CAPÍTULO 25
Miré directamente a los ojos a aquella criatura, sentada como estaba frente a mí, con un gesto indescifrable que me inspiraba temor y cariño a partes iguales. Tragué con dificultad y después de unos segundos, dirigí la mirada hacia el chico que había justo detrás. Tendría más o menos mi edad y su rostro resultaba afable.
―Disculpe las molestias, señorita Cruz ―dijo desviando ligeramente la mirada hacia el suelo antes de volver a dirigirla a mis ojos.
―Me llamo Valentina ―me presenté, tendiéndole la mano a modo de saludo.
―Ezequiel ―añadió correspondiendo al gesto―. Este es Boris, supongo que Tristán ya le ha hablado de él…
―¿Podemos tutearnos? Créeme si te digo que no tenía la más mínima idea de que se refería a… esto, cuando me habló de cuidar al “pequeño” de su amigo.
Ezequiel sonrió abiertamente y unos graciosos hoyuelos aparecieron en su rostro, confiriéndole un aire juvenil y tierno que le hacía resultar todavía más agradable.
―Sí ―añadió todavía con la sonrisa en los labios―, ese sarcasmo es muy típico de Tristán.
―Ya veo. Pero dime, ¿me puedes explicar de qué va todo esto? O mejor dicho, ¿qué es esto?
Ezequiel estalló de nuevo en una discreta carcajada y acarició la cabeza de aquel… enorme bicho que tenía a su lado.
―¿Te gustan los perros?
―Hasta hace dos minutos creía que sí.
Y de nuevo volvió a reír. Tal vez el chico me estuviera cayendo bien, pero aquello estaba resultando una broma de muy mal gusto.
―Boris es un Gran Danés. Acaba de cumplir un añito y es muy cariñoso.
―¡¿Un añito?! Pero, ¡si debe de pesar el triple que yo!
―Cincuenta y cinco quilos, para ser exactos.
―Ay, madre. Esto no puede ser real.
―Tristán me dijo que no habría ningún problema… me comentó que eras muy cariñosa y que te encantaban los animales… Me llevé una mano a la cabeza y cerré los ojos durante algunos segundos tratando de pensar en algo que no fuera las ganas de matar que me invadían por momentos. Volví a coger aire
y miré de nuevo al joven que tenía delante… y al perro.
―¿Qué se supone que tengo que hacer con… él? ―claudiqué al fin, sabiendo que aquello no era más que otra de las estúpidas pruebas a las que Tristán me estaba sometiendo.
―Nada. Con que le des de comer y le saques cuando puedas, será suficiente. El domingo estaré de vuelta. No te dará problemas. Es muy cariñoso y sociable.
Le acarició la cabeza a su mascota ―si aquello estaba considerado como tal, cosa que empezaba a dudar pues siempre había pensado que una mascota, para serlo, tenía que cumplir el requisito de no pesar lo mismo que tú, por ejemplo― y aquella le devolvió el gesto con un lametón. Dios, ¡qué asco! ¡Aquello parecía más un bistec de ternera que una lengua!
―¿Y qué come? ―añadí de nuevo, temerosa de la posible respuesta.
―Mira, aquí te he traído sus cosas.
Más que una mochila se trataba de una maleta. De ella sobresalía una especie de esterilla, que supuse que sería la cama del perro. La dejó entre los dos y la abrió. Me enseñó el interior y pude distinguir un par de juguetes caninos y una bolsa llena de bolitas marrones que, sin duda alguna, debía de ser su comida.
Me explicó en un momento cuál era la cantidad que Boris debía ingerir al día y me dio algunas indicaciones sobre cómo atender al perro así como también, algunas órdenes a las que él respondía de forma obediente.
―De todos modos, te dejo mi teléfono por cualquier cosa que pudiera suceder. Cualquier duda o lo que sea que necesites comentar, aquí me encontrarás siempre ―añadió mientras me tendía una tarjeta con amabilidad.
