PRÓLOGO
Nunca olvidaré la sensación que me causó salir de mi apartamento en la plaza de Santa Ana aquella mañana soleada de septiembre, para dirigirme, con paso firme, hacia mi primera entrevista de trabajo.
Me sentía libre. Caminaba con tanta alegría, que cada edificio que dejaba a mi paso, me parecía más sorprendente y extraordinario que el anterior. Observaba maravillada la elegancia de la gente que se cruzaba conmigo, los escaparates de las tiendas me incitaban a entrar, incluso las farolas eran perfectas, repletas de minúsculos detalles forjados en hierro.
I´m walking on sunshine, a todo volumen en los cascos de mi iPod, remataba aquella fantástica escena.
Estaba tan contenta que si me hubieran puesto una música celestial de fondo, podría haber protagonizado perfectamente una película titulada La mujer más feliz del mundo paseando por el paraíso, o algo similar.
Cuando llegué a la plaza de la Lealtad, observé boquiabierta una vez más, aquel esplendoroso palacio barroco que estaba situado justo delante de mí, cuya fachada amenazaba con invadir por completo mi atención, pero logré retirar la vista del deslumbrante diseño y centrarme en la no menos espectacular puerta. Respiré hondo y tomé así las fuerzas necesarias para conseguir ingresar en el majestuoso edificio. Al fin, me encontraba en el vestíbulo del Ritz.
Mis tacones retumbaron en el suelo de mármol, también asombroso. Al instante, un caballero de unos cuarenta años, ataviado con un elegante traje de chaqueta azul marino, y muy bien peinado, se dirigió hacia mí lentamente. Él me observaba, al notar que había entrado un tanto indecisa, para comprobar si yo era un cliente o alguien que venía tan solo a curiosear, como hacía la gran mayoría de las personas que pasaban por allí a diario. Interrumpió mi ensimismamiento en paredes y techos con un carraspeo para disipar la duda.
—Disculpe, señorita, ¿puedo ayudarla en algo?
—¡Oh sí!, tengo una cita con el director —titubeé.
—Si es tan amable, ¿me podría facilitar su nombre para hacerle saber que ya ha llegado?
—Soy la señorita Amor, gracias.
—Espere aquí un momento, por favor.
Quiero pensar que lo que vi en su rostro no fue una sonrisa cuando se giró para ir en busca del director; aunque ya estaba más que acostumbrada desde mi infancia, lamentablemente mi afectuoso apellido causaba este tipo de efecto en los demás.
—¿Señorita Amor? —La voz provenía de uno de los despachos anexos a la recepción, el hombre trajeado me indicaba con un gesto de su mano, muy amablemente, que entrase en aquella estancia.
—Gracias —dije mientras entraba, con una sonrisa. Él inclinó la cabeza y cerró la puerta, una vez que me encontraba dentro.
—Buenos días, señorita Amor. Encantado de saludarla —sonó una voz atronadora, que me dio un susto de muerte.
—¡Oh, Dios Santo! —grité, llevándome la mano al pecho.
Me giré rápidamente al escuchar esa voz a mi espalda, lo que hizo que gritara de nuevo del susto, al comprobar que tras de mí no había más que una pantalla plana inmensa, ocupando la totalidad de la pared. Cuando mi corazón volvió a recuperar un ritmo medio normal —para una persona que no está corriendo una maratón— pude darme cuenta de que la voz procedía de dicha imagen, un paisaje de montañas nevadas proyectadas en la gran pantalla.
—¿Hola? —acerté a decir, pues no quería dirigirme demasiado abiertamente hacia la pantalla, y disimulaba como buenamente podía, no fuera a ser que hubiera alguien por allí y me descubriera hablando con la nieve.
—Tome asiento, por favor —dijo en tono muy serio.
Intenté desesperadamente encontrar una silla por el amplio despacho, mientras seguía mirando de reojo, anonadada, la nieve de la montaña. «¿Será esto una broma?», pensé.
—Disculpe este desafortunado inconveniente, pero debido a un retraso en mi vuelo, me he visto obligado a realizar nuestra entrevista por videoconferencia, si usted no tiene problema.
—¡No!
—¿No? —su voz se tornó más grave.
—¡No! —lo interrumpí con mi voz gritona—. No tengo inconveniente, quiero decir —como siguiera así me iba a despedir antes de contratarme, pero es que no puedo evitar hablar sin control cuando me pongo nerviosa.
—Está bien, relájese señorita —carraspeó—. Y tome asiento de una vez —sonaba algo irritado.
Esa voz hacía que me pusiera en guardia. No sabría explicarlo, era por puro instinto de supervivencia, pero no podría relajarme jamás si una montaña nevada produjera esa voz tan tremendamente sexi y varonil, solo podría pensar en un… alud.
