CAPÍTULO 45
―No puedo contarte lo que me asusta porque no lo sé.
Le di un sorbo al contenido de mi taza y la miré a la espera de que dijera algo con lo que rebatir aquella mentira que acababa de contarle.
―Valentina, solo los miedos más profundos, aquellos que nos encogen el corazón, nos paralizan y nos roban más de una lágrima, son los que más conocemos. Nadie desconoce sus miedos, solo sus verdaderos anhelos. Desde el día en que nacemos, afrontamos la vida desde nuestro propio punto de vista, aquel que nos pertenece a cada uno de nosotros. Unos hemos conocido la muerte de cerca y la sobrellevamos de una forma distinta a otros, que tiemblan con la sola posibilidad de hablar de ella. Lo mismo sucede con las enfermedades, las ausencias e incluso, los payasos. Todos crecemos con unos miedos y sabemos diferenciarlos. Solo hay que saber cómo enfrentarse a ellos, encontrar la manera de sobrellevarlos y sobre todo, de sobrevivirlos. ¿No has visto nunca el programa de El Diván de Becca? Todos los pacientes se enfrentan a sus miedos pero, para poder hacerlo, primero deben reconocerlos y querer acabar con ellos.
Me quedé muda. Era incapaz de articular palabra alguna. Aquel discurso me llegó al alma. Necesité unos minutos para reponerme de sus palabras, unos instantes en los que ella respetó mi absoluto silencio y me permitió pensar con claridad. Incluso, se ausentó durante un momento alegando que traería algo para picar, aunque supe que lo que pretendía en realidad era concederme ese espacio que necesitaba para estar sola y madurar mis ideas.
―No quiero enamorarme… ―me atreví a decir al fin.
―¿No crees que ya vas un poco tarde?
Suspiré de resignación, de fatiga y de conocimiento. Claro que iba tarde, hacía muchos días que iba tarde.
―¿Qué pasa si él no siente lo mismo que yo?
―¿Qué pasará si nunca llegas a descubrirlo?
―¿Y si me rechaza?
―¿Y si no lo hace?
―¿Vas a dejar de preguntarme cosas para las que no tengo respuesta? ―añadí algo molesta, a pesar de que sabía que lo único que estaba haciendo era ejercer de buena consciencia.
―Y tú, ¿vas a dejar de ponerte excusas para dar un paso al frente y asumir que necesitas a Tristán en tu vida de una vez?
―Debería de ser él quien diera el paso, se acercara a mí y confesara sus sentimientos.
―¿No crees que lleva mucho tiempo dando él el primer paso?
Aquello me hizo pensar. Tenía gran parte de razón, eso era innegable. Pero cuando nos sentimos dañados, tendemos a fijarnos únicamente en lo que creemos que debería de hacer la otra persona por nosotros, obviando lo que está en nuestras manos para mejorar la situación. El sentimiento de culpa puede camuflarse con muchos trajes pudiendo llegar a resultar mortífero en algunos casos.
―Mira, Valentina. Yo no seré la que te diga lo que tienes que hacer o dejar de hacer ―añadió, esta vez cogiendo mi mano entre las suyas y mirándome con aquellos ojos risueños tan cargados de vida―, pero piensa en ti. Piensa en que, a veces, hay trenes que solo pasan una vez y si de verdad quieres viajar, debes comprar un billete y subir al que más lejos te lleve.
―¿Y si eso me hace sufrir?
Esta vez me costó pronunciar aquellas palabras. Aquel era mi verdadero miedo, el sufrimiento. Había visto cómo muchas parejas de mi alrededor se destrozaban sin miramientos, hiriéndose hasta ya no poder soportarlo más. Había visto a dos personas pasar de quererse a odiarse tanto, que no podían siquiera permanecer al mismo tiempo en una misma sala. Claro que también había visto parejas prosperar, seguir adelante y luchar por un mismo objetivo, por una vida juntos, pero sentía que aquello no me pertenecía a mí, que yo jamás podría encontrar algo así. Aquel era mi miedo: querer hasta el punto de que el corazón llegara a doler con tan solo oír su nombre… sin llegar a ser correspondida.
―Valentina, los cuentos de hadas no existen… se construyen. Y en ningún lugar pone que sea fácil. No hay nadie en el mundo que no haya sufrido por amor, incluso el presidente de los Estados Unidos alguna vez sufrió los estragos del amor, estoy segura de ello. Pero en tus manos está el sufrir por haberlo intentado o hacerlo porque desapareció sin haber ni siquiera empezado.
―¿Qué harías tú en mi lugar? ―pregunté más como una súplica que como una duda.
Vi como meditaba la respuesta. La había puesto en un compromiso y se le notaba en la cara. Podía ver su cerebro trabajando a través de su frente, como si ésta se hubiera vuelto transparente. Supe que se debatía entre decirme la verdad o lo que creía que yo quería escuchar, pero la única realidad era que solo quería oír la verdad. Entonces, respiró hondo, sonrió, me miró a los ojos y me señaló con el índice antes de abrir la boca.
