nueva luz.
Hacía calor, el aire era asfixiante; un viento tibio rumoreaba sordamente en el bosque y el cielo aparecía cubierto de pesados nubarrones. La oscuridad se hacía mayor cada vez.
—Va a llover —dijo el barón, y se fue a casa.
La tía se retiró a su habitación. Olga tocó largamente el piano con aire pensativo, pero acabó dejándolo.
—No puedo, me tiemblan los dedos, siento asfixia —le dijo a Oblómov— Vamos a dar un paseo por el parque.
Durante mucho rato pasearon en silencio por las avenidas cogidos de la mano. Las manos de Olga eran húmedas y suaves. Entraron en el parque. Los árboles y los arbustos formaban una sombría masa; no se veía nada a dos pasos y tan sólo los senderos arenosos culebreaban en franjas blancuzcas.
Olga fijaba con insistencia sus ojos en la penumbra y se apretaba contra Oblómov. Vagaban silenciosos.
—¡Tengo miedo! —dijo de pronto Olga estremeciéndose cuando, casi a tientas, pasaron por un estrecho sendero entre dos vallas negras, impenetrables, del bosque.
—¿De qué? —preguntó él—. No temas nada, Olga, yo estoy contigo.
—También a ti te tengo miedo —susurró Olga—. Pero ¡es un temor tan grato! Siento desfallecer el corazón. Dame la mano, fíjate cómo late.
Olga, temblorosa, miraba alrededor.
—¿Ves, ves? —susurró temblando y sujetándole con fuerza por el hombro con ambas manos—. ¿No ves algo allí, en la oscuridad?… Y se estrechó todavía más contra él.
—No hay nadie… —dijo Oblómov, pero sintió cómo un estremecimiento recorría su espalda.
—¡Tápame corriendo los ojos con algo… con fuerza! —musitó Olga—. Bueno, ya me pasó… son los nervios —añadió inquieta—. ¡Otra vez! Mira quién es. Vamos a sentarnos en algún banco… Oblómov buscó a tientas un banco y la hizo sentar.
—Vámonos a casa, Olga —decía tratando de convencerla—, no estás bien de salud.
Olga reclinó la cabeza en su hombro.
—No, aquí se respira mejor —dijo—. Siento que algo me oprime el corazón.
Oblómov percibía en la mejilla su cálido aliento, tocó su cabeza con la mano; también estaba caliente. Respiraba con dificultad y lanzaba frecuentes suspiros.
—¿No es mejor que vayamos a casa? —repetía Oblómov lleno de inquietud—. Tienes que acostarte…
—No, no, déjame, no me toques —decía Olga con voz lánguida apenas audible—, algo me quema aquí… —dijo señalando el pecho.
—Es mejor que nos vayamos… —insistía Oblómov.
—No, espera, esto pasará…
Olga estrechaba su mano y, de vez en cuando, se acercaba mucho para mirarlo, permaneciendo silenciosa un rato. Luego empezó a llorar, al principio bajito y luego sollozando. Completamente turbado e inquieto, Oblómov repetía:
—¡Por Dios, Olga! ¡Vamos corriendo a casa!
—No es nada —contestó Olga sollozando—, no te preocupes, deja que me desahogue llorando… El fuego saldrá con las lágrimas y me encontraré mejor, son los nervios…
En la oscuridad percibía Oblómov su anhelosa respiración y las cálidas lágrimas que caían en su mano y la fuerza convulsiva con que la estrechaba.
Oblómov no movía ni un dedo, apenas se atrevía a respirar. La cabeza de Olga descansaba en su hombro, su aliento le quemaba la mejilla. También él se estremecía, pero no osaba rozar con sus labios la mejilla de Olga.
Poco a poco Olga se fue tranquilizando y su respiración recobró el ritmo normal… Estaba silenciosa. Oblómov pensó que se había dormido y tenía miedo de moverse.
—¡Olga! —susurró.
