Capítulo 2

Después de marcharse los indios, Rachel salió de casa y fue a abrazar a su sobrina. Loretta devolvió con rigidez el abrazo, sin poder aún quitar los ojos de la nube de polvo que se movía hacia el río, y con las palabras del comanche resonando en su cabeza: «Soy tu destino». A pesar del calor, un sudor frío le cubría le espalda.

—Estás bien —canturreó Rachel—. Estás bien.

Apretándose contra su tía, Loretta cerró los ojos. Se había enfrentado cara a cara con un guerrero comanche y aún podía contarlo.

Dentro de la casa se oyó movimiento de muebles y a continuación Amy salía disparada al exterior, con su pequeña cara aún pálida por el miedo.

—Pensé que iban a matarte.

Loretta se separó de Rachel y cogió a la pequeña en brazos, apretando la mejilla contra sus trenzas.

—Nunca volveré a esconderme —suspiró Amy, aún temblando—. Nunca. Ay, Loretta, ahora sé cómo tuvo que ser para ti cuando mataron a tus papás, lo enferma que debiste de sentirte por dentro. Nunca volveré a bajar ahí. Lo prometo.

Loretta la meció entre sus brazos, tratando de aliviar la tensión de la niña con un masaje en la espalda. En su mente apareció el persistente olor a moho de su propio escondite en la bodega.

Solo ella sabía la agonía por la que Amy acababa de pasar, y la chica tenía razón, era como estar enferma por dentro. Pero por muy doloroso que hubiese sido para Amy, Loretta sabía que volvería a hacerlo de nuevo, que volvería a proteger a su prima, sin importar el precio.

Con repentina claridad, Loretta comprendió por fin por qué sus padres la habían escondido durante el ataque comanche. En aquella ocasión, ella solo era seis meses mayor que Amy. Si hubiese tenido el valor de abrir la puerta de la bodega, ¿en realidad, qué hubiese podido hacer? Nada, salvo morir. Rebecca Simpson no hubiese querido que Loretta saliese. Saber que su hija estaba a salvo fue tal vez la única alegría que tuvo en esos últimos minutos de su vida. Darse cuenta de esto, redujo un poco la culpa que Loretta sentía por la muerte de sus padres, una culpa que la había acompañado en los últimos siete años. Cogió aire para limpiar los pulmones y dejó que las lágrimas, que nunca antes había dejado salir, le quitasen el polvo de la cara. Un sollozo resonó en su garganta.

Amy se estiró y levantó la cabeza para verle la cara.

—¡Loretta, estás llorando! —Abrió mucho los ojos—. Madre, Loretta está llorando.

Rachel pasó los brazos por los hombros de las dos chicas.

—Y sí, debería. Si alguien tiene todo el derecho a hacerlo es…

Amy sacudió la cabeza.

—No, madre, está llorando de verdad. La he oído…

Rachel, nerviosa aún por la cercanía de los indios, no parecía comprender lo que su hija le decía.

—Vamos, entremos en casa. Nunca se sabe con esos salvajes. No me extrañaría que volviesen solo para cogernos desprevenidos.

La puerta de la casa estaba abierta, y Loretta los siguió al interior. Al encontrárselos de frente, sus ojos se llenaron de preguntas. Henry puso el rifle contra la pared.

—El comportamiento de estos cretinos es de lo más descabellado. Supongo que no volverán.

Tom, aún de pie junto a la ventana, arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza con la mirada puesta en la lanza que se erguía en el jardín.

—No estoy tan seguro. Un comanche no deja su marca así porque sí. No pudo haberlo dicho más claro. Loretta acaba de prometerse en matrimonio.

Amy se rio, una carcajada aguda y terrorífica que reflejó a la perfección la sensación de irrealidad que estaba viviendo Loretta.

—¿Quieres decir que quiere hacer de Loretta su esposa india? Pero eso sería peor que casarla con el señor Weal… —Amy cerró los ojos, con las mejillas coloradas—. Quiero decir… bueno…

—¡Calla, Amy! —preocupada por su reacción, Rachel clavó los ojos en Tom—. ¿Qué te hace pensar así?

