Capítulo 16

Mujer de Muchos Vestidos venía corriendo de la tienda de Cazador con los brazos llenos de armas, justo en el momento en el que él detenía a Amigo frente a la puerta. Mirlo corría detrás de su abuela, arrastrando un gran canasto. Asombrada, Loretta miró las cosas que Mujer de Muchos Vestidos llevaba. Flechas de guerra, lanzas, cuchillos. Su vista se detuvo en el cesto de Mirlo. Un trozo de paño de algodón sobresalía por debajo de la tapa.

La mujer y la niña parecían nerviosas. Loretta sintió la tensión en el cuerpo de Cazador. Dijo algo a su madre y bajó del caballo. La mujer se dio la vuelta y volvió a entrar en la tienda de Cazador, instando a Mirlo a que hiciera lo mismo. Una expresión de consternación se dibujaba en la cara de Cazador cuando levantó a Loretta de la silla.

Rodeando el escudo de guerra que había en un trípode cercano a la puerta, Loretta empezó a sentirse incómoda. Tenía el presentimiento de que la madre de Cazador había intentado sacar ciertas cosas de la tienda de su hijo antes de que ella llegase. Cuando cruzó la puerta, le llevó un momento acostumbrarse a la falta de luz.

Mujer de Muchos Vestidos y Mirlo estaban de pie a un lado de la habitación, y en sus caras había una expresión de culpa. Detrás de ellas Loretta vio un palo largo lleno de cabelleras y plumas. Las rodillas se le hicieron agua. Miró a Cazador por encima del hombro. Él la rozó al pasar y evitó su mirada.

Mea —ladró.

Su madre y su sobrina se movieron hacia la puerta, mirando a Loretta en señal de disculpa. Cuando estuvieron fuera, Loretta se acercó al poste de las cabelleras… y se quedó allí mirándolo con mórbida fascinación. Las cabelleras eran demasiado numerosas como para poder contarse. Tampoco lo intentó. Una ya le hacía suficiente daño. Examinó las armas que su madre había intentado quitar de allí. El cesto contenía probablemente recuerdos que Cazador había recogido de las víctimas.

—Mi madre quería evitarte la tristeza —dijo Cazador con voz ronca—. Llegaste sin avisar.

Loretta recordó la noche en la que tía Rachel le había hecho una visita en el altillo. Loretta había defendido a Cazador esa noche. Qué estúpida había sido.

—¿Por qué me escondiste estas cosas, Cazador?

Él avanzó unos pasos para acercarse a coger el palo y tirarlo al suelo. Sabía que intentaba sacar de la tienda el botín ensangrentado, pero ella lo cogió por la muñeca.

—Por favor, no lo hagas. Quitarlo es mentir tanto como decir palabras falsas.

Él la miró con sus ojos oscuros.

—Ojos Azules…

Loretta le soltó y se puso la mano en la muñeca. El sonido preocupado de su voz le ponía enferma. Quería caerse allí mismo. Dios mío, ¿qué había hecho? Era un animal, como había dicho tía Rachel. Todas esas cabelleras. ¿A cuántos de su gente había mutilado? Y ella había venido corriendo hasta él para pedirle ayuda.

—¿Irás a buscar a Amy? ¿Eso no es mentira, verdad?

Volvió a poner el palo en el sitio con tanta fuerza que las paredes de piel vibraron. Loretta cerró los ojos. Amy. Tenía que controlar su lengua, tenía que mantener la calma.

—Lucho la gran lucha por mi gente. Nunca te he mentido sobre eso. Mi madre escondió estas cosas para no hacerte daño.

Loretta quería darle la espalda. Él le había hecho creer que era un hombre bueno, y le había ocultado su lado más cruel. Había funcionado. Había roto siete años de silencio por él. Y había confiado en él más de lo que nunca creyó poder confiar en alguien.

—¿Importa lo que yo piense?

—Sí. —Hizo un círculo para colocarse frente a ella. Cruzando los brazos, dijo—: Tus pensamientos no pueden cambiarme la cara, pero…

Loretta le interrumpió.

—No te pido que cambies, Cazador. Lo único que te pido es que traigas a Amy.

—La traeré junto a ti.

—Eso es lo único que me importa.

Él la observó durante un rato.

—Tu corazón parece tener un gran amor hacia ella.

—Sí. Esos hombres horribles… Es solo una niña. Hace ya ocho días que la tienen. No puedo pensar en nada más. Incluso cuando duermo sueño en lo que puede estarle pasando, oigo su voz llamándome. Intento encontrarla, pero no puedo.

Él le cogió la barbilla, con la misma caricia dulce de siempre.

—Esta noche dormirás sin pesadillas. He dicho que la encontraré. Suvate, todo se ha cumplido.

Con esto, salió de la tienda.

Volvió unos minutos más tarde. Después de hacerse con unos pantalones de ante, que se puso encima del taparrabos, cogió las armas, haciendo varios viajes fuera de la tienda para preparar el caballo. Cuando hubo reunido todo lo que necesitaba, se sentó en el jergón de pieles, sujetó con las rodillas un pequeño espejo de afeitar, y se puso a pintarse la cara, perfilándose los ojos con una barra de grafito negra y haciéndose tres rayas rojas en la barbilla.

