6
Pepe me deja a las 9.00 de la mañana en la puerta del Ritz, como siempre.
Hago mi ruta de comprobación matutina y sorprendentemente todo está en orden. Parece que el personal va entrando por el aro, me ha costado, pero al fin todo sale como a mí me gusta, perfecto. Aunque puede que también haya influido algo que el director esté aquí.
Esta mañana está lloviendo, por lo que nuestro desayuno habitual no podrá efectuarse en el jardín. Subo por las escaleras al Goya, para ver si Ricardo está por allí. No necesito su compañía, pero es una forma de compartir algo con algún compañero y no sentirme siempre como la bruja mala del cuento, que siempre está batallando contra todos.
Los chicos que están tras la barra del bar me ven entrar y me percato de que uno da un codazo al otro.
—Buenos días, chicos —los saludo con un gesto de la mano, sin dejar de avanzar hacia el interior de la sala.
—¡Hola! ¡Buenos días! —me saludan nerviosos.
Entro en el restaurante y mi cerebro se bloquea inmediatamente ante lo que ven mis ojos...
—¡Keira!
Parece que todo sucede a cámara lenta.
El actual director del hotel, Cristian Ritz, se levanta de la mesa donde se encuentra y viene a saludarme, con una sonrisa inmensa en su rostro. Cualquier mujer, en su sano juicio, se habría derretido ante semejante ejemplar avanzando hacia ella, pero yo tengo una tara en mi corazón, que no me permite sentir nada por nadie y esa tara tiene nombre propio.
—Hola, Cristian. —Soy una de las pocas personas en el mundo a las que permite, o más bien obliga, a llamarle por su nombre de pila.
—¡Cómo estás preciosa…!
—Muy bien...
—No era una pregunta —me interrumpe con una mirada maliciosa.
Me rodea la cintura con su gran mano y nos damos dos besos. Sigo medio paralizada, pero no por él sino por el embrujo que ejerce sobre mí una mirada azul lejana.
El director del hotel tiene treinta y cinco años, es muy alto, delgado, pero fibroso; tiene el pelo castaño, ondulado, y unos ojos muy grandes de color miel. Si a un físico de infarto, le sumas un montón de millones en el banco, tienes como resultado una bomba explosiva.
—Te llamé ayer en cuanto llegué, pero me dijeron que era tu día libre y no quise molestarte —me dice, sin todavía quitar su mano de mi cintura. No me molesto en apartarme, mi organismo está concentrado en no mirar hacia una mesa en particular.
—Sabes que tú nunca molestas, señor Ritz. —Puedo sonar coqueta, pero hace mucho que le marqué los límites y desde entonces, los ha respetado sin fisuras.
El anterior señor Ritz, el padre de Cristian, murió repentinamente de un infarto hace dos años, por lo que la junta de accionistas nombró a su hijo inmediatamente como su sucesor. En un principio, no le hizo mucha gracia, ya que no tenía demasiado entusiasmo por interrumpir su loca juventud para hacerse cargo de semejante responsabilidad. Pero con el tiempo, y mi ayuda, se ha hecho a la perfección con las riendas del hotel, consiguiendo sanear las cuentas y modernizar tanto las instalaciones, como algunas políticas obsoletas. A mí, personalmente, me gusta el cambio.
—Luego nos vemos, Cristian, voy a buscar a Ricardo, me estará esperando para desayunar. —Intento escaparme de allí como sea.
—Ricardo podrá vivir un día sin desayunar contigo, Keira. Me gustaría que conocieras a alguien.
—Es que tengo mucho trabajo atrasado de ayer.
—Será tan solo un instante —me interrumpe en un tono demasiado seco, marcándome, claramente, que es una orden.
Se aparta del camino para que pase yo primero, me indica con su mano hacia donde debo ir… no me puedo negar. Voy directa al matadero.
Cuando Cristian llega a la altura de la mesa, donde momentos antes estaba sentado, una mirada añil me atraviesa.
—Ares, esta es la mujer de la que tanto te he hablado, Keira, «mi mano derecha» —nos presenta.
El susodicho se levanta de su asiento y se planta delante de mí, obligándome así a levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Una sonrisa angelical, más que blanca y perfecta aparece en su rostro. Unos hoyuelos demasiado sexis desvían mi atención, por lo que no consigo relajarme. Aunque intenta parecer amigable, sé que una bestia peligrosa se esconde debajo de esta falsa piel de cordero.
