Capítulo 10
Para cuando el conejo estuvo listo, Cazador estaba muy confuso por cómo debía manejar a su prisionera y tenía serias dudas de que hubiese sido acertado no castigarla la noche anterior. Había tirado la comida al suelo. Al ofrecerle agua, la había apartado de un manotazo. Antes o después se vería obligado a castigarla.
Cuando Búfalo Rojo y dos de sus amigos se acercaron tranquilamente al fuego para coger la porción de carne que Búfalo Rojo había cazado, Cazador echó una mirada a la chica, con la esperanza de que tuviera la prudencia de comportarse.
Búfalo Rojo sonrió al arrodillarse junto al fuego. O se había olvidado de la discusión que habían tenido sobre la chica o estaba preparándose para otro asalto.
—Huele bien, Cazador —dijo Búfalo Rojo—. ¿Quién necesita una mujer, eh?
—Lo único que hacen las mujeres es fastidiar. —Fabricante de Flechas, uno de los amigos de Búfalo Rojo, se inclinó para coger un trozo de la pata del conejo. Tan delgado como las armas que pulía, Fabricante de Flechas apenas proyectaba una sombra cuando se ponía de lado y tenía más necesidades de una mujer que cualquiera de los otros valientes que Cazador conocía—. Prefiero circular por los tipis. ¿Para qué atar una cuerda y ver a la misma arpía cada noche?
—Solo ten cuidado de que ningún marido celoso te descubra. —Cazador quitó el conejo del asador, sacudiendo la mano cuando la carne caliente le quemó los dedos—. Me gusta pensar que tengo una mujer en mi hogar. Los inviernos pueden ser muy largos sin alguien que caliente tu piel de búfalo.
Búfalo Rojo examinó a la pelo amarillo.
—Si es por eso por lo que la quieres, entonces eres un estúpido. Las mujeres blancas se acuestan a tu lado como un bloque de piedra.
Cazador colocó la carne carbonizada en un trozo de cuero. Con la mirada puesta en la mujer de pelo amarillo, se encogió de hombros.
—Incluso la piedra puede ser trabajada para que sirva a las necesidades de un hombre. Quizá con un buen profesor, termine por ser pasable.
Búfalo Rojo escupió en el fuego y dirigió una mirada provocativa a la mujer.
—Eres demasiado blando con ella. Lo que necesita es mano firme. Déjamela unos días. Yo la enseñaré.
Poniéndose en pie, Búfalo Rojo empezó a caminar hacia el jergón. Aunque Cazador se quedó junto a la carne, era consciente del miedo de la muchacha. Búfalo Rojo la cogió por el pelo y le obligó a bajar la cabeza.
Le dijo en inglés:
—¿Lo pasaremos bien juntos, eh, mujer? —Con una risa baja, le puso la mano en el pecho, sobándoselo con crueldad por encima de la camisa de Cazador—. ¿Mientras te enseño cómo jugar nuestros juegos?
Aún en cuclillas, Cazador se giró sobre sus talones, con el cuchillo en una mano. Si alguien iba a tratar mal a la chica, ese sería él.
—Déjala.
—¿Que la deje? —le dio un tirón del pelo—. Primo, ¿no estarás pensando en retarme por una apestosa pelo amarillo?
Los ojos de la chica se abrieron tanto que parecía que iban a salírsele de la cara. Estaba sentada, con los hombros caídos y los brazos cubriendo sus pechos para protegerse. Había torcido el cuello para que el tirón de Búfalo Rojo no le hiciese más daño.
—Si quieres una pelo amarillo para jugar, Búfalo Rojo, ve y roba una. Esta me pertenece.
Los ojos de Búfalo Rojo se fijaron en el cuchillo que Cazador tenía en la mano.
—¿Estás buscando pelea? Siempre lo hemos compartido todo.
—Nuestras mujeres, no.
—Ella es una esclava, no una mujer.
—La mujer de la profecía.
—¡Ai-ee! —Ishatay, Boñiga de Coyote, se levantó del fuego y se puso entre los dos primos—. ¿Acaso habéis estado bebiendo del agua de la estupidez? Déjala en paz, Búfalo Rojo. No merece la pena.
Cuando Búfalo Rojo soltó a la chica, le dio un empujón que la hizo rodar por el suelo. Cazador fijó la mirada en su cara y vio las lágrimas que nublaban sus ojos, lágrimas involuntarias, estaba seguro de ello, por el tirón tan perverso de pelo que había sufrido. De otra forma, era demasiado orgullosa para llorar por tan poco. Cazador sintió un nudo en el estómago.