Loretta se sentó en el borde de la cama para verle. Al terminar la miró. Ella veía a Cazador el asesino por primera vez. Por un lado, parecía tan fiero que le daba miedo; por otro, se sentía extrañamente a salvo. Solo un hombre tan brutal y resuelto sería capaz de encontrar y rescatar a Amy.

—¿Qué quiere decir la pintura? —preguntó.

—Que este comanche cabalga en son de guerra.

—¿Guerra? —susurró.

—Santos sabrá por la pintura que estoy contrariado.

—¿Lucharéis? Amy podría resultar herida.

—Tu Aye-mee no sufrirá ningún daño. —Se levantó y apartó las pinturas, limpiándose las manos en un pedazo de tela. Volviéndose frente a ella, dijo—: Mi hermano, Guerrero, y mi buen amigo Antílope Veloz se quedarán junto a ti. Sus fuertes brazos son tuyos. —Le hizo una señal para que se levantara—. Te llevo con Guerrero ahora. Dormirás en el hogar de su tienda. No te hará daño, ¿de acuerdo?

Cuando Loretta salió de la tienda, se agarró al brazo de Cazador.

—Mi caballo, ¿dónde está? Necesito cuidar de él, y… quiero mi alforja. —Tenía miedo de que robaran la peineta de su madre—. Tiene cosas dentro que necesito.

Cazador no cambió el paso.

—Tu buen amigo está en la pradera. Tu bolsa la tiene Doncella de la Hierba Alta, en su tienda.

Al final del poblado, Loretta vio a un grupo de hombres pululando, con los caballos listos para salir de viaje.

—¿Van esos hombres contigo a buscar a Amy?

—Sí. Debo darme prisa. —Cazador aminoró el paso conforme se acercaban a la tienda de Guerrero. En la puerta se paró por completo y agarró a Loretta por los hombros, obligándola a mirarle—. ¿Seguirás los pasos de Guerrero como una mujer sigue los de su marido? ¿Hasta que vuelva a estar a tu lado?

Loretta asintió, mirando con miedo la oscuridad de la tienda. Alrededor de ellos, la gente del poblado se dedicaba a hacer sus quehaceres diarios. Podía oler carne asándose en el fuego. Un grupo cercano de mujeres se habían detenido para hablar y miraban por encima de su costura a Loretta, recorriendo con ojos oscuros sus ropas de arriba abajo. Pasó un grupo de niños corriendo, riendo y susurrando algo mientras se tapaban la boca con las manos. Al otro lado del camino, había un anciano sentado bajo una empalizada, observándola sin pestañear.

—¿A Guerrero no le importa que me quede aquí? ¿Qué dirá su mujer?

—Ella te da la bienvenida. Está bien. Tranquila, Ojos Azules. Mi madre está cerca. Puede venir con su cuchara. —Condujo a Loretta dentro de la tienda—. ¿Guerrero? Está aquí.

Guerrero emergió de las sombras, con una piel y un pelo tan oscuro que por un momento Loretta no pudo reconocer sus facciones. Estaba comiendo algo, y antes de hablar masticó la comida que tenía en la boca. Loretta se tranquilizó al ver que llevaba pantalones y se preguntó si se los habría puesto para honrar su llegada.

—Mi corazón cabalga contigo, tah-mah.

Cazador movió las manos y acarició ligeramente el brazo de Loretta. Después la soltó.

—Y el mío se queda contigo. Nei meadro, me voy.

Loretta sintió que se separaba de ella. En el último segundo se dio la vuelta hacia él.

—Cazador…

Él se detuvo en la puerta para mirarla.

—Está bien, Ojos Azules.

Oyó el roce de pieles detrás de ella y supo que Guerrero se había acercado. Estaba tan tensa que le dolía el cuello. Echó una mirada por encima del hombro. Él estaba tan cerca que podía tocarla. Pero no lo hizo. En vez de eso sonrió. Fue una sonrisa amable, tranquilizadora. Fuera, Loretta oyó pasar al caballo de Cazador.

Guerrero dio un rodeo para acercarse a la puerta y decir algo en comanche. Unos segundos más tarde aparecía una mujer joven ataviada con una falda de piel suave y una blusa de ante bordada. Dobló su oscura cabeza y se dirigió a Loretta con voz sedosa.

—Mi mujer, Doncella de la Hierba Alta, te invita a compartir su fuego —tradujo Guerrero—. Irás. Yo vengo pronto.

Loretta tenía los pies clavados en el suelo. Le aterrorizaba dejar la tienda de Guerrero sin Cazador. La mujer murmuró algo, tirándose nerviosa de una de sus largas trenzas y poniendo sus finos dedos sobre la tira de armiño que le ataba el pelo. Después de un rato, cogió la mano a Loretta para que fuera con ella.

Mea, vamos —le animó Guerrero—. Está bien.

