Capítulo 13

Loretta se despertó poco a poco con un sonido parecido al cacareo de las gallinas. ¿Un gallinero? Al darse media vuelta y tratar de abrir los ojos, sintió la piel de búfalo contra su mejilla. Los recuerdos se agolparon en su mente como un torbellino borroso.

El poblado, Mujer con Muchos Vestidos golpeando a la gente en la cabeza con una cuchara, Cazador mordisqueando su cuello. Y la oscuridad. En algún rincón lejano de su mente, recordó que alguien había estado despertándola varias veces para darle agua y caldo de carne.

El cacareo parecía más cercano ahora y poco a poco empezó a reconocerlo como risas. Loretta se despertó por completo, sobresaltada. Al abrir los ojos, encontró la cara traviesa de Mirlo a solo unos centímetros de la suya. Poco después se dio cuenta de que la pequeña no estaba sola. Otros dos pequeñajos, un niño de unos cinco años y una niña de quizá dos, estaban también en la cama, con los ojos abiertos como platos.

Loretta se apoyó sobre el codo. Ya no se sentía mareada, aunque seguía notándose muy débil. Escudriñando las sombras, echó un vistazo rápido a la tienda, pero no vio a ningún adulto. Los niños, fuesen de la raza que fuesen, siempre le habían intimidado.

El pequeño le pasó la mano por el pelo haciendo un «ohhh» de admiración. Olía como uno de esos chicos que había pasado la tarde jugando, un poco sudoroso, pero de alguna forma también dulce, un olor pegajoso como de perro y caballo. Mirlo se concentró en los ojos azules de Loretta, mirándola con resuelta intensidad. La chiquilla recorría los rizos de Loretta con los dedos mientras decía «Tosi wannup» una y otra vez.

Loretta no pudo evitar sonreír. Ella era tan extraña para ellos como ellos lo eran para ella. Deseó que se acercasen más y nunca se fueran. Caras amigas y calor humano. Sus risas le hicieron pensar en su propio hogar. Con una garganta que no parecía muy habituada a responder a los deseos de su cerebro, Loretta murmuró:

—Hola. —El sonido de su voz le pareció irreal, un eco del pasado.

—Hola, hites. —Mirlo enzarzó sus dedos en una señal inequívoca de amistad—. ¿Hah-ich-ka sooe ein conic?

Loretta no supo lo que la chica le preguntaba hasta que Mirlo hizo una figura con las manos.

—Ah, ¿mi casa? —Loretta se puso una mano encima de los ojos, como si estuviera escudriñando en la distancia—. Muy, muy lejos.

Los ojos de Mirlo brillaron de entusiasmo y estalló en una ristra interminable de palabras impronunciables y risas acompañado todo de un movimiento exagerado de manos. Loretta la miró, fascinada por el brillo de felicidad que detectó en sus ojos, la inocencia de su pequeño rostro. Siempre se había imaginado a los comanches, tanto jóvenes como viejos, con sangre cayendo de sus dedos.

Detrás de ella se escuchó una voz profunda.

—Pregunta que cuánto tiempo comerás y te sentarás a la hoguera con nosotros.

Extrañada, Loretta vio por encima del hombro de la chica a Cazador, sentado en el jergón de pieles. Estaba tan a ras del suelo que no había podido verlo antes al inspeccionar la habitación. Apoyado sobre un codo, escuchaba hablar a su sobrina. En sus ojos se reflejaba la luz que provenía de la puerta de la tienda.

—Se lo dirás, pihet tabble.

A Loretta le resultaba difícil confiar.

—¿Qué significa?

Sus labios dibujaron una sonrisa juguetona.

Pihet, tres. Tabbe, el sol. Tres soles. Fue nuestro trato.

Aliviada al ver que no había soñado lo de su regreso a casa, repitió «pihet tabbe» a Mirlo. La pequeña pareció consternada y cogió la mano de Loretta:

Ka —lloró—. Ein mea mon-ach.

Ka, no. Te vas muy lejos —tradujo Cazador, poniéndose de pie al hablar—. Creo que le gustas. —Se acercó a la cama y, con una sonrisa indulgente en el rostro, pidió a los niños que salieran de allí como hacía tía Rachel con las gallinas—. Poke Wy-ar-pee-cha, Niña Pony —dijo, mientras cogía a la osada chiquilla de las pieles y la ponía en el suelo. Al hacerlo, le acarició el pelo con la mano, un gesto de cariño que sorprendió a Loretta por parecer completamente fuera de lugar para un comanche guerrero. La fragilidad de la niña junto a la fortaleza y la rudeza del guerrero. El contraste era fascinante.

—Es la hija de mi hermana, que está muerta. —Asintiendo hacia el muchacho, añadió—: Wakere-ee, Tortuga, hijo de Guerrero.

Loretta no quería que los niños la dejaran a solas con su tío. Se quedó mirándolos mientras salían por la puerta. El sonido de su risa se fue flotando con ellos por el aire. Entonces notó la mirada de Cazador y tragó saliva, tratando de poner en orden sus pensamientos. Aunque la había tratado con mucha amabilidad durante el viaje y había sido extremadamente paciente con ella, no podía olvidar las amenazas veladas que le había dirigido a su llegada allí.

—¿Dónde están tus niños?

Por un instante creyó ver un brillo de dolor en su expresión. Después sonrió.

—Juegan Nainpka, escondidos detrás de la colina.

—Entonces… ¿no tienes hijos?

—No. —Se inclinó sobre una pila de talegas y cajas de piel, y con cada movimiento, los tendones y los músculos de su brazo se dibujaban poderosos—. A mi mujer la mataron mauvate taum, hace cinco años. Nuestro hijo estaba en su vientre.

—Ah… —Loretta dejó caer la barbilla y miró hacia abajo con tristeza mientras enredaba un dedo en un trozo de la piel de ante de su camisa—. Lo… lo siento.

Él la miró, con el entrecejo fruncido, sin saber muy bien qué era lo que había querido decir. Loretta notó su asombro y levantó la vista.

—Es muy… triste.

Su entrecejo se hizo aún más pronunciado, pero la confusión de su rostro desapareció.

Huh, sí, muy triste.

—¿Cómo murió? —susurró la pregunta sin estar muy segura de que él fuera a contestarla, pero sintiendo de repente la necesidad de saberlo.

—Es un recuerdo en el viento. —Después de rebuscar algo en una de las talegas, sacó un saquito atado con una cuerda. Volvió a la cama y se sentó junto a ella. Sus gestos eran despreocupados, como si intentara que ella se sintiera cómoda—. Frutos secos. Dejarás que un poco de comida diga hola, hites, a tu estómago, ¿verdad?

Hola, hites. Loretta reconoció las palabras que eran como las que Mirlo le había dicho y entrelazó los dedos haciendo la señal de amistad.

—¿Hola?

—Sí, así se dice en comanche «¿Cómo estás, amigo?».

Él puso el saco entre los dos y lo abrió bien para que pudiera coger ella misma del contenido. Loretta se quedó mirando las nueces doradas y las bayas secas. La noche anterior, cuando había accedido a comer y a beber, se había sentido demasiado enferma y cansada como para pensar con claridad. A la luz del día, y a pesar de lo que acababa de decirle, parecía bastante probable que la hubiese mentido acerca de lo de volver a casa.