—Todos hemos oído cómo la reclamaba y cómo decía que volvería. —Tom evitó la mirada de Loretta—. Los comanches no hacen falsas promesas. Si no me equivoco, volverá con un par de mantas y un caballo o dos para cerrar el trato. Así es como ellos hacen las cosas cuando compran una esposa. Y ni que decir tiene que no será tan amable después si ella no se ajusta a sus deseos y la desprecia.

Rachel se agarró el pecho con una mano.

—Por el amor de Dios, entonces tenemos que sacar a Loretta de aquí; llevarla al fuerte Belknap, quizá.

—No servirá de nada, Rachel —dijo Tom suavemente—. Habrán puesto centinelas. Si intentas salir con ella te seguirán y no pararán hasta encontraros. Nadie puede llevarse a la mujer de un comanche.

Oír cómo se referían a ella como la mujer de un comanche hizo retroceder a Loretta. Caminó hacia atrás hasta quedarse de pie junto a la mesa.

—Ningún indio se va a llevar a la hija de mi hermana. He dicho —gritó Rachel—. Antes prefiero verla muerta.

Henry rodeó a su mujer con el brazo.

—Vamos, mujer, no adelantemos acontecimientos. Puede que Tom se equivoque y que no vuelvan. No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a preocuparse un comanche en ser educado? Si tuviese en mente llevársela, estaría ahora mismo pataleando en la grupa de su caballo.

—¿Se te ocurre una explicación mejor? —le retó Tom.

Henry sacudió la cabeza.

—No, pero como dije, lo que estos animales hacen no siempre tiene sentido.

Rachel se apoyó débilmente sobre su marido.

—Ay, Henry. Creo que Tom tiene razón. Él volverá para llevársela.

A Loretta le temblaron las piernas. Se apretujó en el banco de madera y se abrazó los codos poniéndolos encima de la mesa. El miedo estaba adentrándose en su estómago, un sentimiento que le subía hasta el pecho. ¿Estaban todavía ahí fuera los comanches, escondidos pero al acecho? ¿Era esa lanza un mensaje de Cazador para su gente?

«Vendré a por ti como el viento. Soy tu destino.» Visualizó al indio volviendo con una o dos mantas sucias, un caballo escuálido que no quería y quizás una cazuela abollada. Y el cobarde de su tío Henry no tardaría en entregarla. Loretta Simpson, comprada por un comanche. Y no por cualquier comanche, sino por el propio Cazador. Se hablaría de ello con horror a lo largo del Brazos y el Navasota. La mujer de Cazador. Nunca podría volver a caminar con la cabeza alta. Ninguna mujer decente la miraría siquiera. Si es que vivía…

Con una dolorosa inhalación de aire, Loretta se puso en pie y corrió hacia la puerta. Antes de que nadie pudiera detenerla, había cruzado el porche y bajado las escaleras. Ella enseñaría a ese pagano. Si esta era su señal de que le pertenecía, no tenía más que destrozarla. Cogió la lanza y la arrancó de la tierra.

—¡Loretta, no seas tonta! —Tom la siguió, cogiéndole el brazo—. Lo único que conseguirás será enfadarlo.

Librándose de su brazo, se dirigió hacia la verja de la entrada. Por mucho que se enfadase, si ella no rechazaba la petición del comanche, sería como si en verdad la aceptase. Tal vez volviera a por ella, pero si estaba ahí fuera mirándola, al menos sabría que no era bienvenido.

Salió del recinto de la granja y golpeó la lanza contra el palo superior de la valla. La madera no cedió. Volvió a golpearla una y otra vez, sin éxito. La lanza parecía estar viva, capaz de resistirlo todo, riéndose de ella. Entonces imaginó la cara arrogante del comanche y la aporreó otra vez, con todo su odio. «Por mamá, por papá.» Nunca pertenecería a un sucio piel roja. Nunca.