Una vez fuera, Loretta trató de mirar a su alrededor, pero el sol la cegaba y tuvo que ponerse una mano sobre los ojos en forma de visera. Hasta entonces, los comanches nunca se habían atrevido a acercarse a ella porque iba con Cazador. Pero ahora él se había ido. «Se había ido.» Cuando decidió venir aquí, no había pensado en todo esto. Quedarse abandonada en un poblado lleno de salvajes era más de lo que hubiese podido imaginar. Las mujeres aquí no hablaban inglés. Esto hacía que solo pudiese hablar con Guerrero. Guerrero, el de las cabelleras colgadas en la brida.

Doncella de la Hierba Alta agarró con más fuerza a Loretta, con unas facciones suaves y unos ojos oscuros llenos de compasión.

—Keemah, Yo-oh-hobt Papi. Toquet.

Loretta reconoció las palabras. Keemah, ven. Yooh-hobt papi, pelo amarillo. Toquet, está bien. Luego trató de buscar en su mente la palabra para enemigo.

—Tengo miedo. Tu gente son mis to-ho-ba-ka.

Las mejillas de la muchacha se redondearon al sonreír.

—¡Ka to-ho-ba-ka! —dio una palmadita en el hombro a Loretta—. Hites.

«No son enemigos, son amigos.» Loretta le devolvió la sonrisa, sintiéndose reconfortada mientras seguía a la mujer india hasta una tienda cercana. Quizá no estuviese tan sola después de todo. No es que fuera mucho, pero era lo único que tenía hasta que Cazador volviese.

Cazador detuvo el caballo y miró la inquietante llanura, una extensión de terreno infinita que los rodeaba. Un manto de hierba dorada se extendía hasta más de lo que la vista podía alcanzar. El hogar. Este verano, la caza había sido mejor hacia el este, pero aun así, Cazador había echado de menos las praderas Staked, sobre todo la segura fortaleza natural del barranco de Palo Duro. Este era territorio quohadie, y todo aquel que se atrevía a entrar en él, incluidos los comancheros, estaban en peligro. Su gente no se sentía tan despreocupada cuando tenían que acampar en los terrenos de los tosi tivo.

Se giró en el caballo para mirar al grupo de guerreros que cabalgaban detrás de él. Sus caballos estaban tan cansados que avanzaban con las cabezas caídas. Los hombres iban encorvados, como si cargasen el cansancio en los hombros. Cazador les había impuesto un ritmo muy rápido en los últimos días y empezaba a pasar factura.

—Santos no puede estar muy lejos —dijo a Hombre Viejo—. Las boñigas de caballo son frescas, y en esta parte la hierba está más oscura, como si hubiese sido pisoteada. Aquí han puesto a pastar animales.

—¿Entonces por qué te detienes?

—Descansaremos un momento.

Cha-na, Cerdo, detuvo su caballo junto al de Hombre Viejo. Escudriñó el terreno rápidamente, con unos ojos agudos y calculadores.

—¿Por qué vamos a descansar ahora? Estamos casi sobre ellos.

—Una noche más no supondrá mucha diferencia —contestó Cazador—. Si tenemos problemas, será mejor que estemos descansados.

Hombre Viejo bufó.

—Nos has traído aquí a todo correr, ¿y ahora te preocupa que estemos cansados? No me asustan un puñado de comancheros. Podría terminar yo solo con diez de ellos. Vayamos primero a por la niña, y después descansaremos, ¿de acuerdo?

Cazador oteó un momento el horizonte. La voz de Loretta seguía susurrándole: «No puedo pensar en nada más. Incluso cuando duermo sueño en lo que puede estarle pasando, oigo su voz llamándome. Intento encontrarla, pero no puedo.»

Cazador no estaba seguro de por qué encontrar a Amy se había convertido en algo tan importante para él y tampoco tenía intenciones de analizar sus sentimientos. ¿Pretendía acaso consolidar un trato con una mujer que ya había comprado? ¿Por qué debía pagar dos veces para tenerla? ¿Tan importante era que ella estuviese feliz? ¿Por qué estaba dispuesto a arriesgar su vida y la de sus amigos para conseguir que esa sombra de angustia desapareciese de sus ojos? No tenía respuestas a todas estas preguntas. Y esto le inquietaba.

Ya era bastante molesto que sus amigos advirtieran su ansiedad. Debían de pensar que era un boisa. Ningún comanche se obsesionaría tanto por el bienestar de una niña tosi.

Mea-dro, vamos —insistió Cerdo.

Cazador apretó la mandíbula. Había hecho bien pidiendo a estos hombres que le acompañaran. No solo porque eran sus más fieles amigos, sino porque eran de los que no preguntaban.

—Está bien, seguiremos —accedió—, pero de vuelta a casa, nos lo tomaremos con más calma.

Cerdo frunció el ceño.

—No nos quedará más remedio. La pelo amarillo estará muy débil después de haber estado con Santos todo este tiempo.

A Cazador se le encogió el corazón. Solo deseaba que la chica estuviese aún viva.

Una hora más tarde, el grupo de comanches alcanzó un alto desde el que se avistaba el campamento de Santos. Lo había instalado cerca de un arroyo subterráneo. Los tres carromatos de suministros estaban colocados en forma de media luna hacia el oeste, bloqueando el paso del plomizo sol.

