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A las 7.00 de la mañana suena el despertador, me visto medio dormida con unos leggins y una sudadera con capucha, bastante holgada, para ir a correr. Me ato el pelo en una cola de caballo, me pongo los cascos y salgo a la calle a quemar la energía sobrante. Soy de esa clase de personas que si no queman la energía negativa con deporte están de mal humor todo el día, de muy mal humor.
Después de realizar mi recorrido habitual por el parque de El Retiro, regreso a casa, me doy una ducha rapidísima, y salgo corriendo hacia la habitación para vestirme.
Miro el armario como si fuera una revelación encriptada, pues en esta época del año nunca sé qué ropa ponerme. Si me pongo manga corta, seguramente llueva y haga frío y si me pongo manga larga, segurísimo que me asfixio por el calor. No obstante, solo me queda una opción válida, llevarme las dos cosas, manga corta y una chaqueta de entretiempo. Salgo a toda prisa de casa y me cojo un taxi que me lleva al hotel.
—Buenos días, Pepe.
—Buenos días, señorita Keira.
Pepe es un sevillano de sesenta años, que se vino a Madrid con veinte para buscarse la vida y lleva desde entonces trabajando de taxista por el barrio de las Letras, y está deseando jubilarse. En realidad, es como si tuviera un chófer privado, ya que Pepe me espera religiosamente en la puerta de mi casa, desde hace cinco años, a las 8.30 de la mañana, para llevarme al trabajo. Nunca hemos firmado ningún contrato ni nada, pero es algo que damos los dos por sentado, yo sé que él estará allí y él sabe que cuenta con ese dinero cada día. Es una relación simbiótica. Lo informo de mis días libres al principio de cada mes y se lo apunta, eso es todo.
Entro en el Ritz, lo primero que hago es comprobar que todo está en orden después del turno de noche, por si se han producido incidencias. Después, hacemos la caja entre los chicos que salen de su turno para irse a casa y los que entran a trabajar en recepción. Yo tengo que estar presente porque debo firmar el documento que acredita que esas cifras son ciertas. Finalmente, mientras los clientes realizan el check-out, es decir, salen de sus habitaciones para marcharse, yo me doy un paseo por todas las estancias para revisar si está todo bajo control.
—Chicas, dejemos la charlita para la hora del descanso, ¿de acuerdo? —Las chicas de pisos están cotilleando en la puerta de una habitación, riéndose, sin darse cuenta de que los clientes de la habitación contigua pueden estar dormidos aún.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —Se separan las dos rápidamente y corren a meterse en una habitación, ya vacía, para realizar sus labores.
Abajo, en el spa, uno de los fisios ha dejado una toalla sin doblar tirada en la estantería y un bote de crema sin cerrar encima de una camilla, lo coloco, «¡me van a oír!», me cabreo.
Mira que les suelto el sermón bien clarito al firmar el contrato a cada uno: «Los clientes en este hotel pagan por vivir en un mundo perfecto y nosotros somos los que hacemos que eso sea posible. No se admiten faltas, no hay margen de error, se nos paga demasiado bien para eso». Todo esto, acompañado de mi cara de jefa ultra dura, los convence enseguida de que quiero un trabajo exquisito y no hay cabida para nada más.
Soy una especie de bruja tirana que increpa a todo el mundo constantemente, ese es mi cometido. El lado bueno de todo esto, es la cantidad de premios que el hotel recibe anualmente por su exquisito trato al cliente.
Una vez que compruebo que todo lo demás está perfecto, me bajo a desayunar con Ricardo al jardín, porque ya pronto se cerrará al público debido a la llegada del invierno, y lo quiero aprovechar. El sonido del agua al caer por la fuente de piedra es tan relajante, que si a ello le sumas las vistas y el olor a flores, parece que estás en el paraíso terrenal.
