Capítulo XIV

A la hora y en el día señalados, es decir, seis semanas después, a las cuatro de la tarde, Harmental entraba a galope tendido de sus dos caballos de posta en el patio del palacio de Sceaux.

Lacayos con librea aguardaban en la escalinata; todo anunciaba los preparativos de una fiesta. Harmental pasó entre los sirvientes formados en doble fila, franqueó el vestíbulo y se encontró en un gran salón, en el cual se hallaban una veintena de personas, la mayoría conocidas del caballero, que charlaban en varios corrillos mientras esperaban la aparición de la dueña de la casa.

Harmental se dirigió hacia el marqués de Pompadour:

—Marqués, ¿podríais decirme cómo es que me encuentro de improviso en medio de los preparativos de una gran fiesta?

—En verdad, no tengo la menor idea; yo mismo acabo de llegar de Normandía.

En aquel instante fue anunciado el barón de Valef. Harmental pensó que quizás este estaría enterado.

—Mi querido Valef, ¿podríais decirme cuál es el motivo de esta soberbia reunión?

—A fe mía, querido, que no sé absolutamente nada; acabo de llegar de Madrid.

—¡Caramba! Por lo visto, hoy este es el punto de reunión de todo París —observó Pompadour—. ¡Mirad! Ahí llega Malezieux.

—Estamos aquí para asistir a una gran solemnidad, a la recepción de un nuevo caballero de la Orden de la Abeja —les explicó Malezieux—. Y recuerden que aquí no hay ni madame del Maine ni Alteza que valga; únicamente la bellísima hada Ludovica, la reina de las abejas, a la que todos deben ciega obediencia.

—¿Y quién es el neófito? —preguntó Valef.

—Su Alteza el príncipe de Cellamare.

—¡Ah, caramba!… Creo que empiezo a comprender —observó Pompadour.

—Y lo mismo yo —añadió Harmental.

La Orden de la Abeja, fundada por la duquesa del Maine, tenía por lema una frase tomada de la Aminta de Tasso[17]: Piccola si, ma fa pur gravi le ferite, que Malezieux había glosado en esta forma:

La mouche, petit animal,

Fait de grandes blessures.

Craignez son aiguillon fatal,

Évitez ses piqûres.

Fuyez si vous pouvez les traits

Qui partent de sa bouche;

Elle pique et s’envole aprés,

C’est une fine mouche[18].

Aquella orden, igual que cualquier otra, tenía su insignia, sus oficiales, y su Gran Maestre. La enseña era una medalla que llevaba grabada en el anverso la imagen de la Reina de las Abejas y en el reverso una colmena. Todos los caballeros debían lucirla cuando asistían en Sceaux al capítulo de la orden.

El Gran Maestre era madame del Maine. La orden se componía de treinta y nueve miembros; no podía sobrepasarse este número. La muerte del señor de Nevers había dejado un puesto vacante, que iba a cubrirse con el nombramiento del príncipe de Cellamare.

Madame del Maine había encontrado aquella estupenda y frívola tapadera para encubrir una reunión de carácter político.

A las cuatro en punto, las puertas del salón se abrieron, descubriendo a los asistentes un dosel de raso escarlata sembrado de abejas de oro que cubría un estrado de tres peldaños; y sobre este, el trono que ocupaba el hada Ludovica. La reina hizo un gesto con la mano y toda la corte se agrupó en semicírculo alrededor del estrado. Cuando cada uno de los asistentes hubo ocupado el lugar que le correspondía, se abrió una puerta lateral y apareció Bessac en traje de heraldo, es decir, una toga de color cereza con un birrete en forma de colmena, y anunció:

—Su Excelencia el príncipe de Cellamare.

El príncipe se acercó al estrado lentamente, hincó la rodilla, y esperó.

—Príncipe de Samarcanda —exclamó el heraldo—, prestad oído atento a la lectura de los estatutos.

El príncipe humilló la cabeza, en señal de que comprendía la importancia del compromiso que iba a contraer.

El heraldo prosiguió:

—Artículo primero: Vais a jurar inviolable fidelidad y ciega obediencia a la gran hada Ludovica, dictadora perpetua de la incomparable Orden de la Abeja; ¡juradlo por el monte Himeto!

En aquel momento llegaron a oídos de la concurrencia sones de una orquesta escondida y las voces de un coro:

Jurad, señor de Samarcanda

Jurad, digno hijo del gran Khan.

—Por el sagrado monte Himeto, lo juro —proclamó el príncipe. Artículo segundo… Artículo tercero… etcétera, etcétera. El coro repetía cada vez su estribillo:

Jurad, príncipe de Samarcanda…

El príncipe contestaba:

—Por el sagrado monte Himeto, lo juro.

—Artículo séptimo y último: Juraréis no comparecer jamás ante vuestra dictadora sin ostentar la condecoración que hoy se os va a imponer.

El hada se levantó, y tomando de manos de Malezieux la medalla que colgaba de una cinta naranja, hizo señas al príncipe para que se acercase y recitó unos versos, cuyo único mérito eran las transparentes alusiones que en ellos se hacían a los proyectos políticos de la propia duquesa:

Digne envoyé d’un grand monarque,

Recevez de ma main la glorieuse marque

De l’ordre qu’on vous a promis:

Thessandre, apprenez de ma bouche,

Queje vous mets au rang de mes amis

En vous faisant chevalier de la Mouche[19].

El coro estalló en un vivísimo:

Viva sempre, viva, e in onore cresca

II nuovo cavaliere della Mosca.

A la última nota, se abrió una segunda puerta lateral, dejando ver el salón espléndidamente iluminado, en cuyo centro había una mesa servida para un magnífico banquete.

