Capítulo 1

Texas, junio de 1864

El sol de media tarde caía sobre las hojas verdes de la solitaria pacana, extendiendo por el suelo sus haces de oro brillante. En opinión de Loretta Simpson, este árbol era la única cosa bonita en la granja de Henry Masters. Mientras echaba el cerrojo de la puerta del secadero de carne y miraba por encima del hombro lo que era su propiedad familiar, todo lo demás le pareció lóbrego y descolorido. La pequeña casucha y su jardín desnudo eran una mancha en la ondulante pradera, como una cicatriz desfigurando la cara de una hermosa mujer. Al desaliñado rosal que había junto al porche le faltaban más de la mitad de las hojas y sus ramas parecían las sombras de un esqueleto sobre las paredes de tronco de la vivienda. Abrasados por el sol diario, los arbustos terminarían por morir un día, víctimas de la interminable y fútil guerra que libraba el marido de su tía con la tierra.

El hecho de que Henry Masters hubiese elegido este lugar para levantar su casa y sus cercas decía mucho del tipo de persona que era. Si hubiese colocado su granja más cerca del río Brazos, donde la maleza de robles, pacanas y sauces formaban una oscura y baja línea, la sombra y la brisa les hubiese hecho la vida más agradable. En vez de eso, había elegido un espacio abierto para ahorrarse el trabajo de desenraizar los árboles.

Tratando de mantener las manos ensangrentadas lejos de su falda, Loretta observó las pequeñas nubes de polvo que iba creando con los pies conforme caminaba desde el secadero hasta el pozo. No quería pensar en el ciervo que acababa de despellejar y trocear, pero era misión imposible teniendo al lado a su prima de doce años, Amy, que caminaba dando brincos junto a ella.

—Con toda esa leche en la ubre, seguro que estaba amamantando al menos a una cría —dijo, furiosa, la chica—. Pero ¿crees que a padre le importó? Claro que no. Tenemos que hacer algo, Loretta. Si los dejamos ahí fuera para que mueran de hambre, seremos tan culpables como él.

Loretta caminó más deprisa. Siendo la mayor de las dos, era su obligación ser la más práctica. Dos chicas solas en el campo, en busca de cervatillos perdidos, podía ser motivo de problemas, y Loretta ya tenía bastantes problemas de los que preocuparse. Hacía menos de un mes que la granja del vecino había sido atacada. La sangre que encontraron después aún aparecía en sus sueños. Además, esos cervatillos debían de ser demasiado grandes como para dejarse domesticar.

Amy exhaló un suspiro de derrota.

—Supongo que serán demasiado grandes para llevárnoslos a casa. Por no hablar del síncope que le daría a padre si nos viera llegar con ellos. ¿Crees que son suficientemente grandes como para buscarse solos la comida? Es casi verano. Seguramente son ya grandes, ¿verdad?

Tragándose el enfado, Loretta asintió con una convicción que en realidad no sentía.

—Padre podía haber ido a cazar más días —declaró Amy, con voz temblorosa—. ¡Con todos los ciervos que hay en estos bosques! Lo que pasa es que es un maldito vago.

Haciendo como que no había oído sus palabras, Loretta extendió el brazo para coger la cuerda del cubo del pozo. Amy necesitaba desahogar su rabia, y era mejor que lo hiciera aquí que en la granja. Ya había bastante tensión en casa, sobre todo entre Amy y su padrastro.

Amy miró a Loretta por el rabillo del ojo.

—Madre debía de estar desesperada tras la muerte de mi padre para casarse con un tipo como él.

Loretta levantó el cubo y trató de concentrarse en lavarse las manos. No tenía sentido dejar que Amy la hiciera enfadar. Había ciertas cosas que una persona no podía cambiar, y Henry Masters era una de ellas. Y de no ser así, tendría que ser alguien más grande que Loretta. Cogiendo el cubo por el borde, le dio una fuerte sacudida y tiró el agua rosada al suelo con tanta vehemencia que hubiese derribado a Henry de estar allí.

—Llena otra vez el cubo, ¿lo harás? —Amy se pasó la punta de la lengua por el labio superior—. Estoy tan seca como la cecina de venado.

Loretta apoyó el cubo en el borde del pozo y, metiendo los dedos en el agua, salpicó a la niña en la cara dedicándole una sonrisa.

