Capítulo 7
Conversaciones aisladas y olores tentadores a carne asada despertaron a Loretta de su sueño profundo. Parpadeando al sol abrasador, intuyó por la posición sobre los árboles que debía de ser casi mediodía. El dolor le latía con fuerza alrededor de los ojos. Una sensación continua de calor le torturaba la piel. Tenía la lengua pegada a la parte superior de la boca, hinchada y seca. Hubiese dado un ojo de la cara por un sorbito de agua.
Plenamente consciente de que algunos de los comanches se reunían no muy lejos de allí alrededor del fuego, Loretta tenía miedo de llamar la atención si se movía. La piel de búfalo le pesaba sobre el cuerpo, caliente y falto de ventilación. Podía oír el crepitar del fuego, el sonido silbante de la panceta asándose en las llamas. De tanto en tanto, se levantaba un poco de brisa que hacía sonar las hojas por encima de su cabeza. Los pájaros canturreaban, las ardillas cotorreaban y, como fondo, estaba el sonido rápido y continuo del agua. Si cerraba los ojos, podía casi creer que estaba junto al río con Amy, a solo unos pasos de la seguridad de la granja.
Sintió unos calambres en las espinillas y un desagradable peso que crecía por momentos en el centro de su estómago. Incapaz de permanecer ni un segundo más en la misma posición, se movió para ponerse de espaldas, apretando los dientes al sentir el dolor del roce de las pieles sobre su piel quemada.
Las voces guturales parecieron subir de volumen, en un tono de discusión, pero amigable. De vez en cuando alguien reía. Si los indios hubiesen estado hablando en inglés, podrían muy bien haber pasado por hombres blancos, contando historias y haciéndose bromas unos a otros. Pero no eran hombres blancos. Loretta vio un escudo de guerra apoyado en un árbol. Estaba pintado con símbolos diabólicos. Había cabelleras colgando de la brida de un caballo cercano, unas trenzas de color pelirrojo, sin duda de alguna mujer blanca.
El sudor se le agolpó en las cejas y le resbaló por las sienes. Tenía que salir de allí.
El sonido de unos pasos acercándose aceleró los latidos de su corazón. Loretta cerró los ojos y se hizo la dormida. Podía sentir a alguien mirándola. El calor se agolpó en sus mejillas. Se hizo más caliente, y más caliente aún. Entonces sintió un picor en la piel sensible de las ventanas de su nariz. ¿Humo?
Abrió los ojos. Tenía un trozo de leño ardiendo frente a la cara. Loretta se apartó, pasando aterrorizada los ojos de la brasa roja a la mano morena que lo sostenía.
—¿No escupes, Pelo Amarillo?
Unos hombros anchos eclipsaron el sol, y la cabeza que se sostenía en ellos era un tejido grotesco lleno de marcas. Loretta reconoció al indio que había pedido a Cazador que la matara ese primer día. Sostenía el leño como si fuera un arma de guerra, a solo unos centímetros de su nariz. Agarrándose con los puños a la piel y agitando los pies, trató de deslizarse hacia los lados, sin prestar atención al dolor que esto producía en su espalda quemada. El indio gruñó y le puso un pie en el pecho.
Torció su rostro marcado para dibujar una horrible sonrisa.
—Eres buena escupiendo. Escupes rápido, ¿verdad? Ahoga tu ira, antes de que te llene de cicatrices y te conviertas en alguien feo como yo.
Loretta contuvo la respiración y fue soltándola en gemidos entrecortados. Empezaba a sentir el calor en el vello del labio superior, y el olor acre se le metía por la nariz. Los ojos negros del indio brillaron de satisfacción.
—¿Tu valentía ha volado? ¿No encuentras ningún rifle para defenderte? —Se inclinó aún más de modo que la mayor parte de su peso descansara sobre ella—. Pondré mi marca en ti, ¿eh? Cuando mi primo se canse de ti, me ha prometido que serás para mí. Es justo, ¿no? Te haré lo que tus amigos tosi tivo hicieron conmigo.
Agitó la madera hacia delante. Loretta la esquivó justo a tiempo.
