Capítulo 27
Tumbado de espaldas, con un brazo doblado detrás de la cabeza a modo de almohada, Cazador contemplaba la luna llena. Una luna comanche. Buena luz para matar. Sus pensamientos estaban en Loretta. Había una cosa que le daba vueltas en la cabeza: no podría volver a cabalgar contra los tosi tivo. Los hombres que iban con él no podrían volver a confiar en él. Él no podría volver a confiar en sí mismo.
Cada vez que Cazador cerraba los ojos, veía a esa mujer y a sus niñas en el suelo. Era un recuerdo que le perseguiría para siempre. Se había opuesto a perpetrar un ataque en esa zona, pero con más de cien hombres de dos tribus diferentes juntos, las protestas de un hombre servían de muy poco. ¡Había sido tan cerca de la casa de Loretta! Ella podría haber visto el humo. La gente masacrada serían seguramente sus amigos.
Respirando hondo, Cazador se obligó a cerrar los ojos, castigándose con las imágenes que rondaban su cabeza. ¿Supervivencia o locura? Él amaba a su pueblo, y rezaba para que sobrevivieran, pero para él la guerra había terminado.
Como la profecía había vaticinado, era un guerrero sin pueblo. Había un lugar en su interior ahora que no era comanche. ¿Cómo podía levantar su hoja contra los que eran como Loretta? Ella se había convertido en parte de él. Hoy, al mirar los ojos azules de ese hombre blanco, había intentado matarlo. «Ojos Azules, los ojos de Loretta.» Matarle hubiese supuesto algo más que matar a un enemigo. Hubiese sido como destrozar una parte de sí mismo.
—¿Duermes? —le preguntó Guerrero.
Cazador se incorporó y miró a su hermano, al que envolvía una luz plateada.
—No, tah-mah, no duermo.
Guerrero extendió la piel de búfalo y se sentó a su lado, sujetándose las rodillas con los brazos. Con la vista puesta en la oscuridad, dijo:
—Ya no eres uno de nosotros.
Algo duro y frío le golpeó el estómago. ¿Tan evidentes eran sus desvelos?
—Yo quiero a mi pueblo, Guerrero.
—Lo sé. Pero ya no eres uno de nosotros. —Guerrero jugó con el fleco de su mocasín—. Tal vez eso no sea algo malo. Nuestro pueblo muy pronto se irá con el viento. —Suspiró y se quedó pensativo—. Son más que nosotros, Cazador. Aunque luchemos con todas nuestras fuerzas, nunca ganaremos. Cuando la guerra entre los tosi tivo termine, sus soldados volverán y volverán a reducirnos a las tierras húmedas. Cientos de nosotros morirán, hasta que solo unos pocos sobrevivan.
Cazador sabía que lo que Guerrero decía era cierto, pero admitirlo no era fácil.
—Por ahora, Guerrero, nuestro pueblo sobrevive.
—Por ahora. —Guerrero tragó saliva y bajó la mirada—. Te quiero mucho, tah-mah. Si me dejas, mi corazón yacerá sobre la tierra. Pero ha llegado el momento de que cumplas la última parte de la profecía.
A Cazador se le secó la boca. Fijó la vista en las estrellas.
—Alguien debe preservar las costumbres de nuestro pueblo —carraspeó Guerrero—, alguien que cante nuestras canciones y enseñe nuestras costumbres. Si tú no lo haces, todo lo que somos se perderá. Debes ir a buscar a tu mujer y llevarla lejos, a las tierras del oeste, donde esta guerra no os alcance. —La voz de Guerrero tembló emocionada—. A un lugar nuevo, Cazador. Ya conoces las palabras de la canción.
—Guerrero, haces que parezca tan simple. Has visto lo que ha pasado cerca de su casa hoy. Ella me escupirá a la cara cuando me vea. —Cazador se puso un brazo sobre los ojos—. La dejé y cabalgué a la batalla contra su gente. ¿A cuántos hemos matado desde el ataque a nuestro poblado?
—No te dará la espalda.
—¿Cómo lo sabes? ¿Y dices que debo cumplir con la última parte de la profecía? ¿Cómo? ¿Dónde está ese sitio elevado del que hablan los dioses? ¿Dónde está el barranco lleno de sangre? ¿Y cómo podré cruzar alguna vez una distancia tan grande para llevar a Loretta de la mano?
—Debes tener fe. El lugar elevado aparecerá, como aparecerá el gran barranco. —Echándose hacia delante, Guerrero dio un apretón a Cazador en el hombro—. Coraje, tah-mah. Tienes que tener coraje.
Cazador apretó los dientes.
—Me siento tan solo. No puedo mirar dentro de mí y encontrar mi cara, Guerrero. Levanté mi hacha para matar a ese hombre hoy, y no pude hacerlo. Nuestro padre ha muerto. Tu mujer está muerta. ¿Dónde está mi odio? Cuando trato de buscarlo, no lo encuentro. Solo un gran vacío y una tristeza tan profunda que me duelen hasta los huesos.