—Es estupendo. Si este cubo fuera más grande, me metería en él ahora mismo. Si no fuera por esos estúpidos indios, me iría a nadar. —Levantando el cazo, dio un buen sorbo de agua haciendo sonar la garganta de forma estrepitosa. Después se detuvo para coger aire—. ¿Quieres un poco?

Loretta negó con la cabeza. Se apoyó contra el pozo y se secó el sudor de la frente con la manga. Amy tenía razón: les vendría bien un baño. Estaba a un punto de alcanzar la ebullición embutida en ese vestido de paño basto. Sin embargo, sabía que era demasiado arriesgado aventurarse mucho más lejos de la casa. Unos cuantos días atrás, ella y Amy habían visto a algunos comanches junto al río. Uno de ellos había cogido la trenza de Loretta y le había arrancado algunos mechones. Podía muy bien haberle dejado sin cabellera. No sabía muy bien por qué no lo habían hecho, pero no pensaba tentar a la suerte de nuevo. Tío Henry había visto huellas de caballos sin herrar en sus tierras estos días, por lo que los indios podrían seguir aún por los alrededores.

Loretta miró las mejillas sofocadas de Amy y se sorprendió de ver que metía el cazo otra vez en el cubo. En lugar de bebérsela, sin embargo, Amy volcó el cazo del cubo sobre su cabellera dorada. El agua le mojó las pestañas y corrió en un reguero por su nariz pecosa. Loretta vio en ella a la niña delgaducha que un día fue, toda brazos y piernas, y en su cara unos ojos azules grandes como dos galletas.

Amy suspiró y volvió a colocar el cazo en su sitio.

—¿Vas a volver a meter el cubo dentro o te vas a quedar ahí todo el día para que el viejo cara de sapo no pueda verte? —Miró con los ojos cerrados por el sol, tratando de ver la cara de Loretta—. Me alegro mucho de no tener aún los veinte. Padre es un auténtico inútil buscando maridos. Ese Bartlett de la nariz grande sería mejor que Tom Weaver.

Loretta dirigió la mirada a la casa de madera. Un hilo de humo salía de la chimenea de arcilla, ascendiendo por la parte más alta del techo hecho de tablones de madera. Lo más seguro es que Rachel estuviese ya guisando la carne en estos momentos, preguntándose si su vecino se quedaría para la cena. Solo de pensarlo se le hizo un nudo en el estómago. No culpaba a tío Henry por querer buscarle marido. Alimentar a una esposa y a su hija ya era carga suficiente. Pero ¿Tom Weaver? Amy tenía razón: a su lado, el chico de los Bartlett parecía un príncipe. De la boca de Weaver siempre caía saliva de mascar tabaco que le llegaba hasta la barba, y la peste de su cuerpo sucio invadía toda la casa. Imaginar cómo sería besarlo le revolvía el estómago.

—No tienes que casarte con él —dijo Amy—. Puedes ganarte el quedarte aquí. Algunas veces, cuando tú no le miras, padre pone los ojos en ti con cariño. ¡De verdad! Nunca le importó que estuvieras aquí antes. ¡Eres tan guapa! Algún atractivo vaquero vendrá pronto a buscarte.

«¿Qué atractivo vaquero?» Loretta miró la franja infinita de campo abierto que rodeaba la granja y levantó la ceja incrédula.

Un brillo travieso se instaló en los ojos de Amy.

—Podríamos escaparnos —se echó hacia atrás, con la cara iluminada—, volver a Virginia, solas tú y yo. ¡Trabajar como cocineras en un tren! Una vez allí, podríamos encontrar un trabajo y ahorrar para mandar dinero a madre.

»¡Imagínatelo! Tú y yo, en Virginia. Vida social, bailes, y misa los domingos, como madre nos ha contado tantas veces. ¡Podríamos hacernos nuestros propios vestidos! ¡Estaríamos tan guapas! Tú te casarías antes de lo que canta un gallo. Con alguien rico. Alto y guapo, con sombrero de copa y zapatos relucientes.

Dio una vuelta más y después se inclinó en una elegante reverencia.

—Vamos, Loretta, hagamos como que ya estamos allí… Enséñame a bailar. Tú recuerdas cómo es Virginia, pero yo no.

Imágenes de frondosos bosques y colinas aterciopeladas pasaron rápidamente por la mente de Loretta. Era demasiado mayor para fantasear, pero algunas noches se quedaba despierta en la cama recordando, deseando…

Dando un brinco, Amy gritó:

—¿Y bien? ¿Vas a jugar o no?