—No me extraña que hables de ella a todas horas, Cris, es un bomboncito. —Me toma la mano entre las suyas delicadamente y me la besa, casi sin rozarme. Una electricidad caliente recorre todo mi cuerpo. Noto cómo inconscientemente aprieto mis muslos, uno contra otro.
—No permito que nadie me compare con comida, señor Hunter. —Le retiro mi mano rápidamente.
—¿Os conocéis? —nos interrumpe Cristian, muy hábil al percatarse de que sé el apellido de su acompañante.
—Solo de oídas-le aclaro a mi jefe, mientras le echo un mal de ojo al ser insoportable.
—Ruego me disculpe señorita, me dio la impresión de ser de esa clase de mujeres, ya sabe, a la que le gusta que las comparen con flores o comida. —Ares no deja de observarme mientras tomo asiento. Yo intento ignorarlo, de verdad que lo intento.
—Pues las apariencias engañan —le gruño una vez que estamos sentados uno frente a otro.
—Ya lo creo. —Siempre tiene que decir él la última palabra.
—Keira, Ares es el presidente de la Junta de Accionistas del hotel —Cristian decide interrumpir nuestra absurda batalla por ser el que termine la conversación—. Como ya sabes, posee en propiedad la suite número 100 de la sexta planta y aquí nada sucede sin que él lo autorice. Está incluso por encima de mí, así que intenta no cabrearlo demasiado —ambos se parten de la risa cuando el director me da esta información.
—Un placer conocerte, bomboncito —dice Ares Hunter mientras me mira muy serio.
Antes de que le conteste con un insulto «poligonero», o lo estrangule con una servilleta, Cristian decide intervenir de nuevo. Sabe de sobra que su acompañante se está pasando de la raya a propósito para provocarme.
—Ares, tranquilízate, creo que estás faltando el respeto, a sabiendas, a una dama —Cristian se ha puesto muy serio. Me conoce bastante y, evidentemente, no le interesa que esto acabe como el rosario de la aurora
—Lo siento, no era mi intención, Cris, es solo que tanta belleza me nubla la razón. —No aparta su fulminante mirada de la mía. Quiero clavarle el tenedor en los ojos.
—Keira, justamente le estaba contando a Ares que la semana que vine es el aniversario de la apertura del hotel y todo lo que estamos preparando para que seamos portada en prensa al día siguiente. —Cristian intenta mantener el tono cordial que deberíamos haber mantenido desde el principio y que, desde luego, brilla por su ausencia.
—Lo conseguiremos —le respondo haciendo acopio de toda mi cordura.
—Me va a resultar difícil estar presente, Cris, ya sabes que tengo la reunión con los finlandeses esa semana. —Mi enemigo público número uno se dirige a mi jefe con un tono mucho más afable que el que utiliza conmigo.
—Confío en que lo solucionarás, Ares, cuento con tu asistencia. —El señor Ritz le deja claro que debe venir al evento cueste lo que cueste. Es muy persuasivo cuando quiere. Bajo esa máscara de benevolencia se esconde un verdadero líder, aunque no sé por qué, pero me da a mí la impresión de que nada comparado con el presidente de la Junta.
—Lo intentaré-así, el señor Hunter da por finalizada la conversación—. Cambiando de tema, —carraspea— ahora que la miro bien, creo recordar que yo le hice la entrevista. ¿Me equivoco, señorita Amor? —pronuncia mi apellido de manera ardiente. Definitivamente, lo pone cachondo provocarme, si no, no me lo explico.
—Ya decía yo... ¡Era obvio que os conocíais! —Cristian está relajado, pero se le nota que siente curiosidad respecto al tema.
—Pues si he de serle sincera, señor Hunter, no lo recuerdo, me hicieron la entrevista unas montañas rocosas y nunca más volví a escuchar esa voz...
—¡Ahhhh! Se acaba de delatar, señorita Amor. ¡Recuerda mi voz…! Ahora por fin me encaja todo. —Tiene los ojos entrecerrados. Un atisbo de triunfo se vislumbra en su mirada.
Soy una bocazas, mi intención de que pensara que no lo conozco de nada se ha ido al traste. El escrutinio al que me están sometiendo esos ojos de color azul intenso, no me permite ni respirar. Debo marcharme, de lo contrario, la acabaré liando. Me levanto de la mesa:
—Lo siento caballeros, tengo demasiado trabajo como para estar aquí perdiendo el tiempo con jueguecitos de adolescentes, si me disculpan. —Ares abre la boca, pero ya me he levantado.