El apretón de Guerrero se hizo más fuerte.
—El odio se ha ido a un lugar muy lejano que no puedes encontrar, como dijo la profecía. Por eso creo que es hora de que sigas tu propio camino. Debes luchar la última gran lucha por tu pueblo, ¿sí? Y debes hacerlo solo. Yo tengo que quedarme. Por nuestra madre, por mis hijos. Tú eres nuestra esperanza, nuestra única esperanza.
—¿Lo llamas esperanza? Yo lo llamo salir corriendo.
—¡No! Cuando corremos, lo hacemos en busca de un lugar familiar y seguro. El invierno caerá pronto sobre nosotros. Tendrás que enfrentarte a lo desconocido y a grandes peligros cuando vayas al oeste. —Dándole un débil empujón, exclamó—: ¡Eres nuestra esperanza, Cazador! ¿Por qué no lo ves? Cuando el último comanche abandone su arma, cuando el último jefe diga que todo ha acabado, sabremos que no todo ha acabado. Sabremos que nuestro pueblo sobrevivirá… lejos de este lugar… que nuestras canciones se cantarán, que nuestras costumbres se respetarán. Sé que tienes miedo, pero el miedo nunca te ha detenido. No debes dejar que te detenga ahora.
—Iré donde los dioses me lleven —susurró Cazador—. Sabes que lo haré. Es solo que no puedo ver el camino que ellos quieren que siga. No hay nadie para guiarme.
—Verás el camino en su momento. Cuando vayas hacia el oeste lo sabrás, dentro de ti. Sabrás hacia dónde encaminar tus pasos. —La voz de Guerrero transmitía seguridad—. Me gustaría pedirte algo, tah-mah. Cabalga junto a mí por última vez en la batalla. Será el último recuerdo que tendremos el uno del otro, ¿lo harás?
Una vez más, Cazador recordó los ojos azules del blanco al que no había podido matar. «Las batallas se extenderán tras de ti sin horizonte.» ¿Cuándo terminarían? Pero su hermano se lo había pedido.
—Cabalgaré contigo —susurró Cazador— por última vez.
Alisando el jergón de pieles, Guerrero se estiró de espaldas sobre él, tan cerca de Cazador que le rozó con el brazo. Después de un buen rato, dijo:
—¿Le hablarás a tus hijos de mí?
Cazador deseó poder llorar, pero las lágrimas se agolpaban en sus párpados, dolorosas y ardientes.
—Sí. ¿Y tú les hablarás de mí a los tuyos?
—Lo haré. —La voz de Guerrero se quebró—. Les contaré de ti y tu dorada y de la canción que os llevó al oeste. Ámala mucho, tah-mah. Los días de estar juntos son pocos.
—Sí. —Cazador sabía que Guerrero pensaba en Doncella de la Hierba Alta. Con una voz ronca, añadió—: Demasiado cortos.
A la mañana siguiente la familia Masters se unió a la caravana de granjeros que huía al fuerte Belknap. Como los carros estaban ya abarrotados de cosas, todas las personas en forma tenían que ir caminando, lo que dio a las mujeres la oportunidad de intercambiar sus historias de terror. Al parecer, todo el mundo temía por sus vidas.
Dos horas después, se le rompió una rueda al carro de los Shaney, y el grupo tuvo que pararse para que los hombres la arreglasen. Los granjeros pusieron sus carros formando un círculo y montaron un campamento provisional. Las mujeres empezaron inmediatamente a preparar la comida de mediodía. Loretta y Amy ayudaron trayendo combustible para los fuegos de cocinar.
—¡Por los clavos de Cristo! —gruñó Amy—. Bonita manera de pasar la mañana, cogiendo caca para el fuego. ¿Por qué nosotras?
—Porque no somos tan viejas como para caernos de culo ni tan jóvenes como para perdernos. —Loretta se agachó, cogió una boñiga seca y la puso en el saco. Después de la horrible experiencia de la noche anterior en casa de los Bartlett, Amy no había sonreído ni una vez. Loretta no podía evitar estar preocupada—. Nunca te quejabas en el poblado de Cazador.
—Eso era diferente. Una espera tener que recoger mierda de búfalo cuando se vive con los indios —suspiró—. Esto está tan plano como una mesa. ¿Quién iba a perderse? Hemos andado un kilómetro y aún podemos ver nuestro carro.
—Hay un montículo más allá.
—Solo uno. Alguien podría caminar durante kilómetros y utilizarlo como marca del terreno.
Loretta encontró otra boñiga. Con la esperanza de arrancar una sonrisa a Amy, hizo una mueca y la ondeó ante las narices de la muchacha.
—¿Quieres que nos frotemos un poco el pelo con ella?
—¡Rayos, no!
Sin sonrisa. La pobre Amy no tenía muchos motivos para estar alegre estos días. Sin darse por rendida, Loretta dijo:
—Esto es lo que me dijiste tú una vez, ¿recuerdas? Que las mujeres comanches se frotaban el pelo con boñigas.
