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Tal como había visto en el cuadrito reproducido en el Centro Picasso, la cueva que el pintor había compartido con Pallarés era una roca plana que sobresalía de la montaña como un techo natural.
Tomé varias fotografías desde el otro lado del cauce del río, que bajaba con poquísima agua. De haber caído el genio en los tiempos actuales, pensé, en lugar de ahogarse se habría abierto la cabeza.
—¿Vamos? —pregunté buscando con la mirada un puente para pasar al otro lado.
—No vale la pena. Sólo hay ese saliente de piedra.
—Da igual, me apetece meterme ahí debajo. Para el reportaje me vendrá bien tener la perspectiva desde dentro de la cueva.
—Ve tú, entonces —dijo Anouk repentinamente fría—. Yo te espero aquí.
—¿Por qué? No te entiendo. ¿Es que tienes miedo de cruzar el río?
—No es eso, pero la última vez que estuve ahí me hice una promesa que implica no entrar ahora.
Contemplé perplejo a la que se había convertido en mi guía. Devolví la mirada a la cueva y pensé que no iba a dejarla sola por obtener un poco de sombra. Tal como ella decía, probablemente no había nada más que tierra bajo ese pedrusco.
—De acuerdo. ¿Quieres que volvamos al pueblo, entonces?
—No, vayamos al Mas del Quiquet. Conozco el camino y no queda lejos de aquí.
La casa rural desde la que Salvadoret Pallares había abastecido a los pintores se hallaba ahora cerrada. Supe por Anouk que se abría muy puntualmente para actos culturales del ayuntamiento u otras instituciones. Al parecer estaba vacía, por lo que quedaba descartada como lugar de búsqueda.
—De aquí no sólo salía comida y vino —explicó ella—, sino que el pequeño Pallares también se encargaba de proporcionar a aquellos dos los lienzos y pinturas que necesitaban. Al principio de instalarse en la cueva, tenían un gitanillo para hacerles recados, pero no tardaron en despedirlo.
De repente, me acordé de la imagen del adolescente gitano desnudo y de la «historia fea» que había mencionado Romeu. Tuve curiosidad de conocer los detalles.
—¿Qué pasó con el chico gitano?
—En aquella época, Els Ports estaban muy poblados. Hubo hasta cuarenta masías habitadas y muchos pastores trashumantes que iban de aquí para allá. También había carboneros y cazadores que vivían del monte. Cuando Picasso y Pallares salían a buscar motivos pictóricos, dejaban al niño encargado de guardar la despensa, también de los animales que merodeaban por aquí. Fue un fiasco, porque al gitanillo le llamó la atención que ellos bebieran vino de la bota. La primera noche de vigilancia mientras ellos dos descansaban, quiso probar cómo sabía y acabó borracho. Se durmió y al despertar las bestias se lo habían comido todo. Así fue como despidieron al gitanillo y pidieron a Salvadoret que siguiera trayendo suministros cada cuatro o cinco días.
Aquel episodio resultaba un poco decepcionante, pensé, ya que no aportaba ninguna pista sobre el cuadro perdido o sobre lo que había descubierto el pintor mientras vivían en la cueva. Se lo hice saber a la autora de la tesina:
—Me esperaba una historia más escandalosa, la verdad. El guía del museo me ha dicho que si me contaban lo del chico gitano no me creyera nada.
—Se refiere a otra cosa —sonrió ella mientras iniciábamos el regreso—. Lo explica Arianna Stassinopoulos en una biografía muy polémica. Al parecer a ella se lo contó Françoise Gilot, una amante de Picasso en la década de los cuarenta y cincuenta. Puesto que las mujeres solían acabar mal con él, no sería extraño que fuera una venganza personal de su musa.
—Pero ¿cuál es esa historia sobre Picasso y el adolescente gitano?
—Tal vez sea el del cuadro que has visto en el centro de Horta. Al parecer tenía quince años y también era pintor. Según Gilot, sucedió en unos días que Pallarés había vuelto a Horta. Tengo el fragmento de la biografía de Stassinopoulos, espera.
Habíamos llegado al coche cuando la tarde se abría paso tímidamente entre la solana. Una nube grande y esponjosa filtraba en aquel momento la claridad cegadora, así que Anouk aprovechó para apoyarse en el exterior del vehículo a hojear una libreta Moleskine. Sacó del interior una fotocopia de la página en cuestión y me la tendió para que leyera.
«Entre él y Picasso se entabla primero una amistad ardiente, que sin duda llegó mucho más lejos. Los dos chicos sancionan su unión con un ritual que se remonta a la noche de los tiempos: el gitano, empuñando el cuchillo del que no se separa nunca, se hace un corte en la muñeca y pide a Pablo que haga lo mismo. Entonces mezclan su sangre en señal de eterna fidelidad. Pero el gitano, que comprende enseguida lo imposible de una relación profunda con un muchacho que no es de su raza, prefiere desaparecer. Una mañana, en la gruta, Pablo ya no lo encuentra a su lado... su lecho de hierbas y hojas está vacío. Se queda estupefacto. Su pena es muy grande. Regresa entonces a Horta con Pallarás.»
—Según esta misma fuente —comentó ella—, el pintor gitano le visitó años después en el Bateau-Lavoir, el estudio de París donde Picasso inició la época rosa. Françoise Gillot cuenta que el chico dormía desnudo en el suelo de su propia habitación.
—Igual que yo si no encuentro una habitación en la fonda de Horta —añadí al entrar en el coche.
Anouk me miró divertida y dijo para mi sorpresa:
—Cabemos los dos. ¿O te da cosa compartir cama con una embarazada?