Búfalo Rojo gruñó mientras volvía hacia el fuego:
—Ponme mi comida. Quiero salir de aquí. La peste me pone enfermo.
Al recordar cómo Búfalo Rojo había tocado el pecho de la mujer, Cazador empezó a temblar. La reacción le resultó tan inexplicable que no podía concentrarse en otra cosa que no fuera en desenfundar el cuchillo y coger un trozo de conejo.
—Coge tu parte y vete a comer a otro lado.
—¿La eliges a ella en vez de a mí?
Sin hacer caso a la pregunta, Cazador caminó hasta el jergón para dar a la chica su ración. En el momento en que extendió la mano hacia ella, lo golpeó con el brazo y tiró por el suelo el trozo humeante de conejo. El sonido que hizo al caer pareció resonar en el suelo. Cazador se quedó mirando la carne, y después miró a la chica, sin poder creer lo que veía.
—Si no la castigas por esto, ¡lo haré yo! —gruñó Búfalo Rojo.
Cazador oyó que su primo se dirigía hacia ellos. La chica se encogió, con los ojos muy abiertos al ver la mano de Búfalo Rojo cerca de su brazo. Cazador cogió a su primo de la muñeca.
—Es mi mujer. Yo me encargo.
—¿Como hiciste anoche?
Cazador estaba a punto de perder la paciencia. Tiró de Búfalo Rojo para hacerle perder el equilibrio y lo amenazó acercándole el puño a la cara.
—¡He dicho que yo me encargo!
Búfalo Rojo se encogió de hombros y dio un paso atrás.
—Es mi carne la que ha tirado al suelo.
—Y ella es mi mujer. Por consiguiente, me corresponde a mí enseñarle. No a ti.
Cazador cogió a la chica por la muñeca y tiró de ella para ponerla en pie. Se dirigió hacia un tronco que había allí cerca, y la obligó de un empujón a ir con él. Ella le impidió el paso y trató de abrirle los dedos con los que le sujetaba el brazo. Cazador le dio otro empujón, poco dispuesto a aguantar su insolencia.
En el momento en que iba a sentarse en el tronco, ella volvió a intentar alejarse de él. Esta vez estuvo a punto de conseguirlo. Aunque era pequeña, era tan rápida y escurridiza como una sabandija. Se enzarzaron en una trifulca, en la que Loretta le golpeó la cabeza con el codo haciéndole ver las estrellas.
Centrado en darle una lección, Cazador olvidó todo lo demás: las quemaduras, Búfalo Rojo, sus amigos… Se sentó bruscamente en el tronco y de un tirón la sentó en su regazo. La obligó a tumbarse sobre sus rodillas. La respiración de Loretta se hizo entrecortada.
—Aprenderás a no luchar conmigo.
Ella arqueó la espalda, con la vista fija en su brazo izquierdo. Cazador sabía lo que estaba pensando, y esto le hizo enfadar aún más. Cogiéndola por la nuca, le tiró de la cabeza hacia atrás antes de que pudiera hundirle los dientes. Con la pierna izquierda, inmovilizó las de la chica entre sus muslos. Ella se puso a dar puñetazos al aire, tratando de golpearle, pero Cazador la tenía justo como quería, atrapada y con el trasero hacia arriba.
—¡Samos, uno! —empezó a contar mientras le pegaba con la palma de la mano—. ¡Wahat, dos! ¡Pihet, tres!
Búfalo Rojo y sus amigos se acercaron a ellos, riéndose. Los castigos de este tipo no eran muy habituales en su poblado.
—¡Ai-ee! —Boñiga de Coyote puso los brazos en jarras y se dobló por la cintura. Fue contando los azotes con Cazador y en el cuarto gritó—. ¡Hi-er-oquet!
El delgado cuerpo de la muchacha se agitó tan violentamente que Cazador hizo un gesto de dolor. ¿Por qué no dejaba de enfrentarse a él? Nunca antes había pegado un trasero tan suave. Podía imaginar lo mucho que debía picar su azote. ¿Y aun así ella movía las piernas y trataba de escapar?
Volvió a darle otro azote.
—¡Mau-vate! Van cinco, Ojos Azules. Deja de luchar, y dejaré de castigarte.
Ella le respondió clavándole los dientes en el muslo. Cazador gruñó y la cogió por el pelo para quitársela de encima. ¿Pensaba que podía permitirle algo así delante de su gente? Volvió a azotarle en el culo. Inclinándose para verle la cara, le dijo entre dientes:
—¡No lucharás contra mí!