De repente apareció otro indio. Era mucho mayor, con el pelo grasiento y cubierto de canas. Vestido solo con el taparrabos, lucía un torso moreno tan duro como el cuero curtido, las nalgas firmes y las piernas musculosas. Con unos movimientos agitados y unas palabras que ella no podía comprender, señaló hacia el río. Loretta se sintió profundamente aliviada al ver que cogía el trozo de madera de la mano de su torturador y lo tiraba al suelo.
El indio joven gruñó una protesta. Al quitar el pie del pecho de Loretta, metió el pie entre la piel de búfalo y la apartó con una sacudida. Ella se apretujó tratando de cubrirse, avergonzada al sentir el aire frío que llegaba hasta su pecho.
Lanzándole una mirada lasciva le dijo:
—Hombre Viejo ha estropeado la diversión, pero jugaremos otro día. Muy pronto, ¿verdad?
Loretta tiró de la piel de búfalo hasta arriba. Aunque tenía el cuerpo cubierto de sudor, no paraba de temblar. Incluso mucho después de que los indios se hubiesen ido, su cuerpo seguía temblando. Animales. Eran todos unos animales.
Solo unos segundos más tarde, oyó una vez más el sonido de pasos acercándose. Unos dedos morenos y largos atraparon la piel y se la quitaron de la cara. Esperando lo peor, se puso tensa y entrecerró los ojos cegada por el sol. La oscura y corpulenta silueta de un hombre se puso en cuclillas junto a ella. Deslumbrada, no pudo al principio reconocer su rostro, pero el brillo de su pelo color caoba y la amplitud de sus hombros eran inconfundibles.
Le entregó una taza de latón, como las que tía Rachel tenía en la cocina. Tom Weaver tenía razón. Estos comanches trataban a menudo con los hombres blancos. ¿Cómo si no podrían conseguir café y vajilla? Eso explicaba que pudieran hablar tan bien en inglés.
—Beberás.
Su voz profunda y suave no mostraba expresión alguna, y eso le asustaba más que su ira o las amenazas que pudiera hacerle. El sol se reflejaba en su amplio pecho y en sus poderosos brazos, y los músculos se cincelaban bajo su piel morena cada vez que se movía. Loretta se quedó prendada del medallón de piedra que colgaba de su cuello y de la cabeza de lobo que mostraba en una de las caras. Otros grabados decoraban la banda de cuero que rodeaba su muñeca, como una serpiente entrelazada de dos cabezas que parecían el sol y la luna.
Ella se apoyó sobre el codo, con cuidado de que la piel siguiera cubriéndole el cuerpo desnudo. Con mano temblorosa, cogió la taza, tratando de que sus dedos no tocaran los de él. Al beber, el agua le resbaló por el cuello. Agua fría y maravillosa. La terminó en cinco tragos. Se pasó la lengua por los labios ajados, saboreando cada gota, y después le devolvió el recipiente abollado. Le hubiese gustado beber un poco más, pero no se atrevió a pedírselo.
Cazador puso la taza en la tarima que hacía las veces de cama y se inclinó sobre una rodilla. Emanaba de él una mezcla de olores a humo, aceite de castor, piel y salvia. El olor indio. Se clavaba en las mantas, en su piel, en su pelo. Ni una pastilla entera de jabón con un cubo lleno de agua de lavanda podrían quitarle ese olor.
Sus ojos azul oscuro se encontraron con los de ella al tiempo que le ponía la palma de la mano en la mejilla. Bajó los dedos hasta el cuello y el miedo le secó la garganta. Él la tocaba con la misma naturalidad con la que habría tocado a su caballo. Con posesión, con arrogante superioridad.
Volviendo la mirada al grupo de hombres que estaban detrás de él, gritó:
—¡Cho-cof-pe Okoom! ¡Keemah, cah boon!
Loretta no pudo evitar dar un brinco. Cazador volvió a mirar hacia ella, y en la comisura de los labios dibujó una mueca de desprecio. El viejo indio que había venido en su auxilio solo unos minutos antes se acercó hacia ellos con grandes zancadas.
—¿Hein ein mah-su-ite?
—He-be-to. ¿Heep-et? —Cazador asintió hacia Loretta—. Cona.
