CAPÍTULO 71
A pesar de que alargamos la noche de forma inesperada, el domingo desperté sin resaca. Bueno, como mínimo aquello no podía considerarse como un tipo de resaca normal, aunque el dolor de cabeza fuera parecido.
Me levanté de la cama y me dirigí a por un café. Lo necesitaba como agua de mayo. Lo que no esperaba en absoluto era escuchar el timbre de casa a aquellas horas de la mañana. Maldije por lo bajo y deseé con todas mis fuerzas que no se tratara de Tristán. Abrí con una mano mientras con la otra sostenía la humeante taza de café. Me encontré ―para mi alivio― de frente con el risueño rostro de Érica. La miré de arriba abajo, extrañada por su aspecto y le pregunté con los ojos, porque ni siquiera me quedaban fuerzas para hacerlo con palabras.
―Ponte mona, nos vamos a pasar la mañana fuera.
―Tú estás loca. Estoy agotada, no me apetece ―sentencié entonces con notorio cansancio en la voz.
Dejé la puerta abierta y me encaminé hacia la cocina, donde me senté en uno de los taburetes y esperé a que ella hiciera exactamente lo mismo. No tardó en copiarme, cerró la puerta a sus espaldas y tomó asiento frente a mí.
―No puedes quedarte en casa, el sol promete un día radiante ―dijo mientras le daba un sorbo al café que se acababa de servir también.
―Hace demasiado calor y no parece que tengas intención alguna de ir a la playa.
―Iremos a un sitio mejor, créeme.
―Érica, no me apetece… ―añadí sin demasiada paciencia.
Acababa de levantarme, ¡por el amor de Dios!
―Vaaaa, ¡te prometo que lo pasaremos bien!
Le dediqué una escéptica mirada y al final no pude más que aceptar casi por obligación su propuesta. Me hacía morritos y aleteaba con los ojos, era como un maldito osito de peluche al que no podías resistirte.
―Está bien, pero venimos a comer a casa ―sentencié al fin―. Por si no lo recuerdas, acabo de quedarme sin trabajo.
―No me jodas, ¡te has quedado sin trabajo para entrar en uno donde cobrarás más! ―dijo con una evidente sonrisa―. Es más, ¡deberías invitarme por lo menos a comer una paella!
―¡Oh! ―exclamé divertida por su desfachatez mientras recordaba lo que su abuela me había dicho unos días atrás sobre la felicidad que Érica mostraba desde que nos habíamos conocido―.
¡Tendrás morro! Tienes suerte de que no te echo de mi casa de una patada cada vez que apareces y decides no dejarme dormir tranquila.
―¡Bah! No podrías hacerlo. Te puede tu corazón de princesita ―añadió entonces sin perder la sonrisa―. Vamos, ponte cualquier cosa cómoda, vayamos a descargar un poco de adrenalina.
―¿Cómo dices?
―Lo que has oído. Tienes diez minutos.
Era absurdo volver a preguntar cualquier cosa al respecto, aquella tipeja no iba a soltar prenda. Por ello, observé rápido su atuendo y decidí copiar un estilo parecido. Me puse unos shorts tejanos deshilachados muy cómodos ―unos antiguos vaqueros que había terminado cortando un par de años atrás― y una camiseta de tirantes negra de DKNY. Me recogí el pelo en una cola de caballo y me maquillé de forma sutil para que como mínimo, diera la impresión de que no me encontraba mal.
Salí de nuevo al salón y Érica me lanzó una mirada desde el sofá, conforme con mi elección.
―Coge una mochila mejor, te resultará más cómoda que el bolso.
―¿Mochila? ―pregunté un tanto asustada. Hacía años que no usaba una de esas.
―Ay, Dios. ¡Eres pija hasta para esto! Si, hija, una mochila, esa cosa que seguramente debías de llevar colgada de la espalda en el colegio.
―A mí me la llevaban ―añadí entonces únicamente con el propósito de provocarla. Y lo conseguí. ¡Mini punto para mí!
―Joder, eres peor de lo que pensaba. ¡Coge la puñetera mochila de una vez por todas!