Los comancheros yacían en los escasos trozos de sombra. Su olor, combinado con el olor de las reses muertas y el de boñiga fresca de caballo, se mezclaba con la brisa. Una extraña quietud los invadió al ver llegar a los comanches. Uno de los hombres, que había estado rascándose la entrepierna, se quedó como petrificado con la mano posada en sus partes. Otro tenía un pitillo a medio terminar entre los labios. Cuando la parte encendida empezó a quemarle los dedos, dio un aullido y agitó el brazo. Este sonido repentino puso a los demás en movimiento. Se pusieron en pie y empezaron a gritar por el campamento como si buscasen a su jefe.

Los treinta comanches, hombros erguidos y expresión endurecida, pusieron al paso sus monturas. Cazador se fijó en el tercer carromato que tenía a su derecha. Algo azul y blanco colgaba de la rueda trasera. Al acercarse, vio que era la niña, a la que tenían con los brazos atados a los radios de la rueda y la cabeza colgando. Todo lo que quedaba de su vestido azul era una falda hecha jirones. El reflejo blanco era su piel y los restos de la blusa de muselina.

Santos salió a recibirles, con la mano derecha levantada y la palma hacia delante en señal de saludo. Cazador avanzó hacia él, los ojos encendidos y la boca apretada.

—Hola, hites —saludó Santos enlazando sus dedos en señal de amistad. Después, dijo en comanche—. Es bueno que hayas venido, mi amigo, el Lobo. Tengo rifles y municiones. Y baratijas para vuestras mujeres.

Cazador no le devolvió la señal de amistad. Vio que Santos reparaba en su pintura de guerra.

—No hemos venido a comerciar. Tienes a mi hermana de ojos amarillos.

A Santos se le puso la cara blanca.

—¿La hermana de tu mujer? No, yo no. Yo soy buen amigo del Lobo.

Cazador apretó las riendas. Por irracional que pareciese, le dieron ganas de matar a Santos. Todo, por una pelo amarillo a la que ni siquiera conocía. Sin embargo, estaba allí para salvar a Amy, y era esto lo que tenía que hacer primero.

—He venido a por ella.

—Lo juro por la tumba de mi madre, Lobo. No tengo ni idea. Esto es algo terrible.

Santos estaba representando de manera magistral el papel de arrepentido. Si no hubiese sido por su palidez, Cazador hubiera llegado a creerle. El comanche se movió en su caballo. Miró a Cerdo y a Hombre Viejo. Sabía que contaba con ellos para cubrirle las espaldas. Los comancheros, que eran alrededor de veinte, se mostraron respetuosos y se apartaron cuando pasó dando grandes zancadas hasta el tercer carromato. El pecho se le encogió al ver más de cerca el estado en el que se encontraba la niña.

Estaba furioso. Era como si le hubiesen dado un golpe en el estómago y no pudiese respirar. Cerró los puños y dio un traspié, tragándose el rugido de odio que luchaba por salir de su garganta. ¿Esta era la valiente niña que se había enfrentado a él con un rifle? Unos dedos crueles habían dejado moratones negros y azulados a lo largo de sus delgados brazos. Tenía la blusa desgarrada, y a través de la cortina de oro que era su pelo sobresalían los pechos desnudos, hinchados y morados. La falda era una tela hecha jirones que le habían levantado por encima de la rodilla; los muslos los tenía manchados de sangre y semen seco.

Cazador puso una rodilla en el suelo, rozando con la punta del otro pie los pies desnudos de la niña. En la tierra pudo ver que otros hombres se habían arrodillado allí. Muchas veces, a juzgar por las huellas.

—¿Aye-mee? —Ella no se movió. Cazador le puso la mano en el pelo, tan parecido al de su mujer—. Aye-mee, despierta. He venido a sacarte de aquí.

Con una rapidez que le pareció sorprendente, la muchacha levantó la cabeza. Lo miró aterrorizada. Cazador la miró fijamente a los ojos, en busca de un atisbo de cordura. No encontró ninguna. Ella lo miró un momento y empezó a gemir, luchando con las cuerdas que le ataban a la rueda. Tenía las muñecas llenas de heridas y ensangrentadas. Esta no era, con toda seguridad, la primera vez que se había despertado para encontrar a un hombre frente a ella.

—Aye-mee —susurró, tratando de ser dulce con ella—. Toquet, está bien.

Empezó a desatarle uno de los brazos, pero sus gritos le detuvieron: eran agudos y cortos, y entre uno y otro jadeaba de una manera tan profunda que helaba la sangre. Se encogió contra la rueda del carromato, hundiendo los talones en la tierra para poner distancia entre ellos. Cazador se dio cuenta de que creía que él quería violarla o matarla, o tal vez ambas cosas.

Se echó hacia atrás y apartó las manos para que ella pudiera ver que no tenía ningún arma. Amy miró a su alrededor fuera de sí, como si buscase ayuda. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Cuando volvió a mirarle, su expresión era desesperada.

Cazador mantuvo las manos en alto.

—Loh-rhett-ah me ha enviado. A buscarte. Loh-rhett-ah, tu hermana que te quiere.

Por un instante sus desorientados ojos parecieron centrarse en él.

