Capítulo IV
ODOS aquellos magníficos planes dependían de un joven de veintiséis años. Cuando este se encontraba en lo mejor de sus pensamientos, compareció el abate Brigaud. Había encontrado una pequeña habitación amueblada en el número 5 de la calle del Temps-Perdu, entre la de Gros-Chenet y la de Montmartre. Brigaud le traía, además, dos mil onzas de oro de parte del príncipe de Cellamare.
Harmental pasó el resto del día haciendo los preparativos para su supuesto viaje, procurando no dejar, por si acaso, ningún papel comprometedor tras de sí. Cuando cayó la noche se encaminó hacia la calle Saint-Honoré, donde, por medio de la Normanda, esperaba obtener noticias del capitán Roquefinnette.
Desde el momento en que oyó hablar de un ayudante para su empresa, Harmental pensó en aquel hombre que el destino le había deparado.
Un sujeto como el capitán debía de tener amistades ocultas y misteriosas, tenía que conocer a alguno de esos tipos turbios, necesarios en cualquier conspiración, autómatas que se hacen funcionar como se quiere, que bailan al son que se toca.
El capitán Roquefinnette era, por lo tanto, indispensable para asegurar el éxito de los proyectos del caballero.
Harmental, aun sin ser cliente asiduo, conocía a la Fillon. La alcahueta no le llamaba «hijo», como solía hacer con los parroquianos de confianza; ni «compadre», tratamiento que reservaba al abate Dubois; para ella era simplemente «el caballero», signo de respeto que, ¡lo que son las cosas!, hubiera humillado a la mayor parte de los jóvenes de la época. La Fillon se extrañó bastante cuando Harmental, después de haberla hecho llamar, le preguntó si podía hablar con una de sus pupilas, conocida por el nombre de la Normanda.
—¡No, señor!… Estoy verdaderamente desolada; la Normanda está contratada hasta mañana por la noche.
—¡Mala peste! —juró el caballero—, ¡qué mala suerte!
—Veréis —le explicó la Fillon—, es un capricho de un viejo amigo al que debo muchos favores…
—Entonces, decís que la Normanda estará aquí mañana por la noche…
—No, ¡si salir de la casa no ha salido!; está arriba con el viejo bergante del capitán.
—¡Ah, vamos!… A ver si resulta que vuestro capitán es el mismo que el mío.
—¿Cómo se llama el vuestro?
—Roquefinnette.
—¡El mismo que viste y calza! —exclamó la alcahueta.
—Tened la bondad, entonces, de hacerle llamar.
—No bajaría aun cuando fuese el mismo regente quien quisiera hablarle. Si queréis verle, tendréis que subir.
—¿Dónde está?
—En la segunda habitación; es la misma en la que cenasteis la otra noche con el barón de Valef.
Al llegar al primer piso, Harmental oyó la voz del capitán que decía:
—Vamos, amorcitos, la tercera y última estrofa, y luego todos juntos el estribillo. —Después, con una magnífica voz de bajo, entonó:
Grand saint Roch, notre unique bien,
Écoutez un peuple chrétien
Accablé de malheurs, menacé de la peste…
Détournez de sur nous la colère céleste.
Mais n’amenez pas votre chien
Nous n’avons pas de pain de reste[2].
—Eso está muy bien —dijo el capitán—, ¡muy bien! Pasemos ahora a la batalla de Malplaquet.
—¡Oh, eso sí que no! —protestó una voz—. De vuestra batalla estamos hasta el moño…
—¡Silencio! ¿Acaso no soy yo el amo aquí? Mientras tenga dinero quiero que se me dé gusto a mi manera.
Se armó tal escándalo que Harmental juzgó llegado el momento de poner paz; así que dio varios golpes a la puerta con los nudillos.
—Girad la aldabilla y podréis entrar —respondió el capitán.
Contra lo que podía suponer Harmental, la puerta no estaba asegurada desde dentro. El caballero, al descorrer el pestillo, se encontró al capitán, que estaba tendido en la alfombra delante de los restos de una copiosa comida, apoyado en unos cojines, con una gran pipa en la boca y un mantel enrollado en la cabeza a guisa de turbante. Tres o cuatro muchachas estaban sentadas a su alrededor. Sobre un sillón se veía el deslucido traje del veterano.
—Sed bienvenido, caballero. Señoritas, os ruego que sirváis al señor exactamente como si de mí mismo se tratase, ¡y vais a cantarle todas las canciones que quiera! Sentaos, caballero; comed y bebed como si estuvieseis en vuestra casa.
—Gracias, capitán. Sólo tengo que deciros unas palabras, si me lo permitís.
—No, caballero… no os lo permito.
—Es para un negocio, capitán.
—¡Si es para un negocio, soy vuestro abnegado servidor! Pero no antes de mañana por la noche; hasta entonces me durará el dinero. Después, pasado mañana por la mañana, podremos hablar de todos los negocios que queráis.
—Pero pasado mañana, capitán, ¿podré contar con vos?
—¡Desde luego! ¿Y dónde os encontraré?
—Pasead de diez a once por la calle del Temps-Perdu, y de vez en cuando mirad hacia los balcones; desde alguno de ellos os llamarán.
—De acuerdo. Perdón si no os acompaño, pero los turcos no tienen la costumbre de levantarse para despedir a sus huéspedes.