—¿Qué? —respondió ella igual de bajito, y suspiró—. Ya pasó… Ahora ya pasó… —dijo lánguidamente—, me siento aliviada y respiro sin esfuerzo.
—Vámonos —dijo él.
—Vámonos —repitió ella de mala gana—. ¡Querido mío! —susurró con abandono estrechándole la mano; apoyándose en su hombro llegó a su casa con pasos vacilantes.
Una vez en el salón, Oblómov la miró: estaba fatigada, pero sonreía con una extraña sonrisa inconsciente, como si estuviera bajo el influjo de un ensueño.
Oblómov la hizo sentarse en el diván, se puso de rodillas a su lado y, profundamente conmovido, besó varias veces su mano.
Olga seguía mirándolo con la misma sonrisa, ofreciéndole las dos manos, y lo siguió con la vista hasta la puerta.
En la puerta, Oblómov se volvió: ella seguía mirándole y en su rostro estaba la misma expresión lánguida, voluptuosa, como si no pudiera reprimirla.
Se fue pensativo. Había visto en alguna parte esa sonrisa, recordaba un cuadro que representaba a una mujer sonriendo de ese modo… pero desde luego no era Cordelia.
Al día siguiente mandó a preguntar por su salud. Le respondieron que gracias a Dios estaba bien y que lo esperaban a comer y por la tarde irían todos a ver fuegos artificiales a unos cinco kilómetros de allí.
Oblómov no lo creyó y fue a enterarse personalmente. Olga estaba fresca como una flor: los ojos brillantes, las mejillas sonrosadas y llena de energía. ¡Su voz era tan sonora! Pero se turbó de pronto y estuvo a punto de lanzar un grito cuando Oblómov se acercó a ella, y se ruborizó intensamente cuando él le preguntó qué tal se encontraba «después de lo de ayer».
—Fue un pequeño desarreglo nervioso —se apresuró a responderle—; ma tante dice que hay que acostarse antes. Me viene sucediendo desde hace poco…
No terminó de explicarse y apartó el rostro como pidiendo compasión. Ni ella misma comprendía el motivo de su turbación. ¿Por qué sentía vergüenza y bochorno al recordar la tarde del día anterior y sus lágrimas?
Sentía vergüenza de algo y rabia contra alguien, bien contra sí misma, bien contra Oblómov. Y en otros momentos tenía la impresión de que Oblómov le era ahora más querido, que estaba más cerca de ella, que se sentía atraída hacia él hasta el punto de llorar, como si desde la tarde del día anterior estuviera misteriosamente unida a él…
Tardó mucho en dormirse, por la mañana paseó largamente desde el parque hasta la casa, sola e inquieta, sin dejar de pensar, perdida en diversas conjeturas. Tan pronto se ensombrecía su rostro, como se encendía de rubor y sonreía sin saber por qué, incapaz de llegar a una conclusión. «¡Sóñechka, Sóñechka! —pensaba llena de fastidio—. ¡Qué feliz eres! ¡Tú ya lo habrías resuelto!».
¿Y Oblómov? ¿Por qué permaneció callado e inmóvil la noche anterior, aunque la respiración de Olga quemaba su mejilla y sus cálidas lágrimas caían en su mano, a pesar de haberla llevado casi en brazos a su casa y escuchado el indiscreto susurro de su corazón? ¿Qué habría hecho otro? ¡Algunos son tan audaces!…
Aunque Oblómov había pasado su juventud en un ambiente de jóvenes que lo sabían todo y que habían resuelto de una vez para siempre los problemas vitales, que en nada creían y lo analizaban todo con fría serenidad, albergaba en su alma la fe en la amistad, en el amor, en el honor, y aunque se había equivocado numerosas veces en sus juicios sobre los hombres, pese a los errores que aún podía cometer y a los sufrimientos que esto podía acarrearle, su fe y su bondad no habían sufrido ningún menoscabo. Reverenciaba en secreto la pureza de la mujer, reconocía su poder y sus derechos y le ofrecía sacrificios.
