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Acabo de llegar de correr y de darme mi ducha matutina. Normalmente con el ejercicio cargo las pilas para todo el día, pero hoy parece que algo me las ha absorbido.

No quiero ir al hotel.

Abro el armario y miro toda mi ropa, ahí colgada, ordenada por colores, pero es como si viera un folio en blanco. Hasta hoy no había experimentado la sensación esa de: «¿Qué me pongo?», teniendo un armario enorme lleno de ropa. No hay nada de todo lo que tengo que me apetezca ponerme hoy, ni que me parezca adecuado.

¿Pero adecuado para qué?, o más bien, ¿para quién…?

Cojo al azar un pantalón color beis de pinzas, me miro al espejo y no me gusta, me lo quito y lo tiro encima de la cama. Repito la operación con varias camisas, vestidos, faldas...

Creo que me he probado todo lo que tengo, pero nada me convence. Miro mi cama, parece El Rastro, no tengo tiempo para colgar todo de nuevo, así que esta noche lo haré.

Aunque lo que realmente me apetece es coger un cubo de helado de un kilo y ponerme el pijama más cutre que tengo para tirarme en el sofá. ¿Y por qué no lo hago? No he faltado ni un solo día al trabajo en cinco años, puedo permitírmelo, el barco no se hundirá por mí.

Me encuentro regodeándome en mi gran desgracia, cuando recibo un wasap de un número desconocido.

Número desconocido:

 

¡Oh! De pronto me tiemblan las manos. ¿Quién le habrá dado mi número de teléfono? Cristian se me viene a la cabeza, aunque me extrañaría mucho. Le contesto rápidamente.

Keira:

 

 

Mientras guardo su número en la agenda de contactos, no porque tenga intención de llamarlo, sino para saber si me llama él y que me avise que no debo cogerlo. Vuelve a sonar el pitido de otro mensaje.

Ares:

 

Realmente pretende que se lo agradezca, pero no daré mi brazo a torcer, es un engreído.

Keira:

 

 

Ares:

 

 

 

—¡No puedes ser tan sumamente gilipollas! —le grito al teléfono.

Este hombre me pone tanto nerviosa como cabreada, a partes iguales, por un momento dudo si contestarle, pero mi parte madura decide dejarlo así. Si quiere pensar que es el «héroe nacional», y que yo soy su fan enloquecida, dejaré que lo crea, mientras me deje en paz.

Finalmente me pongo los primeros pantalones beis que me probé, con una camisa de seda, color verde agua, atada al cuello y unos tacones de aguja del mismo color que el pantalón. Dejo al pelo que ondee suelto a lo largo de mi espalda y me maquillo un poco más de lo habitual.

En cuanto me aplico un poco de lápiz negro en los ojos, se ven a la legua, los tengo muy claros y por eso no suelo pintármelos nunca, pero hoy va a haber guerra y la pretendo ganar de una vez por todas. Ese mexicano engreído va a saber lo que es una española cabreada. Me pinto los labios de un color rosa, pero en un tono muy clarito, ya bastante marcados llevo los ojos, tampoco quiero parecer una mona.

Salgo por la puerta con paso firme.

Son las 11.00 de la mañana y en el hotel todo está sereno.

Entra un chico con una gorra naranja por la puerta. Es un mensajero que viene a traer un paquete.

—Hola, buenos días, vengo a hacer una entrega —saluda, mientras me mira demasiado descaradamente para mi gusto.

—Sí, ¿para qué habitación es, por favor? —le pregunta mi compañera, atrayendo su atención muy educadamente.

—No han puesto la habitación, solo el nombre —informa él.

—De acuerdo, no hay problema, lo buscaré en el ordenador —insiste ella.

—Pues es para la señorita… Amor, sí, aquí pone Keira Amor —nos informa el chico, señalando la pegatina del paquete.

Mis ojos oscilan entre el mensajero y el paquete. Mi compañera me mira:

—Keira, ¿es para ti?

—Sí, supongo. —«Será propaganda», me digo a mí misma antes de ponerme nerviosa.

—¡Qué nombre más bonito, Keira! —dice el chico embobado.

—Céntrate en la entrega chico, de lo contrario tu jefe tendrá noticias mías —le dedico una mirada amenazante.