Por un instante, sus ojos azules, brillantes de odio, dolor y orgullo, se encontraron con los de él. Para escupirle. El líquido dio de lleno en la cara del comanche. El sexto azote fue más fuerte que ningún otro. Inclinándose a un lado otra vez, miró sus ojos azules y dijo:
—¿Quieres luchar? ¿Eh? ¡Kerwhack! Bien. Eso es bueno. Lucharemos. —Y volvió a azotarla—. ¿Sigues queriendo escupirme? ¿Eh?
A juzgar por el número de voces que oía a su alrededor, imaginó que se habría congregado una multitud. Había dejado de importarle. Todo lo que le importaba era hacer que la mujer cediera. Nadie antes se había atrevido a ponerle furioso y vivir para volver a cometer el mismo error. Excepto esta chica. No volvería a andar el mismo camino. Él se ocuparía de ello.
Estaba tan concentrado en hacer que dejara de desafiarle que olvidó la cuenta de los azotes. Aun así ella siguió luchando, agitándose, pataleando y pegándole en las piernas con los puños. ¿No se daba cuenta de que no podía dejar de castigarla si los hombres seguían mirando? A través de la fina tela de sus calzones, podía ver la piel enrojecida de sus nalgas. Entonces supo que no iba a ceder.
Al levantar la mano para volver a pegarla, dudó. Su cuerpo delgado se agitó y tensó esperando el golpe. Entonces le sobrevino una sensación de desprecio por sí mismo. Había luchado y matado a muchos hombres. En ello, veía al menos un sentimiento de victoria, incluso de honorabilidad cuando se trataba de un duro adversario. ¿Pero en esto? La victoria, cuando la consiguiera, si es que alguna vez sucedía, sería como tierra en su boca. Como si estuvieran a mucha distancia, oyó la risa de sus amigos, sus voces animándole.
Con un gruñido de disgusto, Cazador apartó a la chica de sus rodillas. Ella cayó al suelo y se puso a cuatro patas, con el pelo dorado convertido en un amasijo de rizos, su cara quemada y cubierta de lágrimas, sus ojos llenos de impotencia y rabia. Aunque el número de contrincantes le superaba con creces y tenía poca fuerza con la que luchar, seguía sin rendirse. Los hijos que tuviese serían grandes guerreros. Por primera vez, Cazador se preguntó si los dioses no estarían riéndose de él.
Con más furia que dolor, Loretta apretó los puños y se quedó mirando fijamente a su captor. La risa de los otros hombres era como un rugido en sus oídos, y el sonido hacía que la humillación fuera completa. La rabia la invadía. Trató de ponerse en pie. Alejarse. Era en lo único en lo que podía pensar. Alejarse de Cazador.
Girando sobre sí misma, echó a correr con todas sus fuerzas. En lo único que podía pensar era en poner un pie delante del otro. No se preocupó de saber si Cazador estaba siguiéndola. Ni si los otros hombres iban a rodearla. Cuando notó su cara estampada en un sólido pecho y sintió las manos que le cogían por los brazos, parpadeó para ver mejor y después se desplomó. Lo siguiente que notó fue algo duro que le tocaba la cabeza por un lado, y luces que refulgían frente a ella. Se tambaleó y cayó al suelo con las piernas abiertas, cegada por una negrura cubierta de estrellas.
Trató de ponerse de rodillas. El cuerpo le pesaba como si fuera un paño mojado. Podía oír las voces enfadadas que subían y bajaban de volumen a su alrededor. Volvió a intentar ponerse de pie pero no pudo. Alguien la agarró por los hombros y le dio la vuelta. Una sensación de ingravidez la invadió. Trató de abrir los ojos para ver quién estaba tocándola. Por favor, Dios, que no fuera el primo de Cazador.
Recogió a su mujer de pelo amarillo de la tierra, atontada y finalmente derrotada. Sentía una rabia profunda de que Boñiga de Coyote se hubiese atrevido a pegarla. También temía que el puño del otro hombre le hubiese hecho algo serio.
Cazador bajó la vista en busca de los ojos desorientados de la muchacha, con el corazón en un puño. Por fin la veía rendida. Solo unos momentos antes, ese había sido su propósito, pero ahora, deseaba que volviera a escupirle y a darle patadas. Estos últimos días sus sentimientos habían sido tan resbaladizos y frágiles como los copos de nieve. Tal vez se parecía más a su hermano Guerrero de lo que había imaginado.