Se hizo una rápida composición de lugar de lo que le rodeaba. Su escudo de guerra descansaba sobre un trípode cercano, las plumas que formaban el tocado se mecían con la brisa que entraba por la puerta. Podía oír una multitud de voces provenientes del exterior, palabras atropelladas e incomprensibles para ella. Su poder sobre ella era absoluto. Él podía mantenerla allí todo el tiempo que quisiese. O matarla si se le antojaba.

—Cazador de Lobos, ¿dijiste de verdad…?

—Cazador, si a tu lengua se le hace difícil.

Se chupó los labios.

—Cazador… ¿dijiste de verdad lo de que ibas a llevarme de vuelta a casa?

—Lo he dicho.

Ella estudió la oscuridad de sus facciones, en busca de algo que pudiera decirle lo que estaba pensando. «Lo he dicho». Ninguna inflexión en la voz, ninguna expresividad. ¿Qué tipo de respuesta era esa?

—Sé lo que has dicho, ¿pero lo has dicho de verdad?

Él apretó los labios.

—Lo he dicho.

Loretta se abrazó las rodillas. Por el tono de su voz, se diría que no le gustaba que cuestionaran sus palabras.

—Yo… —Se clavó las uñas en las manos—. …Me gustaría tanto irme a casa.

Loretta fijó la mirada en el medallón de su captor. Todo a su alrededor le hablaba de él y se adentraba en sus sentidos, el olor a cuero, humo, polvo y comida desconocida. Debía de estar loca por confiar en él. Pero, ay, lo deseaba tanto. Volver a casa. Con tía Rachel y con Amy. Era verdad que hasta ahora nunca la había mentido: excepto aquella vez que había prometido cortarle la lengua y luego no lo hizo. Y esto no era en verdad algo que pudiera reprocharle.

Cogió un puñado de frutos secos y se llevó una pequeña cantidad a la boca. El sabor dulce de la miel le rozó la lengua y activó sus glándulas salivares. La respuesta de su estómago fue instantánea. Cazador oyó este sonido y levantó la ceja.

—¿Es bueno?

—Sí —dijo Loretta metiéndose otro bocado y limpiándose la palma de la mano en los calzones—. Delicioso.

—¿De-li-ci-o-so?

Por un breve espacio de tiempo, Loretta olvidó que le tenía miedo y le sonrió abiertamente, antes de darse cuenta de que había bajado la guardia. Cuando él le devolvió la sonrisa, sintió una calidez extraña que le recorrió el cuerpo. No era la primera vez que le veía sonreír, pero nunca de esta manera.

—Delicioso —repitió ella—. Significa muy bueno, mucho mejor que solo bueno.

Su sonrisa no se desvaneció, y de repente ella pensó que era fascinante. Si se hubiese tratado de un hombre civilizado, esa mueca le hubiera robado la respiración. Sus labios perfilados se levantaban de forma perezosa y dejaban al descubierto unos dientes blancos inmaculados. Unas líneas de expresión rodeaban su sonrisa. Desde luego, no era la cara de un asesino.

El sueño se desvaneció en el momento en que él alargó el brazo para tocarle la mejilla. Este movimiento repentino la hizo retroceder y recordar quién era él y lo que era. Que la consideraba de su propiedad. Al ver que ella se apartaba, le cogió un mechón de cabello y lo enredó entre sus dedos.

—Tú eres de-li-ci-o-sa. Como los rayos del sol.

Desconcertada por el brillo que veía en sus ojos, Loretta le cogió la mano y se la desenredó del pelo. El hecho de que no hubiera cabelleras en su tienda no significaba que no pudiera hacerse con una si le cambiaba el humor.

—Solo las cosas que pueden probarse son deliciosas.

En el momento en el que las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que él estaba ya mordisqueándole el cuello. El calor le subió por la nuca. Como si adivinase sus pensamientos, bajó la mirada hasta su garganta. Loretta deseó haber llevado un vestido de estar en casa, con mangas de lana y cuello alto.

Vio un brillo pícaro en sus ojos. ¿O era solo un engaño de la luz?

—Este comanche no es ningún tonkowa, un comedor de gentes.

—¿Los tonkowa comen gente? —El año pasado un grupo de tonkowa se habían quedado en Belknap. Loretta había visto a algunos un día que visitó el fuerte. Le habían parecido unos indios amables e inofensivos. Incluso se habían ofrecido como escoltas a la patrulla fronteriza para ayudarles a rastrear a los comanches. ¿Había estado a solo unos centímetros de unos caníbales?—. Dios mío —susurró.

Él se golpeó la frente con la mano.

—No, dios mío. Se comen a los enemigos valientes para robarles el coraje. Es bastante boisa. Son to-ho-ba-ka, enemigos del pueblo.

Se levantó de la cama y cogió la cantimplora. Loretta bebió del agua que él le dio y después se la devolvió con un murmullo de satisfacción.

—Beberás más.

—No, gracias.

De repente se sintió cansada y deseó que él se fuera para poder dormir. En vez de eso, puso el tapón a la cantimplora y se volvió a sentar en la cama. Ella levantó las rodillas y lo miró fijamente. Él le devolvió la mirada. El silencio se hizo pesado, como la pesadez que cerraba sus párpados.

—Pareces cansada —dijo él suavemente, echándose hacia delante para dejar la cantimplora y el vaso en el suelo—. Te acostarás, ¿de acuerdo?

Entonces se le ocurrió que él podría estar pensando en tumbarse con ella, como había hecho durante el viaje.

—No, no, estoy bien… de verdad.

Cazador le cogió el tobillo. El calor de su mano le sacudió la pierna. Tanta familiaridad la dejaba sin aliento. Por muy acostumbrada que estuviese ya a sus caricias, seguían sin gustarle y mucho menos podía aceptarlas. De donde ella venía, una mujer ni siquiera enseñaba los tobillos, mucho menos permitía que un hombre se los tocase. Y este hombre tocaba todo lo que quería, sin dudarlo. Tiró de ella suavemente.

—Te acostarás boca arriba. Sin daño, ¿vale? Te vigilaré.

—¿Tienes que hacerlo?

—¿Hein?

¿Hein? Loretta no tenía ni idea de lo que esto significaba.

—¿Debes mirarme? Me pone nerviosa. No tengo escapatoria.

—¿Nerviosia?

—Nerviosa —Loretta encogió un hombro y después trató de quitarle los dedos de su tobillo—. Nerviosa… incómoda. —Sacudió la pierna. Su mano se movió con el pie, sin soltarla—. ¿Podrías soltarme? Es indecente, que me toques así.

—¿In-de-sen-te?

—Indecente. Vergonzoso. ¿Podrías soltarme, por favor? Es mi pie, no sé si lo sabes.

—Y tú eres mi mujer.

Ella echó la cabeza hacia atrás y suspiró. Su mano era como el acero y la superaba con al menos cuarenta quilos de peso en cada uno de sus músculos. Su mujer. Por un momento había conseguido olvidarse de esto y se había dejado enredar por una falsa sensación de seguridad.