―Yo, me daría una ducha, me pondría mi camiseta favorita, bajaría a su casa y le daría un único beso. Un beso capaz de expresar mis sentimientos, capaz de decirle todo lo que mis palabras se negaran a decir. Un beso que nunca más pudiera olvidar. A veces, hay cosas que las palabras no pueden transmitir, pero nuestros cuerpos sí. Usa el tuyo como es debido y no te arrepentirás.
La miré detenidamente, aquella mujer era pura sabiduría. Pasé algunos minutos más con ella pero mi mente ya no estaba allí. Cuando terminé al fin mi tila, le sonreí, la abracé y sin necesitar ningún otro de sus innumerables consejos, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.
―Por cierto ―dije antes de cerrarla a mis espaldas―, queda pendiente una pequeña charla laboral. Necesito que me cuentes un par de detalles sobre esa faceta tuya tan peculiar.
Me guiñó un ojo y después de lanzarle un beso desde la distancia, me despedí y cerré la puerta.
Llegué a casa y seguí su consejo: me di una ducha y después me dirigí hacia el armario. Sin embargo, escoger la mejor prenda para aquella ocasión me resultó muy difícil. ¿Qué se pondría alguien en una situación como esa? ¿Existía alguna norma sobre qué debía de llevar una persona que pretendiera disculparse?
Sabía que a Tristán le encantaban los vestidos, había visto el brillo de sus ojos cuando llevaba puesto alguno. Así pues, escogí uno en color rojo oscuro ―un tono más bien burdeos que rojo― con un pronunciado escote en uve que poco dejaba a la imaginación. Eso sí, puedo asegurar que era elegante, de eso no había duda.
Me puse el conjunto de ropa interior que él me regaló y me detuve para mirarme al espejo durante algunos instantes, admirando la imagen que mi reflejo me devolvía. Seguía siendo igual de precioso como lo recordaba.
Deslicé unas medias por mis piernas y sobre ellas me puse un liguero que me había regalado una vez un chico con el que estuve saliendo durante un tiempo. No resultó ser un gran compañero, pero tenía un gusto exquisito.
Contenta por el resultado casi final, me puse por último aquel vestido que tan solo había llevado en una ocasión más. Los tirantes eran finitos, lo que favorecía mucho a mis hombros, pues los acentuaba y los hacía resaltar de forma delicada. Tenía una caída fina y lisa desde la cintura ―único punto en el que se ajustaba a mi cuerpo― y llegaba más o menos hasta medio muslo. Sugerente y elegante a partes iguales. Siempre había dicho que la gracia, en la mayoría de las ocasiones, radicaba en los complementos que se escogieran para cada conjunto. Una podía pasar de sexi a fulana con algo tan sencillo como unas botas mal escogidas.
Me decidí por unos zapatos de salón de puta redonda y pronunciado tacón con cierre de pulsera, que se anudaban al tobillo con una fina hebilla. Me decanté por un bolso que conjuntaba a la perfección con el color de los zapatos y como toque final, después de maquillarme de forma muy sutil, decidí que aquella era una ocasión perfecta para utilizar una de mis mayores reliquias: una barra de labios de Dior en color rojo intenso, capaz de anunciar mi llegada a cien leguas de distancia. Era irresistible incluso para mí.
Feliz con el resultado, salí del baño y me dirigí hacia el salón. Pasé entre el sofá y el sillón y sentí que de repente, un escalofrío me recorría por completo y me paralizaba. Una fuerte nausea sacudió mi estómago y me llegó hasta la garganta. Dirigí la vista hacia la pared, donde todavía continuaba colgado el póster que Tristán había hecho solo para fastidiarme.
En ese momento fue cuando lo vi claro. Me estaba equivocando. Aquella no era la mejor forma de convencer a Tristán de que él era mi único pensamiento durante todo el día. Al contrario, distaba mucho de lo que él necesitaba.
Me llevé ambas manos a la cabeza en un gesto desesperado y miré al techo, como si en él pudiera encontrar la respuesta a lo que necesitaba. Pero no la encontré. Lo único que había era una mancha de humedad de la que no tenía constancia y que solo consiguió enfurecerme un poco más.
Me fui al baño y cogí un disco de algodón de un cestito que había junto a la pica ―bendito IKEA y sus chorraditas adictivas―. Le puse un poco de gel para desmaquillarme y empecé a frotarme los ojos con cuidado. El rastro negro de la máscara de pestañas comenzó a desprenderse y mi cara se convirtió por momentos en algo parecido a una especie de oso panda juerguista.
Cuando uno de los ojos ya estaba casi liberado por completo de aquel rastro de pintura negra, empecé el mismo proceso con el otro. Fue en ese momento cuando el dichoso Karma permitió que alguien llamara al timbre, como si a mí me apeteciera lo más mínimo abrir la puerta. Me miré al espejo y vi aquella cara ―que parecía más bien un cuadro de Picasso― y me reafirmé en la idea de no abrir.