El sudor empezó a caerle por la cara, quemándole los ojos y salando su boca, pero no dejó de aporrear la lanza. Tenía que romperse. Cabía la posibilidad de que él estuviese ahí fuera mirándola. Si su arma ganaba, sería como si él mismo hubiese ganado. Empezaron a dolerle los hombros. Cada vez que levantaba los brazos, sentía un dolor de agotamiento en el cuerpo. Como en un halo de irrealidad, vio a su familia de pie, rodeándola, mirándola con cara horrorizada como si hubiese perdido el juicio.

Y tal vez lo hubiese perdido. Loretta clavó las rodillas en el suelo. La lanza seguía intacta. Sauce, sauce verde. Con razón la maldita lanza no se partía. Furiosa, arrancó las plumas que adornaban la parte de arriba y las partió en mil pedazos, escupiendo cuando los trozos se le volvieron sobre la cara. Después se arrodilló allí, en busca de respiro, tan cansada que toda la furia parecía haberse quedado en la tierra.

Él había ganado.

Las hojas de sauce caían ante los ojos de Cazador, pero su mirada estaba fija en un punto más lejano, en la delgada chica que intentaba romper su lanza. Con cada movimiento de brazos, él apretaba los labios, cada vez más enfadado. Lo absurdo de la situación también le afectaba, y una sonrisa involuntaria apareció en sus labios. Ella sabía que estaba allí. Hombres hechos y derechos temblaban de miedo con solo oír su nombre, ¿y una mujer frágil se atrevía a desafiarle? Pensó en su aspecto cuando había salido ahí fuera para enfrentarse a él, con la cabeza dorada bien erguida y sus grandes ojos azules dispuestos a desafiarle. ¿Cómo se atrevía a escupirle, no una sino dos veces? No podía dejar de sentir una mezcla de rabia, asombro y admiración. Tal vez no fuera muy guapa, pero tenía que reconocerle su coraje.

Su hermano, Guerrero, se agachó junto a él y dejó escapar una carcajada, disfrutando claramente de la situación. Su voz se levantó sobre el murmullo del río:

—Si supiera quién eres, no se atrevería a desafiarte de esta manera.

Cazador siguió con los ojos puestos en la chica.

—Cuando sepa a quién se está enfrentando, este sinsentido terminará. Si hay algo en lo que me considero un experto es en las mujeres, Cazador. Solo luchan cuando creen que pueden sacar algo con ello. No debiste dejar que te escupiera. La próxima vez, pégala.

Cazador arqueó las cejas. Teniendo en cuenta que la mujer de su hermano era la más mimada de todo el poblado, el consejo de su hermano le sorprendió. Estudió su expresión solemne.

—¿En serio?

—Confía en mí. Nunca volverá a intentarlo.

—¿Cuántas veces has pegado tú a Doncella de la Hierba Alta?

—Nunca. Ella sabe quién tiene el brazo más fuerte.

Cazador le miró divertido.

—Sí, claro que sí.

Al volver su atención a la chica, frunció el ceño. Le enseñaría algo de respeto o la mataría intentándolo.

Al final, la fuerza de la chica pareció ceder, y vio cómo caía de rodillas, derrotada. Una nube de plumas voló a su alrededor. Cuando las plumas blancas se esparcieron sobre la tierra, los hombros de la chica cayeron con ellas. Suvate, todo se ha cumplido. Tendría que afrontar su destino y aprender a aceptarlo, como él. El destino no tenía enemigos.

—¡No es demasiado tarde! —El primo de Cazador, Búfalo Rojo, cabalgó hasta el pequeño claro. Saltó del caballo y caminó hacia ellos, con el arco y las flechas en una mano—. Es la mujer a la que has estado buscando. Mátala, Cazador, mientras puedas. Ya sabes lo que piensa tu madre de la profecía. Cuando ella la vea, será demasiado tarde.

Cazador miró en dirección al arma que se le ofrecía y después sacudió la cabeza.