Sin embargo, carecía de carácter suficiente para acatar abiertamente los principios del bien y del respeto a la inocencia. En secreto se embriagaba de su perfume, pero, a veces, se unía al coro de cínicos para evitar toda sospecha de castidad o de respeto por ella y añadía a su ruidoso coro alguna que otra opinión frívola.
Jamás trató de ahondar en la gran importancia de palabras como «el bien», «la verdad», «la pureza», lanzadas al torrente de los discursos humanos, en la profunda brecha que abrían; no pensaba que dichas en voz alta y enérgica, con valentía, sin falsa vergüenza, lejos de ser ahogadas por los perversos gritos de los sátiros mundanos, se sumergían como perlas en la vorágine de la vida social y había siempre para ellas una concha.
Muchos evitan expresar un noble sentimiento, se avergüenzan de él y hablan con audacia y frivolidad sin sospechar que sus palabras no se pierden en balde, sino que dejan una huella de mal, a veces inextinguible.
Oblómov, en cambio, era honesto: su conciencia no podía acusarlo de frío y desalmado cinismo; no había manchas en su vida. No le era posible escuchar con tranquilidad a los que contaban cómo habían cambiado sus caballos, los muebles o… algunos la mujer, y los gastos que supusieron esos cambios…
Más de una vez sufrió por la perdida dignidad y el honor de un hombre; lamentaba profundamente la deshonra de una mujer para él desconocida, pero callaba temiendo la opinión del mundo.
Había que adivinar esas cualidades suyas, y Olga las adivinó. Los hombres suelen reírse de semejantes excéntricos, pero las mujeres los reconocen de inmediato; las mujeres castas y puras los quieren por afinidad; las depravadas buscan su amistad para purificar su alma.
El verano avanzaba, vivía sus últimos días. Las mañanas y los atardeceres eran más oscuros y húmedos. No sólo se marchitaron las lilas, también los tilos; la época de las bayas había acabado. Oblómov y Olga se veían a diario.
Oblómov se había puesto al día con relación a la vida, es decir, estaba enterado de todo cuanto olvidara hacía mucho: sabía por qué abandonó Roma el embajador francés, por qué los ingleses enviaban barcos y tropas al Oriente, se interesaba por la construcción de nuevas carreteras en Francia o Alemania. Pero en lo referente al camino que debía ir desde Oblómovka al pueblo, no pensaba siquiera, no había ido tampoco a la Cámara ni contestado a Shtolz.
Estaba al tanto únicamente de todo cuanto se hablaba cada día en casa de Olga, de lo que decían los periódicos que allí se recibían, y conocía, gracias a la tenacidad de Olga, las novedades literarias del extranjero. Todo lo demás se hallaba sumergido en la pura esfera del amor.
Pese a los frecuentes cambios en esa rosada atmósfera, su horizonte permanecía casi siempre despejado. Si Olga reflexionaba, a veces, sobre sus relaciones con Oblómov, su amor por él, si ese amor dejaba huecos y vacíos en su corazón, si no todas sus preguntas hallaban siempre claras y completas respuestas por parte de Oblómov y su voluntad callaba a la llamada de la suya y respondía a su energía y su vívido palpitar tan sólo con una mirada fija y llena de pasión, Olga se sumergía en dolorosas meditaciones; algo frío como una serpiente se adentraba en su alma, le hacía olvidar sus ilusiones, y el mundo cálido y fabuloso del amor se convertía en un día otoñal en que todo se ve de color gris.
Olga trataba de averiguar por qué su felicidad no era completa, plenamente satisfactoria. ¿Qué le faltaba? ¿Qué más se necesitaba? Su destino era amarlo. Justificaba su amor la bondad de Oblómov, su pura fe en el bien y sobre todo su ternura, una ternura que jamás había visto en los ojos de otros hombres.