El anciano dio un codazo a Cazador para apartarlo de su camino y luego se arrodilló y fijó sus grandes ojos oscuros en Loretta. Aunque trató de mantenerse serena, la boca le temblaba y un músculo de su mejilla le hacía tic. Señalándola con un dedo en el pecho, el indio anciano dijo:
—Nei nan-ne-i-cut Cho-cof-pe Okoom. —Su boca arrugada se abrió en una sonrisa, mostrando unos dientes negros y decadentes—. En comanche esto quiere decir que mi nombre es Hombre Viejo. ¿Entiendes? Cho-cof-pe Okoom, Hombre Viejo.
Aunque Hombre Viejo le había salvado antes y parecía inofensivo, Loretta no podía confiar en él. No confiaba en ninguno de ellos. Se encogió cuando trató de tocarla. Cazador gruñó algo y le cogió del pelo con el puño cerrado. Ella trató de recordar una oración, cualquier oración. Para su tranquilidad, el viejo solo le tocó la frente.
—¡Te-bit-ze! —exclamó a Cazador. Dirigió una mirada acusadora al sol, y después señaló al río, balbuciendo otras palabras incomprensibles que concluyeron con una orden—. ¡Namiso!
Fuera lo que fuese lo que Hombre Viejo hubiese dicho, Cazador no pareció muy contento. Mientra el anciano se alejaba, Cazador soltó el pelo de Loretta y se puso de pie, haciéndole una señal para que se levantara también. No podía creer que quisiera que se pusiera de pie desnuda como estaba. No podía ser cierto…
—¡Keemah! ¡Namiso! —silbó. Al ver que su única respuesta era una mirada fija en él, gritó—: ¡Keemah, vamos! ¡Namiso, rápido! No pongas a prueba mi paciencia, Ojos Azules.
Loretta se apretó la piel de búfalo al pecho y sacudió la cabeza. De ningún modo iba a pasearse por allí desnuda ante todos esos hombres. No lo haría.
Un brillo peligroso salió de sus ojos.
—Obedecerás a este comanche.
El tono amenazador de su voz hizo que un miedo frío le recorriese el cuerpo, pero ella se mantuvo firme.
Con un gruñido, el indio se inclinó y la cogió en brazos, pieles incluidas. Antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que hacía, se la puso sobre el hombro, sosteniéndola con un brazo debajo de las rodillas y la otra mano agarrada a la piel para que no se cayera.
—Estúpida mujer blanca. No aprendes muy rápido.
Unos momentos después, Cazador llegó al río y se metió hasta el centro de la corriente. Con otro gruñido, la bajó del hombro sin soltar la piel que tenía agarrada, por lo que fue a caer en el agua completamente desnuda. No era momento de sentirse avergonzada. El cambio de temperatura fue tan brusco en un cuerpo febril como el suyo, que no pudo pensar en nada más. El agua le quemó la nariz y descendió por la tráquea. Todo estaba oscuro. Por un momento no estuvo segura de qué era arriba o abajo. Entonces vio un poco de luz. Se precipitó a la superficie, tosiendo y ahogándose, agitando los brazos con desesperación.
Con un movimiento rápido, Cazador tiró la piel sobre la orilla y se acercó a ella. No podía hacer pie y, a pesar de los desesperados movimientos de brazos y piernas, volvió a hundirse de nuevo, bebiendo otro buche de agua.
Cazador la cogió de los pelos y tiró de ella hacia la superficie. Después la llevó más cerca de la orilla, donde pudiera hacer pie. Acercando la cara a la de ella, apretó el puño en el mechón por la que la tenía agarrada.
—Me obedecerás —pronunció cada palabra con una claridad venenosa—. Siempre. Eres mía, la mujer de Cazador, para siempre sin horizonte. La próxima vez que me niegues con la cabeza, te pegaré.
El agua que acababa de tragar salió de su garganta en ese momento. Incapaz de detenerla, se atragantó y después tosió. El líquido despedido con fuerza le dio en los ojos. Él parpadeó y se echó hacia atrás, sin creerse lo que acababa de ocurrir. Loretta se cubrió la boca con las manos, cubriéndose los pechos con los brazos y dejando caer los hombros hacia delante.
Parecía tan enfadado, que Loretta pensó que iba a pegarle un puñetazo. En vez de eso, le soltó el pelo y le sujetó los brazos. Cuando por fin ella recuperó la respiración, la soltó y volvió a la orilla abriendo un reguero de gotas de agua a su paso. Antes de secarse la cara con la piel de búfalo, se dio la vuelta para mirarla.