—No. Debo recordar mi deber. Sería una locura matarla. La maldición de los antepasados caería sobre nosotros. No puedo pensar solo en mí.

—¡La desprecias! Si la profecía se cumple, un día dejarás a tu gente. —La cara marcada de Búfalo Rojo se retorció de disgusto—. ¿Cómo puedes soportar la idea de llevarla contigo? Después de lo que los casacas azules hicieron a tu mujer y a tu hijo. ¿Hace ya tanto tiempo que lo has olvidado?

El rostro de Cazador se endureció y un brillo frío apareció en sus ojos.

—Nunca lo olvidaré.

Loretta no tenía apetito para cenar. Se unió a los demás en la mesa, pero el aroma a venado y pan de moras le revolvía el estómago. Amy buscó sus ojos por encima de la mesa. Henry golpeaba con los dedos la jarra de mezcal. Se volvía insoportable cuando bebía, y la pobre Amy solía ser la primera en sufrirlo.

Loretta solía compadecerse de ella cuando esto ocurría, pero esta noche estaba preocupada. El plan de escapar seguía en su cabeza, aunque en un momento parecía convencida de hacerlo y al siguiente se convencía de lo contrario. Recordó las praderas que les rodeaban, sintiéndose tan encerrada en este espacio infinito como si estuviera en una celda.

Trataba de mantener las manos ocupadas para que no le temblaran, así que cogió un trozo de pan y se lo metió en la boca. Al masticarlo, se fue haciendo más grande y más seco en su boca. Tom Weaver se movió nervioso junto a ella. Entonces, vio que le rozaba rápidamente la barbilla con la mano. Loretta bajó los ojos y miró fijamente la rebanada de pan con mantequilla que quedaba en el plato. Después él le dedicó una sonrisa breve, y sus labios secos se curvaron en una tímida mueca.

—Creo que uno de nosotros debería cabalgar hasta Belknap y conseguir escolta para Loretta —dijo suavemente—. Es mejor que vaya yo, Henry, ya que no tengo familia. Me llevará tiempo, pero la patrulla fronteriza está allí, y he oído decir que varias familias han construido casas con vallas puntiagudas. Loretta estaría segura allí si pudiéramos llevarla.

—La pregunta es cuántos hombres puedes conseguir. —Henry tenía los carrillos hinchados. Masticó y tragó—. La mayor parte del tiempo se lo pasan persiguiendo a los indios. Además, ¿qué pasaría si esos indios volvieran y no encontraran aquí a Loretta? Se volverían locos.

—¡Por el amor de Dios, Henry! —gritó Tom—. ¿No estarás diciendo en serio que piensas dejarla aquí?

Un sudor frío se apoderó de Henry.

—Desde luego que no.

Rachel miró incómoda a su marido, y después a Tom.

—¿Cuánto tiempo te llevaría reunir a los hombres y volver?

—Puede que un día, si cabalgo rápido y no hay contratiempos. Tendríamos una oportunidad de luchar, Henry. —Tom se encogió de hombros—. Ella no tendría que quedarse allí por tanto tiempo que le fuera insoportable. Antes o después, Cazador tendría que buscar a otra india para hacerla su mujer y olvidaría a Loretta. Solo es una cuestión de tiempo.

—¿Y si los indios vuelven antes de que tú regreses? —Los labios de Rachel se habían quedado sin color.

Henry puso su plato en el centro de la mesa.

—Tú ocúpate de sacar el rosario, mujer, y rezar para que eso no pase. De ninguna manera podría protegeros yo solo frente a un centenar de indios.

Tom dio una palmadita a Loretta.

—No te preocupes. Volveré. Eres casi mi prometida. Un hombre cuida de su rebaño cuando merece el esfuerzo.

—Lo de que sea tu prometida aún está por decidir —intervino Henry—. Todavía no he hablado de eso con ella. Si hay indios ahí fuera (y no estoy tan seguro de que los haya), no arriesgues el cuello pensando que con eso vas a ganarte mi favor. No estoy tan descontento con que Loretta viva con nosotros como para casarla en contra de su voluntad. Ella tiene aquí su casa, si la quiere.