—Tal vez lo hacen. —Determinada a seguir con su mal humor, Amy frunció el ceño y cogió una boñiga, poniéndola junto a las demás en el saco—. Seguramente en invierno. No hemos estado allí en esa época del año. De todas formas, que les den a los indios. —Se mordió el labio superior, con expresión desconsolada—. ¿Cómo puedes estar contenta? Los Bartlett están fríos en sus tumbas. ¡Y lo hicieron los comanches! ¿Has oído lo que todo el mundo dice? Los llaman animales asesinos. ¡Y creo que tienen razón!
—¿Porque las huellas del caballo de Cazador estaban donde los Bartlett?
—¡Sí! —Amy levantó los ojos, que le brillaban con lágrimas de rabia—. Me engañó haciéndome creer que era alguien que no es. Lo odio.
Loretta suspiró.
—¿Te engañó, Amy? Cazador está luchando una guerra. En la guerra ocurren cosas horribles, cosas que están fuera de nuestro control. Si vas a condenar a Cazador, entonces te diré que se merece un juicio. Hagamos una lista con las evidencias que le culpan, ¿de acuerdo? —Loretta levantó el puño—. ¿Qué hizo Cazador cuando Santos te secuestró?
—Vino y me salvó.
Loretta subió el dedo pulgar.
—Esa es una evidencia. ¿Qué hizo después de sacarte de donde estaba Santos?
—Me cuidó —contestó Amy con un hilo de voz, los labios temblorosos—. ¡Ah, Loretta, ya sé lo bueno que es Cazador! No tienes que hacerme una lista.
—Eso me alivia, porque no estoy segura de tener dedos suficientes para enumerar sus virtudes. —Loretta sonrió y tocó el brazo de Amy—. No olvides todas esas cosas maravillosas que Cazador ha hecho, Amy, no por una huella de caballo. Cazador es tu amigo. Y ha sido muy buen amigo. Se merece tu confianza.
—¿Cómo puedes explicar esa huella de cascos?
Loretta sacudió la cabeza, sintiéndose de repente vieja y cansada.
—No necesito hacerlo. Pensé mucho sobre ello anoche. Sobre Cazador, sobre las cosas que sé de él. Hay un viejo dicho que dice que no debemos creer nada de lo que oigamos y solo la mitad de lo que veamos. Creo que esa huella está en esa mitad de lo que no debo creer. Conozco a Cazador. Y tú también. Él no le habría hecho eso a la señora Bartlett. ¡Nunca!
—Me estás haciendo sentir muy culpable por dudar de él.
—Cazador no querría que te sintieras culpable. Así que no lo hagas. Limítate a tener fe en él.
Cuando se estiró para abrazar a Amy, Loretta oyó un grito. Miró hacia atrás al pequeño conjunto de carros y vio a una mujer que agitaba los brazos y se dirigía a ellas.
—Algo pasa.
Amy miró hacia allí, deslumbrada por el sol.
—¿Quieren las boñigas o no? Que mujer más extraña. Si cree que voy a correr todo el camino de vuelta hasta allí está muy equivocada. ¿Qué es lo que dice?
Loretta afinó el oído pero no pudo entender nada.
—Será mejor que volvamos. Quizás han arreglado ya el carro y están listos para…
Loretta se quedó helada, el final de la frase atragantado. Por el rabillo del ojo vio a los comanches, eran más de un centenar. Se obligó a mirar hacia allí. Montados a caballo, los guerreros formaban un grupo compacto, rodilla con rodilla, en tres largas filas.
—¡Ay, Dios mío, Amy corre!
Tirando el saco de boñigas al suelo, Loretta cogió a Amy por el brazo y cortó con sus pies la hierba rala que las separaba de los carros. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que se habían alejado. No había manera de que pudieran conseguirlo. De ningún modo. Las visiones de la granja de los Bartlett pasaron por su cabeza. Golpeó el suelo con los talones, haciendo que el impacto sacudiese sus piernas.
Amy tropezó con la falda y cayó de bruces sobre la hierba.
Loretta tiró de ella para levantarla, haciendo un esfuerzo por respirar.
—¡Date prisa, Amy! ¡Dios, date prisa!
Se oyó un disparo. El sonido fue tan fuerte que Loretta notó el estallido en los oídos. Amy se hundió en los talones, los ojos inmensos y la boca desencajada.
—¡Amy! ¡Vamos!
Sonó otro disparo, esta vez desde los carros. Los comanches respondieron con unos agudos gritos de guerra. La fila trasera se disgregó, abriéndose en un gran abanico para flanquear la formación por los extremos. Loretta se agarró del brazo de Amy, arrastrándola hacia delante. Los carros. Tenían que llegar a los carros. Ahí fuera estaban indefensas.
El turno de disparos que siguió, hizo que Loretta aligerara el paso. No estaba segura ya de la dirección de la que provenían los disparos. Solo sabía que se iba a producir un ataque indio a gran escala y que ella y Amy estaban entre dos fuegos. «Por favor, Dios. Por favor, Dios.»
