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Proseguimos la conversación camino del puente sobre el Ebro, aprovechando que el mediodía no era especialmente caluroso.

La revelación estaba a punto de precipitarse y no valía la pena seguir alargando el asunto. Tal vez por eso, Lorelei me contó casi todo lo que sabía sobre lo que había dado comienzo ocho días atrás, en la galería de un hombre que ahora era pasto de los peces.

—Soy curiosa como un gato —reconoció— y, como no tengo necesidad de trabajar, me gusta husmear en las vidas de otros. Necesito averiguar qué es lo que les mueve. Siento que mi vida no tiene finalidad, por eso me fascina la de los demás.

—Y ahora has tenido que meter tus narices en mi trabajo en Horta de Sant Joan.

—Hace años investigué un misterio de la vida de Einstein. Luego compré una casa en Cadaqués animada por mi madrastra, que está encantada de tenerme lejos. Cuando me aburrí de la Costa Brava, empecé el juego de Buda. Ahora entiendo que no fue casual, porque me ha llevado hasta ti y también me ha puesto en la pista del secreto de Picasso.

Me alegré de que por fin las cartas estuvieran sobre la mesa. Había demasiadas personas interesadas en aquel cuadro fantasma, me dije. Steiner lo había usado como cebo para capturar a su ex novia embarazada, aunque tal vez anhelaba que fuera una obra mística que confirmara su teoría de la creatividad. Anouk había buscado en el mismo lienzo el despertar del arte moderno. Y yo había esperado encontrar en él la prueba de un episodio amoroso censurable para su época.

Empezaba a entender que cada cual proyectaba en el cuadro perdido lo que deseaba ver. Sólo faltaba saber qué papel desempeñaba Lorelei en aquella farsa. Ni siquiera tuve que preguntarle, porque ella misma se encargó de contarlo:

—No fue difícil saber lo que andabas buscando, porque vas dejando pistas por todas partes. En la guantera del coche tenías la guía de viaje, y entre los asientos encontré un recorte de periódico sobre los años de formación de Picasso. Durante los días que pasé en Buda, me dediqué a indagar qué puede haber en ese pueblo que interese a un yanqui muerto de hambre.

—Y averiguaste lo del cuadro perdido con ayuda de tu sifón —añadí utilizando su neologismo.

—Un Picasso de esa época valdría muchos millones, así que imaginé que no estabas solo en tu búsqueda. Cuando me aburrí de la isla, me apeteció observar de cerca vuestra misión imposible. Vi llegar al pueblo un coche mucho más potente que el tuyo. Sólo mirar al tipo, supe que tendrías problemas y decidí convertirme en su sombra. Eso sí, no me esperaba que la cosa tomara un giro tan melodramático. Si te soy sincera, me encantó apretar el gatillo para ponerle fin.

Dos barcazas pasaban bajo el puente sobre el Ebro con un cargamento de sacos de arroz. Mientras seguía su lento navegar, llegué a la conclusión de que, tras dos horas de confidencias, era incapaz de saber qué pensaba de Lorelei. ¿Era un ángel de la guarda o un demonio implacable?

Probablemente ambas cosas a la vez.

—¿Por qué dices que es misión imposible encontrar ese cuadro? —le pregunté con la certeza de que había llegado más lejos que yo.

—Ese cuadro dejó de existir hace más de cincuenta años, de eso no hay duda. Pero alguien lo tuvo y contó cómo era a alguien que todavía vive, pero no en Horta.

—¿Dónde entonces?

—En la isla de Buda. Los hilos del destino nunca trazan un camino en falso, aunque sea circular. La misma sincronicidad que me llevó hasta ti me ha regalado una respuesta que ya no esperabas encontrar.

Estaba tan asombrado ante aquel anuncio que me quedé mudo un buen rato. Antes de saber si me estaba lanzando un farol, le pregunté algo que me parecía obvio:

—Hay algo aquí que no encaja. Desde el principio me dijiste que en la isla de Buda no vive nadie, así que no entiendo...

—Dije casi nadie —puntualizó ella.

—Entonces te refieres al vigilante. Él es la única persona que merodea por allí durante el día.

—Ese hombre sólo sabe de pájaros y, para que no nos monte un pollo, tendremos que viajar en plena noche. Piensa un poco más, Leo. Es cierto lo que acabas de decir, pero me estás hablando de la parte de Buda que es reserva natural. Ten en cuenta que hay otra mitad que es propiedad privada.

Recordé lo que Lore me había contado en nuestro primer viaje en coche. Además de la reserva natural, una parcela de la isla estaba ocupada por la última casa habitada de aquel lugar.

—Me hablaste de una pareja mayor. Ellos son los últimos habitantes de Buda, además de ese vigilante diurno. ¿Cómo pueden saber ellos lo que había en un cuadro a treinta kilómetros de la isla?

—Tendrás que venir conmigo a conocer la historia por ti mismo. Pero no son una pareja, sino dos ancianas que se llaman Patricia y Soraya. Cuando la que vivía en Buda enviudó, hizo venir a su hermana, que es quien cuida de ella. La vieja Patri ha ido perdiendo memoria y no se vale por sí misma, pero en cambio recuerda perfectamente lo que pasó.