Ricardo es el chef del Goya, nuestro jefe de cocina, tiene dos estrellas Michelin, es famoso en toda España y fuera de ella, por su original elaboración de platos combinados, lo mete todo en un cuadrado minúsculo, que la gente degusta maravillada. Yo lo probé un día y he de admitir que estaba delicioso, pero me tuve que comer seis para no morir de hambre, a unos treinta euros el cuadradito… Él también es la persona más humilde que te puedes encontrar.
Nos gusta sentarnos juntos en la misma mesa, aunque prácticamente no cruzamos palabra alguna, porque él lee los deportes en el periódico y yo leo cultura, economía, política, prensa del corazón... Con lo cual, no me queda demasiado tiempo para preguntarle por nada. Ya lo hice los dos primeros días y siempre me contaba lo mismo sobre su mujer y sus hijos, con lo cual, no hubo un tercero.
—Buenos días, Keira. Estás preciosa esta mañana, como siempre —me dice mientras tomamos asiento en nuestra mesa, junto a la balaustrada blanca.
—Buenos días, Ricar. Gracias, eres muy amable.
—¿Todo en orden, jefa?
—Confío en que algún día lo estará, no pierdo la esperanza —le digo sonriendo, mientras vuelco el contenido de un sobrecito de azúcar sobre mi café—. ¿Qué tal va todo por el restaurante?
—Muy bien, mantengo a los chicos más o menos a raya. —Con su mirada me doy cuenta al instante de que no dice la verdad, es demasiado piadoso para dirigir un equipo de quince hombres de entre veinticinco y cuarenta años, es como una especie de Papá Noel entre ladrones—. Aunque si quieres darte una vuelta por allí, ¡mis muchachos estarán más que encantados!
—Daba por sentado que no necesitabas que fuese a poner orden en tu territorio, pero ya que lo dices, me pasaré luego a darles los buenos días y de paso, recordarles quién manda aquí.
—Tranquila, de momento me obedecen, cuando se ponen rebeldes los amenazo con llamarte para que les des con el látigo y se calman enseguida.
—¡Más les vale! —digo agarrando la cucharilla de modo amenazante.
Nos reímos, pero enseguida nos concentramos cada uno en lo nuestro. Leo por encima un poco de todo. Cuando estoy informada de cada cosa que pasa en el mundo, me despido de mi acompañante y me voy.
Rubén y Joaquín están hoy en el turno de mañana, no me gusta que coincidan porque entre los dos se envalentonan, pero hay veces que es inevitable. Intentan disimular cuando me ven llegar, haciendo con que no se han percatado de mi presencia, pero aparte del ruido que hacen mis tacones al andar sobre el mármol, también los noto un tanto inquietos. Tienen veinticuatro y veinticinco años respectivamente, las hormonas alteradas propias de la edad y los pongo muy nerviosos. Por eso, disfruto torturándolos un poquito.
—Hola chicos, ¿cómo vamos?
—Buenos días Keira, todo en orden esta noche… —responde rápidamente Joaquín, ya nos hemos visto esta mañana, pero los nervios, a veces, nos juegan una mala pasada, y no sabemos lo que decimos.
—Hola jefa, nosotros vamos bien, ¡pero usted mejor! —Rubén es bastante atractivo y lo sabe, por lo que se hace el graciosillo delante de su compañero. Decido ir a por él, no vaya a ser que le haga lo mismo a alguna clienta.
—¿Qué habitaciones faltan por salir? —Me inclino hacia adelante en el mostrador, haciendo que pueda verme un poco más de la cuenta de escote y le sostengo la mirada. Inevitablemente termina echando un vistazo a mi precioso sujetador negro de encaje.
—Eh, creo que... la 103 en la segunda planta... la 301 en la quinta... —Se ha puesto a temblar, ya que no aparto mis ojos de los suyos.
—¿La habitación 301, Rubén? —Mojo mis labios lentamente con la lengua y sus ojos siguen, demasiado abiertos, su recorrido—. ¿Todavía no te has aprendido la distribución de las habitaciones? Tenemos 137 habitaciones, creo que ya deberías saberlo. ¿Te parece un error admisible, llevando ya seis meses aquí? —Entorno los ojos y me acerco más a él, para conseguir que estemos prácticamente rozándonos.