Cazador se sentó en cuclillas, con los antebrazos apoyados en las rodillas. Mirando a su alrededor, dijo:
—Tus paredes de madera están lejos, Pelo Amarillo. Si tratas de escapar, este comanche te encontrará.
Hasta ese momento, la idea de nadar no se le había pasado por la cabeza. Lanzó una mirada a la corriente. Si tuviese la ropa…
—No sabes muy bien hacer de pez. No des más problemas a este comanche, ¿entendido?
Creyó detectar un tono de burla en su voz, pero cuando se volvió para mirarle, su mirada era más azul e impenetrable que nunca. Él la examinó durante unos segundos interminables. Loretta se preguntó qué era lo que estaría pensando y decidió, por el brillo en sus ojos, que prefería no saberlo.
—Tus ojos dicen que miento cuando te llamo mi mujer. Eso no es bueno. Es nuestro acuerdo, ¿vale? —Cogió un puñado de hierba y se lo pasó lentamente por los dedos, observándola de una manera que indicaba que iba a tocarla pronto, y con la misma lentitud—. Fue una promesa que me hiciste, ¿y ahora es mentira? Así son los de tu pueblo, dicen palabras vacías. Penende taquoip, palabras de miel, ¿es eso? Pero los comanches no son así. Si mientes, te cortaré la lengua y daré de comer con ella a los cuervos.
La brisa removió su melena y algunos mechones de pelo enmarcaron su rostro cincelado. Por un instante, la cicatriz de la mejilla quedó escondida, y de algún modo pareció menos impresionante. Loretta se quedó prendada de sus labios, bien definidos y angulosos, duros, tal vez por la rígida expresión que siempre tenía. Unas arrugas profundas rodeaban su boca, líneas de expresión seguramente de reírse. Ah, sí, podía imaginarlo cortándole la lengua y sonriendo mientras lo hacía.
—No te gusto mucho. Es triste, ¿eh? —Con un movimiento de la mano, señaló al mundo que les rodeaba—. El cielo está arriba y la tierra abajo. El sol muestra su rostro solo para ser ahuyentado por la Madre Luna. Estas cosas son para siempre, ¿entiendes? De la misma forma que tú eres mi mujer. La canción fue cantada mucho tiempo atrás, y la canción debe suceder. Debes aceptarlo, Ojos Azules.
Loretta hubiese querido dejar de mirarle, pero no podía. Los lazos suaves de su profunda voz se entretejían a su alrededor. ¿Debía aceptarlo? Él estaba ya pensando en entregarla a su horrible primo. Se hundió en el agua, con los brazos cruzados para esconder los pechos. ¿Podría verla en el agua?
Siguió estudiándola con la misma desconcertante intensidad.
—Cuando sopla el viento, los árboles jóvenes se doblan, las flores se mantienen a ras del suelo, la hierba se inclina. —Se golpeó el pecho con el puño—. Yo soy tu viento, Ojos Azules. Inclínate o rómpete.
Inclínate o rómpete. En toda su vida, nunca se había sentido tan impotente. Entonces se fijó en el puñal que tenía en la cadera. ¡Si él bajase la guardia aunque solo fuera un momento!
Como si supiera lo que estaba pensando, le sonrió con otra de sus sonrisas burlonas y bajó los ojos hasta su pecho, donde el agua la tocaba, justo debajo de sus dedos abiertos. Ella se abrazó con más fuerza. Él no dijo nada más, pero las palabras no eran necesarias. No podría quedarse en el río para siempre y, cuando saliese, él estaría esperando. Estaba atrapada. Siempre, para siempre, sin horizonte.
Los segundos se convirtieron en minutos. Loretta empezó a sentir frío. El comanche se cansó de su posición en cuclillas y estiró las piernas en la arena de la orilla. Puso una rodilla en el suelo y apoyó el codo en la otra, inclinado para poder seguir viéndola. Loretta estaba segura de que la sangre se le había congelado. Empezó a temblar y a castañetear los dientes. Y él seguía observándola, con la boca torcida en esa expresión burlona que ella empezaba a conocer tan bien.
Cuando por fin se levantó, ella dio un paso hacia atrás, levantando la barbilla para que el agua no le llegara a la boca. Él se inclinó para coger la piel de búfalo y la llamó.
—Keemah.