¿Qué importaba, pues, que no respondiera a cada mirada suya con otra acorde, que no siempre sonara en su voz aquello que había oído alguna vez en sueños o despierta?… Era la imaginación, los nervios: ¿para qué hacerles caso y sacar las cosas de quicio? Y, finalmente, si quisiera abandonarle, ¿cómo podría hacerlo?
Ya estaba hecho: le había confesado su amor y desprenderse del amor por capricho, igual que si se tratara de un vestido, no podía hacerse. «No se ama dos veces en la vida —pensaba Olga—, dicen que es inmoral…».
De este modo iba aprendiendo lo que era amar, interrogaba a su corazón, analizaba sus sentimientos y recibía cada nueva experiencia con una lágrima o una sonrisa. Luego aparecía esa expresión reconcentrada en su rostro bajo la cual se ocultaban las lágrimas y las sonrisas y que tanto asustaba a Oblómov.
Olga, sin embargo, en sus conversaciones con Oblómov, no aludía siquiera a esos pensamientos ni a esas dudas.
Oblómov no lo aprendía, vivía sumergido en él, en la dulce ilusión con la cual había soñado en voz alta al hablar con Shtolz. Creía a veces que la vida sería siempre como un cielo sin nubes y volvía a soñar con Oblómovka poblada de rostros amistosos, llenos de bondad y despreocupación, con las veladas en la terraza y las meditaciones sugeridas por la plenitud de la dicha.
Incluso ahora se dejaba llevar por esas meditaciones y, a escondidas de Olga, se durmió un par de veces en el bosque esperando su llegada… Pero, de pronto, surgió una nube en su firmamento.
Un día que regresaban caminando indolentemente y silenciosos de un paseo, cuando se disponían a cruzar la carretera, vieron avanzar hacia ellos una nube de polvo y en medio de esa nube iba Sóñechka con su marido, un caballero más y otra señora…
—¡Olga! ¡Olga! ¡Olga Serguéievna! —llamaban.
El coche se detuvo. Todos los caballeros y señoras que iban dentro rodearon a Olga, se saludaron, se besaron hablando todos a la vez, sin percatarse de la presencia de Oblómov durante mucho tiempo. Después, todas las miradas se volvieron hacia él y uno de los caballeros lo miró, incluso, a través de sus impertinentes.
—¿Quién es? —preguntó Sóñechka en voz baja.
—Iliá Ilich Oblómov —dijo Olga presentándolo.
Todos se dirigieron a la casa andando. Oblómov no se sentía a gusto; había perdido la costumbre de estar en sociedad y trató, incluso, de saltar una cerca para irse a casa por el campo, pero una mirada de Olga le detuvo.
La cosa no habría tenido importancia, pero todos esos señores lo miraban de una forma tan rara… Mas eso tal vez tampoco importaba. Antes todos le miraban así debido a su expresión somnolienta, aburrida, su negligente forma de vestir.
Pero esos señores miraban de la misma extraña manera tan pronto a Olga como a él. A causa de esa maliciosa mirada dirigida a Olga, su corazón se sobrecogió. Sentía remordimientos de conciencia por algo y eran tan dolorosos, tan torturadores que, incapaz de soportarlos, se fue pensativo y sombrío a su casa.
Al día siguiente, la charla cariñosa de Olga y sus divertidas ocurrencias no pudieron alegrarlo. A sus insistentes preguntas respondió quejándose de un fuerte dolor de cabeza y permitió con toda paciencia que le vertieran encima setenta y cinco copecs de agua de colonia.
Al tercer día de ese encuentro, cuando regresaron bastante tarde a casa después del paseo, la tía los miró de un modo harto significativo, sobre todo a él; luego bajó los párpados algo inflamados y durante unos instantes estuvo oliendo alcohol con aire pensativo.
Oblómov sufría, pero callaba. No se atrevía a confiar sus dudas a Olga, temiendo alarmarla, asustarla y, la verdad, temía por sí mismo, tenía miedo de perturbar ese mundo sin nubes tan feliz con una cuestión de tanta importancia.