Sin darles la opción a ninguno de los dos de retenerme, salgo prácticamente corriendo. Se han puesto en pie, pero yo me marcho a toda prisa de la sala, ya he puesto el turbo, aunque me llamen fingiré no escucharlos con el murmullo de los clientes.
El día transcurre sin incidentes. El señor Ritz ha salido a una reunión y el otro impresentable no ha dado señales de vida en todo el día, pero algo me dice que debo mantenerme en guardia.
A las 5.00 de la tarde salgo del hotel y me dirijo con paso ligero en dirección a mi casa. Cuando atravieso la puerta de hierro contra la que esa bestia me empotró, siento un escalofrío que me sube por las piernas. Pero no sucede nada, me coloco los cascos de música y camino tranquila hacia mi destino escuchando a Los Fresones Rebeldes.
Tardo dos horas aproximadamente en llegar a la plaza de Santa Ana, el camino de vuelta me sirve de terapia cada día para evadirme de todas mis preocupaciones, por lo que no me doy ninguna prisa, no hay nada que evite que me vaya deteniendo en cada escaparate que veo y que entre en alguna de sus tiendas.
En cuanto entro por la puerta de casa, cuelgo el bolso y la americana en el perchero de la entrada, me descalzo y me dirijo hacia la mesa baja del salón, para encender mi iPad, no aguanto más la intriga, he de admitirlo.
Mientras la tablet se conecta a internet, voy a la cocina y me preparo un vaso de vino blanco y un picoteo para la cena. Recuerdo de repente que esta falda no se puede arrugar, llevo prácticamente todo el día sin sentarme, precisamente para que eso no ocurra, así que la investigación debe esperar a que me cambie de ropa.
Voy a mi habitación con la copa de vino en la mano y me pongo un pantalón muy corto y ajustado —también podría denominarse «braga larga»— de Lola Rabbit que compré en Oysho, con una camiseta rosa, ajustada, de tirantes y las zapatillas de estar por casa con pompones rosas. Me falta una diadema con orejas y un pompón gigante en medio del culo para parecer la «conejita sexi» de Playboy.
Me recojo el pelo en lo que yo denomino «nido», es decir, un moño desorganizado y despeluchado en lo alto de la cabeza para rematar esta loca indumentaria casera. Tengo que quitarme el maquillaje, pero me pueden más las ganas de meterme en Google que la comodidad. Así que decido desmaquillarme después, cuando me vaya a ir a la cama.
Me siento en el sofá en plan indio, la casilla del buscador espera impaciente que escriba las palabras mágicas, así que tecleo «Ares Hunter», y unos cuantos millones de resultados aparecen ante mis ojos al instante en la pantalla.
He de reconocer que estoy nerviosa, tengo la sensación de que estoy haciendo algo prohibido, ¡y me gusta! Pulso el primer enlace, ansiosa por descubrir los secretos de mi oponente, un cosquilleo en el estómago no me permite permanecer quieta en el sofá mientras espero.
Entonces aparece en el centro de la pantalla una foto suya en la que está increíblemente guapo, con un traje de chaqueta negro y una pajarita del mismo color. Quedo impactada durante unos segundos por dicha imagen, porque parece que me está observando, con esos ojos que me dejan aturdida cada vez que me miran, o mejor dicho idiotizada.
Solo me da tiempo a leer que es… ¡¿mexicano?!, porque de repente un maullido me desconcentra, entonces caigo en la cuenta de que hoy Gólum no ha venido a saludarme, y con las ganas de saber más cosas sobre el energúmeno este, me he olvidado por completo de mi cariñito.
Miro a mi alrededor y no le veo… ¿Dónde estará?
—¡Gólum! Miz, miz, miz… —lo llamo, pero no aparece por ninguna parte.
Me levanto del sofá mientras lo sigo llamando, busco dentro del armario, debajo de la cama, en el baño... Por todos los sitios lógicos que se me ocurren donde puede esconderse un gato, pero no hay respuesta.
—Venga, Gólum… Sal ya, estoy cansada, no me apetece jugar —lo regaño.
Nada, ni rastro de mi pelota peluda.
—Ven, toma paté. —Si no acude al escuchar la palabra «paté», es que está herido de muerte.
Vuelvo a escuchar una especie de maullido ahogado que proviene de la terraza, me apresuro hasta allí, ahora ya preocupada.
Cuando estoy fuera, miro a mi alrededor, pero no lo veo, sigue sin responder a mi llamada, me asomo por la barandilla y entonces lo veo, bajo mis pies, hecho una pelotita, enganchado en un trozo de teja medio roto. Mi corazón da un vuelco al pensar que si se mueve un solo milímetro caerá al vacío. Entonces, sin pensarlo dos veces, me subo a la barandilla, pasando una pierna por encima, me agarro fuerte a los barrotes con una mano, mientras con la otra mano intento llegar hasta el gato.