Él la cogió de la pierna y la deslizó hacia él hasta que tuvo que tumbarse de espaldas. Después le soltó el tobillo para ponerse sobre ella, colocando una mano a cada lado de su cuerpo. Loretta miró su cara oscura y su corazón palpitó con fuerza. Se le secó la boca.

Después de todas las veces que había luchado contra él, sabía lo fácil que le resultaba inmovilizarla con su peso, lo rápido que podía capturar sus manos y dejarla completamente indefensa. El brillo de deseo que vio en sus ojos la horrorizó. ¿Qué podría detenerlo esta vez? Por mucho que gritase, nadie vendría en su ayuda.

¿Dónde estaba su madre y su cuchara ahora que la necesitaba?

—Dormirás. —El timbre bajo de su voz le atravesó el oído—. Te vigilaré.

Con esto, la dejó y se sentó sobre el jergón. Al momento oyó unos golpes secos y al levantarse para mirar, vio que Cazador se dedicaba a pulir una piedra con un punzón de hueso. Al observarlo más de cerca, vio que había dos puntas de flecha de piedra junto a él, flechas que sin duda utilizaría un día para matar a los blancos. Se acurrucó poniéndose de lado y lo miró fijamente. Incluso a esa distancia la intimidaba. Y sin embargo, dependía por completo de él. Nunca podría dormir tranquilamente teniéndole al lado.

Un poco más tarde, una sombra oscureció la tienda. El primo de Cazador estaba de pie en medio de la puerta. Se estremeció al ver las facciones desfiguradas del hombre. Casi desnudo, las únicas prendas que le cubrían eran el taparrabos y los mocasines.

Le dedicó apenas una mirada, como para dejar claro que no le importaba demasiado su presencia. Una vez dentro, fue como si el aire se llenase de maldad, una frialdad terrible y evidente. Miró a Cazador. Para sorpresa de Loretta, se dirigió a él en inglés:

—Tu padre me dice que llevarás a la mujer de vuelta. Primo, es boisa. Mátala. Si no puedes derramar su sangre, yo lo haré.

Loretta cerró la mano en un puño y se golpeó el pecho con ella.

Cazador la miró, y después se levantó.

—No hablarás de matar, Búfalo Rojo.

Búfalo Rojo gruñó disgustado.

—Haré más que hablar. Te pido que la lleves al fuego central.

¿El fuego central? Loretta sintió que le faltaba el aire en los pulmones. Casi podía oír el crepitar de las llamas.

Cazador estiró las piernas y se cruzó de brazos.

—Ella es mi mujer. Se queda en mi tienda.

—¿Y aun así la devuelves a su gente? Pégala. Comerá. Si no puedes conseguirlo, yo lo haré.

Búfalo Rojo avanzó hacia el jergón. Loretta miró a Cazador, aterrorizada. Fuera o no su captor, era el único que podía protegerla, la única persona que la separaba de la muerte. Sus ojos azul oscuro se encontraron con los de ella. Búfalo Rojo se abalanzó y trató de cogerle el brazo. Loretta se encogió, respirando entrecortadamente.

En el último segundo, Cazador dijo:

—No la toques, primo. Mi corazón yacería sobre la tierra si tuviera que levantar mi mano contra ti.

Loretta cerró los ojos, aliviada. Después volvió a abrirlos.

—¿Te atreves a desafiarme? —Búfalo Rojo se puso tenso y se retorció—. ¿Por una mujer de pelo amarillo? ¡Somos de la misma sangre! ¿Me traicionarías por una mujer que te odia?

Las venas del cuello de Cazador se hincharon, único signo visible de su enfado.

—¿Yo te he traicionado? ¿Crees que mis ojos no ven? ¿Que no sé cómo llegó la serpiente a su cama?

Loretta se apretujó contra el cuero tirante de la pared, mirando primero a un hombre y después al otro. Búfalo Rojo había empezado a temblar, con las manos como garras a ambos lados del cuerpo.

—¿Dices que yo puse la serpiente allí?

—Eso es lo que me susurra mi corazón. Mea, ve. Hasta que tu lealtad hacia mí sea mayor que tu odio.

—¡Me he puesto en medio de ti y los rifles del enemigo!

—Y ahora quieres hacer la guerra con mi mujer. No vuelvas a ponerme a prueba, primo.

Los músculos de la espalda de Búfalo Rojo se encogieron y se movieron con nerviosismo. Se quedó allí de pie un momento, temblando de rabia, y después se dio la vuelta y escupió en dirección a Loretta, los ojos negros lívidos de odio.

—Tu mujer —rugió—, me revuelve el estómago. ¿Has olvidado a tu mujer muerta en manos de un pelo amarillo?

Con estas palabras, salió de allí como alma que lleva el diablo.

Un silencio tenso se apoderó de la tienda. Loretta se estremeció. ¿Alguien había puesto allí la serpiente? Miró fijamente a Cazador, que miraba en dirección a la puerta. Cuando por fin la miró, sus ojos se revolvían de emoción. Volvió a su jergón y se sentó con las piernas cruzadas. Con un suspiro, recuperó el pedernal y el perforador y volvió a trabajar sobre la roca plana que estaba utilizando.

—Dormirás. Yo vigilaré.

La máscara de odio que acartonaba su cara no conseguía esconder el miedo que sentía. Amaba a su primo y aun así la había defendido contra él. Loretta se tumbó, pero sabía que no sería capaz de dormir. Los segundos se convirtieron en minutos, y el silencio seguía pesando entre ellos, roto solo por el golpeteo de la piedra.

Loretta tragó saliva.

—¿Cazador?

Su mirada color índigo se encontró con la de ella.

—Gracias. Por… defenderme.

Casi de manera imperceptible, él inclinó la cabeza.

—Duerme, Ojos Azules. Está bien.

—Si… siento mucho haber provocado esta trifulca, esta gran lucha, entre vosotros. Lo siento de verdad. —Con miedo a que no la entendiese, se colocó una mano en el pecho—. Mi corazón yace sobre la tierra.

Cazador apretó la boca y miró hacia fuera.

—Deja que tu corazón vuelva a estar contento. El odio está sobre él desde hace mucho tiempo.

Algo dentro de Loretta se contrajo. Se abrazó y trató desesperadamente de no pensar, de negar una realidad que no podía aceptar, que Cazador, el asesino legendario, era un hombre que pensaba, y sentía, y amaba… como cualquier otro. Incluso guardaba luto por su esposa muerta.

También era un hombre de palabra. Había prometido defenderla, y lo hacía.

Los siguientes tres días pasaron como en una nube. La mayor parte del tiempo Loretta dormía bajo la vigilante mirada de Cazador. Cuando se despertaba, siempre le veía cerca, o dentro de la tienda o siempre a la vista aunque estuviera fuera. En vez de sentirse incómoda, empezó a notar cierta tranquilidad de saberle cerca. Cuando tenía sed, le traía agua. Cuando tenía hambre, la alimentaba. Cuando la noche era fría, la cubría con las pieles de búfalo. En los momentos en los que tenía que hacer sus necesidades, la acompañaba y a pesar de las miradas hostiles que recibía de los otros indios del poblado, ninguno se atrevía a acercarse porque él estaba a su lado. Terminó por depender de él para todo.