Ya no se trataba de si el amor de Olga por él era un error, sino de saber si era una equivocación todo su amor, esas citas en el bosque a solas, a veces ya entrada la noche.
«Intenté besarla —pensó horrorizado—; esto es criminal, según el código de la moral, y tiene su importancia. Antes de llegar a eso hay numerosas etapas: el apretón de manos, la declaración, la carta… Todo eso lo hemos pasado. Sin embargo —siguió pensando, irguiendo la cabeza—, mis intenciones son honestas, yo…».
La nube desapareció de pronto, surgió ante sus ojos una Oblómovka luminosa como en día de fiesta, radiante, inundada de rayos solares, con esas verdes colinas y su plateado río; se vio caminando pensativamente con Olga por una larga avenida con un brazo en su talle, luego en el quiosco, en la terraza…
Todos la saludaban con adoración; en una palabra, todo cuanto había dicho a Shtolz.
«Sí, sí, pero debía haber comenzado por eso —se dijo inquieto de nuevo—. El "le quiero" repetido tres veces, la ramita de lilas y la declaración deben ser la garantía de una felicidad para toda la vida, y para una mujer honesta no puede volver a repetirse. ¿Qué hago yo? ¿Quién soy yo?», estos pensamientos lo golpeaban como un martillo en la cabeza.
«¡Soy un seductor, un Donjuán! ¡Sólo falta que yo, como aquel viejo verde de nariz colorada, me ponga en el ojal la rosa robada a la mujer y cuente al oído de un amigo mi conquista para que, para que…! ¡Dios mío, dónde fui a caer! ¡He aquí el abismo! Y Olga no vuela en lo alto, sino que está en su fondo porque, porque…».
Se sentía apesadumbrado y lloraba como un niño al pensar que el arco iris de su vida se había desvanecido y que Olga sería su víctima. Todo su amor era un crimen, una mancha en su conciencia.
Su mente turbada volvía a serenarse al pensar que había una solución legal a todo eso: tender la mano a Olga con un anillo…
«Sí, sí —se decía con gozosa emoción—, y su respuesta será una vergonzosa mirada de aceptación… No dirá ni una sola palabra, se ruborizará, sonreirá con toda el alma, sus ojos se llenarán después de lágrimas…».
Las lágrimas, la sonrisa, la mano silenciosamente tendida; luego una viva y juguetona alegría, un feliz apresuramiento en los movimientos; después una larga, larga conversación, las confidencias susurradas a solas, el misterioso acuerdo de fundir dos vidas en una.
El amor de ambos, invisible para todos, estaría presente, brillaría en las conversaciones baladíes sobre temas cotidianos. Y nadie se atrevería a ofenderlos con la mirada…
Su rostro adquirió de pronto una expresión grave, severa. «Sí —se dijo—, ése es el mundo de la felicidad segura, noble y honesta. ¡Vergüenza debería sentir por ocultar las flores, respirar el aroma del amor como un chiquillo, buscar citas, pasear bajo la luz de la luna, espiar los latidos de un corazón juvenil, captar su ilusión temblorosa!… ¡Dios mío!». Oblómov enrojeció violentamente.
«Esta misma tarde Olga sabrá qué severas obligaciones impone el amor; hoy será nuestra última cita a solas, hoy…».
Oblómov se llevó la mano al corazón: latía con fuerza pero regularmente como debe latir el corazón de un hombre honrado. Pensó de nuevo en la pena que sentiría Olga cuando le dijera que no debían verse más a solas; cómo luego le manifestaría tímidamente sus intenciones, pero antes procuraría conocer su modo de pensar al respecto, disfrutando de su turbación, y luego…
Luego soñó con la tímida aceptación de Olga, con sus lágrimas y su sonrisa, la mano tendida en silencio, los largos y misteriosos susurros y los besos a la vista de todo el mundo.