Se oían gritos por todos lados. El suelo empezó a vibrar a los pies de Loretta. Miró horrorizada por encima del hombro y vio a los caballos que cargaban contra ellas.
Justo en ese momento se le enredó la punta del calzado con una mata de hierba y se tambaleó, perdiendo la sujeción que tenía en Amy.
Tratando de mantener el equilibrio, Loretta gritó:
—¡Sigue corriendo! —Y Amy lo hizo. Con un pánico ciego. No hacia los carros, sino hacia los comanches. Loretta salió detrás de ella—. ¡Amy! ¡Vuelve! ¡Ellos no te conocen! ¡Vuelve!
Amy siguió corriendo en la dirección equivocada, como una gacela. Loretta se lanzó hacia ella, tratando de cogerla por el brazo. Sus dedos le tocaron la manga, pero se quedaron vacíos. Con la vista puesta en los indios, que avanzaban implacables, Loretta titubeó y se quedó atrás. ¡Antílope Veloz! Con razón Amy corría hacia los indios. Antílope Veloz cabalgaba en primera fila, y Amy debía de haberlo visto. En un momento de pánico, había corrido hacia alguien que sabía que podría protegerla.
Loretta se detuvo y se tapó la boca con las dos manos. Amy seguía corriendo hacia los comanches. ¿Y si Antílope Veloz no la veía? ¿Y si algún otro indio la veía y la mataba antes de que Antílope Veloz pudiera detenerla?
Cazador, que cabalgaba en el flanco izquierdo, observó un movimiento rápido y dirigió el rifle a varios puntos, reconociendo a la figura que corría hacia ellos. Pelo dorado y miel. Al instante le asaltó el miedo. Amy. En ese momento vio también a Loretta que corría tras ella. Con un movimiento brusco del caballo, Cazador salió disparado a través de la fila frontal. Interceptados sin previo aviso, los otros guerreros se vieron obligados a recoger riendas. Sus monturas se encabritaron y agitaron los cascos al aire. Los comanches que venían por detrás se vieron envueltos en el tumulto y trataron desesperadamente de controlar sus monturas.
Con la confusión, Amy perdió de vista a Antílope Veloz. Cambió de dirección y corrió hacia los carros, cubriendo una gran distancia antes de que Cazador pudiera manejar su caballo. El miedo se le atravesó en la garganta. Amy, con la falda hinchada por el viento y el pelo rubio haciendo de brillante objetivo, corría en línea recta a los carros. Y Loretta iba detrás. Entre las fuerzas enemigas. Los blancos, al ver a las mujeres, habían dejado de disparar, pero al echar un vistazo a los suyos, Cazador vio que un guerrero apuntaba contra ella.
—¡Ka, no! —Cazador hizo zigzaguear su caballo hacia la línea de fuego del hombre—. ¡No!
Con un puntapié furioso, embistió a todo galope y se adelantó varios metros a los guerreros, muchos de los cuales eran de otra tribu. No reconocerían a Amy ni a Loretta. Si Cazador no conseguía detener los disparos, su mujer y su hermana pequeña morirían. Cuando estuvo seguro de que todos en la formación podían verle, giró el caballo y los miró de frente. Levantó el rifle por encima de su cabeza e hizo una señal para que dejaran de disparar.
Sin dejar de seguir a Amy, Loretta vio a Cazador en el momento en el que su caballo sobresalía frente a los otros. Se detuvo un momento a coger aire y miró por encima del hombro. Cazador, dando la espalda a los carros, su alta figura sobre el caballo, ondeaba el rifle por encima de su cabeza.
Como si se tratase de un sueño, dio media vuelta. La imagen de Cazador haciendo de objetivo se grabaría en el lienzo de su mente para el resto de su vida.
El terror eclipsó todos los sonidos. Solo la sangre zumbaba en sus oídos, el roce agónico de su respiración, y el nombre de Cazador, que se repetía en su cabeza como una letanía mientras salía corriendo hacia él. El tiempo se detuvo. Sintió como si caminase con dificultad a través de un río de fría melaza, las piernas agarrotadas, y los pies como dos bolas de plomo. Cazador. Como si estuviese atrapado en una campana de cristal, él surgió ante ella, una imagen reproducida al detalle por la luz del sol, pero imposible de alcanzar. Cazador. Los blancos de los carros lo matarían. Para ellos, no era una persona, era un animal. Aunque ella se encontraba aún a bastante distancia, Loretta se dirigió a él, gritando su nombre en silencio.
Cuando se produjo el disparo, ella se estiró como si la bala hubiese entrado en su propio cuerpo. El estallido resonó y resonó, alto y vibrante, materializando sus peores temores con una finalidad aplastante. Tenía que correr. Solo veía a Cazador, sobre el caballo un segundo, hermoso y orgulloso, y caído hacia delante al segundo siguiente, como si una mano malvada le hubiese golpeado la espalda. Se agarró al lateral del caballo. Y se cayó…
Habían disparado a Cazador. Loretta no podía pensar en nada más. Los otros comanches le parecieron borrosos. Cazador era su única realidad, y los dedos fríos de la muerte le rodeaban. Los momentos transcurridos en los últimos tres meses pasaron por su mente como en una obra de teatro. Su bravo captor, su leal amigo, su tierno amante. No podía perderlo así.