Loretta miró fijamente a su tío. Durante semanas había estado viviendo con el corazón encogido, pensando que la obligaría a casarse con Tom. Ahora que sabía que no lo haría, se sintió confusa. Centró su atención en el desagradable perfil de Tom. Si salía en busca de escolta y los indios se enteraban, su vida estaría en peligro. Hasta esta noche solo había visto su fealdad y suciedad, pero había muchas otras cosas en él. Era un buen hombre, demasiado bueno como para terminar muriendo por una mujer a quien no importaba. Pero ella sabía que Tom era su única esperanza. Sería la mujer más estúpida del mundo si le desanimara a ir a Belknap.

Como si pudiera leerle los pensamientos, Tom balanceó las piernas en el banco y se levantó de un salto, evitando su mirada.

—Bueno, debería irme a casa si quiero salir al amanecer.

Loretta se levantó con él, frotándose las manos en la falda. Tom arrastró los pies hacia la puerta y cogió el sombrero de la percha. Colocándoselo en un estiloso ángulo en la cabeza, le sonrió rápidamente y cogió el rifle que había dejado junto a la puerta.

—Buenas noches, señora Masters. Buena comida la que sirven aquí. —Con un rápido saludo de cabeza, se despidió—. Amy, Henry.

Sabiendo lo que tenía que hacer, Loretta siguió a Tom al porche, cerrando la puerta detrás de ella. Él la ignoró por un momento, ajustando las cinchas del caballo y guardando su rifle. Cuando se volvió para mirarla, el ala del sombrero le sombreaba la cara, por lo que ella no pudo leer la expresión de su rostro, por mucho que la luna estuviera iluminándolo todo. Tom clavó una bota en el escalón superior y apoyó los brazos sobre la rodilla levantada.

—Me gustaría pensar que has venido a decirme adiós, pero tengo el presentimiento de que no es así. ¿Me equivoco?

Un centenar de palabras se agolpaban en la garganta de Loretta.

—Cariño, si lo que quieres decirme es que no me amas, eso ya lo sé. Te llevo unos cuantos años, pero todavía no estoy senil. —Se rio y se echó el sombrero para atrás para que ella pudiera verle—. Y si has salido para decirme que no debería ir a Belknap, que no vas a casarte conmigo de todas formas, no hace falta que te molestes. Iría aunque fueses tan fea como un palo y tuvieses trescientos maridos. ¿Lo entiendes?

Loretta sintió que las lágrimas le nublaban los ojos. Enfadada, se limpió la humedad de las mejillas.

Tom suspiró, y antes de saber lo que iba a ocurrir, se adelantó un paso y la cogió en sus brazos.

—Vamos, Loretta, chiquilla, no llores. Tengo una piel más gruesa que la del búfalo y soy dos veces más feo. Ningún indio de piel quemada va a hacerme daño. Voy a Belknap porque alguien tiene que hacerlo. Cuando vuelva, lo retomaremos donde lo dejamos, yo siendo un pesado, y tú sin ninguna obligación con respecto a mí. Así es como yo lo entiendo y voy de todas formas, ¿está claro? Haría falta una manada de caballos para detenerme.

Loretta arrugó la nariz. El olor de su camisa le repelía. Al menos la mano que le había puesto en la espalda era reconfortante, como cuando su padre la abrazaba. Movió la cabeza a un lado para coger algo de aire, sin apartar la mejilla de su pecho.

Tom la abrazó con fuerza, después la cogió con firmeza por los hombros y la apartó un poco para estudiar su rostro. Había un brillo extraño en sus ojos que le resultó incómodo. Cogiéndole la barbilla, le alzó un poco la cabeza hacia él. Como si leyera su mente, le dijo:

—No temas nada, Loretta Jane. Nunca te haría daño.

Había tanta sinceridad en su voz que Loretta se relajó. Y en ese mismo momento vio cómo Tom agachaba la cabeza. Aquí estaba, el temido beso…