—¿Loretta?

Cazador asintió.

—Mira dentro de mí, ¿de acuerdo? ¿Recuerdas la cara de este comanche?

Ella lo miró fijamente, y por un momento pensó que podría estar creyéndole. Muy lentamente, se levantó para tratar una vez más de desatarla. En el instante en que se movió, ella volvió a enloquecer, gritando y moviendo hacia atrás la cabeza.

Cazador sabía que debía darse prisa. Cuanto antes se llevase a la muchacha de allí, más segura estaría. Sus hombres no se moverían, pero no estaba tan seguro de los comancheros. Si empezaban a pensar, aunque solo fuera durante un instante, que los hombres de Cazador se vengarían por lo ocurrido, podrían dejar de ser cautelosos y empezar a disparar.

Sacando el cuchillo, cortó rápidamente las cuerdas que rodeaban las muñecas de Amy. El cuchillo la asustó aún más. La niña cayó al suelo y se hizo un ovillo, con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza escondida. Al sentir que la tocaba, se retorció y empezó a gemir.

Tenía que separarle las rodillas del pecho para poder levantarla. Ella no ofreció resistencia, pero siguió temblando mientras él la cogía en brazos. Apoyó la cabeza en su hombro. Al mirarla, se le encogió el corazón. Era la viva imagen de Loretta. La misma cara pequeña y los mismos labios sensibles. El mismo pelo. Los mismos ojos, como trozos de un cielo de verano.

Cazador caminó hacia su caballo, sin mirar a izquierda ni a derecha, consciente de que los comancheros lo rodeaban. De la forma más delicada que pudo, puso a Amy en el caballo y se montó detrás de ella. Ella gimió y se abrazó al caballo. Con mucho cuidado, la sentó con las piernas hacia un lado y la espalda apoyada en su brazo.

Santos se acercó.

—Lobo, te lo prometo, no sabía que tuvieras en tanta estima a esta mujer. No les hubiese dejado que la tocasen.

—¿Mujer? —bufó Cazador.

Santos se encogió de hombros, con la mirada nerviosa.

—No es la primera vez que se pierde una mujer en una incursión. Vosotros habéis hecho lo mismo muchas veces.

—Nosotros hacemos la guerra contra los hombres.

Santos escudriñó al grupo de comanches que le esperaban antes de responder.

—Eso no se aplica a todos vosotros.

—Este comanche deja un par de huellas —dijo Cazador suavemente—. Los otros caminan sus propios pasos.

Con la atención puesta en la chica, Santos empezó a hablar en inglés.

—No quise hacerte daño, pequeña güerita. —A Cazador le dijo—: Soy tu buen amigo, Lobo. Lo que digo es la verdad.

Con una mueca de disgusto, Cazador hizo girar al caballo y salió cabalgando de allí. Sus hombres cerraron filas para cubrirle la espalda. Amy se acurrucó en el regazo de Cazador, le castañeteaban los dientes, tenía los brazos cruzados cubriéndose el pecho, y había cerrado los ojos. Él aprovechó para examinarle el cuerpo. Tenía un par de arañazos profundos en las piernas que necesitaban atención. Esperó que esto fuese lo peor, que no la hubiesen roto por dentro como habían hecho con Sauce.

Había prometido a Ojos Azules que llevaría de vuelta a la muchacha. No quería tener que devolverle un cadáver.

Una hora más tarde, después de que los comanches se hubieron detenido y acampado en un barranco, Cazador seguía sin poder determinar cuál era la gravedad de las heridas de Amy. Cada vez que intentaba tocarla, se volvía loca. Ahora él se sentaba a su lado, mientras ella permanecía acurrucada de lado, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos sobre la cabeza.

Cazador empezó a recordar aquella vez en que la muchacha había salido sola de la casa para enfrentarse a un ejército de guerreros, con un rifle más grande que ella sobre el hombro. Amy, la que había mordido y pataleado cuando Antílope Veloz intentó sujetarla en el caballo. Tenía un corazón comanche. Los espíritus como el suyo eran difíciles de doblegar. Qué dolor debía de haber sufrido para verse reducida ahora de esta manera.

Cazador no quería asustarla de nuevo. Debía curarle las heridas, y rápido, pero algunas eran mucho más profundas que las de la carne. Para ello necesitaba dulzura. La de las manos de una mujer.

Pero no había ninguna mujer a kilómetros de distancia.

Cazador llamó a Hombre Viejo y le pidió a él y a los otros que se alejaran. No quería que Amy se sintiera más intimidada de lo que ya estaba. Después de unos minutos, cuando todo se hubo quedado en silencio alrededor de ellos, Cazador cruzó las piernas y se sentó a su lado.

Con toda la suavidad del mundo le rozó el hombro. Ella se encogió y empezó a llorar. Él dejó la mano allí, sabiendo que antes o después tendría que aceptarla, ya que necesitaba averiguar el alcance de sus heridas. Sus gemidos le recordaron a Sauce, y le hicieron recordar cosas que creía olvidadas. Lo que recordaba con mayor intensidad de aquella lejana noche era el terror de su mujer moribunda. Sauce se había abrazado a él, asustada de la oscuridad que les rodeaba, y cada vez que alguien se acercaba entraba en estado de pánico.

