CAPÍTULO 44
 

Me levanté de golpe y anduve veloz hasta el baño. Necesitaba un poco de agua fría. Una vez dentro, abrí el grifo y mojé mis manos justo antes de llevar una de ellas a la nuca. Valeria, una de las chicas de mi departamento, entró justo en ese momento y me lanzó una mirada interrogativa a la que contesté con un gesto de mano para que no le diera importancia. Se metió en uno de los cubículos y yo apoyé ambas manos en el mármol. Dejé caer la cabeza hacia delante, abatida, tratando de procesar toda la información que pasaba por mi cabeza y encontrar así alguna forma para solucionar todo aquel entuerto. Pero no daba con ninguna.

El resto de la jornada se me antojó una eternidad. Los minutos no pasaban y yo ya estaba resultando muy improductiva. Traté de concentrarme de nuevo en todos los puntos que se habían pactado en las reuniones de la mañana, pero los tenía ya muy organizados y no podía hacer gran cosa con ellos hasta que los de MAC me enviaran los presupuestos principales totalmente aceptados.

Llegué a casa a media tarde y lo hice algo confusa. No sabía qué paso debía de dar a continuación. ¿Y si me acercaba a su casa y le contaba lo que realmente pasó? ¿Sería mejor esperar a que fuera él el que viniera a mi encuentro?

Entré al interior de mi apartamento y dejé el bolso y el pañuelo de cualquier forma sobre la mesa del comedor, cosa que no solía hacer nunca. Me llevé las manos a ambos lados de la cabeza y cerré los ojos. Estaba nerviosa y cada segundo que pasaba lo estaba un poco más. Respiré hondo y volví a abrirlos. Cuando logré enfocar la mirada, solo había una cosa que se distinguía por encima de las otras: el sillón. ¡Maldito el momento en el que tuvo la idea de llevárselo a su casa! ¿Por qué no podría haberse quedado quietecito?

Me acerqué hasta él y lo miré como si pretendiera destriparlo con los ojos, como si tuviera superpoderes y pudiera eliminarlo. Sentí que se me hacía un nudo en la garganta y me costaba tragar y pude notar cómo se tensaban mis facciones y se endurecían. Estaba furiosa. Furiosa con Tristán, conmigo y con todo lo que había pasado entre nosotros. Sentí la amenaza de las lágrimas una vez más en mis ojos y traté de convencerme a misma para no dejarlas salir.

Antes de saber muy bien lo que estaba haciendo, cogí de nuevo las llaves de mi apartamento y salí por la puerta. Una vez en el rellano, anduve los escasos cinco pasos que separaban nuestras puertas y pulsé el timbre de Érica sin despegar el dedo del mismo. El sonido era molesto, pero necesitaba que me abriera con urgencia, necesitaba sus palabras, su apoyo y que me dijera qué narices tenía que hacer con mi vida.

Pasados unos segundos en los que todavía seguía pulsando el timbre, escuché unos pasos acelerados y la mascullar desde la distancia.

―¿Se puede saber qué clase de pirado no sabe cómo se usa un timbre? ¡¡Ya va!! ―gritó a escasos metros de la puerta.

De golpe, esta se abrió y cuando pensé que iba a soltarme uno de sus bufidos, nuestras miradas se cruzaron y fue como si aquello la apaciguara al instante.

―¡¿Qué demonios…?! ―empezó a decir justo antes de dejar la frase a medias.

La miré y lo hice queriendo decirle todo lo que sentía. Pero no pude, no me salían las palabras. Entonces, sentí aquella sensación cálida bajo mis ojos, por mis mejillas y supe que no podría pararlo. Lloré, lloré como una niña a la que castigan por error y que no sabe cómo demostrar su inocencia.

No dijo nada más, abrió los brazos y me recibió en ellos

como lo hubiera hecho mi madre en su lugar, solo que no era mi madre, aunque tuve que pasar aquello por alto. Me llevó hacia el interior de su casa y escuché como cerraba la puerta a mis espaldas.

―Siéntate donde quieras, te traeré una taza de té.