Incapaz de resistirse, Loretta se levantó la falda y dio un paso de vals, imaginando que tenía un acompañante. Intentó imaginar cómo sería y decidió que el que fuera alto y guapo no era tan importante, sino solo que ella se sintiera feliz a su lado. Alguien como su padre, fuerte pero amable, firme pero considerado, un hombre que pudiera verla bajo su silencio y amarla a pesar de ello.

Entusiasmada con el juego, Amy dejó de bailar y empezó a aplaudir.

—Hagamos que es rico, ¿de acuerdo? Tan rico como para comprarnos una pizarra grande donde puedas escribir todos los mensajes que quieras. Él no sería tan miserable como padre.

Los pies de Loretta se pararon en seco. El recuerdo de Henry le hizo volver a la cruda realidad que las rodeaba. Los pololos de Amy asomaban cubiertos de polvo por debajo de su falda descolorida. No estaban en Virginia, nunca volverían allí, y aunque lo hicieran, ningún hombre que pudiera permitirse un sombrero de copa se fijaría en una mujer muda con vestido de paño.

—¿Qué pasa?

Alarmada por el tono crispado de Amy, Loretta miró por encima de su hombro. Una nube roja se elevó sobre el cielo azul. Entrecerró los ojos deslumbrada por el sol. Caballos, y debían de ser muchos, a juzgar por la polvareda que levantaban. Debía de ser la patrulla fronteriza del fuerte Belknap, pero no estaba segura. La guerra había pasado factura. No había tropas en el condado de Palo Pinto, por lo que el regimiento fronterizo se había quedado bajo mínimos para intentar controlar a los indios.

Amy se puso rígida, agarrada a la falda azul de Loretta.

—¿Qué pasa? Ay, Loretta, no serán los indios, ¿verdad?

Loretta pasó el brazo por los hombros de la muchacha en un gesto protector. Los indios era la primera idea que se le había pasado por la cabeza.

—¿Y si son ellos? Quizá les gustó nuestro pelo rubio y vuelven a por nosotras… Son indios —gritó Amy—. Los veo.

Dando un autoritario empujón a Amy, Loretta se arremangó la falda para correr. «Dios quiera que no sea un grupo de guerreros.» El corazón le latía cada vez con más fuerza conforme azuzaba a Amy para correr hacia la casa. Podía oír el sonido atronador de los cascos. Le hubiese gustado poder avisar con un grito a tío Henry y a Tom Weaver. Pero su garganta estaba seca, sus pulmones doloridos. Nunca se había sentido tan frustrada por no poder hablar. Aunque trató de apartarlas de su mente, las imágenes de la granja de los Samuelson se arremolinaban en su cabeza, y no podía dejar de ver al viejo Bart lleno de lanzas indias, clavado en la pared del granero, y los cuerpos de sus hijos desperdigados por el suelo como muñecos de trapo.

Amy empezó a gritar.

—¡Indios! ¡Vienen los indios!

Un revuelo histérico sonó en el interior, un movimiento de muebles y botas rascando el suelo. Rachel gritaba. Loretta subió las escaleras de un salto, tirando del brazo de Amy para que no se quedara atrás. Era como si todo estuviera sucediendo en un sueño, y cada segundo se alargaba hasta la eternidad. Golpeó la puerta con el hombro y entró precipitadamente en la casa con Amy cogida por el brazo. Después cerró la puerta detrás de ellas, atrancándola con la barra horizontal.

—Tom, ponte en la ventana de la izquierda —gritó Henry—. Rachel, deja que Loretta se ocupe de Amy. Agarra el rifle que sobra y cubre la parte trasera.

Arrastrando a Amy por la habitación, Loretta empujó la cama para moverla. Debajo estaba la trampilla que conducía al sótano. Excepto en caso de incendio, Amy estaría segura allí. Loretta levantó la trampilla y un olor a rancio y cerrado le golpeó en la nariz.

—¡No quiero! —Amy lloró—. Por favor, Loretta, ven conmigo.

Durante un segundo, fue como si Loretta hubiese vuelto atrás en el tiempo. Volvía a tener trece años y se aferraba al brazo de su padre mientras él le enseñaba el sótano convertido en refugio ante las tormentas para esconderla de los comanches. «Por favor, papá, deja que me quede contigo y con mamá. Por favor, papá».