Me dirigí sonriente hacia el armario de la entrada, donde guardaba todos los abrigos y los bolsos. Rebusqué entre mis reliquias y me costó dar con aquella que me habían regalado unas navidades, una mochila de Bimba y Lola que tenía un diseño llamativo que me encantaba.
―Oye, ¿se ensuciará? ―pregunté entonces alarmada. No quería estropearla, a pesar de que no la usara casi nunca, era uno de mis pequeños tesoros.
―Mira, Cenicienta, haz el favor de coger la mochila, meterte este bocadillo dentro ―dijo mientras me tendía un bocadillo envuelto en papel de aluminio que sacó de su mochila― y coge bebida para dos.
Aquello me pareció entrañable, no sabía dónde pretendía llevarme, pero el mero hecho de que se hubiera levantado antes y hubiera tenido el detalle de preparar un bocadillo para cada una me pareció un gesto muy dulce por su parte. Tal vez alguien piense que era una solemne tontería, pero a mí me hizo sentirme muy afortunada de encontrar en mi vida a una persona como ella. No le cabía la bondad en el corazón. Se merecía todo lo mejor que la vida pudiera regalarle.
Metí el bocadillo dentro de la mochila, un par de latas de Coca-Cola Zero y un botellín de agua. Me puse las gafas de sol de Gucci en la cabeza y seguí a mi amiga, que ya me esperaba impaciente en el rellano.
―Por cierto, vamos con el Mini. Pronto te quedarás sin él y me chifla ese coche.
Sonreí divertida y le enseñé las llaves que llevaba en la mano. Las había cogido por si las moscas, así que el gesto me había quedado perfecto.
―Tú mandas.
Conduje por la ciudad a una velocidad moderada, pero suelta. Habíamos decidido dejarlo todo atrás, todas las preocupaciones, los malos rollos y los contratos pendientes de ser firmados. Érica conectó su iPod a la radio y empezaron a sonar toda una sucesión de canciones animadas que nos ayudaron a subir los ánimos todavía más. Nos vinimos arriba con la última de Marc Anthony en colaboración con Gente de Zona, que llevaba por título La Gozadera. Era una canción que tenía un ritmo adictivo y muy, muy animado, aunque la letra no hubiera por dónde cogerla. Terminamos grabándonos mientras cantábamos a pleno pulmón. Bueno, ella grababa con el móvil mientras yo conducía y cantaba como si me fuera la vida en ello. Menos mal que llevaba las gafas de sol puestas y seguramente fuera la última vez que condujera el Mini… de lo contrario, el miedo a que alguien pudiera reconocerme hubiera podido conmigo.
Llegamos a la Avenida Tibidabo y empecé a sospechar sobre nuestro destino, pero preferí no decir nada al respecto. No quería chafarle la sorpresa y menos después de lo bien que nos lo estábamos pasando.
El día era espectacular. Hacía un sol de escándalo y Barcelona se veía a nuestros pies en HD. Era uno de aquellos días en que se veía todo de forma tan nítida y clara que podías llegar a pensar que había desaparecido toda la polución del cielo y lo veías todo a través de una de aquellas pantallas de alta definición.
Continuamos subiendo por aquella carretera de curvas hasta que al final, dimos de frente con el aparcamiento privado del parque de atracciones del Tibidabo. Hacía años que no iba. De hecho, la última vez tendría unos diez años y vine con el colegio en una excursión de fin de curso.
―¿Qué te parece la idea? ―preguntó divertida una vez salimos las dos del coche.
―Tan loca como tú. ¡Me encanta!
―Pues vayamos a quemar un poco de energía. Mi primo trabaja en las taquillas del parque, tenemos entrada gratis hoy ―añadió en tono revelador.