Amy no tenía a nadie a quien abrazarse. Podía casi oler su miedo. Necesitaba que la abrazaran. Y no había nadie más. Salvo Cazador.

—Aye-mee —susurró.

Ella esquivó su caricia. Cazador le pasó la mano por la espalda y después otra vez por el hombro. Le pareció ver sangre fresca en su falda deshecha. La tocó para asegurarse. Al sentir que sus dedos se humedecían, se le puso la piel de gallina.

—¿Aye-mee? Estás herida. Este comanche tiene que cuidarte. No te hará daño. Es una promesa que te hago.

Le cogió la falda y trató de levantársela. Ella volvió a gritar y a defenderse con sus pequeños puños. Cazador se apartó y levantó la mano. Ella arañó el suelo para poner distancia entre ellos y después se inclinó sobre sus rodillas apretándose la barriga con las manos.

—¡No me toques! ¡No me toques!

Cazador mantuvo la mano levantada, tratando de no asustarla más de lo que ya estaba.

—Tienes muchas heridas —le dijo en voz baja—. Este comanche es tu amigo. Te ayudaré.

Amy sollozó. Levantó la cabeza y clavó sus ojos azules en él, unos ojos amoratados e hinchados de tanto llorar. Podía ver lo mucho que ella necesitaba creerle. Torció la boca.

—¿Amigo?

Cazador empezó a bajar los brazos. Ella se estremeció y se tapó la cara con las manos, como si tuviera miedo de que fuera a golpearla.

—Ay, Aye-mee, no tengas miedo. Te llevaré con Loh-rhett-ah, ¿de acuerdo? Está bien.

—¡Mientes! Loretta está en casa. Ella no pudo mandarte. Intentas engañarme.

—Este comanche no miente. Loh-rhett-ah te espera en mi poblado. Vino a mí porque sabía que este comanche podía encontrarte. —Cazador buscó en su memoria algo que pudiese convencer a Amy de que decía la verdad—. Vino con una cortera negra en la que Ojos Azules llevaba sus volantes.

—¿Una cartera? —Un destello de esperanza iluminó los ojos de Amy—. ¿Su cartera negra? ¿La que le dio mi madre?

Cazador asintió.

Huh, sí, una cartera negra. Su vestido era azul, con pequeñas serpientes y flores rosas. Demasiada wannup, ¿eh? Muchas faldas blancas y pololos debajo.

—Su vestido de calicó azul —susurró Amy.

—¿Ah, sí? Caa-li-coo. Mis ojos no pudieron ver esto si ella no vino a mí. Es seguro que es así.

—Entonces, ¿por qué te detienes aquí? ¿Por qué no me llevas con ella?

—Estás muy herida.

Tensa y lista para saltar, lo miró mientras ponía las manos sobre sus rodillas.

—¿Verás en mí? ¿Dicen mis ojos mentiras?

Ella lo miró fijamente. Cazador trató de no moverse, de no respirar.

—¿Por qué iba Loretta a pedirte que me buscases? —Se pasó una mano temblorosa por la frente—. Eres un indio.

Esa era una pregunta a la que Cazador no podía responder a ciencia cierta. Muy lentamente, con mucho cuidado, le puso una mano en la parte superior del hombro.

—Ella ha visto a mi Mirlo, una niña pequeña. Tu Loh-rhett-ah sabe que este comanche entiende el dolor en su corazón porque su Aye-mee se ha perdido. Confió en este comanche para buscarte, para luchar la gran lucha que te traería de vuelta a ella.

—¿Tienes una niña pequeña? ¿De verdad te ha mandado Loretta?

Tenía una expresión tan desconcertada que Cazador estuvo a punto de sonreír.

—Estoy aquí, ¿verdad? He andado un gran camino. Si este comanche quisiera engañarte, te engañaría cerca de mi poblado.

Sus ojos se oscurecieron por un momento, y después se iluminaron. Pudo ver que empezaba a creerle. El sonido de unos pasos atrajo la atención de los dos. Cazador miró hacia atrás y vio que Hombre Viejo se acercaba. Amy emitió un grito de angustia.

—¡Haz que se vaya! —se retorció—. ¡Haz que se vaya!

Hombre Viejo se detuvo a medio camino. Llevaba una cantimplora en la mano.

—Trae agua, ¿verdad?

Su cara palideció.

—No… no. ¡Haz que se vaya! ¡No… no quiero verle!

Cazador empezó a levantarse, con la intención de ir y coger la cantimplora. En el momento en que Amy vio que se movía, empezó a llorar y a atacarle.

—¡No! ¡No me dejes aquí con él! ¡Por favor, no!

La reacción cogió por sorpresa a Cazador, que casi pierde el equilibrio al sentir que un cuerpo pequeño se colgaba de él. Ella le pasó los brazos por el cuello, quitándole la respiración. Su carne desnuda y cubierta de sudor se pegó a él como una lapa. Por un momento no supo cómo reaccionar. Entonces sintió el miedo que recorría el cuerpo de la muchacha y la rodeó instintivamente con los brazos. No era mucho más grande que Mirlo. A Cazador se le encogió el corazón al ver la desesperación con la que se abrazaba a él.