—Discúlpeme por favor —carraspea, mientras se pone rojo—, fírmeme aquí si es tan amable. —El chico parece que de repente tiene prisa.

El mensajero se guarda la maquinita en el bolsillo con la que ha pasado el código de barras, me entrega el paquete y se marcha corriendo. Mi compañera deja escapar una risilla.

Justamente en ese momento entra Emma en el mostrador de recepción.

—¡Hola, chicas! ¿Qué se cuece por aquí? No tengo a nadie esta mañana en el spa y me aburro como una ostra.

—Señorita López, le he dicho en repetidas ocasiones que no se puede meter aquí, ¡salga inmediatamente! —le digo a mi amiga, mientras le señalo la puerta, guiñándole un ojo.

Emma caza al vuelo que cuando hay gente delante tengo que tratarla como a cualquiera. Sale perezosa, se coloca en la parte delantera del mostrador, se apoya allí y me mira, mascando chicle tranquilamente. La chica que está conmigo en el turno siente que sobra, me pide permiso para irse a tomar un café, y se lo doy encantada.

—Emma, intenta cortarte un poco, te estás pasando. —Sé que se le olvida, pero tengo que reprenderla.

—¿Y ese paquete? —me pregunta, pasando de mí, una vez que ya no hay nadie cerca.

—No lo sé, me lo acaban de traer y no tiene remitente.

—¡Pues ábrelo! ¿A qué esperas?

Realmente sé que no debería abrirlo aquí, por lo que pueda contener, no espero nada de nadie, pero la curiosidad me puede. Así que cojo uno de los abrecartas de plata que regalamos a los clientes de un cajón y rompo el precinto con cuidado.

—Joderrrrr tía… ¡Vamos, date prisa! Nos van a dar las uvas. —Emma mira la caja como un perrito cuando quiere que le lances una pelota.

¡A que no lo abro! —Abrazo el paquete.

Ante la amenaza de quedarse con la intriga, hace la señal de echarse la cremallera en la boca. Termino de abrirlo. Saco algo del tamaño aproximado de un folio, envuelto en papel de embalaje. Pesa. No sé si quiero seguir abriéndolo. ¿Qué es esto?

Desenvuelvo un marco de fotos, grande, lo giro y lo que veo hace que un impulso de romperlo brutalmente se apodere de mí… Y antes de darme cuenta si quiera, estoy pisoteando el marco, con saña, saltando sobre él con mis tacones y todos los cristales hechos añicos se esparcen por el suelo de la recepción.

—¡Capullo de mierda! —grito mientras pisoteo su foto.

—¿Qué sucede, Keira? —Cristian aparece tras de mí, asustado, ya que nunca me ha visto perder los papeles, ni siquiera un poquito.

—¡Grrr…! —lo miro con cara de odio y al instante comprendo que él no tiene la culpa.

Emma se ha quedado paralizada, no sé muy bien si por la escena que acaba de visualizar de Esquizofrénica destrozando foto, o por la presencia de su amor platónico. Pero antes de que el director del hotel se agache para recoger los pedazos de lo que estoy destrozando, mi amiga se da más prisa que él para que no lo descubra.

—No se preocupe, señor Ritz, ya lo recojo yo. —Los dos se miran y él cesa en su intención de agacharse.

—¿Estás bien? —me pregunta antes de proseguir su camino.

—Lo estaré, no te preocupes, Cristian, gracias —le digo, mientras me arreglo la ropa y recompongo mi peinado, disimuladamente.

Estoy apoyada en el mostrador con una mano y con la otra en la frente, los ojos cerrados e hiperventilando, intento reponerme.

«Para que no tengas que buscar más en internet y sueñes conmigo todas las noches. ¡¿Tu valiente salvador…?!». —Emma lee la dedicatoria entre carcajadas, mientras sostiene la foto, casi destrozada, del innombrable en paños menores—. ¿Cuántos capítulos me he perdido, Keira? —me mira con cara de chiste.

—Como hagas algún comentario al respecto, te despido. —La amenazo con el dedo. Le arrebato la foto de las manos, la hago mil pedazos en un segundo y la tiro a la papelera.