Hacía mucho tiempo que no me invadía aquella sensación. Me di cuenta de que en realidad hacía mucho tiempo que no tenía una confidente como ella con la que cometer ese tipo de locuras. Me había centrado en el canal, en trabajar y en vivir como una persona adulta… olvidándome por completo de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida que nos hacen sonreír y disfrutar, que nos disparan el pulso, aceleran el latido y que nos hacen sentir vivos. Entramos al parque sonriendo como dos adolescentes y empezamos a buscar con la mirada la primera atracción en la que queríamos montar. Yo pedí el tiovivo, por recordar épocas pasadas, pero ella me arrastró hasta la Talaia. Dijo que el día tenía que empezar con un buen “subidón” y que aquella era la mejor forma de hacerlo. La Talaia era una enorme estructura metálica, como una columna gigantesca, con una cesta en cada extremo de la misma. Era una atracción de cincuenta metros de altura que, situada en la montaña como estaba, elevaba a sus visitantes a una altura de quinientos cincuenta metros sobre el nivel del mar. Todo
un reto para los que sufrían de vértigo, ¿verdad?
No tardamos mucho en montar en ella. Las vistas eran espectaculares. Jamás había visto la ciudad desde aquel ángulo y la verdad era que la visión que estaban teniendo mis ojos resultaba única y majestuosa. La inmensidad de Barcelona parecía casi imposible de ser abarcada con una mirada. Al fondo, el mar confería a aquel paisaje un aura única y especial. A veces, las personas tendemos a no apreciar lo que nos rodea a diario y a magnificar lo que no tenemos al alcance cuando, si nos parásemos a analizar aquello que tenemos más cerca, nos haríamos cruces de la gran cantidad de cosas con las que ni siquiera habíamos soñador poder llegar a ver.
Bajamos de la atracción emocionadas después de haber hecho unas cuantas fotos allí arriba. Sin dar opción a otra cosa,
corrimos hasta el llamado Hotel Krueger, el famoso y mítico pasaje del terror con el que contaba el parque. Hicimos la cola mientras nos tomábamos un helado que compramos en un quiosco que había al lado y al final, después de más de media hora de espera, logramos entrar junto a un grupo de chicos que intentó ―sin ninguna sutileza― llamar nuestra atención con sus espléndidas técnicas de ligue, las mismas que usábamos nosotras a los dieciocho. Pobrecillos, nos dio pena cortarles el rollo ―no debían de tener más de veinte añitos― y les seguimos el juego hasta que nos llegó el turno de entrar.
Dentro del túnel nos quedamos rezagadas, debido a que en uno de nuestros ataques de risa conseguimos hacernos un selfie con el señor Freddy Krueger. En el fondo, aquel tío era un cachondo. Nos dijo que vivía en el barrio de la Bonanova. ¡Pues sí que daba de sí aquel disfraz! Aquello terminó cuando uno de los vigilantes de dentro del túnel nos vino a llamar la atención porque el siguiente grupo se acercaba y Freddy debía regresar a su posición. Salimos disparas de ahí y llegamos al final de la atracción muertas de risa mientras nos peleábamos con el loco de la motosierra a la vez que veíamos en la pantalla del móvil nuestra foto con Freddy. Iba a enmarcarla en cuanto llegara a casa.
De ahí nos dirigimos directas al tren de la mina, al Castillo encantado, a los troncos de agua para refrescarnos y por último, a la montaña rusa. En todas las atracciones aprovechamos para reír, gritar, desfogarnos y dejarnos llevar. Tenía una sensación en el cuerpo realmente agradable cuando ya nos dirigíamos en dirección al coche de nuevo. Nos había pasado el tiempo volando, eran las cinco de la tarde y estábamos agotadas. Aquel trote ya no era para nosotras.
Volvimos a subir al Mini y regresamos a casa por aquella carretera de curvas mientras Érica revisaba las fotos y se reía de las tonterías que habíamos llegado a hacer durante el día.
Dejé el coche en mi plaza y anduvimos hasta el ascensor del
garaje. Una vez en el sexto, nos despedimos y nos dirigimos cada una a nuestros respectivos apartamentos con la intención de ir directas hacia la ducha y sacarnos de encima ese aroma de agua pocha y sudor.
Abrí la puerta de casa, dejé las cosas sobre la mesa de la cocina y cuando alcé la vista, el mundo se desmoronó a mis pies por completo. Ya no entendía nada. Otra vez no. Aquello ya no tenía sentido.
¿Para qué se había llevado de nuevo mi sillón?