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Me quedé mudo por espacio de varios minutos. De no ser por el acento extranjero y el aspecto extraño de aquella chica, habría llevado el coche al arcén para apearla de un puntapié. Pero tenía curiosidad de saber quién era y cómo había llegado hasta allí.

Mientras conducía bajo la tempestad, aproveché que ella miraba por la ventanilla para escanearla de reojo. Tenía el pelo azul —del mismo tono que sus ojos— recogido en dos coletas cortas. Aunque estaba demasiado pálida, la ausencia de arrugas en el rostro revelaba que tendría poco más de 20 años. Un exceso de maquillaje negro lamido por la lluvia le daba un aire trágicamente punk.

—¿De dónde vienes? —le pregunté al fin.

En la curva de la autovía donde la había recogido no había ningún pueblo ni estación de servicio cercanos.

Me fulminó con la mirada antes de responder:

—De Buda.

Se hizo un nuevo silencio que devolvió el protagonismo a la lluvia que intentaba perforar la chapa del viejo Ibiza. Aquella punk disfrazada de caperucita roja no tenía un aire precisamente espiritual, lo cual aún me intrigó más.

—¿Has estado en un centro budista?

—¡No! ¿Me tomas por gilipollas?

Esta reacción insolente fue seguida de una breve carcajada, como si acabara de entender por qué le había hecho aquella pregunta. Se agachó a desabrocharse algo parecido a unas botas militares antes de añadir:

—Vengo de Buda, en Hungría. Una de las dos ciudades que forman la capital: Buda-Pest. ¿Lo pillas?

De no reconocer en ella el tono desafiante de mi hija, me habría deshecho de la autoestopista allí mismo. Esa debilidad iba a ser mi perdición.

Tal vez porque había leído la furia en mi rostro, la copiloto decidió aplacarme con una breve explicación. Supuse que era lo más parecido a la amabilidad de lo que era capaz.

—Como no tengo que trabajar, me dedico a explorar coincidencias. Sigo un hilo que sólo me interesa a mí.

—Ya veo —dije aturdido—. ¿Y qué coincidencia te llevó a Buda de Budapest?

—Estaba tomando una copa en el Buda Bar de Andorra cuando pusieron una versión lounge de las Czardas de Monti y até cabos. Al escuchar esa horterada húngara recordé que la capital se llama igual. Era una señal, así que pagué y salí a la carretera a hacer autoestop. Monté en diez vehículos distintos, entre coches y camiones, hasta llegar a Buda. El regreso ha sido mucho más fácil.

Nos acercábamos a Móra d'Ebre, una pequeña ciudad al sur de Cataluña, y aún desconocía el destino de la autoestopista, que de repente tenía ganas de hablar.

—¿Sabes que nadie conoce exactamente de dónde viene el nombre de la capital de Hungría? Hay tres teorías: una es que se llama así en honor a un hermano de Atila, otra que viene del término eslavo buda, que significa «cabaña», aunque también podría ser un derivado de voda, es decir, «agua», por las termas que existen allí desde la época de los romanos.

—Supongo que ahora vuelves a casa —la interrumpí dando por sentado que había metido a una chiflada en el coche—. ¿Dónde te dejo? En diez kilómetros llegaremos a Móra d'Ebre. ¿Vives por aquí?

—¡Qué va! Tengo mi casa en Cadaqués, pero estoy harta de aquello. Además, aún me queda hilo por recorrer. He descubierto un tercer Buda, después del bar de Andorra y de la capital de Hungría.

—Pero... no puedes pasarte la vida cazando budas —dije sintiendo compasión por ella—. ¿Y tus padres, qué dicen?

—Nada. Viven en Suiza y tienen suficiente dinero para que siempre haya algo en mi cuenta corriente. Saben que así estaré lejos de casa, donde sólo les creo problemas.

—¿Y no trabajas ni vas a la universidad?

—Ya te he dicho que no necesito trabajar. Gasto poco y viajo siempre en autoestop. No me interesa la universidad: sólo quiero viajar hasta donde me lleven las señales. La mía es una vida tan absurda como cualquier otra.

Estábamos llegando a Móra d'Ebre. Según el mapa, allí debía tomar la carretera que llevaba a Horta de Sant Joan, a algo menos de una hora de camino.

—Puedo dejarte en la próxima gasolinera.

—¡No, por favor! —exclamó en un tono súbitamente infantil—. Ahora que nos hemos hecho amigos quiero seguir contigo. ¿Puedes llevarme a la isla de Buda?

Tuve que contener un ataque de risa mientras maniobraba por una rotonda buscando la salida correcta.

—¿Dónde está eso? —pregunté—. ¿En un mar oculto entre los Himalayas?

—No, bobo. Es una isla del delta del Ebro. Tienes que tomar la carretera a Tortosa y desde allí seguir hasta el puerto de Deltebre, de donde salen los cruceros a Buda.

Mientras daba instrucciones, había apoyado sus pies desnudos —llevaba las uñas pintadas de azul— sobre el salpicadero del coche. Ingrid habría hecho lo mismo de estar a mi lado. La diferencia era que se trataba de una perfecta extraña que, al parecer, no carburaba bien.

Por fortuna, había dejado de llover.

Detuve el coche en un camino de tierra que partía de la rotonda y le anuncié:

—Voy en otra dirección. Tendrás que volver a hacer autoestop. Si has podido venir desde Hungría, seguro que alguien te llevará hasta la isla.

—Ni hablar —repuso sin sacar los pies del salpicadero—. Quiero que me lleves tú. Vamos, arranca el coche.

Asombrado de que una niñata me diera órdenes, medité un instante cómo la expulsaría del vehículo. Empezaba a entender que no se iría por las buenas.

Antes de que hiciera nada, el polizón de coletas azules tomó la iniciativa:

—Debajo de este chubasquero llevo un vestido bastante sexy. Todos los tíos dicen que me queda bien. ¿Quieres verlo?

—Baja del coche ahora mismo.

—Lo haré si me da la gana, pero antes tienes que ver el modelito. Lo compré en Candem Town.

Como si tuviera todo el tiempo del mundo, bajó lentamente la cremallera del chubasquero hasta descubrir un vestido corto de cuero. Estaba decorado con arañas grabadas en oro.

—Ya lo he visto, ahora lárgate —le ordené.

—Espera, aún te falta lo mejor. Si quieres que salga del coche, tendrás que adivinar lo que hay debajo de mis bragas, que también son negras.

—No hay nada que averiguar —dije manteniendo la calma en aquella guerra de nervios—. A no ser que seas un travesti que aún ahorra para pagarse la operación.

—Eso sería cool, pero yo tengo algo bastante mejor.

Acto seguido se introdujo la mano bajo la falda del vestido, como Nina Hägen cuando fue expulsada de la DDR al masturbarse en un programa de televisión.

Antes de que saliera de mi asombro, la niñata sacó un revolver de cañón corto y apuntó a mi entrepierna. Un inconfundible sonido metálico reveló que había quitado el seguro.

—Arranca el motor y haz exactamente lo que te digo o te frío los huevos.