Salgo de la recepción toda indignada y me marcho del hotel. Todavía faltan tres horas para que termine el turno, pero si me quedo aquí un minuto más, soy capaz de matar a alguien, mejor dicho, iré directa a su habitación para hacerlo con mis propias manos. Prefiero poner distancia entre nosotros para darme tiempo de recapacitar. Como se le ocurra aparecer y hacer la más mínima referencia a su regalito, la voy a liar, me conozco, así que lo mejor es que me marche.

Llego a casa y me tumbo en el sofá, ya que mi cama está colapsada con toda la ropa del armario sobre ella. Lo que me recuerda que luego iré a comprar, así a lo mejor se me pasa el cabreo.

No comprendo por qué ha sucedido todo esto en mi vida. Yo estaba tranquila, serena, relajada y feliz. Disfrutaba de los pequeños detalles de cada día, un helado, un paseo, mis días de lectura y soledad… Lo tenía todo en orden, controlado, planificado a la perfección. Así me sentía segura y a salvo.

Ahora, sin saber por qué, de repente todo se ha convertido en caos,  rabia, nervios… No controlo lo que ese hombre me provoca, altera todos mis sentidos y no me gusta esa sensación de inseguridad. No me gusta sentirme indefensa, ¡y mucho menos ante ningún hombre!

Me he quedado plácidamente dormida después de comer. El sonido del timbre nos sobresalta a Gólum y a mí. Corro a ver quién es y veo a Emma a través de la mirilla. Abro y entra como un tornado.

—No quiero rollos, cuéntamelo todo. —Viene con la ropa del trabajo, así es que ni ha pasado por su casa.

—Jo, Emma, no quiero hablar de él, me pone de mala leche —lo intento al menos.

—Me da igual, quiero saber qué pasa, por qué te envía una foto suya «en pelotas»,  enmarcada, dedicada y diciendo que es tu salvador… —Echa un vistazo rápido a la cama, mientras coge al gato en brazos—. Y ya de paso también quiero saber por qué te has probado todo el armario esta mañana. —Señala mi cama llena de ropa con el dedo índice acusador.

—¡Cómo te odio! —le digo riendo.

Preparo una piña colada para cada una, con unos frutos secos y nos salimos a la terraza para tomarlo. Hace frío, por eso saco un par de chaquetas, que nos ponemos.

—Es el presidente de la Junta de Accionistas del Ritz e íntimo amigo del director, por lo visto, porque lo llama Cris, cosa que no lo llamaba ni su padre. Es el novio de mi vecina y no sabemos por qué extraña razón, le encanta torturarme. —En realidad, poco más sé de él.

—Vale. Quiero más. —Emma bebe tranquilamente.

—Ayer Gólum se cayó en una de las veces que hace equilibrismos en la barandilla y al intentar rescatarlo fui yo detrás. Ares Hunter me salvó de caer al vacío.

—¿¡Te salvó la vida!? —Mi amiga se tapa la boca con ambas manos.

—Sí, bueno… sí. —No se puede llamar de otra manera, por mucho que me pese admitirlo.

—¿Y por qué te manda una foto suya en pelotas, tía?

—Porque cuando entró en casa vio en mi tablet una foto suya. —No me doy cuenta de que para alguien que no sabe lo que ocurrió, todo resulta bastante ridículo.

—¡Espera! ¿Entró en casa? ¿Aquí? ¿En el Templo Sagrado anti hombres? —Se está emocionando.

—Sí, pero no te equivoques, no lo invité yo. Entró sin que me diese cuenta. —Más ridículo todavía.

—Claro, claro, porque cuando el tío más bueno del mundo entra en mi casa, yo, ni me doy cuenta… —Emma pone cara de lela, imitándome exageradamente.

—¡¿Si no me vas a creer para qué preguntas?!

—¿Y por qué tenías fotos suyas en la tablet si no te gusta?

—Porque antes de que Gólum cayese, estaba intentando averiguar cosas sobre él, para saber de qué pie cojea —sigo haciendo el ridículo.

—¿Y por qué tiene que cojear de algún pie? Ya le estás buscando fallos sin ni siquiera conocerlo… ¿Y a qué viene tanto interés de repente? —Se cruza de brazos.