En la tarde del tercer día, Cazador la llevó a dar un paseo. Desconocía el motivo y cuando vio que se alejaban bastante del campamento empezó a sentirse incómoda. El azul claro del cielo había empezado a volverse de color metálico y parecía empujar la tierra en el horizonte. A su izquierda, río abajo, podía oír el canturreo de los pájaros que se preparaban para pasar la noche. Estaba a punto de anochecer.

Empezó a imaginarse cosas. ¿Habría cambiado Cazador de idea sobre lo de llevarla a casa? ¿Le habría convencido su primo para que la matara? Él era un hombre de pocas palabras, y cuando aceptaba hablar, su inglés básico solía dejarla con más preguntas que respuestas.

—¿Dónde vamos? —preguntó.

—Ya lo verás.

Miró con nerviosismo el cuchillo que llevaba en la cintura. Después sus ojos recorrieron la musculatura de su torso hasta terminar en su cara. La brisa le agitaba el pelo y se lo quitaba de la cara, lo que le dejaba ante sí una buena vista de sus facciones.

Había terminado por acostumbrarse a la cicatriz de su mejilla y apenas la notaba. Descubrió sin embargo la altivez de su barbilla cuadrada, la línea elevada de su mandíbula, el perfil cincelado de su nariz y su frente. Al examinarle de esta manera, se convenció de que por muchos defectos que tuviese, la mentira no era uno de ellos.

A Loretta le sudaban las manos. Le apartó la cara y trató de seguirle el paso sin resbalar o golpearse los pies desnudos con alguna piedra. Se rozó el pecho con un arbusto lleno de flores rosas y dejó que el delicado perfume inundara sus fosas nasales.

Cazador le agarró de un brazo para ayudarle a pasar por unas rocas mojadas que zigzagueaban hacia el río. El peso inesperado de su mano le hubiese quitado la respiración una semana antes. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo había podido llegar a mirar a un comanche como alguien en quien podía confiar? Era una locura.

Pero no podía negar la realidad.

Ah, tampoco es que confiara en él plenamente. Eso hubiese sido estúpido. Provenían de mundos diferentes, y su definición de hacer daño era seguramente muy diferente a la suya. Loretta sabía que podía forzarla y que lo haría de una forma brutal. Si le contrariaba, podía golpearla. Pero su vida no estaba en peligro. Al menos no en manos de él.

El relincho de un caballo fue la pista que necesitaba Loretta para saber dónde iban. Habían llegado a lo alto de una loma y la vista era magnífica. Una extensa pradera de hierba amarilla se extendía ante ellos, y estaba llena de todo tipo de caballos —alazanes, ruanos, pintos, grises y cualquier otro color que uno pudiese imaginar—. Cazador la instó a que se quedara en el sitio mientras él se acercaba a la manada. Unos cuantos minutos más tarde regresó con un pura raza negro. El caballo se parecía mucho a aquel otro al que ella había roto la pata.

Cazador aminoró el paso conforme iba acercándose y le dio el cordel para que cogiera al caballo, mirándola con esa expresión que tan perturbadora le había parecido antes. Ahora le conocía lo suficiente como para saber que ese brillo era solo una sonrisa que aún no había aflorado a sus labios. Cuando sus dedos apresaron la cuerda, Loretta levantó los ojos:

—Es precioso.

—Cuando el sol salga, cabalgaremos a tus paredes de madera. Él te llevará. —Cogiéndole la mano, Cazador se acercó a la cabeza del animal y le puso la palma bajo el hocico—. Dale tu olor.

El caballo resopló y mordisqueó sus dedos con un gruñido de bienvenida.

—Es muy bonito, pero después de todo lo que ha pasado… No puedo montarlo. Nunca me perdonaría si le pasase algo. Estoy tan arrepentida… —Se calló y se mojó los labios. Se dio cuenta ahora de que nunca le había pedido perdón por matar a su caballo. Debería hacerlo ahora, pero había pasado demasiado tiempo, y no estaba segura de qué era lo que podía decir—. Mi corazón yace sobre la tierra por tu caballo muerto. No quisiera que le ocurriera nada malo a este.

—Está cumplido. —Su rostro se contrajo al hablar—. Este caballo dice «hola, hites», ¿cómo estás, amigo? —Le pasó por el cuello negro su brazo musculoso y se lo acercó hasta el hombro—. Es el hijo de mi amigo que murió. Respira junto a él para que conozca tu olor y te recuerde sin horizonte.

La idea de besar a un caballo no le atraía demasiado, pero después de ver la relación que tenía Cazador con su otro caballo, no podía negar que sabía mejor que ella como comunicarse con ellos. Se inclinó y respiró cerca del hocico del animal. El caballo resopló y le rozó la cara, relinchando y soplando. Loretta no pudo evitar sonreír y dio un paso hacia atrás para secarse la cara con la manga. Levantó los ojos y vio que Cazador sonreía. Su risa se apagó al darse cuenta de la situación. Él aún la tenía cogida de la mano, y el contacto con su piel le aceleró el corazón.

Él apretó los dedos.

—¿Te gusta?

—Pues… sí, es maravilloso. No tiene la oreja izquierda rajada como los otros, ¿por qué?

—La oreja rajada indica que el caballo es dócil. Este no lo es. Si otro le pone la mano encima, luchará la gran batalla.

—Entonces, ¿cómo voy a poder montarlo?

—Serás su amiga. Acércate.

Sin embargo, Loretta dio un paso hacia atrás.

—Pero está sin domar.

Apretándole la mano, Cazador tiró de ella hacia delante.

—Él es amigo mío y de nadie más, ¿entiendes? Me lleva porque quiere. Ahora, él te llevará.

Con esta explicación, que para nada consiguió tranquilizarla, recuperó la cuerda y la cogió en brazos para subirla al caballo.

Loretta miró hacia abajo.

—No… no estoy segura de que esto sea una buena idea.

—Está bien. Confiarás, ya verás. Le he hablado y lo acepta. Túmbate sobre su cuello y susúrrale tu corazón a la oreja. Pásale las manos por encima. Aprieta las piernas en sus costados.

Con el corazón en un puño, Loretta hizo lo que le pedía y le susurró:

—Por favor, caballo, no te vuelvas loco y me mates. —El caballo relinchó y le olió los pies desnudos. Cazador se rio:

—Puede oler tu miedo y pregunta si hay peligro, ¿eh? ¿Debe correr como el viento? ¿Debe quedarse quieto? Está nervosio, como la pequeña ojos azules está nervosia cuando cree que yo voy a comerla y clavarle los dientes en los huesos. Le dirás lo que yo te digo a ti, que todo está bien.

Loretta retiró el pie, con miedo a que el caballo pudiera morderla.

—Tal vez no me entienda. Es un caballo comanche, ¿no?

Toquet, está bien. Susúrrale tu corazón. Las palabras están en tus manos. Si tú estás tranquila él estará tranquilo.