—No se lo permitas, por favor. No dejes que me haga daño.

—No, no. No le dejaré. Estás a salvo, Aye-mee. Estás a salvo. —Le pasó la mano por la espalda, con cuidado de no tocarle los moratones.

Ella se puso mustia y empezó a llorar. Cazador la acunó en su regazo y ella no se opuso. Pensó que quizás estaba demasiado aterrorizada. Sus ojos se clavaron en los de él, grandes y salvajes, y tenía la cara tan pálida que parecía haberse quedado sin sangre.

—Ay, Aye-mee —susurró.

—No dejes que me haga daño, por favor, no dejes que me haga daño. Seré buena, ¡de verdad! Haré lo que me dices. No dejes que me haga daño.

—Nadie va a hacerte daño. Es una promesa que te hago. Nadie. —Con cuidado, con mucho cuidado, Cazador la apretó contra su pecho—. Toquet, pequeña. No tengas miedo. Todo está bien.

La rodeó con sus brazos y ella tembló. Consciente de que Hombre Viejo los estaba mirando, Cazador hundió la cabeza en ella y empezó a susurrar, acunándola, como hubiese hecho con Mirlo. Al principio se puso rígida. Pero cuando vio que él seguía en la misma posición, empezó otra vez a sollozar y Cazador supo que había ganado la batalla.

Se la puso en los brazos para que pudiera descansar la cabeza en su hombro con más comodidad. Sin dejar de acunarla, le acarició el pelo y siguió susurrándole. No estaba seguro de qué era lo que tenía que decir, si tenía que hablar en tosi tivo o en comanche. Las palabras no importaban. El mensaje estaba en su voz y en sus manos.

Sin saber muy bien cuándo sucedió, hubo un momento en el que ella se giró hacia él y le rodeó el cuello con sus delgados brazos. Con la cara hundida en la amplitud de su cuello, se abandonó al llanto. La violencia de sus sollozos le atravesaba la piel. Cazador hizo un movimiento hacia Hombre Viejo para que dejara la cantimplora sobre el caballo. Cuando Amy oyó los pasos se agitó y se abrazó a Cazador con más fuerza.

—¡No dejes que me lleven! ¡Por favor, no!

—No pasa nada. No van a llevarte, ¿de acuerdo? Estoy aquí. —Le pasó la mano por el pelo—. Estoy aquí, Aye-mee. Soy grande y malo como el búfalo, ¿verdad que sí? Estás segura conmigo.

Hombre Viejo se fue tan rápido como había venido. Cazador solo podía imaginar lo que los demás debían de estar pensando. Que había perdido su corazón comanche. Que había olvidado cómo había muerto su mujer. Que era boisa. En ese momento, nada de eso le importaba. Cerró los ojos, consciente solo de la niña que tenía en los brazos, del gran regalo que acababa de hacerle al depositar su confianza en él.

Cazador no podía estar seguro de cuánto tiempo había pasado. El sol estaba bajo en el horizonte, listo para el anochecer. Él seguía allí sentado, meciendo a Amy. De vez en cuando, cuando abría los ojos, veía el contraste entre sus brazos oscuros y la blancura de los de la niña, el brillo de su pelo. Una ojos azules. Ya no parecía importarle en absoluto.

La rapidez del anochecer obligó por fin a Cazador a enderezarse. Debía cuidar de Amy mientras aún hubiese luz.

—Aye-mee —dijo suavemente—, estás sangrando. Tengo que ver tus heridas. Loh-rhett-ah se enfadará mucho si no cuido bien de ti.

Ella se puso tensa.

—Tengo un corte en la pierna.

—Veré ese corte, ¿de acuerdo?

—No… no quiero que lo hagas.

—Debo hacerlo. Confiarás en este comanche. Un poco, ¿verdad?

Ella empezó a temblar de nuevo.

—¡No! No dejaré que nadie vuelva nunca a mirar, nunca.

Cazador se quedó callado un momento, pensando.

—Te daré mi cuchillo. Si te hago daño, podrás matarme.

La sugerencia hizo que la niña levantara la cabeza. Lo miró con unos ojos azules llenos de incredulidad.

—No lo harás.

Cazador sacó el cuchillo de la funda y le puso la empuñadura en la mano. Ella miró absorta la hoja curvada. Después, bastante a regañadientes, aceptó con voz temblorosa.

—Está bien, te dejaré, pero solo si lo haces rápido.

Entonces la sentó en la tierra, frente a él. Ella se incorporó apoyándose en un codo y sostuvo el cuchillo en la mano, lista para atacar. Conteniendo una sonrisa, se encontró con su mirada asustada y le tocó el muslo izquierdo.

—¿Aquí?

Ella asintió. Cazador podía sentir sus temblores y sabía lo mucho que le costaba dejar que él le levantase la falda. La raja que tenía en el lateral del muslo era profunda y seguía sangrando. Cazador supo por la línea limpia de la herida que había sido hecha con un cuchillo. La rabia le invadía. Aun así, se sintió más tranquilo al ver que sanaría pronto. Con la mano puesta en la pierna, levantó los ojos hacia ella.

