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Lorelei permaneció un buen rato cuchicheando en el piso de arriba con las ancianas, que no parecían tener prisa por conocerme.

Inquieto con aquella espera, exploré con la mirada hasta el último rincón del comedor. Había una docena de retratos familiares y un par de recuerdos de Tortosa, como si fuera una megalopolis distante y mundana.

Me detuve ante un poema enmarcado de Josep Maria de Segarra. En el margen inferior, alguien había escrito con plumilla que aquellos versos habían sido escritos por el poeta tras ser invitado tres días a la isla en 1945.

En esta existencia huidiza,

en la cual se guarda menos que se pierde,

con el alma medio vencida,

quiero cerrar los ojos y soñar despierto

en la opulencia del país de Buda,

donde el agua es lisa

y el arroz es verde...

Noche de Buda,

mejor que noche de rosas,

sabes provocar el sueño más pregón,

Buda, misterio, flores en la frente,

¡donde nada está de más!

Si no fuera por estas simples cosas,

¿de qué valdría haber venido al mundo ?

Aquel poema evocador me embargó de una misteriosa calma. Me daba cuenta de que, siete décadas después, podía mirar el paraíso de Buda con los mismos ojos que el poeta.

Por un momento sentí envidia de aquellas ancianas que se iban apagando en ese oasis insólito. De no haber tenido una hija adolescente, me habría ofrecido de cocinero o de criado a cambio de retirarme en ese opulento —y a la vez vacío de ambiciones— país de Buda.

Se había hecho el silencio en la planta de arriba. Eso podía significar que la conversación había terminado y las anfitrionas se entregaban ahora a un breve sueño.

Para salir de dudas, subí sin hacer ruido los peldaños hasta el piso donde presumiblemente estaban las habitaciones. Desemboqué en un pequeño salón donde Lorelei me indicó, con el índice rozando su nariz, que no dijera nada.

La más despierta de las hermanas —supuse que era Soraya—, me guiñó un ojo mientras masajeaba de pie las sienes de una anciana prácticamente calva. La vieja Patri se dejaba hacer sentada en su silla y murmuraba algo con los labios, que movían cien arrugas en su rostro.

Demostrando que no era la primera vez que participaba en aquel ritual, Lorelei se acercó a explicarme entre susurros:

—Está despertando su memoria. Siéntate y verás, es muy gracioso.

«Gracioso» no era la palabra que yo habría utilizado para alguien que activa el riego sanguíneo de una anciana desmemoriada, pero me senté a la mesa con todos los músculos en tensión, como un principiante que acude a una sesión de espiritismo.

Lo que estaba a punto de suceder no andaba lejos de eso.

Tras un par de minutos parloteando en una lengua incomprensible, unos bellos ojos verdes se abrieron en el rostro lleno de pliegues de Patri. Me miró con dulce intensidad mientras pronunciaba cuatro palabras que me helaron la sangre:

—El faro. Estaba ahí.