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—Pensaba que no querías que te vieran —dije mientras admiraba su melena negra sobre las pálidas mejillas—. De cualquier forma, acabo de terminar mi tarea. Vuelvo a casa.
En los labios de Anouk se dibujó un mohín de decepción.
—Pero... aún no tienes lo que venías a buscar.
—Hay tantos cuadros de Picasso en el pueblo como dentro del museo. Es decir, ninguno. Puedes quedarte con mi habitación, está pagada hasta el lunes, aunque preferiría llevarte a un lugar seguro.
—No quiero pensar en eso ahora —dijo contrariada—. De hecho, he salido a avisarte de que hay un lugar donde aún no has mirado. Si alguien hubiera ocultado en Horta una pieza como la que buscas, sin duda estaría allí.
La imagen de un cheque de 300.000 euros firmado por Steiner me provocó una descarga eléctrica en la columna vertebral. Por improbable que fuera el hallazgo, merecía la pena echar el dado de la fortuna por si me sonreía de una maldita vez.
—De acuerdo, pero luego recojo mis bártulos y me voy. ¿Cuál es ese escondite ideal para el secreto de Picasso?
—El mismo lugar que sirvió de refugio a los templarios en el siglo trece.
—Por favor, no me hables de templarios y cátaros que vomito. Eso es un entretenimiento para excursionistas esotéricos de la nueva era. ¿Qué tiene que ver con Picasso?
—Muchísimo, puesto que el monasterio está al pie de la montaña de Santa bárbara, que fue su leitmotiv en 1909 junto con Fernande.
Recordé lo que había leído sobre Cézanne y la montaña de Santa Victoria. Emulando al pintor francés, Picasso había trabajado durante dos meses con Santa Bárbara y su novia desde un prisma cubista. En la culminación de su experimento había fundido a las dos en una misma imagen que mostraba a la mujer-montaña.
—¿Te refieres al convento de San Salvador? —dije en referencia al monasterio situado en las afueras de Horta.
No lo había tomado en consideración por el carácter laico de Picasso, pero me sorprendía de mí mismo que hubiera dejado de visitar el monumento más emblemático del lugar.
Miré en dirección a la montaña de Santa Bárbara y luego posé mis ojos en la montaña que nacía del vientre de Anouk.
—¿Crees que estás en condiciones de subir al monasterio?
—Y hasta la cima de la montaña también —sonrió—. ¿Olvidas que era una campeona de atletismo? Aunque lleve un pasajero, sigo teniendo fondo.
—Vamos, entonces.
Me tomó de la mano y empezamos a ascender a paso lento por una calle empedrada.
No se veía ni un alma aquel viernes por la mañana, como si los lugareños recelaran de la tempestad que acababa de retirarse. Mientras avanzábamos en silencio hacia el pie de la montaña, pensé que me sentía bien con aquella mano fría y delicada en la mía. De forma consciente, aminoré aún más el paso para alargar el momento. No quería soltarla.
Anouk se dio cuenta y me dirigió una mirada picara antes de decir:
—Eres un caracol.
—Lo hago por ti... A ver si vas a dar a luz en ese convento.