Capítulo XI
A habitación de Boniface quedó durante tres o cuatro meses desocupada. Hasta que un día, al levantar Bathilda los ojos, vio la ventana abierta y en ella a una persona desconocida; era Harmental.
Había algo en aquel joven que hizo ver a la muchacha que se trataba de una persona muy superior en todos los sentidos al anterior ocupante de la habitación. Con el instinto que es natural en las gentes de buena cuna, Bathilda reconoció en el caballero a uno de su clase. Aquel mismo día le había escuchado cuando tocaba el clavicordio. Al llegar a sus oídos los primeros acordes de los preludios y fantasías que el joven interpretaba, Bathilda reconoció a un aficionado experto. La muchacha se había acercado a la ventana para que no se le escapase una sola nota. Fue cuando Harmental percibió en los cristales los deditos de la vecina y con su precipitación hizo que se eclipsaran con tal rapidez, que no podía dudarse de que Bathilda se había dado por observada.
Al día siguiente fue ella la que recordó que tenía muy descuidado su clavicordio; y como era una excelente ejecutante, interpretó un trozo de la Armida, con tal arte que causó el asombro del caballero.
Más tarde Harmental supo de la existencia de Buvat y averiguó el nombre de la muchacha.
A pesar de la naciente simpatía, Bathilda mantuvo cerrada la ventana; pero tras la cortina fue testigo de la creciente tristeza del joven. Entonces volvió al clavicordio: su delicada intuición le hacía adivinar que la música es el mejor consuelo para las penas de amor.
A la siguiente noche fue Harmental el que se sintió inspirado; Bathilda fue la que escuchó, poniendo en ello toda su alma, las melodías que en medio de la noche le hablaban de amor. Ya existía un punto de contacto entre los dos jóvenes, que se hablaban con el lenguaje del corazón, ¡el más peligroso!
En casa de la señora Denis, Harmental había sabido que Bathilda no era la hija, ni la mujer, ni la sobrina de Buvat. Esto le llenó de gozo, y aprovechando que la ventana de su vecina estaba abierta, hizo amistad con Mirza por medio de los terrones de azúcar. La entrada inesperada de Bathilda había interrumpido aquella toma de contacto. El caballero, con egoísta delicadeza, había cerrado su ventana, no sin antes haber intercambiado un saludo con la vecinita.
Al día siguiente, Bathilda había visto al caballero en el momento en que este, sin saberse observado, clavaba la cinta escarlata en la pared. Le sorprendió la excitación que se leía en las facciones del caballero. La ventana de este permaneció cerrada por tanto tiempo, que la muchacha creyó que el inquilino se hallaba ausente, por lo que pensó que podía dejar la suya abierta.
Parecía que el joven no había hecho sino aguardar aquella coyuntura para abrir la suya. Por fortuna para el recato de Bathilda, ella se encontraba tras los cristales de la ventana de la alcoba.
Pero Mirza, que no compartía los escrúpulos de su dueña, en cuanto vio al caballero, apoyó sus patitas en el alféizar y comenzó a dar saltos de alegría. Sus gracias fueron bien pronto recompensadas con tres terrones, lanzados uno detrás de otro. Cuál no sería la extrañeza de Bathilda al comprobar que el tercer terrón iba envuelto en un trozo de papel.
La joven no supo qué actitud adoptar; porque era muy visible que el papel llevaba tres o cuatro líneas escritas.
¿Qué hacer con aquella carta? Levantarse y romperla sería, seguramente, muy digno y convincente. Bathilda prefirió mejor dejar las cosas como estaban; seguramente el caballero creía que ella no estaba en casa, puesto que no la había visto.
Pasada una hora entró Nanette, y cerró la ventana, tal como Bathilda le había ordenado. Pero al hacerlo vio el papel. Como no sabía leer y notó que en él venía algo escrito, se lo entregó a su ama. La tentación era demasiado fuerte para poder resistirla. Bathilda fijó los ojos en los renglones, y con fingida indiferencia leyó lo siguiente:
Sé que sois huérfana, como yo; de modo que somos hermanos ante Dios. Esta noche voy a correr un grave peligro, pero espero que volveré sano y salvo, si mi hermana Bathilda quisiera rezar por su hermano.
Raoul.
Era imposible decir más en tan pocas palabras. Si Harmental hubiese empleado todo un día en escribir la carta, no lo hubiera hecho mejor.
Lo único que había retenido la mente de Bathilda, era que su vecino se encontraba en peligro.
Su sexto sentido de mujer le hizo adivinar en la excitación del rostro del muchacho al clavar la cinta, retirada tan pronto llegó el extraño capitán, que el peligro estaba relacionado con aquel nuevo personaje. Un duelo no suele ser asunto por el que se ruega a una mujer que rece; por lo demás, la hora que se indicaba no era de las más propicias para un duelo.
Transcurrió el día sin que volviese a ver a Raoul. Cuando Buvat llegó, según su costumbre, algunos minutos después de las cuatro, encontró a la muchacha tan preocupada, que no pudo por menos que preguntarle tres o cuatro veces cuál era la causa de sus cavilaciones, sin obtener de la joven otra respuesta que una sonrisa.
