CAPÍTULO 29
Puso una de sus manos en mi espalda, me acercó más a él y me besó. Fue un beso casto pero intenso, suficiente para volver a agitar a aquellos malditos gusanos interiores. Sentí que toda yo me estremecía ante aquel contacto y dejé de pensar en cualquier cosa que no fueran sus labios sobre los míos, su pecho descubierto, aquellas piernas musculosas, sus manos rozando mi cuerpo… ¡qué manos! ¿Sabéis aquellos hombres cuyas manos ya son por sí solas perfectas? Tenía unos dedos finos y alargados, con unas uñas cortadas de forma impecable y se distinguían algunas de las venas que llegaban desde otras partes de su cuerpo para terminar justo allí, otorgándole así un aire todavía más masculino, si es que eso era posible. Podría pasarme horas mirando aquellas manos y no me cansaría. Mis amigas siempre me decían que estaba loca, que lo mío era puro fetichismo. Pero no podía evitarlo, a algunas les gustaban los ojos de los hombres y lo mío era deleitarme con sus manos mientras pensaba en todos los rincones del mundo a los que estas me podían llevar.
Tristán, sin dejar de besarme, me empujó con cautela hacia el interior de mi apartamento ―puesto que todavía continuábamos en el rellano― y cerró la puerta a sus espaldas. Escuché que Boris se movía por el interior del salón, pero me importaba muy poco lo que fuera que estuviera haciendo en ese momento. Tristán me condujo casi en volandas hasta el dormitorio, sin separar sus labios de los míos y sin chocar con nada ni una sola vez. Sentía mi pulso disparado y tenía la sensación de que aquella iba a ser la ocasión perfecta.
Cuando llegamos al dormitorio, cerré la puerta y empujé a Tristán hacia la cama, sobre la que cayó de forma suave. Se incorporó apoyando su cuerpo sobre sus antebrazos y me miró con
una expresión en el rostro que quería inmortalizar en mi memoria. Estaba excitado, podía notarlo en su respiración, en sus ojos y en sus pantalones. Volví a sentirme de nuevo poseída por la timidez, pero tenía que hacer algo al respecto. Aquella era mi oportunidad y yo ya no lo soportaba más. Vale que no había terminado aquel estúpido juego en el que me había metido yo solita, y vale que no tenía ganas de ceder a mis necesidades más primarias y concederle la victoria tan fácilmente, pero una no es de piedra. Y aquel hombre era demasiado sexi como para negar mis propios instintos de gata en celo.
Me saqué la camiseta tragándome cualquier atisbo de vergüenza y lo hice sin dejar de mirarle a los ojos. Me quedé en ropa interior en menos tiempo de lo que tardamos en pestañear y volví a lanzarme sobre él. Bloqueé su cuerpo con el mío y empecé a besarle con aquella pasión casi imposible de apaciguar.
Tristán reaccionó a mi cuerpo y respondió a mis besos. Sus manos acariciaron mi espalda desnuda y se posaron al final de la misma, donde hundió los dedos provocándome un sinfín de emociones de las que no me llegaría a recuperar. Rocé mi cuerpo contra el suyo y sentí que todo él despertaba de forma abrupta. Podía distinguir su tentadora sonrisa a través de sus besos.
Empecé a recorrer con mis labios su mandíbula, llegué al lóbulo izquierdo de su oído, donde me detuve con deleite, y comencé a bajar a través de su cuello. Nuestras respiraciones estaban agitadas y nuestros cuerpos bombeaban sangre a borbotones.
―Valentina, yo… ―empezó a decir casi en un susurro.
No sigas, por favor. No me hagas esto una vez más. No me niegues que esto es lo que quieres. ¡Podría desmayarme aquí mismo!
―Valentina ―volvió a decir―. Sabes que esto es un incumplimiento en toda regla, ¿verdad?
―Me importa un carajo tu estúpido juego y tus estúpidas normas.
Y continué besándole. Recorrí con mis dedos todos sus abdominales y dejé que mi mente dibujara por sí misma la imagen mental de lo que realmente quería que sucediera. Empezaba a temer por mi integridad, aquello no podía ser bueno para nadie.
―¿Por qué no te tumbas a mi lado y dormimos un poco?
¡¿CÓMOOOOOOO?! Este tío iba a acabar conmigo, no podía estar hablando en serio. ¡Pero si estaba tan excitado como yo!
―No me fastidies… ―dije mirándole con un gesto de desconcierto.
―Sabes que, de continuar así, perderás la apuesta… y tú sillón.
―¡¿Quieres que te diga lo que me importa el sillón ahora mismo?! ―exclamé fuera de mis cabales.
―Valentina…
―¡¿Valentina, QUÉ?!
Había llegado el momento de reconocer que me encontraba totalmente fuera de control, ahora sí.