No llego. Me estiro un poco más.
—Venga, Gólum, sube, solo tenemos esta oportunidad.
El animalito, asustado, pega un salto, trepa a lo largo de mi brazo hacia arriba, arañándome sin piedad, y sale corriendo hacia el interior de la casa.
Respiro tranquila al verlo a salvo. Ahora tengo que regresar. Me agarro de nuevo a la barandilla, pero de repente se rompe el barrote al que me agarro y me quedo colgada de una sola mano... Un grito de pánico ha salido de mi garganta, sin ni siquiera ser consciente de ello.
Intento agarrarme a otro barrote, pero me estoy resbalando, y no tengo suficiente fuerza para tomar el impulso necesario. Busco por todos sitios una escapatoria, pero no la encuentro, creo que estoy bloqueada. No asumo que estoy sujeta a la vida con una sola mano, y que encima se me está resbalando.
—¡Socorroooo! ¡¡Socorrooooooo!!... —grito varias veces, tan alto como puedo, hasta que me duele la garganta.
La mano me arde, no aguanto más, se resbala poco a poco...
—¡¡¡Socorrooooooo!!!
Entonces aparece de la nada un ser gigantesco y musculoso, que me coge por la muñeca y me sube hacia arriba sin el menor esfuerzo, en un segundo.
Casi me desmayo, ha sido como si de repente apareciera Dios en mi vida para salvarme en forma de...
—¡Ares!
—¿Se puede saber qué pretendes saltando por los balcones? —Está enfadado—. Mírate el brazo, tienes sangre por todos sitios. —Me levanta el brazo, hago una mueca de dolor.
—No… es… nada…
Está desnudo de cintura para arriba, tan solo lleva unos bóxer negros de Calvin Klein y, por mucho que lo intento, no puedo impedir que mis ojos se desvíen a esa tableta de chocolate de infarto que tengo delante de mí. Mantengo los puños cerrados para no caer en la tentación de acariciarlo, como cuando no puedes evitar acariciar a un cachorrillo.
—Se mira, pero no se toca, guapita —me gruñe una voz femenina, procedente del interior de la vivienda.
Entonces miro hacia allí y descubro, asombrada que estoy en el balcón de mi vecina, y no en el mío.
—Tranquila, no lo tocaría ni aunque mi vida dependiera de ello —le contesto mientras recupero mi brazo de sus manos.
Esquivo a la masa de músculos sin mayor inconveniente y me dirijo hacia la puerta de salida, entonces aparece frente a mí una mujer rubia, muy guapa, despeinada, y completamente desnuda. Al cruzarse conmigo, me mira de arriba a abajo con cara de asco. Yo, sin embargo, no quiero ni mirarla. Se dirige grácil hacia el presidente de la Junta, claramente para marcar el territorio.
—Ya podéis continuar con lo que sea que haya interrumpido —digo, mientras cierro la puerta apresuradamente para salir de allí cuanto antes.
Corro por el rellano, y me planto delante de mi puerta.
La miro.
La vuelvo a mirar, esta vez la suplico que se abra ella sola, no pienso pedir ayuda a ese...
—¡Mierda, mierda, mierda! —grito, poniéndome las manos en la cabeza.
Furiosa, le asesto una fuerte patada con el pie de conejita a mi puerta blindada. Casi me parto el dedo gordo, vuelvo a gritar:
—¡Me cago en…!
—¡Vaya! —me interrumpe su voz ronca—, no me había fijado en lo buena que estás hasta ahora mismo, ¡qué culito tienes, fiera!
Me giro rápidamente y lo veo allí, apoyado en el marco de la puerta de mi vecina, tan tranquilo, sonriendo. Se ha puesto unos pantalones, pero continúa sin camiseta, así que doy por sentado que les he fastidiado la fiesta. Mi vecina me va a odiar.
—¡Ve a tirarte a la rubia esa y déjame en paz! —le grito encolerizada.
—¿La rubia esa? Mmmm, aparte de ponerte cachonda también te pongo celosa... ¡Me gusta...!
—¿Cachonda? ¿Celosa? ¡Ja! No sueñes, Hunter...
