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El grado de catástrofe era peor de lo que me había temido. Sabía que Ingrid frecuentaba un grupo de jóvenes antisistema que se reunían frente al Colegio Americano, pero no sospechaba que con sólo quince años intentaría prender fuego a una agencia inmobiliaria.
Me explicó entre lloros que la policía los había pillado in fraganti antes de encender la mecha en una lata de gasolina. Llevaba cuatro horas detenida y para sacarla de ahí tendría que depositar una fianza antes de que fuera entregada al Tribunal de Menores. Si la cosa se complicaba, empezaría el curso en un reformatorio.
Iba a necesitar un buen abogado y más dinero del que había en mi modesta cuenta corriente. Si lograba librarla del castigo, tendría que buscarle un internado donde estuviera a salvo de sí misma.
Tras prometerle que en una hora la recogería en comisaría, volví a la mesa con una pesada nube de fatalidad sobre mi cabeza.
—¿Buenas noticias? —dijo Steiner mientras cogía con sus finos dedos una viruta de jamón.
—No exactamente. Antes de media hora debo regresar a Barcelona a recoger a mi hija —expliqué sin dar más detalles—. Puedo aceptar el encargo siempre que me procure el anticipo de diez días de trabajo.
—Mire si confío en usted que voy a extenderle un cheque ahora mismo.
Saco con suma facilidad una chequera de su bolsillo interior, sin duda un gesto repetido innumerables veces. Acto seguido, tomó una pluma Montblanc de calibre grueso para escribir la cifra de tres mil euros al portador. Deslizó el valioso papel sobre la mesa como si fuera una bagatela.
—Ahora brindemos para que la misión tenga éxito —propuso el alemán—. Según nuestro trato, a partir de mañana dispone usted de diez días para dar con el premio gordo. Mi cliente estará encantado de que yo le extienda ese cheque de seis cifras. Eso es lo que en las escuelas de negocios modernas llaman «GANAR GANAR». Yo gano, mi cliente gana, usted gana. Misión cumplida y todos contentos. Y si no logra culminarla, nadie le quitará el anticipo que lleva en su bolsillo. Se premia también haberlo intentado, aunque sería una pena jugar para no ganar.
Miré la hora en mi móvil. Eran las once de la noche y, exceptuando aquel cheque que no sabía si tenía fondos, habíamos estado vagando alrededor de la nada. El galerista pareció captar mi frustración y se limpió los labios con la servilleta antes de decir:
—Lógicamente, una comisión tan elevada se corresponde con una meta igual de ambiciosa. Dicho en pocas palabras, se trata de dar con algo que nadie ha logrado encontrar hasta ahora. Su misión es localizar un cuadro de Picasso del que existen referencias pero que nadie ha visto nunca. Todo un misterio.
—Un cuadro de Picasso... —repetí escandalizado.
—Sí, ya lo sé, hablamos de una pieza valorada en millones de euros. Pero no le corresponde a usted adquirirla. Para eso ya me tiene a mí, que soy un profesional. Su tarea es única y exclusivamente localizar ese cuadro. Por extraño que le parezca, es posible que se halle en un lugar donde nadie sepa que hay un Picasso. De otro modo ya se habría subastado.
Vacié mi copa de Agua de Luz en un intento de ver claridad al final del túnel en el que me estaba metiendo. Lo unico bueno de aquel asunto era que nadie se sorprendería si regresaba, diez días después, con las manos vacías. Uno no encuentra un Picasso debajo de las piedras. Eso me permitió abordar la cuestión de forma relajada, olvidando por un momento que mi hija estaba en el cuartelillo.
—Necesitaré toda la información disponible para seguir la pista de ese cuadro, así como presupuesto para los viajes que deba realizar.
—No hay problema. Cuando haya terminado, me pasa la suma de los gastos y lo liquidamos al momento. Ya ha visto que somos serios. Pero no tendrá que ir muy lejos: la partida se va a jugar en un pueblo del sur de Cataluña con poco más de mil habitantes. ¿Ha oído hablar de Horta de Sant Joan?
—Hubo un gran incendio en el 2009 —recordé mientras me venía a la mente la imagen de Ingrid como pirómana del capitalismo—. Murieron cinco bomberos. Lo tengo presente porque llevaba poco viviendo aquí y empezaba a leer los periódicos para practicar el idioma.
—Bueno, pues si estudia un poco el tema antes de salir de viaje descubrirá que Picasso pasó dos largas temporadas allí. La primera fue en 1898, cuando era un adolescente que aspiraba a ser pintor. Volvió diez años después, ya con dinero y fama a sus espaldas.
—¿Por qué regresó?
—Por nostalgia hacia aquella primera visita. Llegó a decir que todo lo que sabía lo había aprendido en Horta. Al parecer, descubrió algo importante en el curso de una extraña aventura, y en esta segunda estancia lo plasmó en un cuadro.
—La pintura que nadie ha visto —dije empezando a sentir interés por aquella historia.
—Es muy posible. Según los biógrafos, Picasso dejó un solo cuadro en Horta de Sant Joan, que tiene un museo donde sólo hay reproducciones de sus obras. En 1909 se lo dio como regalo a quien le había procurado alojamiento en su segunda visita.
Esa pieza nunca fue vendida, ni siquiera exhibida. Tal vez porque Picasso así se lo pidió a Tobías Membrado, su anfitrión. Puede que fuera un secreto entre ellos dos, porque nunca reveló a nadie su contenido. Eso me ha llevado a pensar que ese cuadro sigue allí, en Horta, oculto en algún lugar insólito.
—¿Quién hay detrás de este encargo? —pregunté mientras me levantaba para irme—. ¿Un museo? ¿Un coleccionista particular?
—Eso no importa. Piense que trabaja para la historia, pues tal vez en el secreto de Picasso esté la clave de la génesis del arte moderno y lo que somos ahora. Le deseo buena suerte y, por favor, no me busque hasta que haya agotado todas las vías de investigación.
Steiner me dijo que quería permanecer en el restaurante un rato más, pero me acompañó hasta la puerta, donde me despidió con un mensaje nada tranquilizador:
—Un consejo de amigo: mantenga los ojos bien abiertos, y cuidado con las amistades que haga por el camino. No es el único que busca.