Le pasó las manos por su sedoso pelaje y sus dedos recorrieron los poderosos músculos del cuello y la espalda. Cuando se convenció de que no iba a encabritarse se relajó. El semental bajó la cabeza y empezó a pastar. Cazador le pasó la cuerda.

—Deja que te lleve, ¿de acuerdo? Susúrrale. Enséñale que tus manos no le traerán nada malo, solo cosas buenas. Encontrará hierba dulce y escuchará.

—Es tan bonito, Cazador.

—Díselo a él.

Loretta lo hizo. El caballo levantó las orejas y relinchó. Mientras pastaba, ella le acarició. Justo cuando empezaba a sentirse cómoda, Cazador la bajó del caballo. Al quitarle la cuerda, capturó también su mano y se la cubrió con sus largos dedos.

—Ahora es tu amigo. —Pasó el brazo que tenía libre por la espalda del animal—. Si respiras cerca de él a menudo, puedes pintarte la cara o ponerte hojas en el pelo, pero él siempre te reconocerá. Para siempre.

—Bueno, al menos hasta que llegue a casa. —Tragó saliva—. Porque aún me voy a casa, ¿no?

Algo brilló en sus ojos, algo peligroso. De repente, a Loretta empezaron a pesarle las piernas. Le observó impotente mientras le llevaba la mano a la mejilla él.

—¿Deseas irte?

Tenía la mandíbula dura y cálida.

—Sí, quiero irme.

Él le quitó la mano de su cara y se la llevó al pecho, obligándola a presionarle el músculo. Sus miradas se encontraron, la de él inquieta y penetrante. Loretta deseaba alejarse pero sabía que poco podía hacer para soltarse. Podía sentir el corazón del indio, un latido constante y robusto que contrastaba con los latidos entrecortados de su propio corazón.

—¿Desandarás tus pasos y tomarás un nuevo camino?

—Yo…

Le subió la mano y se la puso en su hombro, obligándola a acercarse más. Era tan alto que tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara. Si hubiese sido un hombre blanco, hubiese pensado que iba a besarla. Pero no era un blanco. Y dudaba que lo que tuviera en mente fuera una caballerosa seducción. Podía ver el calor en sus ojos al mirarla, un calor que no había estado allí antes.

—Te tendría junto a mí —le dijo con voz ronca.

—Pero prometiste llevarme a casa.

El semental relinchó y se movió hacia un lado, tirando de ellos hasta casi hacerles perder el equilibrio. Cazador soltó al caballo para cogerla, rodeándole la cintura con el brazo. Loretta se puso tensa al ver que unos muslos duros se pegaban íntimamente contra ella.

Él inclinó la cabeza para olisquearle el pelo y Loretta pudo sentir su aliento en la cabeza. Sintió un escalofrío. Al principio luchó por separarse de él pero después sintió como si una red invisible fuera tejiéndose alrededor de ella, y los hilos de plata le impidieran moverse o pensar.

Cerró los ojos, terriblemente asustada de él y de todo lo que pudiera hacerle sentir. Trató desesperadamente de recordar la imagen de su madre, cualquier cosa con tal de romper el hechizo. Quizá sí que era un seductor después de todo. Sabía que debía apartarse, pero una fuerza desconocida la paralizaba. Él le tocó el hueco del cuello con la boca, provocándole un escalofrío por todo el cuerpo. Una languidez traicionera se extendía por su vientre. Por un instante, quiso tumbarse sobre él, dejar que sus maravillosos brazos la cubriesen.

Y entonces sintió una mano en la espalda desnuda, y fue suficiente para hacerle recuperar la cordura. Abrió los ojos y dio un pequeño grito. Trató de arquearse para separar su cuerpo del de él y solo consiguió darle un mejor sitio para su boca. Él presionó los labios sobre el hueco de su garganta, allí donde el pulso se precipitaba como un río caudaloso. Una mano encallecida se deslizó lenta pero inexorablemente por su costado, y debajo de su pecho sintió el roce suave de su pulgar. Horrorizada, le cogió por la muñeca, aunque sabía que sus dedos eran una débil resistencia a su voluntad.

—Ah, nei mah-tao-yo —susurró—. Tiemblas.

La boca siguió descendiendo y unos dientes como la seda le mordisquearon la nuca. Consciente de que su generoso escote era poca barrera para él, dejó de cogerle la muñeca y le cogió la cara con las dos manos. Le obligó a levantar la cabeza y se enfrentó a su mirada, aún más desconcertada al ver el deseo que brillaba en sus ojos.

—Me estás asustando.

—Es boisa, este miedo. —Colocó su mano cálida sobre sus costillas—. Eres mi mujer.

—Y eso es precisamente lo que me da miedo. No puedes comprar a una mujer. —Loretta se retorció hacia un lado y le presionó con el brazo la laringe. No estaba engañándose. Sabía que si él insistía, ella no tendría forma de defenderse—. ¿Por qué no puedes entenderlo? Una mujer debe acercarse libremente.

Soltándole la muñeca, Cazador se alejó de ella, mirándole con ojos inquisitivos y preocupados.

—Y cuando te acerques libremente, ¿no tendrás miedo?

—Yo… —le miró fijamente—. Supongo que si viniera, y esto no significa que vaya a hacerlo, no me malinterpretes, que si me acercara a ti libremente, entonces no, no tendría miedo. —Loretta sabía que estaba balbuceando. Él parecía confuso, y no podía culparle por ello. Guardó silencio y apartó la vista—. Es del todo imposible que lo haga, pero si lo hiciera, creo que no tendría miedo. No vendría si lo tuviera.

Él relajó el brazo con el que rodeaba su delicada cintura. Después de estudiarla durante lo que le pareció una eternidad, dijo:

—Entonces este comanche esperará. Hasta que los espíritus te guíen en un gran círculo de vuelta a mí.

El viaje de vuelta duró cinco días. Aunque estaba impaciente por llegar, tenía que reconocer que estaba disfrutando del viaje. Los cuarenta valientes comanches que los acompañaban parecían aceptarla, y ya no se sentía amenazada cuando su captor se acercaba. Volvía a casa. La pesadilla casi había acabado.

Loretta estaba preocupada por cómo iban a recibirla. La gente no iba a creer que su comanche no había abusado de ella. Pero se enfrentaría a ello cuando ocurriera. Por ahora, le bastaba con saber que iba a ver a Amy y a tía Rachel de nuevo.

Cazador hacía que el tiempo pasase más rápido enseñándole cosas mientras cabalgaban: cómo encontrar agua por la observación de los pájaros y los caballos salvajes, también con la ayuda de los tipos de hierba que solo crecían alrededor de las fuentes de agua; cómo rastrear huellas; y, lo más fascinante, cómo leer las señales dejadas por un comanche para saber la dirección que habían tomado.

—Cazador, si dejáis señas para otros grupos de comanches, ¿por qué a los blancos les resulta tan difícil seguiros?

—Ellos no son inteligentes.

Loretta se rio.

—Creo que debería sentirme ofendida. ¿Crees que soy estúpida?

Él la miró de una manera que le hizo reír otra vez.

—Un poco lista. Porque yo te enseño.