El nuevo caballero de la Abeja ofreció su mano al hada Ludovica y ambos se encaminaron hacia el comedor, seguidos por el resto de los concurrentes.

Un bello niño vestido de dios Amor los detuvo. Llevaba en la mano una urna de cristal que contenía las papeletas enrolladas para una lotería de nuevo estilo. La mayoría de los billetes venían en blanco; solamente en diez se habían escrito algunas palabras: «canción», «madrigal», «epigrama», «improvisación»… Los invitados que sacasen alguna de aquellas papeletas estaban obligados a pagar su deuda durante la comida; los demás solamente tenían que comer, beber y aplaudir.

Las damas estaban autorizadas a solicitar un colaborador, y este, a cambio de sus poéticos servicios, recibía un beso como premio. Como puede verse, todo estaba organizado en el estilo más tontamente pastoril.

El hada sacó el primer billete: llevaba la palabra «improvisación»; todos los demás lo hicieron a continuación. Harmental se alegró de la suerte que le hizo sacar una papeleta en blanco. Después del sorteo todos se sentaron a la mesa, cada uno en el sitio previsto, que estaba señalado por una tarjeta con el nombre del invitado.

Aquella lotería no era en el fondo tan ridícula como parecía. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que los versos, los sonetos y los epigramas estaban muy de moda en la época, cuya futilidad retrataban de maravilla. La vasta llama de poesía que Corneille y Racine habían alumbrado, hacía tiempo que se había extinguido casi totalmente; sólo quedaba el rescoldo del fuego que iba iluminando el mundo entero y que ahora daba solamente la modesta chispa de algunos juegos de ingenio. Pero aparte de seguir la moda, aquella justa cortesana tenía un motivo oculto, que solamente algunos iniciados conocían.

Al comienzo de la comida reinaba, como suele suceder, un frío silencio de buen gusto; había que ir entrando en confianza con la pareja, y además, acallar el apetito.

El hada, preocupada quizás por la improvisación que le había tocado en suerte, permanecía silenciosa. Malezieux, viendo que era tiempo de animar la reunión, se dirigió a madame del Maine:

—Hada Ludovica, a todos vuestros súbditos preocupa un silencio al cual no les tenéis acostumbrados.

—¿Qué queréis, mi querido canciller? He de confesar que estoy obsesionada por esa improvisación.

—En ese caso, permitidme que maldiga esa ley poética que vos misma habéis dictado, y que nos roba el sonido de vuestra voz, porque:

Cha que mot qui sort de ta bouche

Nous surprend, nous ravit, nous touche:

Il a mille agréments divers.

Pardonne, princesse, si j’ose

Faire le procès a ta prose,

Qui nous a privé de tes vers[20].

—Querido Malezieux, tomo la improvisación a mi cuenta; ya estoy en paz con la sociedad, y os debo un beso.

—¡Bravo! —exclamaron todos los invitados.

—Veamos, querido Apolo —prosiguió la duquesa, volviéndose hacia Saint-Aulaire que estaba hablando en voz baja con la señora de Rochan—: Decid en voz alta el secreto que confiabais a vuestra hermosa vecina.

La divinité qui s’amuse

A me demander mon secret,

Si j’étais Apollon, ne serait pas ma muse,

Elle serait Thétis et le jour finirait[21]

El madrigal, que cinco años después habría de llevar a Saint-Aulaire a la Academia, tuvo tal éxito, que durante unos minutos nadie se atrevió a hacerle la competencia.

Saint-Genest tiró un candelabro con aparente torpeza.

—Hada hermosa, no debéis reíros de mi desmaña; ved en ello un homenaje a la belleza de vuestros ojos.

—¿Cómo es eso, mi querido abate?

—Sí, gran hada; os lo voy a probar:

Ma muse séverè et grossière

Vous soutient que tant de lumière

Est inutile dans les cieux.

Sitôt que notre auguste

Aminte Fait briller l’éclat de ses yeux,

Toute autre lumière est éteinte[22].

Tal como había supuesto madame del Maine, la comida había tomado un cariz tan frívolo que pese a los temores de los invitados conocedores de lo que se tramaba, ningún extraño hubiera sido capaz de adivinar bajo aquella futilidad aparente el escondido hilo de una conspiración.

Se acercaba el momento de abandonar la mesa. A través de las ventanas cerradas y de las puertas entreabiertas llegaban desde el jardín algunos arpegios que anunciaban las nuevas diversiones que esperaban a los comensales.

Lagrange-Chancel, que no había soltado una sola palabra durante la comida, dijo de pronto volviéndose hacia la duquesa:

—Perdón, señora, yo no he pagado mi deuda todavía.

—¡Oh!, es verdad, Archiloque[23] mío; ¿no es un soneto lo que nos debéis?

—No, señora; el azar me ha reservado una oda, y ha sido para mí una gran suerte.

Después, con una voz profunda que armonizaba perfectamente con las palabras que salían de su boca, dijo unos versos cuyo eco habría de llegar hasta el Palacio Real, y que, según relata Saint-Simon, hicieron que el regente derramase lágrimas de rabia:

Vous dont l’éloquence rapide,

Contre deux tyrans inhumains,

Eut jadis l’audace intrépide

D’armer les Grecs et les Romains,

Contre un monstre encor plus farouche…

Poursuis ce prince sans courage,

Déjà par ses frayeurs vaincu,

Fais que dans l’opprobre et la rage

Il meure comme il a vécu;

Et qu’en son désespoir extréme,

Il ait recours au poison même

Préparé par ses propres mains[24]!

El efecto que causaron tales versos es inenarrable.

En cuanto el poeta hubo dicho la última estrofa, en medio de un sepulcral silencio, madame del Maine se levantó y seguida por todos pasó al jardín.