Su padre había cerrado la trampilla y le gritó desde el otro lado: «No grites, hija, y obedece. No hagas ningún ruido, ¿me oyes? Pase lo que pase, no hagas ningún ruido».

Loretta, con los ojos pegados a los breves intersticios de las tablas de madera del suelo del refugio y los dientes apretados para no gritar, fue testigo de las atrocidades. Pero obedeció a su padre y no emitió ni un sonido. Siete años más tarde, aún seguía en silencio.

El rugido de los caballos acercándose la devolvió al presente. Cogiendo a Amy por el brazo, la forzó a entrar en el interior y bajar las escaleras. Amy la miró con la cara blanca de terror. Loretta cerró la trampilla y volvió a colocar la cama en su sitio. Si había un ataque, que Dios no permitiese que esos animales pusieran las manos en el cuerpo de una niña de doce años.

El recuerdo del cuerpo violado de su madre le golpeó en el cerebro.

El polvo se filtraba por las ventanas y le quemaba la garganta. Los comanches habían rodeado la casa. Podía sentirlos, olerlos. «No a Amy. Por favor, Dios, no a la pequeña Amy.»

—Por Dios bendito —exclamó Henry—, ¡debe de haber cientos!

Weaver asintió con una mueca, arrodillado en la otra ventana. Se abrió el cuello de su camisa marrón, tratando de encontrar un poco de aire. Después colocó el rifle.

—No disparéis.

—Dios mío —chilló Rachel desde la ventana de atrás—, ¡son demasiados! No tenemos nada que hacer.

Loretta se quedó inmóvil en el centro de la habitación. El aroma del guiso de venado flotaba en el aire. Todo parecía tan normal, la tapadera a medio cerrar sobre el bote de sal, el saco de harina desatado, las dos tazas utilizadas por los hombres aún en la mesa de la cocina. La costura de tía Rachel a los pies de la mecedora. ¿Cómo podían las cosas estar bien un momento y después oler a muerte en el siguiente?

Moviéndose hacia la ventana, echó un vistazo al exterior por encima del hombro de su tío. Un grupo de guerreros se organizaba a lomos de sus nerviosos caballos. El rostro del asesino de su madre era oscuro y anguloso, con la nariz larga y la línea del pelo bastante subida. Siempre que veía indios trataba de encontrar ese rostro. ¿Estaría ahí fuera? Había muchas caras, todas oscuras, todas con el nacimiento del pelo bastante alto sobre la frente. Una piel de color canela y brillante. Músculos bien pronunciados. Plumas al viento y lanzas llenas de veneno. Cerró los ojos y después volvió a abrirlos. Un halo de silencio lo cubría todo, roto solo por el tintineo de las campanillas que colgaban de los mocasines comanches. La piel de ciervo que cubría la ventana se levantó de forma inesperada.

—No disparéis —volvió a recomendar Tom—. Ese indio de delante lleva una lanza con una bandera blanca. Sea lo que sea lo que buscan, no es una pelea. ¿Hablas algo de comanche?

—Ni una palabra —contestó Henry.

—Yo no sé mucho. Si están acostumbrados a comerciar, hablarán algo de inglés, pero si no es así… Esperemos que mi indio sirva de algo. —Tom escupió una bola de tabaco en el suelo limpio de Rachel. Después, les gritó:

—¿Qué queréis?

Loretta estaba tan tensa, que dio un brinco al oír la pregunta. Al ver el negro líquido de tabaco en el suelo, tuvo ganas de vomitar. ¿Se estaba volviendo loca? ¿Acaso era importante que se manchara el suelo? Antes de que esto terminase, la casa podría muy bien arder entera. Oyó el llanto de Rachel, un lamento suave y entrecortado. Era terror. El gusto metálico del miedo le secó la lengua.

—¿A qué venís? —volvió a gritar Tom.

—¡Hites! —le respondió una voz profunda—. Venimos como amigos, Ojos Blancos.

El guerrero jefe se adelantó unos pasos con la lanza en alto, para que la polvorienta tela blanca pudiera verse bien. Montaba orgulloso en su semental negro, con unos hombros oscuros y relucientes bien erguidos, las piernas embutidas en piel presionando la montura con fuerza. Una ráfaga de viento levantó su pelo color caoba, y lo hizo volar en mechones que enmarcaban su rostro bronceado y finamente labrado.