La cogí y la guardé en mi bolsillo. Entonces, vi que Ezequiel miraba el reloj y supe lo que aquello significaba: ya no había vuelta atrás. Me tendió la correa con la que llevaba atado a Boris y como si el perro pudiera entenderlo, se levantó con serenidad, anduvo unos pasos, se colocó a mi lado y volvió a sentarse de nuevo. Imponía. Demasiado.
―Muchísimas gracias por prestarte a ayudarme, aun sin conocernos. Estoy en deuda contigo. Y recuerda, cualquier cosa, tienes mi teléfono.
Le sonreí ―como pude― y vi como el joven empezaba a dar media vuelta en dirección al ascensor, justo después de besar con cariño la peluda cabeza de su compañero. Cuando estaba a punto de entrar en el cubículo, se giró una última vez y con una sonrisa distinta en el rostro, añadió algo más.
―Por cierto, Tristán tenía razón. Eres preciosa, no necesitas cosas de esas para demostrarlo.
Y desapareció, dejándome totalmente sorprendida por aquel comentario.
Entré en mi apartamento con la correa de Boris todavía entre mis manos y me quedé mirando al perro como quien mira algo extraño que no haya visto jamás. En cierto modo, así era. En mi vida había tenido frente a mí un perro cuyo hocico llegara a la altura de mi pecho.
―¿Y yo qué hago contigo? ―le dije, temerosa incluso de que pudiera llegar a contestarme.
Fui a acariciarle la cabeza y no lo conseguí hasta pasados un par de intentos. Ni siquiera mi palma podía abarcar la anchura de su cráneo. Me sorprendí de la suavidad de su pelo y sentí gran alivio al ver la reacción del perro. Continuaba sentado en la misma
posición, pero podía ver cómo movía el rabito de un lado a otro. Si algo me había enseñado el famoso programa del Encantador de perros era que ese gesto era instintivo y que solo aparecía cuando el perro se encontraba feliz. Era curioso, puedes enseñarle a un perro miles de órdenes distintas e incluso, que te traiga las zapatillas, pero no puedes enseñarle a mover la colita. Un dato cuanto menos, curioso.
Dejé la correa en el mueble de la entrada y anduve de nuevo hacia el salón. Boris se puso en pie de golpe y caminó tras de mí, siguiendo todos mis pasos. Cogí la colchoneta que Ezequiel me había traído y la dejé en un rincón del comedor. Bueno, la intención había sido esa, sin embargo, la cama era tan grande como el perro, lo que hizo que mi salón quedara reducido casi a la mitad. Boris observaba atento todos mis movimientos, esperando paciente sin molestar. Entonces, le señalé la cama con un dedo, indicándole que durante las próximas horas, aquel sería su espacio. Pero Boris ni se inmutó. Decidí no hacerle caso y me senté de nuevo en el sofá, necesitaba con urgencia continuar viendo aquella película y dejar de pensar en aquella bestia que ocupaba el poco espacio libre del que disponía mi salón y en el maldito vecino entrometido que había permitido aquello.
Cogí el vaso que había dejado en la mesa un rato antes y fui a darle un sorbo a su contenido cuando de pronto, algo blanco cayó en su interior. Miré a través del refresco y no pude entender de qué se trataba hasta que, de golpe, caí en el último comentario que me había dedicado Ezequiel. Maldita mi suerte, ¡todavía llevaba puesta la mascarilla!
Dejé caer la cabeza hacia el respaldo y me tapé los ojos con ambas manos, muerta de vergüenza, a pesar de que en ese momento nadie pudiera verme. ¿Cómo lo había permitido? ¿Cómo se me había olvidado? Acostumbrada como estaba a aquellas mascarillas rígidas que te impedían incluso hablar, esta, al tener la misma textura que la crema hidratante, había hecho que ni siquiera reparara en que todavía la llevaba esparcida por todo el rostro.
Abrí los ojos de nuevo y me encontré con el hocico del perro
a escasos centímetros de mí. Se había sentado en el hueco que había entre el sillón y la mesilla y me miraba atento, como si pudiera entender mi sentimiento de frustración. ¡Era verdaderamente inmenso!
―¡Mierda! ―exclamé después de todo, cuando ya no pude soportar más aquella sensación.
¿Cómo podía estar permitiendo todo aquello por un simple tío?