Al atardecer se presentó un lacayo del abate de Chaulieu, que venía a rogar a Buvat que pasase por la casa de su amo para copiar algunas poesías que aquel clérigo producía en cantidad.
Bathilda agradeció con todo su corazón aquella circunstancia, que le permitiría gozar la velada enteramente a solas. El buen Buvat se marchó sin sospechar que por primera vez era deseada su ausencia.
Como buen burgués parisiense que era, le encantaba vagabundear por las calles. Recorrió las galerías del Palacio Real, curioseando en las tiendas. Al salir de los soportales escuchó el eco de unos cánticos y se mezcló con el grupo de hombres y mujeres que escuchaban al músico ambulante. En el momento en que comenzaba la cuestación[15] se marchó en dirección a la calle Mazarine, que era donde vivía el abate Chaulieu.
Este recibió a Buvat, al que conocía desde hacía dos años y del que apreciaba las buenas cualidades; ambos se sentaron ante una mesa rebosante de papelotes.
Aquella vez no se trataba de un trabajito insignificante: sobre la mesa había treinta o cuarenta borradores de poemas, de todos los metros y rimas; casi medio libro de poesía por clasificar. Buvat enumeró los originales; después pasó a la corrección métrica y ortográfica, a medida que el abate iba recitando de memoria cada composición. Cuando dieron las once, los dos atareados personajes creían que no eran más que las nueve.
Buvat se levantó, asustado ante la idea de tener que volver a casa a semejante hora. Enrolló los manuscritos, los ató con un cordón de seda, los guardó en un bolsillo del gabán, cogió su bastón y su sombrero y dejó al abate Chaulieu. El buen hombre sintió no llevar encima dos cuartos para poder coger la barca que cruzaba el río por el sitio donde actualmente se encuentra el Pont des Arts; como no los tenía, le fue necesario volver por donde había venido, la calle del Coq y la de Saint-Honoré.
Todo había ido bien hasta entonces; pero al llegar a la calle de Bons-Enfants, la cosa cambió de aspecto: Buvat era el viandante que se había dado de narices con Harmental y Roquefinnette, frente al número 24 de la calle. El caballero lo protegió de los impulsos agresivos del capitán y le sugirió que tocara soleta lo más rápidamente posible. El pobre hombre no se hizo repetir el consejo, y no se creyó a salvo hasta que se vio de nuevo en su casa, tras la puerta bien cerrada y atrancada. A duras penas le quedaban fuerzas para subir las escaleras.
Entre tanto, Bathilda se sentía cada vez más inquieta, a medida que la noche avanzaba. Se encontraba en su habitación, a oscuras, para que nadie pudiese ver que rezaba de rodillas ante el crucifijo. Cuando se abrió la puerta del rellano, encontró a Buvat tan pálido y desencajado, que de momento pensó que le había dado algún mal de repente. En vano preguntaba a su tutor qué le ocurría; no le fue fácil hacer hablar al viejo; tal era el estado en que este se encontraba. La conmoción había pasado del cuerpo al espíritu; tenía tan trabada la lengua como temblorosas las piernas.
Cuando al fin se tranquilizó lo necesario para articular algunas palabras, comenzó a contar su aventura balbuceando: había sido asaltado por una banda de ladrones, cuyo lugarteniente, hombre feroz de más de seis pies de estatura, había querido matarlo; por fortuna apareció el capitán de la cuadrilla, y le salvó la vida. Bathilda le escuchaba sin perder una sola palabra, porque quería de veras a su tutor.
A pesar de lo peregrino que era aquel pensamiento, le asaltó la idea de que su gallardo vecino estaba relacionado con el episodio; preguntó a Buvat si había tenido tiempo de ver al joven capitán. Buvat respondió que le había visto cara a cara; se trataba de un apuesto joven de veinticinco a veintiséis años, iba tocado con un sombrero de anchas alas y se envolvía en una capa; además de la espada, llevaba un par de pistolas. Aquella relación era demasiado precisa como para poder sospechar que Buvat hubiera visto visiones.
Puesto que el reposo es remedio soberano contra todos los males, Bathilda animó a su tutor para que cuanto antes fuese a descansar; Buvat obedeció a la joven, encendió su vela y dándole un beso se retiró. La muchacha escuchó que daba dos vueltas al cerrojo.
Una vez que se quedó a solas, Bathilda, casi tan temblorosa como el pobre escribiente, se asomó a la ventana. En el cuarto de enfrente la cortina no estaba corrida. A través de los cristales vio aparecer a su vecino con una vela en la mano. Bathilda no se había equivocado; el hombre del sombrero chambergo y de la capa que había salido en defensa de Buvat era su joven admirador; bajo la capa llevaba un justillo de color oscuro y de su cinturón colgaban una espada y dos pistolas; no había duda. La muchacha sacudió la cabeza como para desechar unas sombrías ideas que la obsesionaban. Harmental se acercó a la ventana, la abrió y miró tan fijamente hacia la de la joven, que esta, olvidando que no podía ser vista, dio un paso hacia atrás y dejó caer la cortina.
Permaneció durante diez minutos sin moverse, con la mano apoyada en el corazón para calmar sus latidos; después, con mucho cuidado, separó una punta de la cortina: su vecino ya no estaba en la ventana; su sombra daba incesantes paseos de un lado a otro de la habitación.