—Ah, ¿así que soy una ignorante y no una estúpida? Supongo que puedo aceptarlo. —Recorrió con la vista la inmensidad de las colinas doradas que se extendían ante ellos, alineadas como hogazas de pan sin levadura. Esta tierra áspera era la tienda de abastos de Cazador, el lugar que cubría todas sus necesidades. Para ella era un lugar extraño y espantoso, tan inmenso que le provocaba claustrofobia. Se sentía vulnerable allí fuera, horriblemente vulnerable—. En mi mundo, tú tampoco serías inteligente.

—Eso está bien. Las costumbres tosi tivo son boisa.

—¿Y eso?

Señaló con la cabeza hacia un árbol mezquite raquítico que había crecido en medio de un montículo de rocas.

—Ellos plantan árboles muertos en la tierra, y los árboles se caen. Este árbol no se cae.

El caballo de Loretta se movió inquieto. Ella cambio el peso del cuerpo y tiró de las riendas para sujetarlo, acariciándole el cuello mientras alcanzaba a ver en medio de una nube de polvo a otros caballos que los rodeaban.

—No, no se cae, pero tampoco está donde debería estar para sostener una valla.

—¿Una valla dice que la tierra pertenece a un tosi tivo? Él se convertirá en polvo que se lleva el viento, la valla se estropeará y la tierra seguirá allí. Otro tosi tivo vendrá y plantará más árboles muertos. Es bastante boisa.

—Pero los tosi tivo compran la tierra. Les pertenece. Ponen los árboles muertos para que otros sepan dónde están sus fronteras, para que su ganado no se escape.

—No se puede comprar la tierra. La Madre Tierra pertenece a su verdadera gente.

Loretta miró a los otros guerreros, silenciosa y pensativa.

—Su gente, ¿los de tu pueblo?

—Sí.

—Eso es lo que creéis vosotros. Pero según nuestro pueblo, la tierra puede comprarse. Y se le puede poner vallas. ¿Lo entiendes? Nadie quiere robárosla. Ellos solo están cogiendo lo que el gobierno les da o aquello por lo que pagaron. Debéis aprender a ser más abiertos. Hay mucha tierra, muchísima.

Cazador gruñó.

—Deja que sean los tosi tivo los que encuentren esa muchísima tierra y planten árboles muertos en ella. Esta es la tierra comanche, y no se puede dar o comprar.

—Y nosotros decimos que sí se puede. Como tanto te gusta decir, no es sabio luchar cuando no se puede ganar. Nosotros somos más fuertes. Tenemos mejores armas. Cuando os veáis superados en número y rodeados, deberéis abandonar vuestras creencias y aceptar las nuevas.

Él la miró fijamente.

—¿La fuerza tiene la razón?

—Bueno, sí. Supongo que se puede decir que así es.

—Tú dices que una mujer no puede comprarse. Yo digo que sí se puede. Yo soy el más fuerte, así que tengo la razón.

Ese momento de confianza que empezaba a tener junto a él se desvaneció.

—Eso es diferente.

—Yo digo que no. —Un brillo pícaro parpadeó en sus ojos mientras la miraba desde el tobillo hasta la cintura. La forma en la que fijó la atención en sus caderas la hizo sonrojarse—. Tú piensas diferente, pero yo soy fuerte y tú no. Puedo coger aquello por lo que he pagado. Te rendirás, ¿no? ¿A mis creencias?

—Nunca. —Tiró del escote de la camisa, dándose cuenta una vez más de que solo unos pololos le cubrían las extremidades inferiores—. No es para nada lo mismo.

—Claro que lo es. Tu corazón grita no. Nuestros corazones gritan no. La fuerza no es siempre buena, Ojos Azules. No pidas a este comanche que haga lo que tú no puedes. Es sabio.

Se le hizo un nudo en la garganta. Nunca había analizado la situación desde el punto de vista de los indios. ¿Su tierra? De alguna forma tenían derecho a pensar así. Ellos estaban allí primero. Se mordió el labio superior, resistiéndose a admitir lo que le costaba tanto aceptar.

—Siento mucho que os hayan quitado vuestra tierra, Cazador.

—Yo lo siento, tú lo sientes. Ellos cogen la tierra. Matan a los búfalos. Nuestro dolor no sirve para nada.

Loretta se inclinó para peinar con los dedos la crin de su caballo, aún incómoda de ver el giro que había tomado la conversación. Estaba impaciente por cambiar de tema.

—Mi buen amigo está algo inquieto. ¿Vamos a parar pronto para hacer un descanso?

—Sí.

—Tu buen amigo también está cansado. —Miró al caballo que él montaba, una réplica casi exacta del suyo—. ¿Puedo preguntarte algo?

Cazador torció la boca.

—Si digo que no, ¿te quedarás callada?

—¿Estás diciendo que hablo demasiado? —Loretta dudó, dándose cuenta de que era cierto. El silencio había sido su cárcel durante demasiado tiempo. Y ahora que tenía la oportunidad, quería saber todo lo que pudiera sobre él, para hacer descansar a sus propios fantasmas—. Me preguntaba solo que, de estos dos caballos, ¿por qué elegiste a este como tu buen amigo? ¿Es superior al tuyo por algún motivo?

—¿Sup-eri-or?

—Mejor.

—No mejor. Tiene las pezuñas delanteras curvas, como mi buen amigo que murió. —Se detuvo y pareció buscar las palabras correctas—. Es su cara en el agua, ¿no? ¿Cómo decís esto vosotros?

Loretta se inclinó a un lado para ver las huellas que dejaba el animal. Su pezuña delantera derecha dejaba una huella en forma de luna creciente en el suelo.

—¿Reflejo?

—Sí, él es su reflejo.

—La viva imagen de… ¿cómo se llamaba tu amigo?

—No se puede decir. Está muerto, ¿no? Decir su nombre sería faltarle al respeto. ¿Qué tiene esto que ver con los vivos?

—Solo es una forma de decirlo. Cuando alguien o algo se parece a otra cosa, se dice que es la viva imagen. No sé por qué.

—¿No lo sabes, pero dices las palabras? Las palabras que salen de tu boca dicen quién eres, Ojos Azules. Si digo una mentira, soy un easop, un charlatán. Si hablo de odio, mi corazón arde de odio. Mi pueblo no habla si no conoce las palabras. Si se ha dicho, debe ser así. Un hombre es lo que habla. ¿No es así con los tosi tivo?

Loretta se encogió de hombros y dejó escapar una sonrisa.

—No creo, de todas formas, que por ser la viva imagen el caballo pudiese revivir. Es solo algo que la gente dice.

—Aprenderás lo que significa «ser la viva imagen de algo», ¿no? Y me lo dirás. ¿Cuando volvamos a vernos?

La miró, con una expresión, de repente, solemne.

—Volvemos atrás en nuestros pasos, ¿eh? Quizá tú también lo hagas un día cuando estés en tus paredes de madera. Podrías ser un poco feliz siendo mi mujer, ¿verdad?

