CAPÍTULO 41
Decidí bajar por las escaleras con la excusa de hacer un poco de ejercicio, aunque aquello no se lo creía nadie. A pesar de que me negara a reconocerlo, pretendía alargar el momento y tratar de calmar los nervios que me poseían. En ese instante, me temblaban las manos y un sudor frío me recorría la espalda. Supe entonces que era miedo. Miedo al rechazo, a que todo hubiera terminado, a no poder encontrar sentido alguno a todo lo que estaba sucediendo.
Llegué al fin al tercer piso y me quedé plantada frente a la puerta de mi vecino. Mi corazón latía desenfrenado y podía sentirlo incluso en mi garganta, como si se hubiera desplazado hasta allí para dificultarme todavía más las cosas. Tragué y me pasé una mano por la frente. ¿Por qué me costaba tanto dar el paso? Al final, apreté los labios con fuerza y como si estuviera firmando mi propia sentencia de muerte, pulsé el botón del timbre que había junto a la puerta.
Silencio. Segundos de espera... Y más silencio. Me removí inquieta y di algunos pasos a lo largo del rellano. ¿Estaría durmiendo todavía? No podía ser, era mediodía y Tristán era uno de aquellos chicos cuya energía vital le impedía pasarse una mañana entera tumbado en la cama. Si continuaba reinando aquel silencio, moriría de un ataque de nervios allí mismo.
¿Dónde se habría metido? ¿Estaría trabajando? Creía recordar que me había dicho que tenía unos días libres después de todo el ajetreo de su recién estrenado contrato.
Pulsé una vez más el timbre y esperé a que alguien en el interior del inmueble diera señales de vida, señales que, como en la anterior ocasión, tampoco llegaron.
Me sentí triste y abatida. Pero no quise darle más vueltas al asunto. Giré sobre mis talones, subí de nuevo hasta el sexto y me encerré a trabajar, pues concentrarme en presupuestos, eventos, personal, contratación y captación de nuevos clientes era la única manera plausible para dejar de pensar en él.
El jueves por la tarde volví a intentarlo de nuevo y por la noche lo hice una vez más, de nuevo de forma infructuosa. Así pues, volví a encerrarme en mi apartamento decidida a continuar trabajando para que el tiempo pasara más deprisa, o como mínimo yo pudiera sentir que así era. Tuve la tentación de mandarle un mensaje, pero pensé que no sería buena idea, por lo que continué con mi plan de localizarle y hablar de todo aquello en persona.
El viernes por fin había llegado y al igual que había hecho la noche anterior, volví a bajar hasta el tercero con el propósito de intentarlo de nuevo, cosa que no conseguí… otra vez.
Cada minuto que pasaba, mi mente barajaba más opciones, a cada cual más disparatada. Aquello se me estaba yendo de las manos y no podía permitirlo. Regresé corriendo a casa y me encerré en mi dormitorio. Por primera vez en mucho tiempo, ni siquiera pasé por el baño para desmaquillarme ni lavarme los dientes. Me sentía incapaz de todo aquello. Lo único que quería era recluirme, cerrar los ojos y dejar de pensar. Quería dejar de escuchar aquella vocecilla que vociferaba desde el interior de mi cabeza un sinfín de cosas que no estaba dispuesta a escuchar. Supongo que en algún momento de la noche caí rendida, aunque no sería capaz de adivinar cuántas horas debieron de pasar hasta que sucedió.
El sábado desperté con un reguero oscuro que caía directamente de mis ojos. Había estado llorando la noche interior. La sensación de no saber nada de él, de no poder controlar lo que estaba sucediendo, en definitiva, de no entender qué había pasado, me tenía destrozada. Salí de la cama y me tumbé directamente en el sofá. Ni siquiera me apetecía desayunar. No quería hacer nada más que desaparecer o lograr dejar la mente en blanco durante el resto del día que me quedaba por delante.
Serían las cuatro o cinco de la tarde cuando decidí intentarlo por última vez. Me dirigí al baño y me di una ducha rápida. Me adecenté lo suficiente como para parecer una persona normal ―y no la loca desquiciada en la que me había convertido―, cosa que resultó ser una ardua tarea. Al final, pasado un buen rato, tras respirar profundo y contar hasta diez, salí al rellano y me dirigí hacia el tercero igual que había hecho los días anteriores.