—¡Cazador! ¡No, por favor, Dios mío, él no!
Loretta llegó hasta él y se puso de rodillas, tratando de cogerlo en brazos. El peso de la muerte. No podía levantarle. Había sangre por todos lados. Un gemido tortuoso salió de su garganta. ¡Cazador, no! Con la mano temblorosa, le tocó un lado de la mandíbula, llorando su nombre. «Este comanche no puede cambiar su cara.» Le tocó la cicatriz que atravesaba su cara, los labios inertes que tantas veces le habían susurrado para consolarla. Si él había grabado su cara en su corazón, ella tenía grabada la suya en el alma.
—¡No te mueras! Cazador, por favor, ¡no te mueras! ¡Te quiero! Cazador… —Un sollozo rasgó las palabras que le salían a borbotones de las entrañas—. Te… quiero. Nah-ich-ka, ¿me oyes? ¡Te quiero! No puedes morir y dejarme. ¡Por favor, no me dejes!
Como si su voz pudiese alcanzarle de algún modo, él se movió ligeramente y gimió. Loretta se llenó de esperanza. Con la atención puesta por primera vez en la herida, vio que la tenía en el hombro. «No es mortal si se para la hemorragia, si se le cuida bien.» Con la esperanza de este pensamiento, le asaltó un temor diferente. Mirando atemorizada a los carros, cubrió el cuerpo de Cazador con el suyo propio.
—¡No disparéis! —Su grito atravesó el aire—. ¡No disparéis, maldita sea! ¡No disparéis!
Se hizo el silencio en la llanura. Los blancos habían dejado ya de disparar, con miedo a disparar a los de su propia gente. Los comanches, incluso aquellos que no habían visto nunca a la mujer de pelo dorado de Cazador, sabían de ella y bajaron los rifles. Antílope Veloz bajó del caballo y salió corriendo. Guerrero, en el extremo derecho de la fila frontal, cabalgó hacia ellos también.
Los dos hombres no perdieron un segundo. Con delicadeza, apartaron a Loretta de su marido. Levantaron el cuerpo mortecino de Cazador y lo subieron al caballo. Loretta se puso en pie, observando, impotente, como Antílope Veloz guiaba el caballo de Cazador entre los otros y Guerrero corría de vuelta a su pinto.
—¡Guerrero! ¡No me dejes aquí! ¡Por favor, no me dejes aquí!
Antes de irse, Guerrero se dio la vuelta para mirarla, con unos ojos oscuros penetrantes y la mirada contraída. Después desapareció entre su gente. Los comanches se retiraron tan rápido como habían llegado.
Loretta, sacudida por el viento, se quedó sola de pie en la llanura, hasta que ya no pudo verlos más. Cuando ya no pudo oír el estruendo de los cascos, levantó las manos y se miró las manchas rojizas que manchaban su piel. La sangre de Cazador. El último sacrificio. Y lo había hecho sin dudar, lleno de amor hacia ella. El dolor de saber esto la hizo llorar hasta que ya no tuvo más lágrimas.
Esa noche después de la cena, Loretta se sentó junto al fuego con una taza de café arenoso en las manos. Utilizando como asiento un cubo colocado del revés, fijó la vista en las parpadeantes llamas. Las mujeres que se congregaban alrededor del fuego hablaban poco, algunas, pensó Loretta, seguían asustadas de que pudiera producirse otro ataque de los comanches, otras sin duda porque recelaban de su presencia y querían dejarle claro que se daban cuenta. La mujer de un comanche. Después del espectáculo que había dado esa mañana, todo el mundo lo sabía.
A Loretta le daba igual. Tenía un dolor en el pecho tan grande como una piedra. No sabía si Cazador vivía o no. Tal vez nunca lo supiese. Era su marido. Lo amaba. ¿Por qué estas mujeres no podían entenderlo? En vez de eso, actuaban como si fuera una especie de gusano en un saco de harina.
Quizá tuviesen razón. Ya no pertenecía a su mundo. Dudaba de que pudiese volver a encajar en ningún lugar otra vez, incluso entre los comanches. Los ojos de Guerrero. Nunca olvidaría cómo la había mirado antes de que se fuera. Ella no había disparado el rifle, pero había sido el motivo de que Cazador cayera. Había visto la acusación escrita en el rostro de Guerrero.
Suspirando, Loretta movió la cabeza hacia atrás y observó las estrellas. Los granjeros, temiendo otro ataque, habían puesto los carros en círculo. Casi todo el mundo estaba aterrorizado por tener que pasar la noche allí. El carro de Shaney seguía sin estar arreglado. Loretta había intentando tranquilizarles sin éxito. Ella sabía que los comanches no volverían a atacar. ¡Como si Guerrero fuese a dejar que atacasen una caravana en la que viajaba la mujer de Cazador!
