33
Una hora más tarde, hago mi aparición estelar en la cocina. Me he perdido varias veces, hasta que el amable señor Blázquez ha decidido escoltarme hasta aquí.
Me he colocado un vestido color rojo pasión de Gucci, digno de la gala de los Oscars… con unos taconazos a juego.
Ares me mira patidifuso, no es capaz de parpadear.
—Qué bien huele… ¿qué hay de desayuno?
Paso de él, tan natural, como si llevara un pijama puesto. El vestido me queda de infarto. Él me sigue con la mirada, no se lo quiere creer. Me siento a la mesa, lo miro y me pone delante una taza de café de mala gana.
Desayunamos sin mediar palabra. Está escondido detrás del periódico y apostaría todo lo que tengo a que además, rojo de ira.
Cuando suelta el periódico encima de la mesa, consigue decir:
—¿No decías que querías ir a pasear? —su voz intenta no quebrarse.
—¡Claro!
—¿Piensas ir así?
—¿Así cómo? —Me miro mi flamante vestido extrañada—. ¿No te parece apropiado?
—¿Por qué te gusta tanto tocarme los cojones, Keira? —Ahora sí me intimida un poco con esa mirada.
—¿Y a ti, por qué te gusta tocármelos a mí? —Me levanto y le planto cara. Él bufa enfadado.
—¡Está bien! Como quieras, vamos.
Me ofrece su mano para que lo acompañe y se la doy.
Vamos paseando por la avenida central tranquilamente. Me he puesto un abrigo de plumas encima del Gucci para rematar mi maravilloso atuendo, como estamos a un día para Navidad y además como hace mucho frío, tengo la excusa perfecta, solo me falta una corona en la cabeza y así podrían encerrarme en algún manicomio.
—¿No vas a hablarme? —le pregunto.
—Estoy intentando asimilar que la primera mujer con la que paseo entre mis vecinos, resulta ser a una fashion victim desastrosa.
—¿Y qué más te da? Nadie me conoce.
—¡Pero a mí sí! —me interrumpe, gritándome—. Me he gastado una pasta en llenar ese armario para ti, con toda la ilusión del mundo, creyendo que ibas a saltar de alegría al verlo y tú lo único que haces es joderme la vida.
—No pretendía llegar a tanto.
—¡Pues lo has hecho! ¡Mírate!
Me detengo, me miro, suelto un bufido y me empiezo a reír yo sola. Me río tanto de lo absurdo de esta situación que no soy capaz de parar. Me falta el aire para reír, a carcajada limpia. Ares al verme, no puede evitarlo y acaba contagiándose.
Parecemos dos locos.
Cuando consigo hablar, le digo:
—Tienes razón, la broma se me ha ido de las manos, lo siento.
—Ven aquí.
Me coge en brazos y me lleva a pasos agigantados de vuelta a casa. No está demasiado lejos, ya que con mis tacones de aguja no hemos andado demasiado rápido.
—Esto ya no te va a hacer falta. —Me va quitando todo según avanzamos por la casa; los zapatos, el abrigo…
Me lleva directamente a su habitación y pasamos la mañana allí encerrados, entre el inframundo y el nirvana.
¡Dios, qué hombre!
Una de las veces que estamos medio dormidos, haciéndonos caricias mutuamente, le pregunto qué significa esa lanza gigantesca que tiene colgada en una de las paredes.
—Es la lanza de Ares, la compré en el Museo Arqueológico de Grecia.
—No puede ser. —Será un cuento chino.
—Me quedé sin varias propiedades para conseguirla.
—¿Eso no es ilegal? —No conoce límites.
—Sí —lo dice tan tranquilo—, pero la legalidad es algo ficticio, sus barreras se traspasan fácilmente con unos cuantos billetes, y yo los tengo.
—¿Crees en esas cosas? Ya sabes, en dioses, leyendas… —Para gastar toda su fortuna en comprar ilegalmente una lanza, debe creer en algo.
¿Qué sí creo en la mitología?
—Sí.
—Si tengo en cuenta mi nombre, y como se han dado las circunstancias a lo largo de mi vida, no me queda más remedio que hacerlo.
—¿A qué te refieres?
—Siempre me han sucedido cosas, que realmente me han hecho creer que tengo que ver algo más con el dios de la guerra de lo que jamás creí posible, pero puede ser pura casualidad.
—¡Cuéntame! —Estoy realmente entusiasmada.
—Ares, como bien sabes, era el dios de la guerra, pero de la guerra cruenta, él era conflictivo, salvaje, perverso y sin compasión. Los demás dioses lo temían y lo odiaban porque no entendían cuál era su cometido en el Olimpo.
—¡Oh sí! Qué sabia fue tu madre al ponerte el nombre.
—¿Destino o casualidad?, nunca lo sabremos, pero me siento muy identificado con su carácter, nunca fui un niño bueno.
—Sí, que me lo digan a mí.
—Tú no te escapas. Tu apellido tiene mucho que ver con toda esta historia.
—¿Mi apellido?
—Afrodita es la diosa del amor, la diosa de la belleza y del deseo, tanto dioses como humanos estaban enamorados de ella; pero Ares siempre fue al único que ella deseó, incluso teniéndolo prohibido, porque ya estaba casada.
—¿Intentas decirme que yo soy Afrodita?
—Estoy convencido de ello.
No sé qué decir, esto es una auténtica locura, pero ciertamente hay muchas casualidades.
—¿Sabes qué surgió de la unión de Ares y Afrodita, de la violencia y el deseo?
—Cualquier cosa…
—Eros, su hijo.
—El amor…—me tiene cautivada.
—¿Te ha gustado la historia?
—Me has dejado alucinada.
—Desde el momento en que te vi, supe que ibas a ser mi diosa, mi talón de Aquiles, la única que equilibra mi balanza y que me da paz.
—¿Todo eso? Pensaba que lo que hacía era todo lo contrario, ¡cabrearte!
—¡Eso también y bastante! Me entran ganas de coger esa lanza y… —Aprieta los puños, enfadado.
Nos reímos, repanchingados en la cama.
Me besa tiernamente, mirándome a los ojos con cara de tonto enamorado.
—Tú eres mi Rambhá, el deseo de amar del dios de la guerra.