Lo primero que pensó Loretta es que parecía diferente a los otros. Cuando pudo verle más de cerca supo por qué. Era sin duda un mestizo, más alto que los demás, y de piel más clara. Si no fuese por su complexión morena y por el pelo largo, hubiese podido pasar por un hombre blanco. Todo lo demás en él era salvaje, desde el gesto cruel de su boca hasta la manera experta que tenía de balancearse en su caballo, como si él y el animal fueran una misma cosa.

Tom Weaver se contrajo.

—Por todos los… Henry, ¿sabes quién es?

—Esperaba estar equivocado.

Loretta se acercó más a la ventana para ver mejor. Entonces lo vio. Cazador. Había oído susurrar su nombre con temor en algunas historias. Pero hasta entonces no había creído que fueran ciertas. Un mestizo de ojos azules, uno de los adversarios más sanguinario y peligroso con el que el ejército estadounidense había tenido que enfrentarse. Ahora que la guerra había enfrentado al Norte con el Sur, los granjeros no tenían caballería para controlar a Cazador y a sus secuaces, y su gente hacía incursiones cada vez más frecuentes en los asentamientos de granjeros, avanzando hacia el este. Algunos decían que era mucho más peligroso que un comanche de pura cepa porque tenía la inteligencia del hombre blanco. Como despiadado que era, se decía que se ensañaba con las mujeres y los niños. Si era coincidencia, estrategia o una mentira que algún amante de los indios había inventado, nadie lo sabía. Los indios eran todos unos animales, unos asesinos.

—¿Qué queréis? —gritó Henry—. La vaca da buena leche. Hay dos mulas y un caballo en la parte de atrás.

Un hedor de miedo salió de la camisa sudorosa de tío Henry, un hedor penetrante y pegajoso. El indio se tocó el cinturón y sacó algo. Levantándolo en el aire, miró fijamente a la ventana donde Loretta estaba colocada. Ella tuvo el desconcertante presentimiento de que podía verla. Algo dorado caía de sus dedos, brillando a la luz del sol.

Pe-nan-de —gritó—. Miel, vosotros llamáis. Envíame a la mujer que tiene este pelo.

—Dios bendito —suspiró Tom.

Incapaz de apartar los ojos del mechón de pelo que se mecía entre los dedos del mestizo, Loretta se llevó la mano a la garganta. Esto no estaba pasando en realidad, pensó medio mareada. En un minuto se despertaría. Solo era una pesadilla.

—Ellos nos superan por cincuenta a uno —dijo Henry—. ¿Qué demonios vamos a hacer?

Tom miró por la ventana.

—Me da igual que sean cien contra uno; no puedes darles a la chica.

—Mejor que sea ella sola que no todos nosotros. —Un hilillo húmedo cayó de la nariz de Henry, que secó con la manga de su camisa blanca—. Tengo que pensar en Rachel y Amy. Ya sabes lo que estos salvajes harían con Amy, Tom.

—¿Y qué me dices de Loretta?

Loretta se apoyó en la pared. ¿La quería a ella? Las piernas le temblaban. «No, no iré», pensó. Entonces recordó la cara pálida de Amy. Y supo sin ninguna duda que la muerte de la niña no sería rápida. Tío Henry tenía razón: mejor una vida que cinco.

Loretta se giró hacia su tía. La piel de Rachel se había vuelto blanca como el alabastro. Sus ojos azules se encontraron. Entonces, Rachel miró hacia la cama. Fue el impulso que Loretta necesitaba. Dio un paso hacia la puerta, envuelta en una nube de irrealidad. Los últimos siete años había estado andando en un círculo que se cerraba ahora. Esta vez no sería una cobarde. Haría por Amy lo que sus padres habían hecho por ella. Una segunda oportunidad. ¿Cuántas veces en sus pesadillas había encontrado el coraje para abrir la puerta de la bodega, salir y ayudar a su madre? ¿Cuántas veces había despertado de ellas pidiendo a Dios que la perdonase por ser valiente solo en sueños? Ahora podría redimirse.

Al ver que Loretta se acercaba a la puerta, Tom gritó:

—¡No! Eres un miserable y un cobarde, Henry. Si envías a esta chica ahí fuera, nunca volverás a dormir tranquilo en lo que te queda de vida.