Se oyó el aullido de un coyote y el sonido puso los pelos de punta a Loretta. Afinó el oído, tratando de escuchar algo.
—Espero que eso sea lo que parece y no un indio —susurró la señora Cortwell.
—Parece un coyote —contestó la señora Spangler—. Mira allí, mira qué luna hay. Aunque claro, también es una buena luna para matar. Luna comanche, la llama mi marido.
El fuego crepitó, y la señora Shaney dio un respingo.
—¡Cielos, tengo los nervios a flor de piel!
El coyote volvió a aullar, y su llanto se perdió en el cielo, triste y solitario. Loretta se puso en pie. El corazón empezó a latirle más deprisa.
—¿Qué ocurre? —gritó la señora Spangler.
La señora Cortwell se puso la mano en la garganta.
—¡Ay, señor, son los indios! —Se puso de pie de un salto—. ¡Matthew! ¿Matthew Cortwell, dónde diablos te has metido? ¡Ahí afuera hay indios!
—¡No os harán daño! —dijo Loretta suavemente—. Quédese tranquila, señora Cortwell.
—¡Para ti es fácil decirlo, puta comanche!
Loretta se dio media vuelta y se alejó del fuego. Asustado por los gritos de la señora Cortwell, tío Henry salió del carro y la paró a medio camino.
—Ni lo pienses, Loretta Jane.
—Cazador está ahí fuera, tío Henry.
—Eso no lo sabes. ¿Quieres perder a tu familia, muchacha? —Le cogió el brazo—. Y no solo eso, piensa también en nosotros y en lo que dirán.
Otros hombres se congregaron alrededor. Loretta miró sus caras acusadoras y se sintió atrapada. Volvió a oír al coyote. Cazador.
—Voy a ir. Está ahí fuera llamándome, y voy a ir.
El señor Cortwell se acercó, con el ala del sombrero bajada, lo que oscurecía por completo su cara.
—Si vas, mujer, no vuelvas. Tienes que entenderlo así.
—¡Eso es! —accedió otro hombre—. No queremos a una maldita amante de los indios con nosotros. Ve con él, y por Dios, que sepas que no podrás cambiar después de idea.
Loretta miró primero a un hombre y después a otro. Ellos le devolvieron la mirada con ojos llenos de odio. En ese instante supo que si pasaba el círculo de los carros, la decisión sería irrevocable. De repente, tuvo miedo. Más allá de la luz del fuego los comanches esperaban, posiblemente los mismos comanches que habían matado a la señora Bartlett. Una guerra. Esos hombres que la rodeaban eran iguales que ella y formaban parte de su mundo. Si les daba la espalda, estaría dando la espalda a todo lo que le era familiar y querido. Incluida su familia. Cazador la había dejado una vez. ¿Y si había venido ahora no a llevarla con él, sino a decirle que estaba en lo cierto?
Loretta, paralizada por la indecisión, tragó saliva y lanzó una mirada de temor a la oscuridad que se extendía más allá de los carros. Si no se reunía con él ahora, tal vez no tuviera la oportunidad de hacerlo nunca más. Iba a tener un hijo de él. Debía saberlo. Si ella iba a él, no la dejaría. No, si entendía que no podía volver con los suyos. Aun así, luchar por su gente era importante para él. Los blancos habían derramado demasiada sangre en su poblado.
«Confía.» Era más fácil decirlo que hacerlo. Por un momento, Loretta se debatió, incapaz de tomar una decisión. Chase Kelly Lobo. Indigo Nicole Lobo. Su hijo o hija tenía el derecho de conocer a su padre. Y perdería la oportunidad si no se armaba de valor. ¿Quería pasarse la vida mirándose en el espejo, como hacía tía Rachel, arrepintiéndose?
Loretta se soltó de tío Henry. Si iba a irse, tenía que darse prisa antes de que Cazador desistiese y se fuera. Se abrió paso entre los hombres e ignoró los insultos que empezaron a proferirle.
Amy apareció en la oscuridad. Por la expresión de su rostro, Loretta supo que había estado escuchando. Cambió el paso y se arrojó a los brazos de su prima con fuerza.
—Te quiero, Amelia Rose. No lo olvides nunca.
Amy empezó a mover los hombros al compás de sus sollozos.
—No lo haré. Te voy a echar de menos, Loretta. Muchísimo.
Loretta la estrechó con más fuerza.
—Tal vez un día volvamos a estar juntas. ¡Tienes que conocer a mi hijo!
—Quizá cuando Antílope Veloz venga a buscarme. —Amy se atragantó emocionada y se apartó un poco—. Se lo dirás, ¿verdad? ¿Que no he olvidado la promesa que le hice? ¿Que lo esperaré?
—Se lo diré.
—Será mejor que te vayas. —Amy le rozó la mejilla con la mano—. ¡Vamos! ¡Antes de que Cazador se vaya!
Loretta miró hacia el carro con una expresión de culpabilidad en los ojos.
—Dile a tía Rachel que…
—Lo sabe, pero se lo diré de todas formas.