Loretta fijó los ojos en el horizonte que se extendía ante ellos. Estaban solo a un día y medio de camino de casa. Un día y medio de su ropa, de poder lavarse el pelo, de comer su propia comida. Sí, él había sido bueno con ella. Aunque le costase admitirlo, estaba incluso empezando a gustarle. Pero no lo suficiente como para ser suya. Eso nunca.

—Para ser feliz, debo estar en mis paredes de madera —dijo ella de forma no muy convincente—. Esa es mi casa y allí es donde está mi gente.

Solo le quedaban dos noches antes de llegar a casa. Suvate. Casi había terminado.

Para desconsuelo de Loretta, cuanto más se acercaban a casa, menos ganas tenía de llegar. El tiempo pasaba tan deprisa… Al anochecer del día siguiente, se detuvieron para pasar la noche a los pies de la montaña Whiskey. Durante el viaje, los hombres habían recogido finas ramas de sauce y ahora se sentaban en pequeños grupos para hacer lanzas, que marcaban con las plumas correspondientes. Loretta se asustó en un principio, pero cuando Cazador le aseguró que no tenían la intención de atacar la granja, se sentó junto a ellos a mirar cómo trabajaban. Le fascinaba ver los largos y esbeltos dedos de Cazador, delicados y fuertes a la vez. Recordó cómo eran sobre su piel, cálidos y suaves, capaz de hacer daño pero sin embargo, siempre cariñosos. Un cosquilleo extraño le subió por la garganta.

Se dio cuenta de que cada pluma tenía una pintura diferente.

—¿Qué es lo que dicen tus plumas?

—Llevan mi marca. Y dicen un poco sobre la canción de mi vida. —Hizo una mueca con los labios—. Mis marcas dicen que soy un hombre bueno, un buen amante, un buen cazador, con un brazo fuerte para proteger a la pequeña pelo amarillo.

Ella se abrazó las rodillas y le dedicó una sonrisa burlona.

—Apuesto a que tus marcas dicen que eres un valiente guerrero al que las pelo amarillo deberían tener miedo.

Él se encogió de hombros.

—Lucho la gran lucha por mi gente. ¿Es eso malo?

Loretta cogió un puñado de hierba y se la llevó a la nariz. Su olor era penetrante.

—¿Vais a hacer una incursión mañana después de dejarme en casa?

Él levantó los ojos de lo que estaba haciendo.

—¿Con esto? —Sus ojos oscuros sonrieron mientras estudiaba la curvatura de la lanza—. Ojos Azules, un tse-ak curvo como este mataría al amigo que está junto a mí. Este tse-ak dice «hola, hites, hola, amigo mío».

—¿A quién?

—A todos los que pasen. Ya lo entenderás, ya verás.

—¿Estás seguro de que no vais a atacar mi casa?

—No habrá lucha. Tranquila.

Después de terminar la lanza, ella y Cazador encendieron fuego lejos de los otros y después se sentaron junto a las llamas para comer de la provisión que su madre había preparado cuidadosamente para el viaje. La boca se le quedó seca al masticar la cecina de búfalo. La bola de carne se fue haciendo cada vez más grande, un nudo gigantesco que no podía tragar.

Esto era todo, era la última vez que comerían juntos. La última vez. Era estúpido sentirse triste, pero así era como se sentía.

Poco después de terminar de comer, prepararon los jergones cerca de las brasas del fuego y se retiraron a dormir. Loretta se tumbó mirando al cielo estrellado. A poca distancia de su brazo, Cazador dormía. Al menos, eso es lo que parecía. Nunca podía estar segura de ello. Él podía quedarse quieto como una roca un momento y al momento siguiente ponerse en pie, completamente despierto. Quizá él también estaba un poco triste. Al día siguiente tendrían que decirse adiós.

Una palabra que se le antojó bastante solitaria. Y definitiva. Por algún motivo, Dios sabría por qué, había terminado por cogerle cariño. Lo suficiente como para desear que se encontrasen de nuevo algún día. Era una locura. Lo mejor sería que sus caminos no volviesen a encontrarse. Ella tenía su mundo, él el suyo, y los dos no deberían mezclarse. Nunca podrían hacerlo, ni en un millón de años.

Recordó a su madre golpeando las cabezas con la cuchara, la risa alegre de Mirlo. Los comanches. Esta palabra había dejado de aterrorizarla. ¿Lo haría otra vez después de que se separaran? Loretta suspiró. Cuando él se hubiese ido, volverían a ser enemigos. La tregua era solo provisional. Si él volvía a la granja, tío Henry le dispararía. Esta idea hizo que se le encogiera el corazón.

—¿Cazador? —susurró—. ¿Estás despierto?

Silencio. Ella se cubrió hasta la barbilla con la piel de búfalo y tembló, aunque no tenía frío. Los recuerdos de esos primeros días la invadieron. El recuerdo de su brazo rodeándola mientras dormía, el calor de su pecho contra su espalda, el miedo que había sentido.

De repente, las estrellas que tenían ante sí se hicieron borrosas, y se dio cuenta de que las miraba con lágrimas en los ojos. Trató de cerrar los ojos, y un chorro caliente de lágrimas resbaló por sus mejillas. No estaba llorando, no podía estar llorando. No tenía sentido.

Su garganta emitió un sollozo y ella trató de ahogarlo cubriéndose la boca con la mano. Se sentía furiosa consigo misma. ¿Cómo era posible que le hubiese terminado por gustar un comanche? ¿Cómo podía olvidarse tan fácilmente de sus padres? Era inconcebible. Imperdonable.

—¿Mah-tao-yo?

Loretta dio un respingo y abrió los ojos. Cazador estaba de rodillas junto a ella, una sombra oscura que contrastaba con el cielo estrellado.

—¿Estás llorando?

—No… sí. —Su voz era apenas un gemido—. Me siento un poco triste, eso es todo.

Él se sentó junto a ella y se abrazó las rodillas, con los ojos puestos en la oscuridad infinita.

—¿Te quedarás junto a mí?

—No. —La idea resultaba tan absurda que le provocó una carcajada—. Solo estaba pensando que cuando llegue a casa, volveremos a ser enemigos. Mi gente te disparará si te acercas. Y eso… —se sorbió la nariz y se limpió los ojos con la mano—, eso me pone triste. Y me da miedo. ¿Qué pasará si hay un ataque de los indios? ¿Qué pasará si…? —Movió la cabeza para mirarle—. Tal vez un día tenga que apuntar con un arma y me encuentre con que eres tú el que está al otro lado.

—No levantaré mi arma contra ti.

—¿Pero y si no lo sabes? ¿Qué pasaría si en un ataque yo estuviese allí, luchando para proteger a mi familia y amigos? ¿Qué pasaría si apuntase a algún salvaje asesino para hacerle caer del caballo, y resultase que fueras tú?

La miró con unos ojos negros intensos y perturbadores. Después de un momento de silencio dijo:

—¿Dispararías?

Loretta le miró con un nudo en el pecho.

—Ah, Cazador, no. Creo que no podría.

—Entonces deja que tu tristeza se la lleve el viento, ¿de acuerdo? —Sus dientes brillaron blancos a la luz de la luna—. Si nos encontramos en la batalla, sabré la canción que tu corazón canta, ¿de acuerdo? Y tú sabrás la mía.