Llamé al timbre con miedo, pues había decidido que aquella sería la última vez en la que iba a intentar contactar con él. Había algo que me paralizaba y que hacía que albergara la posibilidad de que todavía estuviera aquí. El programa tenía que emitirse ese fin de semana… y si él no estaba en casa, solo podía significar una cosa. Y no estaba en condiciones de poder asumirla.
Volví a llamar al timbre y de nuevo, el silencio reinó al otro lado de la puerta. Respiré hondo una vez más y volví a intentarlo, esta vez con más fuerza, como si mi propio dedo pudiera atravesar la pared. Llamé y volví a llamar después, hasta que aquel gesto se convirtió más bien en una súplica. Me detuve al fin cuando, pasados unos diez minutos, quedó claro que no había nadie tras la puerta. Creo que alguno de los vecinos se asomó para ver qué era lo que sucedía a través de su mirillas, pero ninguno de ellos salió y mucho menos, se atrevió a preguntar nada. Estaba claro: Se había marchado y lo había hecho sin mí.
Subí las escaleras de dos en dos en absoluto silencio, como si mis pies corrieran por su propia cuenta. Llegué a casa y cerré la puerta a mis espaldas. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, como si alguien hubiera abierto definitivamente las puertas de los sentimientos que me negaba a reconocer. Dejé caer la espalda apoyada en la puerta y fui deslizándome sobre la misma hasta quedar completamente sentada en el suelo. Lloraba sin control, sin medida, como si volviera a ser una niña que sintiera miedo a quedarse sola en la oscuridad.
No entendía nada y al mismo tiempo, lo entendía todo.
¿Había sido su juguete? ¿Había sentido algo de todo lo que habíamos compartido? Me concedí a mí misma aquellos minutos de absoluta perdición, pues necesitaba que saliera todo lo que me oprimía por dentro desde hacía días. Cuando creí que ya no podrían salir más lágrimas de mis ojos, me levanté como pude y me dirigí a la cocina. Fui a servirme una copa de vino pero ya no quedaba ni una sola botella. Mejor, aquello hubiera sido mi perdición y lo que necesitaba de verdad era mantener la mente despierta. El alcohol no era la solución. Podía ser un buen invitado en una fiesta o en una noche de risas, pero no una vía de escape para mis emociones. No podía permitirlo.
Cogí el altavoz, lo conecté al teléfono y busqué alguna canción con la que dejarme llevar. Rápidamente, casi como por arte de magia, Olly Murs y Demi Lovato con su tema “Up”, aparecieron como siempre en mis últimas búsquedas. Aquel dúo me encantaba, la combinación de sus voces era única e inigualable y derrochaba una fuerza muy adictiva y pegadiza. Las guitarras inundaron la amplia estancia que configuraba mi salón y permanecí apoyada en aquella mesa, con la cabeza vencida hacia delante, dejándome llevar por su compás, sus voces y su ritmo. Empecé a cantar con ellos, me sabía aquella canción de memoria desde que salió. Subí el volumen tanto, que dejé de escuchar nada más que lo que realmente quería oír. Mi voz se acompasó a la de ellos a la perfección, como si fuera una más. Canté tan fuerte que sentí cómo se rasgaban mis cuerdas vocales al tratar de imitar los imposibles tonos de aquella chica que gozaba de una voz tan envidiable.
“Tan solo dime que esto no es el final de la línea”, rezaba una de las frases de la canción. El final de la línea. Terminó y la volví a escuchar. Y luego una vez más. Lo hice tantas veces que perdí incluso la cuenta… y también la voz.
Decidí conectar el portátil a la televisión y buscar alguno de aquellos videoclips que tanto me gustaba ver. Mientras ponía en marcha el ordenador, encendí el televisor con el mando a distancia
y la casualidad quiso que mi corazón se quedara paralizado en aquel mismo instante.
Conocía aquella voz, aquel tono, aquellas risas. Levanté la vista y la dirigí hacia la pantalla. Entonces le vi, con su traje, su barba perfectamente recortada, sus ojos y su sonrisa. La misma con la que tantas veces había disfrutado. La misma que me había hecho tantas promesas. La única sonrisa que no podía sacar de mi cabeza.