Continué deslizando el algodoncito por mi párpado mientras pensaba en la absurda casualidad que siempre provocaba que alguien llamara a mi puerta en los momentos menos oportunos. El timbre volvió a sonar y entonces, algo en mi interior se encendió.
¿Quién podía buscarme con aquella insistencia? Por un segundo pensé en Érica, pero estaba claro que ella no podía ser, pues hacía poco más de media hora que me había marchado de su casa. Mi corazón se detuvo justo en ese preciso instante. Tristán. Tenía que ser él.
Sentí que mis manos empezaban a temblar con fuerza, como si tuvieran una vida propia lejos de mi cuerpo y de mi voluntad. Respiré profundo a riesgo casi de morir por asfixia, pues mi cuerpo entero había dejado de funcionar con normalidad. ¿Cómo era posible que alguien pudiera paralizarte con tan solo llamar al timbre?
Como si mi cuerpo trabajara por cuenta propia, de golpe me vi caminando hacia el salón y de allí, me encaminé hacia la puerta principal en absoluto silencio. Entonces escuché un leve movimiento y vi como un papelillo aparecía a través de la ranura de debajo de la puerta. Corrí hacia allí y lo cogí mientras trataba de escuchar algo a través de la misma. Pero no se oía nada. Desdoblé aquel papel y reconocí al instante su letra, bonita y redonda como siempre.
“Me marcho. No sé cuándo volveré. Espero que disfrutes de tu sillón.
Seguro que queda bien en el salón.
Sé feliz. T.”.
No pude detener mi mano. Tan solo giré la maneta y abrí la puerta. Lo primero que vi fue su espalda, sus manos en los bolsillos y su forma de alejarse apesadumbrado. Pero entonces, se detuvo y permaneció inmóvil durante algunos instantes que a mí me parecieron eternos. Pude ver cómo cogía aire y lo mantenía en su
interior, como si estuviera llevando alguna especie de cuenta mental antes de volver a sacarlo.
―¿Por qué te vas? ―dije al fin en un hilo de voz.
Tristán se giró y pude ver entonces su rostro. Tenía un aspecto distinto al habitual. Parecía desaliñado, iba con una barba más tupida que de costumbre y sus ojos enfocaban una mirada triste.
Alzó la vista con lentitud hacia la mía y pude apreciar un pequeño gesto de estupor ―¡mierda, el maquillaje!―, pero no me importó lo más mínimo que me viera de aquella guisa.
―Creo que no te pillo en el mejor momento del día.
Trató de decirlo como siempre, pero aquel tono nada tenía que ver con el que le poseía habitualmente.
―¿Dónde vas? ―atiné a repetir como si no me importara nada más que aquello.
―Me han ofrecido trabajo en Estados Unidos y voy a reunirme allí con una de las agencias publicitarias más importantes de América. Quiero escuchar su propuesta.
Tragué con dificultad y me obligué mentalmente a no desfallecer allí mismo. No podía permitírmelo.
―Tristán, yo… ―empecé sintiendo que se rasgaba mi voz, aunque sin poder terminar la frase. Me temblaba el labio inferior y sentía que me faltaba el aliento.
―No hace falta que me des explicaciones. Recuerda que eres libre de hacer cuanto desees. ―Pero ni siquiera pudo mirarme a los ojos mientras pronunciaba aquellas palabras―. Me alegro muchísimo de haberte conocido y de haber compartido todos esos momentos a tu lado. Fue muy divertido.
Lo dijo en pasado. “Fue divertido” no era lo que yo necesitaba escuchar. Traté de procesar lo que intentaba decirme, pero todavía me lo puso más difícil cuando se acercó sigiloso y posó sus labios sobre mi mejilla, regalándome un beso que describía más que cualquier retahíla de palabras que pudiera recitar.
―No cambies nunca. ―Y se dio media vuelta justo después de pronunciar aquellas palabras.
Le vi alejarse lentamente, como si le costara dar aquellos pasos que, en realidad, significaban mucho más que un simple “hasta luego”. Bajó los primeros escalones con pesar y mi corazón parecía acelerarse con cada uno de ellos.
―¿Cuándo te vas? ―pregunté ahora ya desde la distancia en un intento desesperado de llamar por última vez su atención.
Tristán se giró hacia mí y me miró con detenimiento antes de contestar, como si estuviera estudiando mi rostro en busca de algo que ya no sabía lo que era.
―Pasado mañana. Tengo que estar en el aeropuerto a las seis de la tarde.
Afirmé con la cabeza sintiendo una fuerte presión en la garganta que me oprimía, como si pretendiera ahogarme con aquella fuerza que no sabía de dónde nacía, pero sí adónde quería llegar. Tristán dibujó una media sonrisa en el rostro después de dejar pasar algunos segundos de inexistente respuesta por mi parte. Volvió a dar media vuelta y una vez más, bajó aquellos escalones que le llevarían de vuelta al tercero, alejándole de mi vista
y ya de paso, de mi vida también.