Gruñó a los otros hombres para que se apartasen y llevó a la chica al jergón de pieles, donde la tumbó suavemente. Se arrodilló junto a ella.
—¿Hah-ich-ka ein, dónde estás, Ojos Azules?
—Cazador, ¿se encuentra bien?
Cazador levantó los ojos y vio a su joven amigo, Antílope Veloz, inclinado sobre ellos. El chico parecía preocupado.
—Creo que sí. ¿Déjanos a solas, amigo mío? Si se despierta y ve otra cara extraña va a asustarse.
Antílope Veloz asintió y empezó a alejarse.
—¿Hay algo que pueda hacer? ¿Te traigo agua o algo?
—No, solo déjanos.
—Es muy valiente, ¿verdad? Como su hermana.
Cazador asintió e hizo un gesto para que los dejara solos. Las pestañas de la muchacha parecieron sombrear sus mejillas. Aletearon débilmente, en un intento por levantarse. Cuando por fin lo hicieron, Cazador vio unos ojos mucho más azules de lo que la profecía había vaticinado. Eran azules como el cielo de verano, sí, pero mucho más brillantes. Las lágrimas húmedas reflejaban la luz del sol, recordándole olas de calor lejanas. Le temblaba la comisura del labio y se vio incapaz de incorporarse sobre los codos.
—Te quedarás quieta —le ordenó en voz baja.
Ella frunció el ceño y parpadeó. Con miedo a lo que pudiese encontrar, Cazador se inclinó sobre ella y empezó a palparle la frente y la mandíbula. Aunque parecía hacer muecas de dolor, no pudo detectar ningún hueso roto, ni ninguna muestra de moratón. El puño de Boñiga debía de haberle golpeado la cabeza. Esto le había mareado un poco, pero no parecía que hubiese sufrido ningún daño grave.
Aliviado, Cazador retiró con suavidad los mechones dorados de sus mejillas, fascinado por la manera en la que los cabellos, libres ya de la trenza, se enroscaban en sus dedos sin oponer resistencia. La espiral dorada encendió al mismo sol y pareció prender fuego. Ya no le parecía del color de la hierba seca, sino que vio por primera vez lo que parecían rayos de sol. Entonces se fijó en su cara, y recorrió lentamente la delicada línea de sus cejas y la curva de su pequeña y bronceada nariz. Un vello suave brillaba en la sombra de su labio superior y recorría la línea de sus mejillas. No supo por qué, pero de repente sintió ganas de sonreír.
Cuando Loretta empezó a recobrar la visión, se sorprendió del contraste que suponía la dureza de la cara del comanche con la dulzura de su caricia. Y aún le sorprendió más la expresión de preocupación que vio en sus ojos. Apartándose el pelo con la mano, volvió a parpadear. Este indio debía de haberla golpeado tanto que ya no sabía lo que veía. Era la única explicación. Había hecho todo lo posible por enfurecer a Cazador, le había insultado, lo había mordido, le había escupido. ¿Y lo único que conseguía a cambio eran unos azotes y esta expresión de preocupación en su cara? Tío Henry le habría pegado mucho más fuerte y durante más tiempo por mucho menos.
Cazador le puso una mano en el pelo y se lo acarició con sus cálidas y encallecidas manos. Cuando alcanzó un lugar más sensible, Loretta hizo una mueca de dolor, pero sin tener fuerzas para resistirse.
—No es sabio luchar cuando no puedes ganar, Ojos Azules. Te he dicho estas palabras antes, ¿verdad? No escuchas muy bien. —Al echarse hacia atrás sobre sus talones, pudo ver una leve sonrisa en sus labios—. Cuando nadie nos vea, lucha la gran lucha con este comanche, ¿de acuerdo? Solo cuando nadie nos vea. Si no tendré que castigarte, ¿lo entiendes? —Dejó de sonreír—. Conmigo, nunca con Boñiga de Coyote. —Se dio un puño en el pecho—. Che kas-kai, corazón malo. ¿Entiendes? Él es mocho-rook, cruel.
Loretta había dejado de escucharle para centrar su atención en los otros indios congregados no muy lejos de allí. Se quedó paralizada al darse cuenta de que su destino podía haber sido muy diferente si hubiese ido a parar a manos de algún otro que no fuera Cazador. La cabeza le daba vueltas. ¿Cuántas veces había oído hablar de Cazador con terror? Despiadado, malvado, una amenaza para la frontera. Estas eran solo algunas de las cosas que se oían de él. Y sin embargo, estaba aquí recomendándole que luchara sus batallas solo con él para que nadie le hiciese daño.