―Ven.
En ese instante me hallaba de pie, fulminándole con la mirada. No lo podía creer. ¿A qué narices estaba jugando? ¿Por qué me hacía eso?
―¿Es que no te gusto? ―atiné a preguntar al fin.
―¿Cómo dices? Sabes que no tiene nada que ver con eso.
―¿Entonces?
―Estoy agotado.
―¡Embustero! ¡Puedo ver esa cosa ―grité señalando entre sus piernas aunque sin atreverme a calificarla con ningún adjetivo en concreto― desde aquí! ¡Te mueres de ganas y te niegas a aceptarlo!
Embustero, engreído, soplagaitas, descarado y caradura.
¿Cómo se atrevía?
―Si no quieres acostarte conmigo, ¡¿para qué narices me buscas?! ―insistí una vez más. Cualquiera que me viera en aquellas condiciones me reprocharía mi facilidad para suplicarle a aquel
hombre que se acostara conmigo. Seguía pensando que lo mío era de encierro directo.
―Te lo dije.
Aquello me mató. ¿Que me lo dijo? ¿Qué me dijo? Ay, Dios. Iba a haber una masacre en mi dormitorio. Más le valía a Érica tener a mano el teléfono del SEM o tendríamos un grave problema en cuestión de minutos. Tristán me miraba, ahora tumbado de lado, recostado sobre sus costillas y con la cabeza apoyada en su mano.
―¿Qué es lo que me dijiste? ―quise saber en un susurro, sin separar apenas la mandíbula inferior de la superior.
―Te dije que antes de llegar al final estarías suplicándome para meterte en la cama conmigo.
Le odiaba. Con todas mis fuerzas además. Era tan grande el sentimiento de rabia que emanaba de mi interior que podía compararse únicamente a las ganas que tenía de acostarme con él. Maldito Karma, eres un soplagaitas también.
―Eres un imbécil.
Me di la vuelta, me puse la camiseta por encima y me dirigí al salón hecha un basilisco. De aquella no iba a salir viva, lo tenía claro. Me ardía la sangre y me temblaban las piernas, pero mi mente solo podía pensar en su cuerpo, en su sonrisa y en sus palabras.
Una vez en el salón, me encontré a Boris tumbado sobre el sofá ―¡tócate las narices!―, durmiendo plácidamente, eso sí, como si todo lo que estuviera sucediendo en la habitación no tuviera nada que ver con él ―cosa que en el fondo, era evidente―. Miré distraída hacia ningún punto en concreto pero mis ojos se detuvieron, como por arte de magia, en el póster que había pegado en una de las paredes del salón. Todo aquello lo estaba haciendo por un simple, estúpido y barato sillón. ¡Perfecto!
Pensé en la posibilidad de dejarlo allí tumbado, coger el coche, conducir hasta el IKEA más cercano y comprarme un nuevo sillón idéntico al mío. Quizá esa fuera la solución de una vez por
todas para que aquel tiparraco accediera a acostarse conmigo y dejar así de lado todas aquellas pruebas. Sonreí para mis adentros. Sería un buen hachazo por mi parte y seguro que eso no se lo esperaba.
―¡Valentina!
Le oí la primera vez, pero preferí que volviera a llamarme. En ese momento estaba demasiado furiosa con él. Volvió a pronunciar mi nombre pasados unos silenciosos segundos y al fin, me di por vencida. Anduve a paso lento hasta mi dormitorio y lo encontré allí, tumbado exactamente en la misma posición en la que se había quedado cuando me marché.
―¿Y ahora qué quieres?
―A ti… ―Casi me ahogué al escuchar aquellas palabras―.
Aquí, conmigo.
Le miré a los ojos y vi el rastro del cansancio en su cuerpo. Sus ojeras eran tan oscuras que casi daban miedo de hecho. Tenía la mirada triste, pero decía a través de ella todo lo que sus palabras callaban. Tragué con dificultad. Me debatía en mi fuero interno entre las ganas que tenía de abofetearle y al mismo tiempo, lo que añoraba abrazarle. Entonces, me sonrió y todo se vino abajo. Mi cordura incluida. Me ganaba y lo sabía, pero no podía obviar lo que sentía por él. Me tumbé a su lado y le di un voto de confianza, pues tal vez estuviera realmente agotado y después de dormir todo fuera distinto.
Sentí su cuerpo junto al mío, muy cerca. La calidez que emanaba su piel era solo comparable al calorcito de una chimenea de leña en pleno invierno. Era dulce, embriagador y capaz de transportarte allá donde quisieras. Cerré los ojos y no quise preguntarle nada más. Sentí sus labios posándose en mi frente y mi cuerpo reaccionó a su contacto al instante, aunque no me atreví a mover ni uno solo de mis músculos. Después de aquello, el mundo simplemente desapareció.