Loretta tocó la puerta de madera y se quedó helada. A través de las rendijas, oyó el tintineo de las campanillas, un sonido navideño tan fuera de contexto como la música de baile en un funeral. Santiguándose, entrecerró los ojos e intentó recordar cómo se hacía un acto de contrición. Las palabras se enredaban en su cabeza.

—Henry, no —pidió Rachel—. Loretta, no abras la puerta. Si quieren una mujer, iré yo.

—No es a ti a quien esperan —le espetó Henry—. Uno de ellos vio a Loretta en el río el otro día, y han vuelto a por ella. Te dispararán si sales ahí fuera.

Rachel se volvió hacia su marido.

—Esta chica es la hija de mi hermana. ¡Nunca te perdonaré si dejas que salga!

—No tienes que hacerlo, Loretta —le dijo Tom—. Hay cosas peores que morir, y esta es una de ellas.

Loretta dudó. Entonces, las bisagras de la puerta chirriaron al ser abierta por completo. Un rayo de luz le dio en la cara. Cruzó el umbral. «Mejor solo yo que todos los demás.» Dio un paso. «Mejor que los comanches me lleven a mí y no a Amy.» No era tan difícil, ahora que estaba haciéndolo. Respiró hondo y cruzó el porche. La puerta se cerró a su espalda, y la barra del cerrojo dio un golpe definitivo.

Observándola con unos ojos azul oscuro impenetrables, el guerrero de negro hizo avanzar su montura unos pasos. Con un contacto visual desconcertante, la dejó inmovilizada. Él la estudió durante lo que pareció una eternidad, sin moverse, sin hablar, con la lanza aún en el aire.

La valentía de Loretta se desintegró, y un temblor violento la sacudió de la cabeza a los pies. Él notó su estremecimiento, y le miró el cuerpo con ojos penetrantes. Se fijó sobre todo en sus caderas, deteniéndose allí con un desprecio insultante, y después levantó los ojos hasta sus pechos. La humillación coloreó sus mejillas.

Keemah. —La palabra salió con un silbido de su boca, con un tono tan agudo como el sonido de un disparo en el aire. Loretta dio un salto, confundida y aterrorizada. No entendía el comanche y no tenía ni idea de lo que le pedía. Solo sabía que la mataría si le hacía enfadar. Las rodillas se le abrían y cerraban, fuera de control. Los labios de él se torcieron en una mueca—. Ven aquí, para que este comanche pueda ver.

Demasiado asustada para sentir los pies, Loretta se tropezó en las escaleras y a punto estuvo de caer. Le ardía la piel al sentir los doscientos ojos que la miraban. Cuando se acercó al comanche, él dirigió su montura a un lado. Unas campanillas doradas brillaron junto a las tiras de piel de sus mocasines. Su mirada era difícil de olvidar, podía casi sentir que le llegaba a la piel.

—Levanta la cara, mujer.

Ella levantó la cabeza, con una expresión cuidadosamente ausente. Él parecía una torre sobre su caballo, los hombros desnudos enormes, los músculos de sus brazos perfectamente dibujados. La brisa retiró el mechón oscuro de su mejilla, dejando al descubierto una cicatriz que le marcaba la cara desde la ceja derecha hasta la barbilla. Al hablar, descubrió unos dientes blancos brillantes.

—¿Cómo te llaman?

Loretta prolongó el silencio, la boca abierta.

—Responde, mujer, o muere. —Levantando la punta de la lanza, le cogió la trenza, aflojándosela de la diadema. El pelo le cayó suelto por los hombros.

—¡Loretta! —Rachel gritó desde el interior de la casa—. Se llama Loretta. Por favor, no le haga daño, por favor. —Una congoja de terror matizó su súplica.

El indio apretó la punta de su lanza contra la garganta de Loretta.

—¿No tienes lengua, herbi?

—Nooo —aulló Rachel—. ¡No puede hablar! ¡Es la verdad! Por favor. Es una chica dulce y buena. No le haga daño.

A la izquierda de Loretta, un indio montado en un caballo pinto empezó a balbucir excitado señalándola con el dedo. El brazo del comanche jefe se puso rígido, haciendo que la lanza se clavara aún más en su garganta.

—¡Ka! —rugió el indio del pinto. Después volvió a balbucir otra sarta de palabras.