—¡Allí está! —dije señalando un punto lejano, mientras corría a través de la sala para coger la única silla que había por allí, más bien un sillón de cuero negro que había tras el escritorio.
Estaba temblando como un flan porque, aparte de pensar que estaba a punto de hacer la entrevista más importante de mi vida, ya que ninguna estudiante de Turismo recién terminada hubiera soñado nunca con tener semejante oportunidad, también pensaba que estaba haciendo el mayor de los ridículos.
—¿Ha terminado ya, señorita... Amor? —La manera en la que pronunciaba mi apellido me hacía estremecer.
—¡Un segundo! —grité.
—¿Preparada? —me estaba metiendo presión. La impresión que me causaba su tono de voz era como si estuviese diciéndome todo con un doble sentido, con lo cual, mi imaginación se disparaba muchísimo más lejos de aquellas montañas...
Arrastré el pesado sillón de piel por la alfombra como pude. Sentía cómo mi delicado peinado se iba deshaciendo por el esfuerzo. De repente, un crujido en mis pies hizo que me cayera de culo al suelo.
—¡Mierda el tacón! —gruñí irritada, mientras me levantaba apresuradamente, rezando para que las montañas rocosas no hubieran visto nada.
Con un poco de suerte, sólo se trataría de una simple voz, sin imagen. «Si yo no lo podía ver a él, él no me podría ver a mí... son reglas básicas aplicadas al juego», afirmé para convencerme a sí misma.
—Señorita, le recuerdo que está hablando usted con un alto cargo del Ritz, no estimo oportuno que se dirija a mí con ese vocabulario —dijo altanero.
—¡Oh! Lo siento señor, no me dirigía a usted... ruego me disculpe, es que...
—¿Piensa que enseñándome las bragas va a conseguir el trabajo, señorita Amor?
—¡Oh, No! Yo no he… —«¡ME ESTABA VIENDO!»
—¡Silencio! —me interrumpió groseramente—. Ya he perdido demasiado tiempo viendo cómo arrastra, sin ningún tipo de escrúpulos, mi sillón por el despacho, rasgando los hilos de seda de la alfombra, mientras tiene a su izquierda diez malditas sillas. ¿Qué problema tiene con ellas? ¿No le parecían lo suficientemente cómodas... señorita? —Mis ojos se clavaron inmediatamente en varias filas de sillas que se encontraban justo a mi lado, dispuestas a modo de conferencia. Me faltó pegarme una torta a mí misma... ¿de repente estaba ciega?—. Y ahora, procedamos a realizar la entrevista, va a conseguir que pierda los nervios y le aseguro que eso no es nada habitual en mí.
—Lo siento, lo siento, lo siento, lo... —dije. «¿Entonces era cierto que me estaba viendo? ¡Vaya bochorno! No lo podía creer.»
—¿Quiere el trabajo, señorita? —me interrumpió.
—¡Sí! —Me tapé la boca con ambas manos—. Quiero decir, sí señor.
—¡Pues siéntese de una puta vez!
No me senté, me caí del susto en el sillón.
Y allí estaba yo, sentada en un sillón de cuero, frente a una pantalla llena de montañas, en el despacho del mismísimo director del Ritz, temblado de miedo, despeinada y con un tacón roto en la mano...
Así que me dije a mí misma: «Keira, coge el toro por los cuernos, no importa lo que haya sucedido hasta ahora. Conecta el modo profesional para demostrarle a este maldito capullo arrogante lo que vales, si no te arrepentirás toda tu vida».
—¿A qué edad y con qué nota terminó los estudios? —me preguntó bruscamente.
—A los veintidós años con matrícula de honor, señor.
—¿Por qué decidió estudiar Turismo?
Después de media hora respondiendo educadamente a cada una de sus preguntas, concluyó diciendo:
—Sé que tarde o temprano me arrepentiré de haber tomado esta decisión, pero mañana comenzará su turno a las 8.00 de la mañana. Hable al salir con el responsable de recepción, él le informará de los detalles. Buenos días.
—¿En serio? ¡Oh...! ¡Graciaaaassss! —Me puse a saltar por la sala gritando de alegría, no lo pude evitar.
—Señorita Amor, —escuché y me detuve en seco, creí que ya no estaba— una última cosa, jamás ose tocar ese sillón de nuevo con sus manazas, déjelo donde está, es un sacrilegio haber destrozado un tapiz del siglo XVIII. —Dicho esto, desaparecieron las montañas y la pantalla quedó blanca por completo, sin darme opción a réplica.
Aquella noche fui con todos mis amigos a celebrar que tenía un nuevo empleo, pero con un sabor agridulce.