3

Mientras caminábamos hacia el restaurante de un hotel de la cadena Best Western, mi anfitrión me endosó un discurso que no le había pedido sobre el origen de la prosperidad en Sitges.

—Hasta principios del siglo diecinueve, éste era un pueblo insignificante que vivía del vino, la malvasia y los licores. Pero unos cuantos lugareños habían hecho las Américas y regresaron con dinero suficiente para levantar mansiones al estilo indiano. Dos de ellos hicieron fortuna gracias al arte de destilar alcohol, que está muy arraigado aquí. Un tipo llamado Facundo Bacardi, que nació en Sitges, se fue a Cuba a fundar una empresa licorera con su nombre, y lo mismo hizo su paisano Andrés Brugal en la República Dominicana. ¿Conoce estas dos marcas de ron?

—Por supuesto, ¿y quién no? —repuse cansado de tanta monserga—. Además, aunque he vivido la mayor parte de mi vida en California, mi familia es de Barcelona.

—Lo sé, pero mi fuerte es el arte catalán de principios del veinte, así que por muy alemán que sea voy a contarle por qué Sitges ejerció tanta atracción sobre los pintores modernos. El pionero fue Santiago Rusiñol, que en 1892 se instaló en la casa que hoy se conoce como el Cau Ferrat. Era un artista muy amigo de las fiestas y se codeaba con gente de dinero, así que este lugar pronto se convirtió en el centro cultural de los modernistas. Entre la gente que le visitaba llegó Charles Deering, un millonario norteamericano que compró varias casas de pescadores para construir el palacio Maricel. Así empezó el bum turístico que perdura hasta hoy. ¿Sabía usted que Sitges es el municipio más caro de España? En ningún otro lugar se paga tanto por el metro cuadrado.

Saturado de tanto parloteo, agradecí nuestra llegada al restaurante, que estaba bastante tranquilo ese viernes de finales de agosto. Tenía la intención de atacar la cuestión en cuanto nos sentáramos, pero Steiner aún reservaba un par de temas para cerrar su clase magistral.

Un camarero que parecía sacado de un pase de modelos nos condujo a través de un jardín iluminado por velas. En las otras mesas, varias parejas de hombres charlaban relajadamente bajo el canto de los grillos.

A nosotros nos fue asignada la mesa más lejana, al lado de un estanque con iluminación subacuática. Supuse que el galerista la había pedido para que nadie escuchara lo que tenía que decirme, aunque seguía pregonando las excelencias de Sitges como si fuera su alcalde.

—Tenemos desde 1968 un festival pionero de cine fantástico, ciencia ficción y terror. Pero no es lo único que da miedo aquí. ¿Recuerda lo que aconteció en Sitges entre el tres y el seis de junio de 2010?

—¿Cómo voy a saberlo? No soy una hemeroteca viviente. Cada día pasan cosas en todas partes.

—Cierto, pero no siempre se reúne el Club Bilderberg al lado de casa. Supongo que sabe de qué hablo.

El galerista calló un momento para estudiar la carta de vinos al ver que el camarero se acercaba. Pidió un priorato blanco con el sugestivo nombre de Aigua de Llum[3] y a continuación se sumergió en la lectura de los platos del día.

Mientras disfrutaba del silencio por primera vez en aquella velada, recordé que había visto en las noticias lo del Club Bilderberg. Al encuentro en un hotel de Sitges habían acudido jefes de Estado, banqueros e incluso el ex secretario general de la OTAN. Los que mueven los hilos del mundo habían tratado el futuro del euro y el dólar, así como el panorama después de la crisis. Unos ciento cincuenta activistas habían protestado contra la falta de transparencia de este club que controla la economía mundial, pero la manifestación había acabado sin incidentes.

Dejé de lado las teorías conspiratorias cuando un camarero gordo y sudoroso acudió con el vino y una cubitera. Descorchó la botella con extrema suavidad y sirvió dos dedos al anfitrión con la mano a su espalda.

—Le felicito por su elección, caballero. No se producen más de ochocientas botellas al año de este caldo de variedad viognier. Espero que una de ellas se quede en esta mesa.

El alemán entrecerró los ojos para concentrarse en el aroma del vino, que removió circularmente en su copa antes de echárselo al gaznate. Se detuvo un momento a analizar el golpe de alcohol en la lengua antes de dictaminar:

—Excelente, ya puede traer los entremeses. Yo mismo serviré a mi socio.

Me irritó que hubiera empleado aquel término cuando aún no habíamos hablado de negocios. Sin embargo, la repentina seriedad que tiñó la cara de Steiner indicaba que había llegado el momento. Yo mismo encaré la cuestión tras un trago de vino blanco que debía de costar una fortuna.

—¿Ese misterio del arte moderno tiene algo que ver con el Club Bilderberg?

—Para nada —me atravesó con la mirada como si yo fuera idiota—. La primera reunión de ese círculo fue hace sesenta años, y yo quiero que encuentre el rastro de algo que se perdió hace más de un siglo. No será tarea fácil, si le soy franco, pero la recompensa merece la pena.

—Me alegra que vayamos por fin al grano. ¿De qué se trata exactamente?

Steiner hizo girar la rata plateada sobre el bastón. Sus ojos de rubí centellearon al reflejar la llama de la vela.

—Dado que es un asunto delicado, sólo se lo puedo revelar si acepta el encargo. Para mí sería un peligro tener a alguien más en el secreto.

—Pero... no puedo aceptar algo que no sé en qué consiste.

—Sólo estoy autorizado a anticiparle los honorarios: trescientos euros al día con todos los gastos pagados más una prima extraordinaria de trescientos mil euros si logra llegar hasta el final.

Ya no cabía duda de que me estaba metiendo en un berenjenal. El desfase entre el sueldo diario, por generoso que fuera, y el premio gordo era demasiado exagerado para tratarse de un asunto limpio. Agradecí que no me hubiera puesto al corriente, ya que mi intención era declinar el trabajo y batirme en retirada después de la cena.

Se lo iba a expresar de este modo, cuando mi móvil vibró en el bolsillo de mi americana.

—Aguarde un momento —me disculpé.

Tras levantarme, me situé al otro lado del estanque para atender la llamada de mi hija. Desde que había entrado en la adolescencia, sólo telefoneaba para sablearme o para darme malas noticias, pero esta vez adiviné que la cosa había rebasado todos los límites.

—Papá, estoy en un buen lío.

—¿Qué ha pasado, Ingrid?

Un sollozo al otro lado me preparó para lo peor mientras el galerista me aguardaba impaciente.