—¡Juro que me lo sé todo! Es solo que me ha puesto nervioso —responde cerrando los ojos con fuerza para no mirarme.
—¿Me estás diciendo que si un cliente te pone nervioso, cometerás un fallo tras otro? ¿Y si mañana viene Beyoncé, te harás pipí encima? ¡Abre los ojos Rubén, me estás faltando al respeto!
Me obedece. Al verme de nuevo tan cerca, solo le falta llorar, parece un animalillo aterrado. Así que decido terminar con su agonía y separarme de él, con lo cual, consigue respirar por fin.
—Punto número uno, soy tu jefa. No soy ninguna niñata que te puedas ligar el fin de semana por ahí, por lo tanto, ¡me respetas!, a la siguiente vas a la calle. Y punto número dos, sopesa tus posibilidades antes de atacar, nunca empieces una batalla que ya tienes perdida de antemano. ¿Entendido?
—¡Sí, señora!
—Y ahora ve al baño a aplacar como sea ese bulto de tu pantalón, no permitiré que te vean mis clientes en semejante estado.
Sale corriendo hacia los baños y veo que Joaquín intenta contener la risa.
—¿Necesitas un toque tú también?
—No, no, lo siento. —Levanta las manos en señal de rendición total.
—Aquí se viene a trabajar, las risitas y las bromitas las hacéis de esas puertas hacia afuera, ¡y conmigo ni entonces! ¿Sí o no? —Me cabrea muchísimo que los hombres se piensen que pueden ligar contigo así porque sí cuando les apetece y punto. ¡No! ¡Error!
—Sí, sí, sí...
—¡Ve tú también al baño! Por el amor de Dios, ¿qué habéis desayunado? ¿Viagra?
Me abrocho el botón de la camisa que me había desabrochado antes para achantar a mi rival y, de repente, un intenso perfume de hombre embriaga mi sentido del olfato, me giro y todo mi ser se queda petrificado al instante.
—No creo que esos pobres chicos merezcan ser el epicentro de tu mala leche.
«¡¡¡¡¡¡ES ÉL!!!!!!»
«¡¡¡¡¡Es su voooooz!!!!!»
Por más que intento moverme, no lo consigo. Mi subconsciente siempre supo que esa voz debía tener un dueño guapo, pero lo que tengo delante de mis ojos no es un hombre guapo, es un Dios divino.
—Señorita Amor… ¿está ahí? —Sé que está chascando los dedos delante de mi campo de visión, pero no consigo enfocarlo.
Pestañeo rápidamente para volver al mundo terrenal. Lo miro a los ojos, pero vuelvo a perderme en la inmensidad de ese azul translúcido. Siento cómo la boca se me ha quedado tan seca, que mi lengua parece una pelota de papel y no consigo articular palabra.
Lo intento.
—Bu… bu… bu....
—Tranquila, suelo causar esa sensación en las mujeres, se acostumbrará, pero intente reponerse pronto, quiero mi suite preparada para mediodía.
Me pone algo sobre el mostrador y se marcha con paso firme y elegante por donde ha venido, con su carísimo traje de chaqueta gris hecho a medida.
Cuando consigo salir de esa especie de nebulosa en la que me ha sumergido el enigmático ser, cojo lo que ha dejado en el mostrador y leo:
Doy la vuelta a la tarjeta y descubro lo que hay escrito a bolígrafo:
Doy un respingo al terminar de leer y lo vuelvo a leer otras mil veces más, para asegurarme de que no es una alucinación mía...
«¡¿Fiera?!»
«¡¿Pagar caro?!»
«¡¡¡¡¡Areeeees!!!!!», le maldijo.
—¡Emma sube enseguida, tenemos alerta roja! —le grito a mi amiga y cuelgo el móvil.