Abandona su posición y avanza hacia mí con paso lento, sin apartar sus ojos de los míos ni una milésima de segundo. Yo me quedo donde estoy, no pienso achantarme porque ese cuerpo escultural venga hacia mí amenazante. Se detiene a menos de un centímetro de distancia y permanecemos mirándonos un instante, compruebo una vez más que tiene unos ojos increíbles. Y que me pone muy nerviosa.
—¿Me permites? —usa esa voz seductora y la mirada de ligón de discoteca.
—¿Qué te tengo que permitir?
—Abrir la puerta, ¿o realmente crees que a base de darle patadas con esas zapatillas horteras vas a derribarla?
Me retiro de mi sitio a regañadientes, se coloca donde yo estaba hace un momento, me da la espalda, y no puedo evitar mirarle el culo. ¡Qué sofoco! No sé si será propio de los hombres mexicanos, pero desde luego este es chili, súper chili, vamos, hot total. Sujeta el picaporte con una mano, mientras con la otra pasa una tarjeta de crédito por la ranura, entonces, sin mayor dificultad, se abre mi puerta.
—¡Voilà! —me invita a entrar con su brazo extendido. Yo avanzo hacia el interior de la vivienda, atravesando la puerta, mientras lo miro de reojo, cautelosa.
—¿Esto es a lo que os enseñan en las juntas, a abrir casas ajenas? —le pregunto irónicamente.
Se cierra la puerta a mis espaldas. Me giro rápidamente al escuchar el portazo, para comprobar, anonadada, que él también está dentro. Me siento violenta de repente, al verlo apoyado, tan tranquilo en mi puerta, con las manos metidas en los bolsillos y marcando pectorales. Observándome.
—Creo que no es necesario decirte que no es de buena educación entrar en ninguna casa sin ser invitado —tanteo el terreno.
—Y yo creo que después de salvarte la vida y abrirte la puerta, para que no te paseases de esa guisa por Madrid, lo mínimo que merezco es un «gracias mi valiente salvador». —Lo miro incrédula, todavía no sé si lo que acaba de decir ha sido realidad o ficción. Así que dejo escapar un bufido, seguido de una carcajada.
—¿En serio esperas que te llame «mi valiente salvador»?
—Sí, o algo parecido. —Ha dejado de estar apoyado en la pared y avanza despacio hacia mí. Me recuerda a una pantera entre las sombras, incluso dicho felino me daría menos miedo.
—¿Tienes algún trauma infantil? —Yo voy retrocediendo a su paso, para mantener la distancia de seguridad intacta.
—Necesitas que alguien te cure ese brazo, déjate de chiquilladas —me reprende.
—Yo puedo curármelo solita, gracias.
—¿Por qué te cuesta tanto pedir disculpas, ayuda, o dar las gracias, Keira? Es algo muy simple, se llama inteligencia emocional, y te puedes evitar muchos... —Se detiene en seco, algo ha captado su atención.
Ha llegado a la altura de la mesa baja del salón y yo he retrocedido hasta la entrada de la terraza. Sus ojos se clavan en la pantalla de mi tablet.
—Por lo visto… la que tiene el trauma eres tú. —Coge la tablet y me muestra su foto, ebrio de satisfacción—. Si vas un poco más abajo, en la misma página, las encontrarás en bañador.
—¡No sé qué hace eso ahí! —Siento un calor repentino en mi cara, ¿me estaré poniendo roja como un tomate, como me sucedía cuando era pequeña?
—Tranquila chica, es normal, todas sueñan conmigo, no eres diferente.
Suelta de mala gana el aparato donde estaba, se da media vuelta y se marcha por donde ha venido, sin articular palabra.
Corro hacia la puerta, doy cuatro vueltas a la llave y pongo el pestillo. Así será imposible que pueda entrar de nuevo.
Apago la tablet de un golpe seco, intentando no sucumbir al deseo de tirarla por la ventana. Me bebo la copa de vino, que dejé antes a medias, de un solo trago. Me dirijo al baño, pongo el tapón en el lavabo y lo lleno de de agua oxigenada. Sumerjo el brazo, que enseguida se torna blanco, en vez de rojo. Intento no gritar cuando siento el intenso escozor por todo el brazo, así es que muerdo la toalla, hasta que se me pasa el dolor. Una vez seco, esto ya parece otra cosa.
Me meto en la cama, muerta de rabia por lo ocurrido. Mi gato traidor corre a acurrucarse a mi lado, pero lo saco de la cama inmediatamente de un manotazo en el culo.
—¡Todo esto es por tu culpa!
Se va corriendo espantado, no sin antes echarme un mal de ojo al abandonar la habitación, pero me da igual. Estoy muy enfadada.