Después de concederle unos minutos para que recuperase el equilibrio, Cazador se levantó y volvió de dos zancadas al fuego para coger su ración de conejo. Ya de vuelta al jergón, sacó el cuchillo y partió una buena tajada de carne para ofrecérsela. Loretta sabía que el indio debía de estar hambriento, y que el trozo que tenía no era tan grande como para compartirlo. Después de la forma en la que había estado comportándose, le pareció increíble que aún siguiese ofreciéndole comida. Si hubiese sido al contrario, ella le hubiese dejado morir de hambre, ¡así se pudra! Hizo un esfuerzo por apoyarse sobre un codo. Él se inclinó y le acercó la carne.
—Comerás —una risa inconfundible transformó su cara—, para que estés fuerte. No podemos luchar la gran lucha si estás muerta de hambre.
Loretta bajó los ojos. Se vio inundada de una maraña de sentimientos contradictorios. Por un lado, detestaba a este hombre. No tenía por qué preocuparse de si tenía o no suficiente comida para él, ni tenía por qué sentirse culpable por haber tirado su estúpida carne. Pero al mismo tiempo, sí que se sentía avergonzada. Y por su vida que no podía aceptar la carne para después tirarla al suelo. Se odiaba por eso y le odiaba por provocar en ella unos sentimientos tan contradictorios.
Al ver que no cogía la carne, se agachó a su lado. ¿Por qué no la dejaba en paz? Estaba tan cansada, tan horriblemente cansada. Cansada de tener miedo. Cansada de enfrentarse a él. Cansada de luchar consigo misma.
—¿Hein ein mah-su-ite, qué quieres? —le preguntó en voz baja—. El pequeño conejo es bueno. Los tosi tivo, los hombres blancos, comen conejo, ¿no?
Loretta apartó la cara.
Él suspiró.
—Ojos Azules, verás en mi interior, ¿eh? —Como sujetaba aún los dos trozos de carne, no le quedaban manos libres, así que tuvo que tocarle el hombro con la frente—. Nabone, mira.
Por primera vez, pudo detectar un tono de súplica en su voz, apenas irreconocible entre toda su arrogancia.
Cuando ella levantó los ojos para mirarle, sus miradas se encontraron durante un momento.
—Tú eres to-ho-ba-ka, el enemigo. Es así, ¿eh? ¿Tosi mahocu-ah, una mujer blanca? Y yo soy el enemigo de tu gente, un Te-j-as, un comanche. —Extendió un brazo e hizo un movimiento ondulatorio con él—. Serpientes que regresan, ¿eh? —Una sonrisa transformó su rostro. Por un momento, no solo parecía humano, sino hasta apuesto—. Te gusta esto, ¿eh? El comanche y las serpientes, ¿todas iguales?
La risa le hizo perder el equilibrio, y ella volvió a apartar la cara. Él le puso un trozo de carne bajo la nariz.
—El conejo no es to-ho-ba-ka, el enemigo. Él es tao-yo-cha, hijo de la Madre Tierra, ¿eh? Puedes comerlo. No es rendirse cuando comemos los frutos de la Madre Tierra.
El olor del conejo embriagó las fosas nasales de Loretta, haciéndole la boca agua. Contra su voluntad, puso los ojos en la jugosa y rosada carne. Le dolía el estómago del hambre que tenía. Pensó que iba a desfallecer de un momento a otro. ¿Qué era lo que intentaba probar, de todas formas? Y aunque así fuera, ¿quién iba a saberlo? Ella lo sabría, por supuesto, pero el orgullo no iba a llenarle el estómago.
Cazador acercó aún más su oferta.
—¿Lo comerás? No pertenece a nadie.
El olor era casi irresistible. Pero, haciendo una mueca de dolor al notar sus nalgas doloridas sobre el jergón, se sentó y rechazó la carne.
Él gruñó con desaprobación y se sentó junto a ella en la piel. Siguió un silencio sepulcral en el que pudo oír el sonido de su mandíbula masticando la carne. Nunca nada en este mundo había olido tan bien como ese conejo.
—¿Comerás frutos secos y bayas?
Loretta le miró y después dirigió la vista hacia el montón de talegas de piel que tenía, recordando la mezcla que había tirado al suelo con anterioridad. El orgullo se le quedó atrapado en la garganta.
—¿Vas a caminar sobre tus pasos, eh, para volver por un camino diferente? Mi ner-be-ahr, mi madre, cogió las bayas y las nueces. Guerrero, mi hermano, encontró el árbol de miel. Son frutos de la Madre Tierra, ¿eh? Como el conejo.