Ella tragó saliva, tratando de leer la expresión de su rostro, frustrada por la oscuridad que los rodeaba.

—¿Qué pasa si eso sucede? ¿Y si estás atacando una granja, y me ves en la ventana? ¿Qué harías?

—Te saludaría. No habrá guerra entre nosotros.

—Pero hay guerra entre nosotros, Cazador. Nuestra gente se odia, ¿no lo ves?

Él suspiró y la buscó en la penumbra con los ojos.

—Ob-be mah-e-vah.

—¿Qué?

—Haz espacio para mí. —Levantó la piel y se tumbó junto a ella.

—¿Cómo… vas a dormir conmigo?

Nei che-ida-ha, tengo mucho frío.

Loretta podía ver que estaba mintiendo, pero se echó a un lado, contenta en el fondo de tenerle allí mientras trataba de no pensar en lo que eso significaba. Él se puso de lado y le rodeó la cintura con el brazo. Sus caras estaban a solo unos centímetros de distancia. Sus miradas se encontraron. Volvió a ver sus dientes blancos en la oscuridad.

—¿Estás triste? ¿Porque tenemos que decirnos adiós mañana?

—No. Volverás a mí haciendo un círculo. Los dioses me lo han dicho.

—¿En tu canción? —Se sorbió la nariz—. Esta canción me ha hecho ya bastante daño.

Él la abrazó más fuerte y la atrajo hacia sí.

—Duerme, mah-tao-yo. Esta última vez, a mi lado.

A mediodía del día siguiente, los comanches alcanzaron la colina que miraba a la granja de los Masters y desmontaron de sus caballos, aún fuera de la distancia de tiro. Loretta tiró de las riendas de su caballo con tanta fuerza que le dolieron los nudillos. Cazador cabalgaba a su lado, rozándole las rodillas. Loretta no podía mirarle. En vez de eso se quedó absorta mirando la pequeña casa que pensó no volvería a ver nunca más. Todo parecía seguir igual. Se preguntó qué habría hecho tío Henry con los cincuenta caballos que Cazador le había dado. No estaban en la cerca trasera pastando.

Un remolino azul cruzó el jardín. Amy. Corría hacia la casa para advertir a tía Rachel y a tío Henry de que los indios habían llegado. Le pareció que habían pasado siglos desde que ella hiciera lo mismo la última vez.

Por el rabillo del ojo vio que Cazador se acercaba a ella. Lo miró y él le pasó el colgante con su medallón por la cabeza. La piedra plana estaba aún caliente del lado que había tocado su pecho. Ella lo cogió con la mano.

—¿Lo llevarás siempre? ¿Y recordarás a Cazador de Lobos? ¿Es una promesa que me haces?

—Lo llevaré. —Rodeó el medallón con sus dedos—. No tengo nada que darte.

Sus ojos se nublaron de calidez.

—Tus pololos.

Ella apretó los labios.

—Los llevo puestos. Si los quieres, tendrás que venir y robármelos.

La miró de arriba abajo.

—Tal vez lo haga. Serán bonitos como flores, ¿sí?

Ella suspiró y bajó la cabeza. Sabía por qué le hacía daño ese recuerdo. Se habían hecho amigos. Y decir adiós tenía un lado doloroso.

—Bueno, supongo que esto es todo.

—Por este pequeño momento de tiempo.

Ella levantó los ojos.

—Cazador, no debes…

Él se inclinó hacia ella y le tapó los labios con un dedo.

—Puedes leer mis pasos, ¿eh? Puedes seguirme y volver a mí. Te dejaré señales.

Asintiendo con la cabeza, Loretta se bajó del caballo y le entregó las riendas. En vez de cogerlas, Cazador desmontó y rodeó a su caballo para colocarse junto a ella. Ella echó la cabeza hacia atrás, tratando de sonreír. Su canción no tenía nada que ver con ella. ¿Por qué no podía entenderlo así?

—Gracias por traerme a casa. Mi corazón cantará una canción de amistad cuando piense en ti, Cazador, para siempre en el horizonte.

Él hizo un gesto hacia el caballo.

—Te quedarás con él. Es fuerte y rápido. Él te llevará a la tierra de los comanches, ¿de acuerdo?

—¡Ah, no! No puedo. ¡Es tuyo!

—Ahora tiene un nuevo camino. Tú eres su buena amiga.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Nunca volveré con los comanches, Cazador. Por favor, quédate con el caballo.

—Es para ti. Es mi regalo, Ojos Azules.

Loretta se quedó sin palabras. Sin darse cuenta de lo que hacía, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios en lo que pretendía ser un beso rápido de despedida.

Cazador sabía algo de esta extraña costumbre de los tosi tivo llamada besar. La idea de dos personas juntando sus bocas siempre le había desagradado. Sin embargo, Loretta era otra cosa. Antes de que ella pudiera retirarse, él le cogió la cara entre las manos y le echó la cabeza hacia atrás para poderle morder levemente los labios. Para conocer cómo era su sabor. Y para recordarlo.

En su inexperiencia, un escalofrío ardiente le recorrió el cuerpo al rozar sus labios contra los de ella. Tenía unos labios blandos y carnosos, tan dulces como la penende caliente, la miel. Ella gimió y al hacerlo, él introdujo la lengua entre sus dientes para saborear la humedad, que era incluso más dulce y que le hizo pensar en otros lugares mucho más dulces que le gustaría probar. Cazador entendió por fin por qué a los tosi tivo les gustaba besar.

Ella le sujetó las muñecas y se apartó de él. Cazador se retiró también y sonrió, sujetándole aún la cara con las manos. Sus grandes ojos brillaban tan azules como el cielo que estaba en lo alto, con una expresión asustada y desconfiada, la misma que había visto tantas veces aquellos primeros días. Ella era como los abalorios de su madre, hermosos por fuera y una madeja confusa en el interior. ¿Llegaría alguna vez a comprenderla?

—Adiós, Cazador.

A regañadientes, la soltó y la vio conducir el caballo colina abajo. Al llegar al llano, se giró y miró hacia atrás. Sus ojos se encontraron durante un momento. Después emprendió el camino a casa y se puso a caminar deprisa, con el caballo trotando tras ella. Cazador sacudió la cabeza. Solo una Ojos Blancos caminaría cuando tenía un buen caballo para cabalgar.

Fijó la vista en la casa de madera. Solo podía confiar en los dioses para que cuidasen de ella a partir de ahora. Temía que su padre adoptivo quisiese abusar de ella, pero no podía protegerla si no estaba a su lado. Se le contrajo el pecho. ¿Y si la canción no sucedía? ¿Y si el gran círculo del destino no la llevaba de vuelta a él?

Cerró las manos en un puño, conteniéndose para no ir detrás de ella. Ella era su mujer, y al mismo tiempo no lo era. ¿Sabía que se llevaba con ella un trocito de su corazón? Suspiró profundamente y saltó sobre su caballo.

—¿Estás listo? —preguntó Hombre Viejo.

—No. Espera a que llegue a sus paredes de madera, ¿de acuerdo? Para que no tenga miedo.