CAPÍTULO IX

EL hermano entró de la misma forma que el primer día, tomó asiento en una silla con idéntico cuidado, escondió las manos en las mangas y esperó a que hablara Iliá Ilich.

—He recibido una carta muy desagradable de Oblómovka en respuesta a la que yo escribí nombrando apoderado a un vecino, ¿lo recuerda? —dijo Oblómov—. Tenga la bondad de leerla.

Iván Matvéievich cogió la carta, la recorrió rápidamente con la vista y la depositó luego sobre la mesa, escondiendo de inmediato las manos tras la espalda.

—¿Qué opina usted sobre lo que debo hacer ahora? —preguntó Oblómov.

—Su amigo le aconseja que vaya usted personalmente a Oblómovka —respondió Iván Matvéievich—. Mil doscientos kilómetros no son gran cosa. Dentro de una semana los caminos ya estarán en condiciones y podrá ir.

—He perdido el hábito de viajar y le confieso que, debido a la falta de costumbre y teniendo en cuenta que estamos en invierno, no me apetece ir, no quisiera hacerlo… Además, es muy aburrido vivir solo en el campo.

—¿Tiene usted muchos campesinos tributarios? —preguntó Iván Matvéievich.

—Pues… no lo sé; hace tiempo que no voy por allí.

—Hay que saberlo, sin eso no puede hacerse el cómputo de la renta a percibir.

—Sí —respondió Oblómov—, debería saberlo. También el vecino me lo dice, pero como estamos en invierno…

—¿Y cuánto supone usted que le pagan?

—¿Cuánto? Creo que… espere, antes tenía una lista… me la hizo Shtolz en tiempos, pero no sé dónde está. Zajar la habrá metido seguramente en alguna parte. Se la enseñaré más tarde… creo que treinta rublos por animal de tiro.

—¿Cómo son sus mujiks? ¿Qué tal viven? —preguntó Iván Matvéievich— ¿Son ricos o pobres? ¿Cuántos trabajan para usted?

—Escúcheme —dijo Oblómov acercándose a él y sujetándole amistosamente por las solapas del uniforme.

Iván Matvéievich se levantó de inmediato, pero Oblómov lo obligó a sentarse de nuevo.

—Escúcheme —dijo despacio y casi en voz baja—, ignoro cuántos trabajan para mí, desconozco las faenas del campo, no sé si son ricos o pobres, no sé lo que es un cuarto de cebada o avena, lo que cuestan, en qué mes se siembra una u otra cosa, cómo se vende y cuándo, no sé si soy rico o pobre, si el año próximo tendré dinero o seré un mendigo, ¡no sé nada! —concluyó tristemente, soltando a Iván Matvéievich y dando un paso hacia atrás—; por consiguiente, hábleme y aconséjeme como a un niño…

—Pues debería usted saber. Sin eso no podrá arreglar nada —dijo Iván Matvéievich, sonriendo con humildad—. Un terrateniente —continuó, poniéndose en pie al tiempo que ocultaba una mano en la espalda y la otra en el pecho— debe conocer su propiedad y saber administrarla —añadió en tono didáctico.

—Pues yo no sé, enséñeme si puede.

—Nunca me dediqué a esa cuestión, tendré que pedir consejo a personas expertas. En la carta le dicen —continuó Iván Matvéievich, señalando con la uña del dedo corazón unas líneas de la carta— que se presente a las elecciones. Eso sería muy conveniente.

»Tendría que vivir allí, trabajaría en el tribunal y, de paso, aprendería a gobernar su propiedad.

—Ignoro lo que es un tribunal de distrito, no sé lo que hacen allí ni cuál sería mi misión —replicó Oblómov a media voz, pero recalcando sus palabras.

—Se acostumbrará. Además, usted trabajó aquí en un departamento; el trabajo es igual en todas partes, se diferencia un poco en las formas. En todas las oficinas hay prescripciones, reglamentos, actas… Con tal de tener un buen secretario, estaría libre de todo cuidado. Se limitaría a firmar, ya sabe usted cómo se hace en los departamentos…

—Tampoco sé cómo se hace en los departamentos —dijo Oblómov con voz monótona.

Iván Matvéievich miró a Oblómov y guardó silencio.

—¿Supongo que habrá leído todos esos libros? —preguntó con la misma sonrisa humilde.