Loretta sabía ya que esta palabra significaba «ven». Ella se estremeció y miró con deseo la piel que él sujetaba.
—Keemah —repitió él. Al ver que ella no se movía, suspiró.
Hundiéndose aún más en el agua, Loretta tragó agua, se atragantó y tosió.
Él la miró extrañado, al límite de su paciencia.
—Este comanche no es estúpido. Saldrás corriendo como el viento si dejo de mirarte.
Ella sacudió la cabeza. Con el ceño fruncido, la estudió un momento.
—Esto no será pe-nan-de taquoip, palabras de miel. ¿Es una promesa que haces?
Ella asintió, castañeteando los dientes.
—¿Y no mentirás?
Cuando ella volvió a sacudir la cabeza, él tiró la piel al suelo y se dio media vuelta sobre sí mismo. A Loretta le costó creer que de verdad iba a quedarse de espaldas. Se quedó observando el ancho de sus hombros, la curva de su espina dorsal, sus largas piernas enfundadas en ante. Como los animales salvajes que cazaba, era ágil y esbelto, con un cuerpo cubierto de poderosos músculos. Si tratase de huir, él la alcanzaría antes de que hubiese dado unos cuantos pasos.
Abriéndose camino por el agua hasta la orilla, mantuvo los ojos fijos en su espalda. Al alcanzar el borde, se cortó la planta del pie con una roca. Se mordió el labio y siguió andando, con miedo a dudar ni siquiera un segundo. El corazón le latía a cien por hora cuando llegó a donde él estaba. Cogió la piel y se la puso por los hombros, agarrando con fuerza los bordes contra su pecho.
Estando tan cerca de él como estaba, pudo fijarse mejor en el lustre aceitoso de su piel y el pelo oscuro que caía del pliegue de sus axilas. No quería tocarlo, pero los segundos pasaban. ¿Era su oído tan fino como para saber que ella seguía detrás de él? Sintió que estaba de alguna forma esperándola, probándola de una forma que ella no comprendía, demostrando su poder sobre ella. Sacó una mano de debajo de la manta que la cubría y con tanta rapidez que apenas notó su piel, le tocó el hombro y volvió a meter la mano donde la tenía.
Él se giró para mirarla, fijando la vista un momento en la desnudez de sus piernas y sus pies. La humillación sonrojó las mejillas de Loretta. Él dio un paso hacia ella y se agachó para volver a cargarla sobre el hombro. Al agarrarse a su cinturón para no caerse, Loretta se dio cuenta de que, por un lado, el agua fría le había aliviado el dolor de cabeza y, por otro, la empuñadura del cuchillo del comanche estaba a su alcance…
Sin pararse a pensar en las posibles consecuencias, alargó la mano imaginando cómo sería hundir la hoja en su espalda y volver a ser libre. Cuando sus dedos empezaban a rodear el mango del puñal, él dijo:
—Mátame, Pelo Amarillo, y mis amigos vengarán mi muerte. La sangre de tus seres queridos se derramará tan lentamente como la savia gotea de un árbol herido. —Siguió andando y no hizo ningún intento de cogerle la mano—. Mis amigos conocen el camino hasta tus paredes de madera, ¿entendido? No siembres dolor detrás de ti. Es sabio.
Loretta alejó la mano del cuchillo, horrorizada por lo que había estado a punto de hacer. Su familia. Ellos volverían y matarían a su familia…
Los otros indios les rodearon riéndose cuando Cazador apareció en el campamento con ella en el hombro. Aunque los pelos sueltos de su trenza le cubrían la cara, aún pudo ver el rostro desfigurado del primo de Cazador. Él le dirigió una sonrisa grotesca y se metió la mano bajo el taparrabos para acariciarse. Los ojos le brillaban de lascivia. Otros hombres se quedaron de pie junto a él y empezaron a reírse y a mover las caderas. Tanta obscenidad la perturbó. Y el hecho de que Cazador no dijese nada al respecto la llenó de terror. Estaba claro que no tenía ningún reparo en compartirla con sus amigos.
Después de que Cazador la pusiera en la tarima cubierta de pieles, un lugar que ella empezaba a ver ya como prisión, agarró con fuerza la piel de búfalo que la cubría y se puso tumbada de lado. «No siembres dolor detrás de ti.» Se sentía como un animal en una trampa, esperando al trampero y a una muerte segura.
