CAPÍTULO 35
Permanecí escondido en aquella esquina en la que me encontraba. Sin darme cuenta de ello, me había terminado el contenido de mi copa. Aquel whisky acabaría conmigo, si no lo hacía antes ella...
Los minutos no pasaban y Valentina no aparecía. ¿Le habría pasado algo? No seas estúpido, ¿qué podía pasarle? Me apoyé contra la pared que tenía detrás y fui a darle un nuevo sorbo al inexistente contenido de mi copa. Maldije mi suerte pero no me atreví a moverme de allí por si acaso le daba por salir justo en aquel momento. Dejé la copa en una repisa que había cerca de donde yo estaba y volví a dejar caer mi peso contra la pared, apoyado en ella como si de aquella manera pudiera evitar caer al suelo.
Recordé el día en que la invité a desayunar. Su rostro de buena mañana ya era puro deseo. Estaba preciosa, con y sin maquillaje. Pasados unos días, con la excusa barata de que tenía que cuidar del perro de mi amigo porque éste tenía que marcharse ― menuda jugarreta la de ese día, lo reconozco, pero fue extremadamente divertido contemplar su cara al recoger las deposiciones de aquel enorme animal― volví a pasar un día junto a ella.
Fue increíble. La llevé a desayunar cerca de la playa y sus ojos brillaban todavía más con el reflejo del sol y del mar. Boris se portó como un campeón y decidió no volver a torturarla, aunque hubiera sido divertido verla retorcerse de nuevo por culpa del asco. Al rato, llegamos de nuevo a su casa. Me sentía agotado,
pues aquel viaje a Madrid me había dejado fuera de combate. Había sido un desgaste para el que ya no tenía fuerzas. Entre cambios de hotel, escenarios, ruedas de prensa, firmas de contratos y actos publicitarios creía que no iba a poder dar más de mí. Sin embargo, después de ingerir más Red Bull del que mi cuerpo estaba
acostumbrado a tolerar, soporté todo aquel ajetreo y me subí de nuevo al AVE, con la única imagen de su sonrisa en mi cabeza.
Llegamos a su casa después del paseo y sentí que me estremecía por completo con la sola idea de regresar a mi apartamento. La necesitaba conmigo. Echaba de menos todos sus mordaces comentarios, sus miradas de gacela y sus finos dedos recorriendo mi cuerpo. No sé cómo me las ingenié una vez más para colarme en su casa y acabar metido en su cama. Mi corazón latía y toda mi hombría se concentró en un maldito punto de mi cuerpo cuando aquella mujer con aspecto de musa se quedó medio desnuda frente a mí. Me temblaba hasta el alma. La tenía allí delante, deseosa, ansiosa por mí. Valiente gilipollas estaba hecho. Pero tuve que tomar una decisión. Y le mentí. Le dije que estaba agotado, pero aquello no se lo creía ni mi propia sombra. En parte lo estaba, sí, pero ningún hombre en su sano juicio habría desperdiciado una ocasión como aquella por mucho sueño que tuviera. Lo hice por principios, por miedo o quizá porque era un completo imbécil. Ya no estaba seguro.
La cuestión era que yo me estaba comenzando a plantear algo serio con ella. Creía que podríamos funcionar como pareja pero no quería que nuestros cimientos se basaran en un simple calentón. Quería que estuviera segura de que me deseaba tanto como yo la deseaba a ella.
Al final, logré convencerla de que regresara junto a mí a la cama y, a pesar de que pude sentir su enfado a través incluso del aire que respiraba, acabó cediendo y se acurrucó a mi lado, concediéndome en ese instante uno de los sueños más dulces y placenteros de las últimas semanas.
En uno de aquellos arrebatos tontos, me acerqué de nuevo a su casa sin más excusa que la de bailar con ella un rato. Para mi sorpresa aceptó, al igual que lo había hecho unos días atrás. Bailar se había convertido en algo único y diferente ahora que lo hacía con ella, era nuestro momento y cada vez que bailábamos juntos, nuestros cuerpos danzaban en un único son, se acoplaban
vida esperando aquel ansiado reencuentro. Lo sentí la primera vez y volví a sentirlo en aquella ocasión.
Llevaba bailando desde los once años. Había probado de todo: salsa, rock, tango, bachata, danza clásica y cualquier modalidad de baile de salón que a alguien se le pudiera ocurrir.
Había tenido muchísimas parejas de baile y sí, no voy a mentir, algunas de ellas se habían convertido también en parejas de cama. Pero jamás había experimentado con ninguna de ellas la misma sensación que tuve junto a Valentina. Ella era mis pasos, mi música y mi razón de ser. Podría bailar con ella sin que sonara ninguna canción de fondo y juro que aquello era realmente difícil de conseguir.
De pronto, algo llamó mi atención y borró de golpe la sonrisa que tenía en el rostro. ¿No era aquel el tipo con el que había llegado Valentina? ¿Por qué la esperaba en la puerta del baño? De golpe, como si hubiera sido algo pactado, la puerta del mismo se abrió y Valentina salió de su interior. En un primer momento no le vio pero, como si hubiera notado su penetrante mirada, levantó la vista y sus ojos se cruzaron. Permanecí allí escondido a la espera de alguna reacción por su parte. Me estaba volviendo loco. ¿Podía ser posible lo que estaba imaginando? No, ella nunca sería capaz. Pero entonces, todas mis sospechas se vinieron abajo cuando aquel gilipollas de turno posó una mano en su espalda ― aquella cuyo tacto era tan suave como la seda―, se acercó a ella
y la besó.
La besó. Y mi mente no podía pensar en nada más que el sabor de sus labios, en si estaría disfrutando de aquel contacto, en si por culpa de mis actos la había alejado o en si había sido un completo idiota al pensar que entre nosotros podría haber algo más.
Fueron tan solo décimas de segundo, pero no pude soportarlo más tiempo. Di media vuelta y me dirigí a paso ligero hacia la salida, con la única intención de que nadie pudiera darse cuenta de las lágrimas que surcaban mis ojos y de la asfixia que me provocaba aquella estúpida corbata.