―Mejor una tila, por favor ―añadí agradecida entre sollozos. La observé mientras se dirigía a la cocina y yo continué andando hasta el salón. Era curioso, pero en todo aquel tiempo que había pasado desde la mudanza, todavía no había estado en el interior de su apartamento. Era bonito, tenía un gusto elegante,

vintage y romántico, que lo hacía muy especial.

―¿Qué ha sucedido? ―dijo cuando ya estaba de vuelta, con un par de humeantes tazas en sus manos.

―Lo vio…

Vale, cariño. que estás un poco alterada, pero creo que voy a necesitar más detalles para saber de qué me estás hablando…

La miré y me encontré de frente con aquella risueña expresión que poseía. A pesar de tener solo dos años menos que yo, poseía una juventud eterna en su mirada, una expresión aniñada que la hacía resultar muy atractiva.

Removí el contenido de mi taza mientras cogía fuerzas para ponerla en situación. Entonces, como si la única forma de hacerlo fuera esa, respiré hondo y le expliqué de carrerilla todo lo sucedido entre nosotros los últimos días y, al fin, lo que Tristán había visto en el cóctel del hotel y lo que, erróneamente, debía de haber pensado. Cuando terminé, sentí que me había sacado un gran peso de encima y que ahora, lo que antes me había parecido un gran caos, parecía un poco más fácil. A veces, hablar las cosas con otras personas, aunque aquellas solo nos escuchen, nos ayuda a analizar y canalizar nuestros propios pensamientos y poder poner de ese modo un poco de orden en ellos.

―Creo que no deberías dejar que pasara más tiempo, ve a su casa y acláralo con él.

Tengo miedo ―afirmé entonces, asustándome a mí misma de lo que acababa de reconocer. Era como si no hubiera podido contenerlo, simplemente salió.

―¿De qué tienes miedo?

Permanecí en silencio durante algunos instantes. ¿De qué tenía miedo? ¿De él? ¿De mí?

No estoy segura.

―Claro que lo estás. Sabes perfectamente qué es lo que te asusta, y yo también lo sé. Pero no seré yo la que te ponga las cosas fáciles. Dedícate unos minutos a ti misma y piensa lo que quieres. Lo tienes clarísimo, Valentina. Pero hasta que no seas capaz de reconocerlo, no podrás dar el paso.

La miré sorprendida. ¿En qué momento se había convertido en la versión femenina de Pepito Grillo? Aquella forma de conocer a alguien tan a fondo en tan poco tiempo era un don que muy pocas personas poseían. Y Érica, además, lo tenía muy desarrollado.

―¿Eres psicóloga? ―pregunté de pronto, cogiéndola totalmente desprevenida.

―¿Y eso qué más da ahora?

―Contesta ―dije. Estaba desviando el tema de nuestra conversación, pero necesitaba aquellos segundos de margen para dar un poco de sentido a todos los pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza.

―Soy escritora… y psicóloga también.

―¡¿Cómo?! ―estallé olvidando de golpe todo aquello por lo que estaba preocupada.

Terapeuta, si puede llamarse así. Escribo libros de autoayuda. Tengo una pequeña consulta en el centro donde atiendo a mujeres, única y exclusivamente, y las ayudo en diferentes aspectos de su vida, en problemas que necesitan resolver o las escucho cuando sienten que nadie a su alrededor puede comprenderlas.

―¡Joder! ―Y me sentí tonta nada más exclamar aquel improperio―. ¡Eres una bruja! Eso se explica antes.

―No entiendo por qué debería de haberlo hecho. tampoco me hablas de tu trabajo.

―Pero no lo hago porque es aburrido.

―¡Te codeas con famosos!

―¡Les preparo cócteles para que ellos disfruten mientras yo me quedo atrás, observando que no les falte una maldita copa de cava en la mano!

―Vale, hagamos una cosa. Cuéntame qué sucede y luego discutimos cuál de los dos trabajos es más interesante. ¿Te parece?

Lo que me parecía era que esa chica era muy lista. Pero tenía razón una vez más, para variar. Había acudido a ella en busca de ayuda y no podía huir de nuevo negándome a buscar una respuesta a mis problemas.

El espejo de #cookiecruz
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