—¿Sangras de dentro?

Su cara se sonrojó, y se mordió el labio. Cazador hubiese dado todos los caballos que tenía por tener una mujer en esos momentos allí.

—Tienes que decirme la verdad, ¿de acuerdo?

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Voy a morir, ¿verdad?

Cazador se sintió como si un caballo le hubiese dado una coz en las entrañas. Volvió a verse años atrás, y recordó el último día de la vida de su esposa.

—Esa sangre de dentro, ¿es mucha?

Ella sacudió la cabeza, con la cara contraída.

—Al principio sí, ahora solo es un poco. ¿Voy a morir?

Lentamente, la tensión de sus hombros fue cediendo.

Ka, no. —La soltó y le bajó el vestido—. No morirás. —Sus conocimientos de la lengua tosi eran insuficientes—. Es de esa forma, ¿no? Un poco de sangre.

Empezó a levantarse.

—¡No! ¡Por favor, no me dejes!

—Solo voy a por agua y tela para limpiar y cubrir la herida. —Él inclinó la cabeza hacia el caballo—. Ya lo verás.

Ella consideró la distancia, y después asintió.

Cazador dejó que se quedase con el cuchillo mientras limpiaba el corte del muslo. Parecía más tranquila ahora que sabía que podía defenderse. A Cazador no le preocupaba demasiado que ella pudiera atacarle, e incluso si lo hacía, sabía que podría detenerla antes de que le hiciese demasiado daño.

Cuando terminó de limpiar y vendarle la pierna, le dio una de sus camisas de ante para que se cubriese. Ella la cogió agradecida, pero estaba demasiado débil como para pasársela por la cabeza ella sola. Se resistía también a devolver el cuchillo. Él contuvo otra vez la sonrisa y sugirió que cambiase el cuchillo de una mano a otra mientras él metía sus pequeños brazos por las mangas de la camisa.

Después de vestirla, le hizo un lecho bajo un arbusto de mezquite, y se sentó junto a ella. Amy buscó su mano. Cazador le rodeó los dedos con los suyos. Bajó los ojos hacia ella y pensó en Loretta.

Después de un rato, Amy consiguió conciliar el sueño. Con miedo a que pudiera cortarse con el arma que aún sostenía en el regazo, Cazador cogió la funda que tenía en su cinturón y metió con mucho cuidado en ella la hoja del cuchillo.

Se aseguró de que dormía profundamente antes de dejarla. Sin hacer ruido, cogió su caballo y se lo llevó a cierta distancia antes de hacerlo parar y revisar el equipo que llevaba. Abrió unas alforjas, sacó el cuchillo de repuesto y ató la funda a su cinturón. A continuación, encordó su arco y revisó el filo de la hoja de su hacha para asegurarse de que estaba afilada.

Hombre Viejo emergió de entre las sombras.

—¿Qué estás haciendo?

Cazador siguió preparándose para la batalla, sin responder.

Hombre Viejo echó una mirada a la chica y se acarició la barbilla.

—¿Vas a volver? Es peligroso, un hombre solo contra todo un grupo.

Cazador sacó todo el equipaje que le sobraba de las alforjas.

—Mejor que una niña pequeña contra todos ellos.

—¿Tu brazo fuerte es de ella?

—Es el camino que debo recorrer. —Cazador apretó la mandíbula, evitando la mirada de Hombre Viejo. Los dos sabían las implicaciones de esa afirmación. Cazador deseaba poder explicárselo, pero sus razones no estaban del todo claras, ni siquiera para él—. Santos le ha robado el honor. Alguien debe volver y reclamarlo.

—Iré contigo.

—No. Si caigo, debes llevar a la niña a Guerrero y a Loretta por mí.

Hombre Viejo suspiró, después asintió.

—Eso está hecho, amigo.

Con esto, Hombre Viejo se fue trotando en busca de los otros hombres. Cazador oyó voces y pasos agitados. Su cara esbozó una sonrisa al ver que varios de sus amigos estaban ya montados para ir con él. Sin preguntas, sin amargas acusaciones. Si quería luchar por una pelo amarillo, ellos seguirían a su lado.

Cerdo se acercó a él tirando tan enérgicamente de las riendas de su pinto que el caballo empezó a moverse en un medio círculo.

—Así que vamos a luchar, ¿no?

—Yo voy.

—Entonces vamos contigo. —Cerdo fijó la mirada en el bulto que se acurrucaba bajo el arbusto—. Tú harías lo mismo por nosotros.

Cazador montó en el caballo.

—¿Estáis seguros de que queréis venir? Lo entenderé si os quedáis.

—Yo estoy contigo. ¿Planeas dejar a alguno de ellos con vida?

—Este comanche tendrá con ellos la misma consideración que ellos tuvieron con la niña. —Los labios de Cazador se cerraron—. Ninguna.

Amy seguía durmiendo cuando Cazador volvió tres horas más tarde con la cabellera ensangrentada de Santos colgada de la brida del pura sangre. Había reclamado su honor… con la venganza.