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Tras aquella noche, traté de mantener lejos de mi cabeza ese cuadro insólito que contenía el secreto de la creatividad. Era posible que Tobías Membrado, un panadero que tenía los pies en el suelo, hubiera destruido aquel regalo al tomarlo por una broma.

Imaginé a Picasso, dos meses antes, entregando una primera versión de ese mismo cuadro al chico del faro, que quizá soñaba con ser escritor pero no encontraba la inspiración. Según mi rocambolesca teoría, la visita a Buda se habría producido un día antes de tomar el taxi desde Tortosa a Horta. Una excursión de enamorados a un lugar exótico antes de volcarse en la experimentación cubista.

Fuera como fuese, si aquel lienzo había existido, hacía tiempo que formaba parte del fondo marino junto con los sueños de Eloi.

La tarde de domingo caía sobre el cielo inmenso de Buda, surcado por escuadrones de aves que trazaban dibujos efímeros sobre el azul.

«Hasta el paraíso cansa», había dicho Goethe, o por lo menos no es un lugar donde uno pueda quedarse para siempre jamás. Sin ir más lejos, era posible que al día siguiente venciera la paciencia de la familia que alojaba a Ingrid en su finca de Mallorca.

Esperé a que el vigilante hubiera finalizado su turno, aunque sospechaba que estaba al corriente de nuestras idas y venidas, para despedirme de las hermanas.

En un nuevo golpe de efecto, Lorelei se negó a acompañarme hasta el bote. Tras decir que se quedaba en la masía a cuidar de las viejas, me lanzó un beso con un gesto brusco y me deseó suerte.

Me alegré de que al menos uno de los dos hubiera encontrado su Itaca.

Una hora después navegaba solo —era mi sino— mientras las pinceladas del crepúsculo eran cada vez más oscuras.

Con las manos ocupadas por el remo, no pude mirar mi teléfono móvil, que emitió un doble pitido para indicar que había entrado un mensaje. Enseguida me olvidé de él. Estaba demasiado concentrado en la navegación, que me ayudaba a poner en orden la loca rueda de acontecimientos que había empezado a girar, nueve días antes, al salir de Barcelona para visitar a un galerista.

Tras atar el bote prestado a su amarre, me dirigí hacia el auto con la pesadumbre de un escolar que, la noche de domingo, ve cómo el lunes y sus obligaciones le han ganado la partida.

El Seat Ibiza continuaba en su sitio, lo cual no era poco después de tanto despropósito. Comprobé que la gasolina me alcanzaría hasta Tarragona. Luego hice inventario de mi cartera y me acabé de deprimir.

Quizá mi investigación no había servido para gran cosa, pero de algo podía estar seguro: regresaba igual de pobre que había salido.

Enfadado conmigo mismo, pisé demasiado fuerte el acelerador y el teléfono móvil cayó al suelo desde el asiento del copiloto. No fue hasta que lo recogí que recordé que había entrado un SMS mientras remaba. Supuse que era de mi hija o de los padres de Angelica, pero me equivocaba.

Como si lo arcano se resistiera a abandonarme, leí con ansiedad un mensaje de un número que no conocía. Constaba de cinco palabras:

BAJO LA CUEVA DE PICASSO