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Me desperté poco antes del mediodía con aquel cuento en la cabeza, que me había sumido en una extraña y acuática melancolía.

Lorelei había abandonado mi habitación en pijama antes de que lo terminara, como si sólo quisiera asegurarse de que efectivamente lo leía. Por eso mismo no había podido preguntarle por qué me lo había entregado, ni quién era aquel Eloi S. que firmaba el texto y que iba a ser importante para mí. Tampoco entendía qué tenía eso que ver con la urgencia de regresar a Buda.

Mientras me vestía para desayunar, me dije que Lore era la persona más imprevisible que había conocido jamás. La había visto disparar sobre un hombre a sangre fría y lanzar el cuerpo a un pantano con total indiferencia. Si tenía un deseo sexual, se limitaba a seguirlo sin más problemas. La noche anterior se había presentado como un alma en pena con aquel cuento triste, que además estaba escrito con máquina de escribir.

Definitivamente, aquella chica era su propio enigma. Tal vez ni siquiera ella supiera por qué hacía las cosas. O simplemente las hacía porque consideraba que había llegado el momento.

Si tenía que matar, actuaba con la misma facilidad con la que masticaba chicle o metía la mano bajo el pantalón de un tío.

Bajé en ascensor, imaginando que Lorelei dormía a aquellas horas tras una interminable noche de zapeo. Sin embargola encontré en el comedor delante de un plato de tallarines con gambas.

Sus coletas azules estaban tensas y horizontales. Volvía a llevar el vestido corto de cuero con arañas doradas. Sus piernas blancas mostraban el ataque de una legión de mosquitos, probablemente durante su anterior estancia en la isla. Las botas militares perfectamente lustradas completaban su indumentaria.

Me senté frente a ella y pedí un café con leche y un muffin. Eso era todo lo que era capaz de tragar sólo levantarme.

Lorelei sorbía los tallarines como si estuviera en un restaurante japonés. De vez en cuando levantaba la cabeza y me lanzaba una mirada obstinada. Deduje que esperaba algún tipo de comentario sobre el cuento mecanografiado. Y lo cierto era que no sabía qué decir, así que me limité a preguntar:

—¿Quién es Eloi S.?

La suiza me dirigió una mirada azul antes de decirme:

—Alguien que no conoces, ni yo tampoco. Alguien que dejó de existir antes de que yo naciera. Antes incluso de que un viejuno como tú viniera al mundo. ¿No te has dado cuenta de que el texto está escrito a máquina?

—Perfectamente. Se trata, entonces, del manuscrito original de ese alguien que dejó de existir antes de nosotros y que, por algún motivo, va a ser importante para mí. ¿Es eso?

—Ajá.

Mi interlocutora hizo bailar un par de gambas al sorber los tallarines. Con la tranquilidad de quien tiene tiempo para perder, mojé mi muffin en el café con leche y le asesté un mordisco antes de preguntar con ingenuidad:

—Y ¿por qué será importante para mí el autor de El acuario?

—Porque es la única persona que llegó a ver lo que estás buscando hace una semana.