—¡No lo sé! En tres días ha puesto mi mundo patas arriba y no puedo enfrentarme a alguien sin conocerlo —comienzo a hablar rápido, eso significa que me estoy poniendo tensa.

—Sigo sin entender por qué te tienes que enfrentar con él, ¿no sería más fácil que os llevarais bien? —Emma está sonriente, las dos sabemos por dónde va.

—¡Porque no me deja en paz! Le gusta provocarme, es realmente frustrante, parece que él sabe todo sobre mí y yo estoy en desventaja porque no sabía ni que existía. Sólo quería tener información para poder responderle. —Lo que pasa es que me recreé demasiado mirando sus fotos.

—¿Sabes que te estás colando por él…?

—¿¡Qué dices?! Lo único que quiero es que se largue para siempre, no saber nada más de él y que me deje seguir con mi sencilla vida tranquila. —Me levanto de la silla.

—Tranquila y aburrida —matiza.

—Eso lo dices tú, ¡yo no soy aburrida!

—Si fueses una mujer de sesenta años, seguro que no…

—¡Ya vale, Emma! Te estás pasando, el que a ti te guste estar cada día con un tío diferente, no significa que a mí también me tenga que gustar —le recalco dándole voces.

—Es lo que hacemos los menores de cien años, Keira, probamos hasta que elegimos al definitivo. —Bebe relajadamente.

—¡Perdona, pero yo no comparto la idea de que tengas que comerte todos los pasteles de la bandeja para llegar hasta el que te gusta!

—Es cuestión de opiniones, yo me lo paso muy bien, mientras me como todos esos pastelitos deliciosos. —Emma mantiene el tono gracioso, sabe que si continúa por ahí voy a atacarla y está intentando suavizarme. Por algo somos amigas.

Estoy apoyada en la barandilla, mirando a la gente que hay abajo en la plaza. Pero realmente no estoy aquí, estoy en algún lugar, muchos años atrás.

—Tienes que dejar el pasado en su sitio, Keira, aunque no quieras hablarlo, él ya no está en tu vida y nunca lo estará. Así que no te prohíbas volver a ser feliz, no hay motivos.

—Nunca volveré a sentir lo mismo por nadie.

—Y no tienes por qué hacerlo —Emma me dice y cambia su tono a uno más maternal—. Como sólo has estado con él no tienes con quién compararlo, pero cada relación es especial de una manera distinta. ¿Quién te dice que no vas a ser incluso más feliz que entonces? Si no te arriesgas… no ganarás nunca.

—Si la teoría es fácil, lo malo es la práctica. No siento la más mínima atracción por nadie, Emma, estoy muerta, sexualmente hablando.

—¡Pues creo que el señor Hunter no te pasa desapercibido precisamente!

—¡Shhhhh, cállate! —le señalo el balcón de la novia.

—¡Buah…! Ella ya sabe que está saliendo con un dios, ¿crees que no estará acostumbrada a que las mujeres babeen por él? ¡Incluso la pondrá cachonda!

—¡Emma, por favor, eres…!

—¡Soy la mejor y por eso me quieres! De momento, no has negado que te gusta, ¡ja! —Está loca de alegría.

—¡Claro que lo niego! No me gusta, me pone nerviosa su voz. —Me detengo, pero pienso para mis adentros que me pone nerviosa su voz, su olor, su mirada… ¡Todo!

—¡Keira, se ha enamorado! —Pone ambas manos formando un corazón, con cara de tontita y se ríe.

—¿Cuántos años tienes, Emma? Los quince los dejamos hace tiempo, ¿eh? ¡Madura de una vez! Vamos, ayúdame a colocar la ropa en el armario, tengo que ir a Velázquez, necesito ropa nueva urgentemente —le digo, mientras le tiro del brazo en dirección a mi habitación.

—¿Para qué tienes que comprarte ropa, para estar guapa para tu dios de la guerra? —canturrea.

—Lo que tú digas —le doy la razón y la dejo por imposible.

—Solo iré si compras lencería sexi y lujuriosa.

Le tiro una falda a la cabeza y nos reímos a carcajadas. Pasamos el resto de la tarde riéndonos de los chismes que me cuenta del spa, mientras colgamos la ropa de nuevo en las perchas. Al final, ni compras ni nada.

Club de seducción
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