El sol le quemaba los párpados cerrados, rojos y calientes. Loretta oyó que Cazador se alejaba a corta distancia, y oyó que murmuraba algo. La respuesta llegó en forma de relincho. Levantó las pestañas y vio que el comanche metía las manos en unas alforjas. Sacó sus calzones con volantes, la camisa de piel de ante que había llevado a la granja el día anterior por la mañana y una talega de las que se cerraban con un cordón fruncido. De vuelta ya a donde ella estaba, se acercó los calzones a la nariz para olerlos.
Sus ojos se encontraron cuando Cazador apartó la ropa de olor a lavanda de su cara. Por primera vez, sonrió de verdad. Suavizó su expresión por tan poco tiempo que Loretta hubiese pensado que solo lo había imaginado, si no hubiese sido por el centelleo que quedó en sus ojos oscuros.
Se puso de rodillas junto a ella y tiró la ropa sobre las pieles, enseñándole la talega.
—Grasa de oso para las quemaduras. Te pondrás de espaldas.
Sus miradas coincidieron, y en la de él aún persistía una expresión divertida. Los segundos se medían por el salvaje golpeteo de su corazón. ¿Quería frotarle el cuerpo? Ah, Dios, ¿qué podía hacer ella? Sostuvo la manta con todas sus fuerzas.
Cazador se encogió de hombros, como si su resistencia no le importase lo más mínimo, y abrió la talega.
—Desde luego no eres muy lista, Ojos Azules. Te pondrás de espaldas.
Loretta imaginó a sesenta guerreros cayendo sobre ella. Como si él necesitase que alguien lo animase. El odio y la impotencia la hicieron temblar. Cazador la observó, con una expresión indescifrable mientras esperaba. Ella quería tirarse sobre él, arañarle y morderle. En vez de eso soltó un poco la piel de búfalo y se dio media vuelta sobre el estómago.
Al apoyar la cara en la apestosa piel, las lágrimas rodaron por sus mejillas, agolpándose y haciéndole cosquillas a ambos lados de la nariz. Bajó las manos junto a las caderas y se quedó rígida, esperando a que él tirara de la manta. La vergüenza le subió caliente hasta la cara, al imaginar a todos esos hombres horribles mirándola.
Sintió la ausencia de las pieles y respiró hondo. Una palma grasienta le tocó la espalda y se deslizó hacia abajo con tanta lentitud que su piel tembló y sus nalgas se contrajeron. Estaba tan centrada en su contacto, en lo vergonzoso que resultaba, que tuvieron que pasar varios segundos antes de comprender que seguía cubierta, que él había deslizado el brazo por debajo de la manta, de forma que nadie, ni siquiera él, pudiese verla.
El alivio, si es que podía llamarse así, duró poco, ya que él empezó a embadurnar cada palmo de su cuerpo con la grasa y después le separó los brazos para poder llegar a las partes quemadas de la piel que había en sus costados. Ella se resistió, pero al final la fortaleza física pudo más. Cuando sus dedos rozaron la ondulación de su pecho izquierdo, los pulmones le dejaron de funcionar y su cuerpo se quedó paralizado.
Él dudó, pero después continuó con la friega, hundiendo sus dedos entre la manta y ella para alcanzar el pezón. El sol no había llegado hasta allí, y ella sabía que con esta caricia solo pretendía dejar clara cuál era la situación. Ella le pertenecía, y la tocaría cuando quisiera y donde quisiera. Loretta no pudo reprimir un sollozo. Una vez más, sintió que su mano se detenía. Su mirada le quemaba en la espalda, tangible en su intensidad.
Al fin sacó el brazo de debajo de la manta y se echó hacia atrás. Loretta dobló el cuello para mirarle la cara oscura, sin preocuparse de secarse las lágrimas, demasiado derrotada como para intentar que no las viera. Él puso la talega de cuero en la tarima, junto a ella. Por un instante creyó ver un destello de piedad en sus ojos.
—Tú pones el resto, ¿de acuerdo? Y ponte la ropa.
Con esto, se levantó, dándole la espalda. Se alejó para sentarse junto al único fuego que quedaba. Loretta pegó la manta de piel a sus pechos y se sentó, bastante extrañada de ver que la había dejado sola para vestirse.