Dejé lo que estaba haciendo y corrí frente al televisor mientras que con el mando a distancia subía el volumen. Era un programa de cotilleo, de aquellos que emiten tras los telenoticias y que jamás miraba porque me aburrían sobremanera. ¿Qué narices estaba haciendo ahí?
―Bueno, Tristán. Cuéntame, ¿qué se siente al convertirse de repente en la imagen de la marca más conocida de perfume del país?
¿Le estaban entrevistando y no me había dicho nada?
―Pues la verdad es que no me siento muy distinto a como lo hacía antes ―dijo con esa media sonrisa tan suya―, aunque ahora huelo mucho mejor.
El público estalló en una sonora carcajada. Un público eminentemente femenino y que no apartaba los ojos del joven ni un solo instante.
―¿Has tenido algún incidente con tus recién estrenadas fans?
―¡No! ―exclamó entre risas―. Pero no me importaría. Sentirse como George Clooney por un día tampoco debe de ser aburrido, ¿no crees?
El público continuó riendo ante sus ocurrencias y me di cuenta de que yo misma hacía lo mismo. Me encontraba a escasos centímetros de la pantalla, como si de aquella manera pudiera sentir su presencia más cercana.
―Bueno, pero de entre tantas candidatas, seguramente ya debes de haber escogido a una con la que compartir tus ratos libres, ¿no? Vamos, confiesa, ¡tienes a medio país pendiente de tus pasos!
Tristán sonrió, pero esta vez no lo hizo con la misma intensidad que antes. Pude notarlo, pude sentir lo que pensaba incluso en la distancia. Desvió por un momento la mirada de su interlocutora y pude ver el leve movimiento de su nuez al tragar silenciosamente. Al fin, levantó la vista de nuevo hacia la presentadora e hizo un movimiento con la cabeza, de lado a lado.
―No… Ahora mismo me estoy dedicando de lleno a mi carrera profesional y trato de mantener mi vida personal al margen de ella.
―¿Habéis oído, chicas? ―dijo ahora la presentadora mirando directamente a cámara―. El corazón de este hombre sigue libre y sin dueña. Así que, ¡ya sabéis!
Tristán sonrió casi por obligación y juntó las manos en un gesto nervioso, un gesto que no le había visto hacer en ninguna de las ocasiones en las que habíamos estado juntos.
―Bien, Tristán. Continúo. Tengo entendido que la agencia para la que ahora trabajas, te ha ofrecido instalarte en Estados Unidos, donde quieren lanzarte a lo más alto como uno de los modelos españoles de mayor potencial, junto nada menos que el mismísimo Andrés Velencoso, entre otros. ¿Qué vas a hacer?
¡¿Cómo?! ¿Le habían propuesto mudarse a Estados Unidos? Llevé mis manos hacia el rostro de forma instintiva y me tapé la boca sin dar crédito a nada de lo que estaba escuchando. Aquello me sobrepasaba. Las lágrimas volvieron a inundar mis ojos y amenazaban con empezar a resbalar sin medida, provocando que el poco maquillaje que todavía me quedaba terminara usando mi rostro de lienzo, al más puro estilo Picasso.
Tristán volvió a tragar con dificultad, como si no esperara aquella pregunta y le incomodara tener que dar una respuesta.
―Bueno, todavía lo estamos hablando. Llevo toda la vida viviendo aquí y no lo negaré… es un paso muy importante. Dejar toda mi familia, todo lo que quiero… ―dijo justo antes de hacer una pausa significativa que terminó de partirme el alma― aquí y empezar una nueva vida lejos de todo tampoco entraba en mis planes. Tengo muchas cosas que hablar con ellos todavía, pero me siento realmente afortunado de que me hayan escogido a mí de entre tantos excelentes candidatos. Es todo un honor.
―Honor para nosotras, que nos alegras el día con cada una de tus apariciones.
¡Cómo podía ser tan descarada! El público volvió a reír y Tristán se sonrojó ligeramente, como si todavía no estuviera acostumbrado a que alguien pudiera perder el sentido con solo mirarle.