Loretta cerró los ojos y se preparó para morir. Fuera lo que fuese lo que el otro indio estaba diciendo, el mestizo estaba claramente intercediendo por ella. El aire llegaba cargado de ansiedad e incertidumbre, sensaciones que le penetraron las terminaciones nerviosas de tal forma que, por un momento, tuvo un extraño sentimiento de unicidad con el hombre que estaba encima de ella, al ser capaz de percibir el túmulo de sentimientos que le invadían, su indecisión, como si fuera parte integral de él. Quería derramar su sangre con ferocidad, pero algo, quizás el mismo Altísimo, detenía su mano.

Interpretando esto como un aplazamiento, se agarró a ello con ansiosa incredulidad. Levantó los ojos y vio confundida cómo sus ojos cobalto reflejaban las mismas emociones que las suyas.

Él empezó a temblar, como si la lanza le pesase una tonelada. Y de repente supo que por mucho que desease matarla allí mismo, una parte de él impedía que tirase la lanza. No tenía sentido. Ella no veía sino el odio escrito en su bien cincelado rostro. Había sin duda matado cientos de veces y volvería a hacerlo otras tantas.

Lentamente, bajó el brazo y la miró fijamente, como si le hubiese ganado en cierto sentido. Entonces, tan rápido que no podía estar segura de haberlo visto, el dolor pasó como un rayo por su cara.

—¿Así que eres dulce? —Su sonrisa era como el hielo—. Lo veremos, mujer, ya lo veremos.

Dijo mujer como si estuviera escupiendo bilis, y le pasó la punta de la lanza por la barbilla. Había oído de mujeres a las que los indios les habían desfigurado la cara y esperaba que él también lo hiciera al recorrerle la boca y la nariz con el arma. Un sudor frío le caía de la frente. Tenía la visión nublada con pequeños puntos negros que danzaban frente a ella.

Guiñó los ojos y trató de fijar la vista en él. La risa tintineaba en sus ojos. Se dio cuenta de que, puesto que había decidido no matarla, quería, por alguna razón desconocida, jugar a algún juego cruel con ella con el que poder probar su temple. Loretta cogió la punta de la lanza y la apartó de su cara. Después levantó la cabeza, desafiándole. Él se rio por lo bajo, se inclinó sobre el caballo y le cogió el pelo con el puño. Tiró de ella para obligarle a echar la cabeza hacia atrás. El tirón hizo que le brotaran las lágrimas.

Cazador se acercó para poder verle mejor la cara y dijo:

—Tienes más coraje que fuerza, pelo amarillo. No es sabio luchar cuando no se puede ganar.

Levantando solo levemente la mirada, pudo ver las facciones que cincelaban su rostro y la arrogancia dibujada en su boca. Deseó tener fuerza para tirarle del caballo. No solo estaba burlándose de ella, estaba retándola.

—Te rendirás. Mírame y conoce la cara de tu señor. Recuérdalo bien.

Sintiéndose cada vez más humillada, Loretta olvidó a Amy, a tía Rachel, a todos. En su cabeza apareció la imagen de su madre. Nunca, mientras le quedase un soplo de vida, se rendiría ante él. Tragó saliva e hizo ademán de escupir. Nada salió de su boca, pero el mensaje estaba claro.

—¡Nei mah-heepicut! —La soltó y le dio un ligero empujón en el brazo. Se puso a dar vueltas con el caballo, con la mirada puesta en la ventana de la casa. Después se dio un puñetazo en el pecho—. ¡La reclamo!

Loretta se tambaleó. Lo observó, incrédula, mientras hacía un círculo a su alrededor. «¿La reclamo?» Se giró con recelo, sin perderle de vista, sin saber muy bien lo que iba a hacer después. Él cabalgó erecto, con los ojos fijos en su vestido, su cara, su pelo… Era como si todo en ella le interesase.

Su boca se curvó en una sonrisa burlona. Se había detenido en su falda, y ella casi podía ver las preguntas que le rondaban la cabeza. Volvió a poner la mano en la lanza. La determinación que llevaba escrita en la cara le resultaba inquietante.

Cabalgó directamente hacia ella, y ella se echó a un lado. Él hizo virar la montura y volvió a acercarse. Al pasar, se inclinó y cogió con la punta de la lanza los bajos de su falda. Loretta se volvió, apartándole con los brazos, pero el indio se movió con mayor agilidad y condujo al caballo hacia el objetivo fijado con la precisión de sus piernas. Estaba tan interesado en verle la ropa interior como ella lo estaba en esconderla.

