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La rata se había asustado con el portazo y corría bajo los bancos agitando su gruesa cola.
Yo estaba tan perplejo que me di cuenta de que había olvidado incluso el motivo por el que estábamos allí. Mientras me giraba hacia la puerta para entender por qué se había cerrado, observé que los muros del monasterio estaban desnudos, a excepción de un confesionario que debía de llevar décadas fuera de uso.
Convencido de que ni allí ni en las catacumbas —si las había— se guardaba nada relacionado con Picasso, me encaminé hacia la salida.
Una chirriante música de órgano se apoderó entonces de la capilla. Levanté la mirada para saber si había un organista, o si alguien había activado una grabación. Antes de que pudiera averiguarlo, la música cesó.
Sobre el silencio, ahora sólo se oía la respiración agitada de Anouk, que se había puesto de pie y miraba aterrorizada en todas direcciones.
—No hay que alarmarse tampoco —intenté calmarla—. Simplemente el cura no se ha dado cuenta de que estamos dentro y ha cerrado el convento. Nos aplicaremos el lema de los escapistas: si no salimos por la puerta, saldremos por la ventana.
—Cállate, por favor —dijo con la voz quebrada—. Alguien ha ido a por la llave antes que nosotros. Y está aquí dentro.
Tres golpes secos en el suelo hicieron que me volviera de nuevo.
Anouk tenía razón: no estábamos solos. Una figura delgada nos observaba con atención desde el centro mismo de la nave. Se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata. Dos rubíes diminutos brillaron en la penumbra desde la cabeza de una rata.
Sin salir de mi asombro, caminé hacia Steiner con intención de reprenderle por el susto que acababa de darnos.
—¿De dónde ha salido esa rata gigante? —pregunté para rebajar la tensión.
—Como todas, de su madriguera —contestó en el tono grave con el que me había recibido en Sitges—. La rata es sociable por naturaleza. Nunca se pierde una fiesta y disfruta de las asociaciones productivas como la nuestra, ya lo dice el horóscopo.
—Pues se va a llevar una decepción conmigo —dije para agregar cordura a la conversación—. Aparte de un informe sobre los lugares donde no está el cuadro, lo más parecido a un Picasso que he encontrado aquí son las reproducciones del museo.
—Bravo, Leo —el galerista dio un paso adelante—. Sabía que no me equivocaba al elegirte. Porque ya podemos tutearnos, ¿no crees? Aunque no recibas un cheque de seis cifras, te compensaré con un pago adicional por una tarea tan extraordinaria.
—No entiendo nada.
—Eso es bueno —dijo el alemán—. La nube del no saber se considera la mejor obra de la escuela mística inglesa del siglo catorce. Todavía hoy nos habla al oído y nos muestra el camino a nuestro Señor.
Una terrible sospecha me heló el corazón.
Busqué con la mirada a Anouk, que contemplaba aterrada a Steiner sin moverse de su sitio. El hombre del bastón avanzó con soltura la pierna ortopédica y declaró:
—Quizá no hayas descubierto el secreto de Picasso, pero me has llevado hasta esa furcia. A eso lo llamo ser cumplidor.