El olor de la carne le entraba por la nariz. Miró hacia el frente. No podía permitirse claudicar.
Como si él sintiese lo cerca que estaba de rendirse, se puso en pie y fue a buscar la talega en la que tenía los frutos secos y una cantimplora de calabaza. Ya de vuelta, aflojó la cinta que cerraba la talega y la puso sobre las pieles, en medio de los dos. Después de coger un puñado de frutos secos para él, le hizo un gesto para que hiciera lo mismo.
Al ver que ella no hacía ningún movimiento, dijo:
—Es bueno, ¿eh? Cogerás un poco. No hará mal a tu estómago.
Loretta empezó a llorar. ¿Quién había dicho que la carne era débil? No era cierto. La necesidad de la carne mandaba. La sed bebía. El frío buscaba abrigo. Y el hambre comía.
Podía casi saborear la dulzura de las nueces en su boca. Deseaba devorar todo el contenido de la bolsa. Le ofreció la cantimplora con agua. Ella dudó y después negó con la cabeza. Sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que descubriera que se había propuesto ayunar. No comería ni bebería. Ni esta mañana, ni nunca. Sabía que se iba a enfadar, y le daba miedo. Pero había cosas que ni siquiera él podía obligarle a hacer.
Mientras él terminaba su comida, Loretta trató de consolarse acurrucada sobre sí misma. Sabía que la observaba. Se concentró en los sonidos y trató de olvidarse de la existencia del comanche. Era imposible. Las hojas de los árboles danzaban encima de ellos, y la luz del sol se reflejaba en el suelo como motas de oro a través del manto de hierba. Ella estudió las distintas formas que dibujaban y deseó que él se fuera. Deseó estar en otro sitio, en cualquier otro sitio.
Incapaz de soportar el silencio del hombre que tenía al lado por más tiempo, se obligó a mirarle. Unos ojos de color azul índigo atraparon los de ella, y reflejaron sombras y luces, una expresión cambiante e imposible de descifrar. Sus facciones, esculpidas en cobre bruñido, tampoco daban ninguna pista. El viento elevaba su pelo, que se movía en ráfagas oscuras sobre su rostro y se enredaba con sus pestañas. Él seguía observándola con intensidad, y aunque su expresión era de lo más seria y circunspecta, tuvo la impresión de que estaba burlándose de ella.
Entonces él se levantó de repente, haciéndole dar un brinco de sorpresa. Se acercó a la silla de montar y puso en su sitio la talega de comida. Cuando volvió, traía una cuerda en la mano. Sin mirar siquiera lo que estaba haciendo, hizo un nudo y le rodeó el cuello con la cuerda.
Apretó un poco el nudo junto a su garganta y dijo:
—Daremos un paseo.
Loretta lo miró horrorizada.
—No te rindes bien, Ojos Azules. La cuerda es sabia. No lucharás la gran lucha en el bosque, no dirás palabras de miel, no mentirás, no habrá gente contenta, ni caballos muertos. —Tiró de la cuerda—. Keemah, vamos.
Loretta se preguntó si sería capaz de estrangularla si ella tirase demasiado. Echando un vistazo al extremo de la cuerda que él sostenía, se dio cuenta de que no tenía valor para comprobarlo. Se puso en pie con desgana y caminó obedientemente junto a él hacia el bosque.
Excepto por los paseos vigilados que tuvo en el bosque, Loretta pasó el resto del día sentada a la sombra del roble, siempre bajo la mirada atenta de su captor. Sufrió los cuidados para sus quemaduras con estoica pasividad, sabiendo que no le quedaba ninguna esperanza de escape. Él la trataba con intachable amabilidad, algo que, lejos de tranquilizarla, hacía que se sintiera más miserable. Debía de estar jugando con ella. No sabía qué podía esperar de él en ningún momento.
Al anochecer, la monotonía se vio interrumpida por un estruendo de caballos. Una docena de guerreros se acercó al campamento y desmontó en medio de una nube de polvo. Loretta los observó con indiferencia. Rodeada como estaba de tantos salvajes, unos pocos más no le parecían interesantes. Pero uno de los jinetes se había quedado en el caballo. Lo miró con más detenimiento y entonces se le aceleró el pulso. ¿Tom Weaver? Clavó los ojos en Cazador, que estaba echando más leña al fuego. Después de devolverle la mirada con esa expresión indescifrable tan característica de él, se levantó y fue a dar la bienvenida a los recién llegados.
Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Loretta. ¿Por qué no estaba Tom muerto? Si estos otros indios le habían tenido prisionero todo este tiempo, ¿dónde lo habían retenido? ¿Y por qué lo traían aquí? ¿Para matarlo? Se agarró las rodillas, clavándose las uñas en la piel. No podría soportar ver cómo le torturaban. ¿Pero qué podía hacer para detenerles? Ni siquiera podía salvarse a sí misma.
Después de conversar con los otros indios, Cazador agarró la brida del caballo de Tom y lo condujo hasta el campamento. Loretta examinó a su amigo. Tenía un moratón en la mejilla, por encima de la barba, y una cuerda rodeaba su enrojecido cuello. Tenía la camisa rasgada a la altura del hombro y los bordes manchados de sangre. Parecía aterrorizado, una expresión que ella conocía demasiado bien.
Cazador le cortó las ataduras de los pies y tiró de él para que bajase del caballo. Tom se tambaleó y estuvo a punto de caer. Cazador lo observó, y después lo llevó hasta el fuego, donde le tocó en el hombro para que se sentara. Tom se volvió hacia Loretta.
—¿Estás bien, chica? ¿Te han…?
Cazador le dio una patada en la parte baja de la espalda. Tom se quedó sin palabras, sus ojos azules buscando los de ella. Loretta sabía lo que estaba preguntándose. Empezó a hacerle señas para responderle, pero Cazador puso los ojos en ella. Aunque sabía que Tom iba a pensar lo peor, bajó la cabeza. Si enfadaba al comanche, podría pagarlo con Tom.
—¡Eres un sucio bastardo! —gritó Tom.
Sin creer lo que estaba oyendo, Loretta levantó los ojos justo a tiempo para ver el brillo del metal. Cazador puso el cuchillo en la garganta de Tom y se agachó junto a él. No hacían falta más palabras. Un sonido más de Tom, y Cazador lo mataría.
Ella se puso de rodillas. Ese mínimo sonido suyo fue suficiente para desviar la atención del comanche hacia ella. Levantó las manos en señal de súplica. El aire vibró por la tensión. Entonces, lenta y deliberadamente, Cazador alejó el cuchillo de la laringe de Tom y se lo metió en la funda.
Aliviada, Loretta volvió a sentarse en el jergón. Cazador tiró otro trozo de madera al fuego, levantando una nube de chispas en el aire. Algunas alcanzaron a Tom, que trató de quitárselas de encima con sus torpes manos atadas. Al hacerlo, perdió el equilibrio y cayó hacia un lado.
Cazador se agachó junto al fuego y se cruzó de brazos, con la vista fija en las débiles llamas mientras Tom trataba de volver a sentarse. Sus ojos irradiaban ese brillo de burla que Loretta había llegado a conocer tan bien. Después de un rato, dijo:
—Cuando salga el sol, nos marcharemos. Serás libre, hombre viejo.
Tom le miró sin creérselo.
Cazador seguía mostrando esa expresión divertida que tanto odiaba Loretta. Después la miró:
—Yo no siembro dolor detrás de mí.
Los músculos de la garganta de Tom se tensaron cuando intentó hablar. Por fin lo consiguió, pero las palabras salieron de su boca en forma de graznido.
—¿Y ella qué?
—Ella viene conmigo.
—Te la co… compraré. Ri… rifles, puedo conseguir rifles. Y cartuchos.
Sin duda esta información pareció interesar al comanche. El corazón de Loretta se llenó de esperanza.
—¿Tienes rifles?
—Eh, …no. Pe… pero puedo conseguirlos.
Cazador estudió a Tom durante un rato, y después bajó los ojos hacia Loretta.
—Por favor —susurró Tom—. Hay otras mujeres que puedes robar. No te lleves a esta. Deja que vuelva a casa con su familia. —Se le quebró la voz—. Ella no te ha hecho ningún daño.
Después de un buen rato, Cazador volvió a centrar su atención en el fuego.
—Este comanche no vende a su mujer. Ni siquiera por rifles. Ella va conmigo.
—¿Por qué esta chica?
Cazador tiró un trozo de madera a las llamas.
—Otra no lo hará.
El silencio cayó sobre los tres, tan pesado como la oscuridad que pronto les rodearía. Loretta apoyó la espalda contra el árbol y miró a través del claro. La desesperanza se apoderó de ella. Mirase a donde mirase, solo veía indios. Ni Tom ni ella podían hacer nada frente a ellos. Y estaba igual de asustado. Al verle temblar de miedo confirmó su creencia de que los comanches no solo eran traicioneros, sino imposibles de esquivar. Se necesitaría un ejército para rescatarlos, y ese ejército estaba luchando en el norte.