—¡Libros! —exclamó amargamente Iliá Ilich, y se contuvo.

Le faltó decisión y no consideró necesario abrir su corazón ante ese burócrata. «Tampoco sé lo que son los libros», quiso decir, pero se calló, limitándose a suspirar tristemente.

—Pero de algo se ocupará usted —añadió Iván Matvéievich como si hubiera adivinado su respuesta acerca de los libros—; no es posible…

—Es posible, Iván Matvéievich, y en mí tiene usted un ejemplo vivo. ¿Quién soy yo? ¿Qué soy? Si se lo pregunta a Zajar, él le dirá que «el señor». Sí, soy un señor y no sé hacer nada. Hágalo usted si sabe y ayúdeme, si puede. Cobre cuanto quiera por su trabajo, la sapiencia se recompensa.

Oblómov comenzó a pasearse por la habitación. Iván Matvéievich permanecía sin moverse de su sitio, pero volvía el cuerpo en la dirección seguida por Iliá Ilich. Ambos permanecieron callados un buen rato.

—¿Dónde estudió usted? —preguntó Oblómov, deteniéndose ante él.

—Empecé a estudiar en el colegio, pero en el sexto curso mi padre me hizo dejar los estudios y me colocó en una oficina. ¡Ya sabe cuál es nuestra ciencia! Leer, escribir, gramática, matemáticas y ¡se acabó! Me acostumbré a trabajar y voy viviendo. Lo de usted es distinto, habrá estudiado verdaderas ciencias…

—Sí —confirmó Oblómov suspirando—, es cierto, estudié Algebra Superior, Economía Política y Derecho, pero no me acostumbré a trabajar. Ya ve, sabiendo Álgebra Superior no sé cuál es mi renta. Y de regreso a la aldea, cuando comprendí y vi lo que pasaba en mi casa, en la propiedad y a nuestro alrededor, me di cuenta de que nada de eso concordaba con el Derecho que había estudiado. Llegué aquí pensando que con la Economía Política podría abrirme camino… Pero me dijeron que las ciencias me servirían pasados los años, tal vez cuando fuera viejo, pero que antes debía progresar en el escalafón; para ello sólo una ciencia se necesitaba: escribir papeles. Por eso no estoy acostumbrado al trabajo y me convertí simplemente en señor. Usted, en cambio, se adaptó; por lo tanto, piense en el modo de solucionar esta situación.

—Puede, claro está, hallarse una solución —dijo al fin Iván Matvéievich.

Oblómov se detuvo frente a él, en espera de que hablase.

—Habría que encargar de todo eso a una persona preparada y pasar a su nombre el poder —añadió Iván Matvéievich.

—Pero ¿dónde encontraremos a ese hombre? —preguntó Oblómov.

—Tengo un compañero en la oficina, Isai Fómich Zatiorty, que es algo tartamudo pero sabe mucho de estas cuestiones. Durante tres años dirigió una gran propiedad, pero el terrateniente lo despidió por su tartamudez. Ahora trabaja en mi oficina.

—¿Se puede confiar en él?

—¡Es de lo más honrado que puede haber! Por eso no se preocupe. Gastaría de su propio dinero con tal de dar satisfacción a la persona que ha confiado en él. Lleva más de once años trabajando conmigo.

—¿Cómo podrá ir si está trabajando?

—No tiene mayor importancia. Podría solicitar un permiso por cuatro meses. Si usted se decide, se lo presentaré. Pero, como es natural, no querrá hacerlo gratis.

—Claro que no —se apresuró a decir Oblómov.

—Tendrá que asignarle dietas de viaje, subvenir a la manutención diaria y, al acabar su trabajo, pagarle según acuerden. Accederá a ir, sin duda.

—Le estoy muy agradecido, me libra usted de muchas preocupaciones —dijo Oblómov, tendiéndole la mano—. ¿Cómo dice que se llama su amigo?

—Isai Fómich Zatiorty —repitió Iván Matvéievich; se secó rápidamente la mano con la bocamanga del otro brazo, estrechó un instante la mano que le tendía Oblómov y escondió de inmediato la suya en la manga—. Mañana hablaré con él y lo traeré por la tarde.

—Sí, vengan a comer y hablaremos. Le estoy muy agradecido-repitió Oblómov, acompañándolo hasta la puerta.