El final de esta batalla solo podía ser uno, y Loretta lo sabía. Sus amigos le animaban, aullando y riéndose cada vez que descubría los pololos. Loretta le quitó la sucia bandera blanca y la tiró al suelo, pisoteándola con el tacón del zapato.

Después de unos cuantos pases más, Loretta se sintió agotada y reconoció la estupidez de su resistencia. Entonces se detuvo, de pie con el pecho agitado, la mirada perdida y la cabeza erguida. El guerrero la rodeó, acercándose tanto a ella que le temblaron los dedos de los pies al notar la proximidad de los cascos del semental. Al ver que no se movía, el indio detuvo el caballo y se quedó estudiándola unos segundos antes de inclinarse a tocarle con el dedo el corpiño del vestido. Loretta se quedó sin respiración: notó cómo la palma de su mano se deslizaba por la parte que separa el pecho del talle.

Ai-ee —susurró—. Aprendes rápido.

Subió los ojos llenos de lágrimas y le escupió otra vez en la cara. Esta vez la saliva sí le llegó a la cara. El indio la miró con una expresión que parecía esconder una sonrisa, aunque esta vez parecía hasta amistosa.

—Quizá no tan rápido. Pero soy buen profesor. Aprenderás a no luchar contra mí, pelo amarillo. Es una promesa que te hago.

En ese momento, lo que sintió por él fue mucho más que odio: una repulsión negra y horrible que le hacía desear coger la lanza y clavársela hasta lo más profundo de sus entrañas. «La reclamo.» Planeaba llevársela, ¿verdad? Sus ojos se movieron desde el fajín de lana azul hasta los músculos marcados en su estómago. La empuñadura del cuchillo sobresalía de una funda de piel que llevaba en la cadera. ¿A cuántos soldados habría matado? ¿Uno, un centenar, quizás un millar?

El mechón de pelo que le había cortado le caía del cinturón, una nube dorada que contrastaba con la piel oscura de sus pantalones. Estaba segura de no haberlo visto antes. Los indios que encontraron en el río debieron de habérselo dado, y él había venido, solo Dios sabe por qué, a buscarla.

Con un sobresalto, se dio cuenta de que el guerrero había extendido una mano hacia ella. Una cinta ancha de cuero cubría su muñeca. Miró la oscura palma y los fuertes dedos que se abrían ante ella, y negó con la cabeza.

Hi, tai —dijo él en voz baja. Se acercó un poco más y se agachó para tocarle la barbilla. A Loretta le temblaron las pestañas al ver que él le secaba una lágrima de la mejilla—. Ka taikay, ka taikay, Tohobt Nabituh —susurró.

Las palabras no le decían nada. Desconcertada, le miró a los ojos.

Tosa ehr-mahr. —Levantó la mano y le mostró el brillo mojado de sus dedos—. Lluvia de plata, tosa ehr-mahr.

¿Comparaba sus lágrimas con la lluvia plateada? Buscó un poco de humanidad en sus ojos y no encontró nada. Después de un rato, se estiró y levantó la lanza en lo que parecía un saludo.

—¡Suvate! —gritó, recorriendo con los ojos la línea de guerreros que le rodeaban.

Le respondió un murmullo ronco de voces:

—¡Suvate!

El indio pareció satisfecho con la respuesta y, con un golpe violento, clavó la lanza en el suelo. Una vez más, le extendió la mano.

—Cógela, pelo amarillo, para amistad.

Ella tenía miedo de que la subiera a su montura si la tocaba, pero sus ojos le dijeron que no había peligro. Además, si esa fuera su intención, podría hacerlo con o sin cooperación. Levantó un tembloroso brazo hacia él, esperando lo peor, y le colocó los dedos sobre la palma. El guerrero le apretó la mano y la calidez del apretón le llegó hasta el hombro.

—Volveremos a encontrarnos. Vendré a por ti como el viento, que viene de la nada. Recuerda la cara de este comanche. Soy tu destino.

Con esto, le soltó la mano y guio a su caballo para que hiciera un círculo por el jardín, con una mano en alto. Echando atrás la cabeza, emitió un grito que le puso los pelos de punta. En poco rato, el jardín se convirtió en un polvorín, con cuatrocientos cascos tocando un ensordecedor staccato de retirada.