Desataron a Tom el tiempo suficiente como para tomar parte de una frugal comida consistente en agua y carne seca. Después de que los dos hombres terminaran de comer, Cazador arrastró a Tom hasta el árbol en el que estaba Loretta. Le puso los brazos detrás para que abrazase de espaldas el árbol y le ató las muñecas con una tira de cuero. Los dejó juntos mientras él se dedicaba a preparar el fuego para la noche.
—Solo tendremos unos segundos, chica, así que escúchame bien —susurró Tom con una urgencia casi febril—. Son los quohadis, la tribu más fiera y cruel de todas estas tierras. Te llevará a las llanuras Staked. Y una vez allí… bueno, sabes lo que esto significa.
Loretta asintió. Muy pocos hombres blancos se aventuraban por aquellas tierras. Pocos se atrevían. Cuando Cazador la llevase lejos de la civilización, no habría esperanza de rescate. Aunque tampoco parecía haberla ahora.
—Mañana, cuando se vayan, seguramente me matarán. Si no lo hacen, me dejarán sin caballo. Estamos demasiado cerca de Belknap y no van a arriesgarse a que pueda ir cabalgando a pedir ayuda. —Se inclinó sobre el roble y suspiró—. Ojalá tuviese un arma.
Loretta sintió una acidez en la lengua. Sabía lo que Tom estaba pensando y lanzó una mirada asustada al fuego para ver si Cazador los estaba escuchando.
Tom hizo un pequeño sonido metálico al tragar.
—Parece tener una fijación contigo. Y diablos que no hay nada que yo pueda decirle para hacerle cambiar de idea. —Hubo un breve momento de silencio entre ellos—. Sabes lo que tienes que hacer, chica.
Loretta no quería mirarle.
—Nunca dejará que te acerques a un arma a menos que lo hagas rápidamente. Eso no entra en los juegos que a ellos les gusta jugar. No tienes otra opción, muchacha. Ninguna. No comer ni beber es otra salida. Sabes cómo odio tener que decirte esto, pero es mejor que… —Soltó un suspiro—. Ahí fuera, en sus praderas con este calor, no durarás más de tres días sin agua, quizá menos. Si me dejan vivo, trataré de reunir ayuda e ir a buscarte antes de que… —La miró fijamente en la oscuridad—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, Loretta Jane?
Una risa histérica luchaba por salir de su garganta. ¿De verdad creía Tom que era tan estúpida? ¿Que no había pensado ya en sus penosas opciones y tomado medidas?
—No te queda otra opción, chica. No creas que la tienes. Él no te está tratando tan mal ahora, pero tan seguro como que Dios nos está viendo ahora, lo hará. —Volvió a tragar saliva—. No sé por qué se está conteniendo. Quizá te lleva a su poblado para algún tipo de ceremonia o algo… con sus mujerzuelas. O quizás es solo que se ha encaprichado de una mujer de cabellos dorados. Sea como sea, créeme cuando te digo que morir de sed es mucho mejor.
Loretta se abrazó las rodillas. Lo entendía, lo entendía todo muy bien.
Unos minutos después Cazador volvió y quitó a Tom las pieles de búfalo que le cubrían las piernas. Con su habitual arrogancia, hizo un gesto a Loretta para que le siguiera y se alejó caminando entre las sombras hasta llegar al otro lado del fuego. Loretta se sonrojó al levantarse e irse con él. Tom estaba mirando. Esto hizo que dormir con el comanche fuera mucho más vergonzoso. Sin embargo no se atrevía a desobedecer. Tom podría pagarlo con su vida.
Cazador extendió el jergón y le hizo un gesto para que se tumbara a su lado. Dándole la espalda, se estiró fuera de la piel, tratando de poner entre los dos la mayor distancia que le permitía el jergón. Notó que se enrollaba un mechón de su cabello en la muñeca y jugueteaba con él. Rezó para que no la tocase, no frente a Tom.
Dios no pareció darse por enterado. Un segundo después, el brazo de Cazador le rodeaba la cintura y su larga mano recaía justo sobre sus pechos. La piel de búfalo le rozó el muslo quemado cuando la atrajo hacia sí, pero el picor no era nada comparado con la humillación. ¿Qué pensaría Tom? Loretta sabía muy bien lo que pensaría, y no pudo culparle. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?