Post-Scriptum

QUIZÁS el lector tenga interés en saber lo que fue de los personajes que han representado un papel secundario en la historia que acabamos de relatar, después de la catástrofe que significó la pérdida de los conjurados y la salvación del regente. Vamos a contarlo en pocas palabras.

El duque y la duquesa del Maine, a los que se quería quitar las ganas de seguir conspirando, fueron arrestados en los lugares donde habían buscado refugio. El duque en Sceaux, y la duquesa en la casita de la calle de Saint-Honoré. Fueron conducidos, él al castillo de Doullens, y la duquesa al de Dijon, desde donde fue trasladada a la fortaleza de Châlons. Ambos fueron puestos en libertad algunos meses después, el uno porque negó en redondo haber participado en el complot, y la otra en gracia por la confesión completa que hizo de todas sus culpas.

La señorita Delaunay fue conducida a la Bastilla. Su cautiverio se vio endulzado por los amores que en la fortaleza sostuvo con el caballero de Mesnil. Una vez puesta en libertad, su querido compañero de prisión le fue infiel. La pobre abandonada pudo decir, igual que Ninon o Sophie Arnould —no recuerdo cuál de ellas—. ¡Oh! ¡Felices tiempos aquellos en que éramos desgraciados!

Richelieu fue arrestado el mismo día en que llevara a Bathilda al Palacio Real, tal como le había prevenido la señorita de Valois. Pero su cautiverio significó para él un nuevo triunfo. Corrió el rumor de que el apuesto prisionero había sido autorizado a pasear por la terraza de la Bastilla; la calle de Saint-Antoine se vio atestada de elegantes carrozas y se convirtió en el paseo de moda. El regente decía que tenía en sus manos pruebas para hacerle cortar la cabeza a Richelieu cuatro veces; pero no se atrevió a perder su popularidad entre el bello sexo, cosa que fatalmente hubiera ocurrido de haber prolongado demasiado tiempo el encierro de su prisionero. Tres meses después, Richelieu era puesto en libertad, más fascinante y a la moda que nunca. La pena fue que al salir de la Bastilla encontrase el armario de las confituras cerrado a cal y canto y a la pobre señorita de Valois convertida en duquesa de Módena.

En su momento dijimos que el abate Brigaud había sido arrestado en Orléans. Tuvo que pasar algún tiempo en la cárcel de aquella ciudad, para desesperación de madame Denis, de las señoritas Émilie y Athenais, y de Boniface. Pero cierta mañana feliz, en el momento en que la familia se disponía a desayunar, volvió a comparecer el buen abate, tan calmoso y sereno como de costumbre. Sus amigos le hicieron muchas carantoñas y le pidieron que contase sus aventuras al detalle; pero Brigaud, fiel a su habitual prudencia, indicó a sus oyentes que si querían saber, consultaran los autos del proceso; y que, por favor, nunca más volvieran a mencionar un asunto que tantos sinsabores le había causado. El abate Brigaud dictaba su voluntad en aquella casa, de forma totalmente autocrática; de modo que su deseo fue religiosamente respetado. En el número 5 de la calle de Temps-Perdu corrieron un definitivo velo sobre aquellos desagradables recuerdos.

Pompadour, Valef, Laval y Malezieux fueron también libertados en su momento, y como si nada hubiera pasado. Los cuatro volvieron a hacerle la corte a madame del Maine. En cuanto al cardenal de Polignac, ni siquiera lo arrestaron: lo confinaron simplemente en su abadía de Anchin.

Legrand-Chancel, el maligno autor de las Filípicas, fue un día llamado al Palacio Real, donde le recibió el regente.

—Señor mío: ¿es que pensáis realmente de mí todo lo que decís? —preguntó el príncipe.

—Sí, monseñor.

—¡Esta es vuestra salvación! Porque si hubieseis escrito tamañas infamias con la intención de calumniarme, ¡os aseguro que ahora mismo hubiera ordenado que os ahorcasen!

El regente se conformó con enviarle a la isla de Santa Margarita, donde el venenoso poeta no permaneció más que tres o cuatro meses. Los enemigos del regente hicieron correr el rumor de que el príncipe había hecho envenenar a su prisionero; para desmentir aquella nueva calumnia el duque no tuvo más remedio que abrir al pretendido cadáver las puertas de su prisión, de la que Legrand-Chancel salió más ahíto de odio y de hiel que nunca.

Aquella prueba de definitiva clemencia fue considerada por Dubois tan fuera de lugar, que le hizo al regente una terrible escena. A las recriminaciones del arzobispo, el príncipe se limitó a contestar tarareando el estribillo de una canción que Saint-Simon había escrito:

¿Qué queréis?

Soy bondadoso.

Soy bondadoso…

Aquella salida motivó en Dubois tal ataque de rabia, que para hacer nuevamente las paces, el regente no tuvo más remedio que nombrarle cardenal. La elevación del exabate al cardenalato llenó de orgullo a la Fillon: hizo saber que en adelante los clientes de su mancebía habrían de presentar pruebas de una nobleza anterior a 1399.

Pero la catastrófica conspiración motivó que tan acreditada casa perdiera a una de sus más ilustres pupilas. Tres días después de la muerte del capitán Roquefinnette, la Normanda ingresaba en las Arrepentidas.