Loretta tocó la mejilla de Amy con la mano, tratando de sonreír pero demasiado asustada para conseguirlo.
—Adiós.
—Adiós, Loretta Jane. ¡Adiós!
La palabra siguió a Loretta en la oscuridad. Adiós. Mientras dejaba atrás la caravana, se sintió más sola de lo que lo había estado jamás. La luz de la luna bañaba la llanura. Loretta hizo un círculo lento pero no vio a nadie. Si Cazador estaba ahí fuera, ¿por qué no se dejaba ver?
La llamada del coyote se elevó en el cielo una vez más. Loretta se giró hacia el sonido y corrió en dirección al cerro. Al subir la pendiente, Cazador salió de entre las sombras, alto y oscuro, con el pelo ondeando al viento. Llevaba la parte alta del pecho y el hombro cubierto de tiras de tela. Calicó y muselina.
Aminorando el paso, Loretta caminó un buen trecho hacia él, después se detuvo. ¿La quería como su mujer ahora? Habían pasado demasiadas cosas desde la última vez que se vieron. Demasiado dolor y demasiadas muertes. Tenía la cara escondida en las sombras y no podía ver nada de su expresión.
Cuando Loretta se detuvo a varios metros de él, el corazón de Cazador dejó de latir un momento y después se aceleró. Al verla surgir de las sombras, vio a una mujer tosi vestida con ropa tosi, la piel pálida y el pelo dorado iluminados por la luz de la luna comanche. Como había dicho la profecía, se pararon de pie en un lugar elevado, ella en la tierra de los tosi tivo y él, comanche hasta los huesos, en la tierra de sus antepasados. Una gran distancia les dividía, una distancia mucho más difícil de cruzar que los pocos metros que ahora había entre ellos.
Cazador se sentía impaciente por todas las cosas que quería decirle, pero ninguna de ellas parecía importar ahora. Se dio cuenta entonces de que el gran barranco lleno de sangre no era un lugar en la tierra sino en sus corazones. Había un dolor en los ojos de Loretta que le partía en dos. Sabía que era el mismo dolor que el suyo. Su padre, Doncella de la Hierba Alta, los padres de Loretta. Eran tantos los seres queridos que habían perdido…
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Cazador estaba débil por la pérdida de sangre. Tenía el hombro como si le hubiesen clavado un carbón ardiendo.
—Estoy bien. Has venido, ¿sí? Hay tantas cosas de las que tenemos que hablar…
—Vi la huella de tu buen amigo en la granja de los Bartlett —dijo con voz temblorosa—. Una mujer y dos niñas fueron asesinadas. Sé que estuviste allí.
Cazador cerró los ojos. Si pudiera cerrar la distancia entre ellos y abrazarla… Pero el miedo al rechazo le detenía.
—Pequeña, yo…
—¡No! —Levantó la mano—. No digas nada, Cazador. —Le tembló el brazo al bajarlo—. No quiero que me lo expliques, de verdad. No lo necesitas.
Claro que lo necesitaba. Cazador examinó la tierra, en busca de las palabras adecuadas. No las encontró.
—Fui a la granja después. Digo la verdad.
Levantando la vista hacia ella, Cazador trató de leer sus pensamientos. ¿Y si no le creía? Cuando trató de imaginar cómo sería la vida sin ella, solo vio vacío. Tenía que creerle.
Con un miedo que no había sentido jamás, extendió una mano hacia ella, con la palma abierta mirando hacia arriba. Por un momento interminable, ella se quedó mirando los dedos que le extendía; después, con un grito ahogado, corrió hacia él. Al darle la mano, Cazador atrapó su leve figura y la atrajo hacia él con el brazo sano y la abrazó hasta pensar que iba a romperle los huesos. «Flores de primavera, suave como la piel de un conejo, cálida como la luz del sol.» Reprimió un sollozo.
—Tu hombro. Vas a hacerte daño.
—No es nada. —No mentía. El dolor parecía muy distante ahora, como un halcón merodeando y volando en círculos. Más tarde descendería para romperle la carne, pero por ahora podía olvidarse de él. Cazador hundió la cara en la curva de su cuello, su lugar favorito. Había soñado tantas noches con esto, lo había deseado tanto… Las lágrimas llenaron sus ojos, y un temblor le atravesó el cuerpo—. Te quiero tanto, pequeña. Tanto.
—Yo también te quiero, Cazador. Pensé que iba a morir cuando me dejaste.
—¿Te irás de este lugar conmigo, seguirás mis pasos?
Un silencio contraído se creó entre ellos.
—Ah, sí, Cazador. Claro que sí.
—No hagas una promesa tan rápido. Debemos ir al oeste. Solos, Ojos Azules, dejando todo lo que somos atrás. A todos aquellos que amamos, a tu gente y a la mía.
Loretta le cogió la cara con las manos, temblando por la intensidad de las emociones.
—Cazador, tú eres mi gente. Te seguiré a donde sea.
—No conozco el camino. —Tenía la voz grave, y las palabras le salían a trompicones. Admitir su propia vulnerabilidad no le resultaba fácil. Pero no era momento de ser orgulloso. Si Loretta elegía seguirle, su vida estaría en peligro. Quería que lo supiese—. La canción dice que haremos una nueva nación, pero este comanche teme no poder alimentar ni siquiera a dos. Si caminas junto a mí, sigues a un hombre que está perdido.
Loretta le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la mejilla contra su pecho, inhalando el olor de su piel, amándolo. Puso los ojos en la luna gigantesca que brillaba sobre ellos. «La Madre Luna nos cuida.»
—No estás perdido, Cazador. Las palabras de tu canción te guiarán. Y cuando te falten, tus dioses te conducirán al lugar que estamos destinados a encontrar. Cantaremos las canciones de los antepasados a nuestros hijos. El comanche y la tosi tivo vivirán como uno para siempre. ¿No lo ves? Tú y yo somos el principio. —Arqueó la espalda para mirarlo a los ojos—. Cazador y su pelo amarillo, juntos como uno solo.
—¿Lo crees? —Cazador la examinó, bastante sorprendido—. ¿Las palabras de mi canción están en tu corazón?
Sonriendo a través de las lágrimas, Loretta le dijo el significado de su nombre.
—Sí, lo creo. Creo en tus dioses. Creo en tu canción, pero, lo más importante, creo en ti. —Tocó con los dedos la cicatriz de su mejilla—. No tengo miedo de nada salvo de estar sin ti. Esta mañana, cuando pensé que te habían matado… Nunca había tenido tanto miedo. Nunca.
Búfalo Rojo salió de entre la oscuridad, guiando su caballo de guerra favorito. Loretta y Cazador, abrazados, se giraron para mirarle. Cuando Búfalo Rojo llegó junto a Loretta, le cogió la mano y le puso los dedos alrededor de la rienda del animal.
—¡Búfalo Rojo, no puedo aceptar tu caballo! —Ella sabía que este caballo era la posesión más valiosa del comanche, finamente domado, y su arma más poderosa cuando participaba en la batalla. Era un gran honor que se lo entregase, quizás el mayor honor que un guerrero podía hacer a nadie, pero ella no podía aceptarlo por conciencia.
—La buena esposa de mi primo comanche debe tener un buen caballo. Nunca llegaréis al oeste en uno de esos caballos percherones y mal entrenados de los tosi tivo.
Búfalo Rojo le extendió la mano. «En señal de amistad.» Ella había prometido una vez que nunca estrecharía su mano de amigo, nunca. Por un momento dudó. Después, el último nudo de odio de su interior se deshizo, y pudo darle la mano. Loretta sabía que su madre estaría satisfecha. Para Loretta y Cazador, la guerra entre su gente tenía que terminar. No había espacio para el pasado en sus corazones, no había espacio para la amargura.
Búfalo Rojo sonrió, inclinó la cabeza a Cazador y se giró para marcharse.
—Búfalo Rojo, ¿podrías dar un mensaje a Antílope Veloz de mi parte? Dile que Amy no ha olvidado su promesa, que le esperará.
Búfalo Rojo levantó la mano en señal de despedida.
—Se lo diré.
Después de que Búfalo Rojo desapareciera en la oscuridad, Cazador apretó la mano con la que recorría la cintura de Lorettta. Bajó los ojos y elevó las cejas con una expresión tan inquisitiva como sorprendida. Colocándole la mano en el abdomen, susurró.
—¿Ojos Azules, qué es esto?
Loretta lo miró, los ojos aún humedecidos por las lágrimas.
—Nuestro hijo, Cazador.
Sus cálidos dedos se doblaron como si quisiera protegerla. Lentamente, su cara se iluminó con una sonrisa.
—Un hijo… —pronunció la palabra en un suspiro reverente.
—Nuestro hijo.
Loretta colocó su mano sobre la de él, tan llena de amor que sintió que iba a derretirse. El futuro era incierto. El camino que les esperaba estaría lleno de peligros. Y estarían completamente solos. Dos personas contra un mundo hostil.
Pero nada de esto la asustaba. El suyo no era un amor ordinario y sabía que el curso de sus vidas tenía un propósito mayor que el de estar juntos.
Encontrarían el camino hacia el oeste, como estaba escrito. Sabía que lo harían. La nación comanche estaba condenada. No había forma de parar a los granjeros blancos en su camino hacia la tierra de los antepasados. Una raza entera de gente sería finalmente conquistada y destruida.
Ella y Cazador eran como semillas flotando en el viento. De algún modo, en algún lugar, encontrarían un lugar fértil donde poder echar raíces y hacerse fuertes. A través de ellos, los antepasados vivirían. Los dioses les habían enviado una señal para ayudarles a creer, para darles fe, y ella no tenía ya ninguna duda de que las palabras de la canción de Cazador se cumplirían.
Dentro de ella crecía un niño, que era tan tosi tivo como comanche, el hijo de un gran guerrero de ojos azul índigo y de su mujer de pelo como la miel. Un hijo que traería renovadas esperanzas para sus antepasados y para el futuro.