Capítulo XXX
AFARE acompañó a la joven, que apenas podía andar, y la hizo subir en uno de los coches que siempre estaban dispuestos en el patio del Palacio Real. El carruaje emprendió la marcha al galope por la calle de Cléry, y siguiendo por los bulevares, tomó el camino de la Bastilla.
Durante el camino Bathilda no despegó los labios; al llegar frente a la fortaleza sintió que se estremecía toda. Un centinela les dio el «quién vive», a continuación fue bajado el puente levadizo, y una vez dentro del patio, el coche se detuvo ante las escaleras que conducían a las habitaciones del gobernador.
Un criado sin librea abrió la portezuela. Lafare ayudó a descender a Bathilda, a medias desfallecida, y la introdujo en un salón donde la joven permaneció, mientras él iba a hablar con el gobernador.
Al cabo de diez minutos Lafare volvió a entrar, acompañado de Launay. Bathilda levantó maquinalmente la cabeza y miró a ambos con ojos extraviados. El marqués le ofreció el brazo.
—Señorita, la iglesia está preparada y el sacerdote espera.
Bathilda, sin pronunciar palabra, se levantó, pálida y fría como si ya hubiese muerto; para poder dar los pocos pasos necesarios tuvo que apoyarse fuertemente en el brazo de su acompañante; dos hombres que llevaban antorchas les mostraban el camino.
En el momento en que Bathilda entraba en la capilla por una de las puertas laterales, vio aparecer por la otra al caballero de Harmental, acompañado por Valef y Pompadour; eran los testigos de su esposo. Todos los accesos del templo se hallaban custodiados por hombres de las guardias francesas, con las armas en la mano y totalmente inmóviles.
Los dos enamorados corrieron uno hacia el otro: Bathilda, pálida y agonizante; Raoul sereno y tranquilo. Ante el altar, Harmental tomó a su prometida de la mano y la condujo hasta los dos reclinatorios que les esperaban; los dos jóvenes se arrodillaron.
El altar estaba iluminado por cuatro cirios, cuya luz lúgubre hacía más tenebroso aún el ambiente de aquella capilla cargada de recuerdos tétricos, y daba a la ceremonia el aspecto de un oficio de difuntos. El sacerdote comenzó la misa. Era un anciano de cabellos blancos, cuyo rostro melancólico indicaba que su trabajo cotidiano dejaba profundas huellas en su alma: era el capellán de la Bastilla desde hacía veinticinco años.
En el momento de bendecir a los esposos, les dirigió una homilía, según es costumbre; pero, sus palabras, contra lo acostumbrado, sólo hablaban de la paz del cielo, de la misericordia divina y de la resurrección eterna. Bathilda sentía que los sollozos contenidos iban a ahogarla. Raoul, dándose cuenta del martirio que sufría la muchacha, la tomó de la mano y la miró con tan triste y profunda resignación que la pobre niña, haciendo un poderoso esfuerzo, consiguió que las lágrimas, en vez de brotar de sus ojos, se derramaran en su corazón. En el instante de la bendición, la muchacha reclinó su cabeza en el hombro de su esposo. El sacerdote, creyendo que la joven iba a desmayarse, se detuvo.
—Terminad, padre, terminad —murmuró Bathilda.
El sacerdote pronunció las palabras sacramentales, a las que los dos contestaron con un «Sí, quiero» en el que pusieron el alma entera.
La ceremonia había acabado. Harmental preguntó al señor de Launay si su mujer podría acompañarle en las horas que le quedaban de vida. El gobernador contestó que nada se oponía a ello. Entonces Raoul dio un afectuoso abrazo a Valef y a Pompadour, estrechó la mano a Lafare, y agradeció al señor de Launay las atenciones que con él había tenido durante el tiempo que permaneciera en la Bastilla. Después, sosteniendo a Bathilda, que parecía a punto de desplomarse, la llevó hacia la puerta por donde él había penetrado en la capilla. Los dos hombres de las antorchas precedían a Raoul y a Bathilda. En la puerta de la celda aguardaba un carcelero; descorrió los cerrojos, se apartó a un lado para dejar paso al prisionero y a la joven, y volvió a dar la vuelta a la llave. Los dos esposos quedaron a solas.
Bathilda, que ante la gente había contenido el llanto, pudo al fin dar rienda suelta a su dolor: un grito desgarrador escapó de su pecho; sollozando con desesperación, retorciéndose los brazos, cayó desplomada en una butaca. Raoul se arrojó a sus pies; intentaba consolarla, pero él mismo se sentía tan afectado por el dolor de su esposa, que al fin sus lágrimas se mezclaron con las de la muchacha. La pena había llegado a fundir aquel corazón de hierro: Bathilda sintió al mismo tiempo el llanto y los besos de su adorado.
Llevaban apenas media hora juntos, cuando oyeron pasos que se acercaban a la puerta y el ruido de la llave en el cerrojo. Bathilda se estremeció y se abrazó frenéticamente a su esposo. Raoul adivinó el pensamiento atroz que atormentaba a su mujer y la tranquilizó. No podía ser todavía lo que ella pensaba; la ejecución estaba fijada para las ocho de la mañana, y no eran más que las once. Efectivamente, fue el señor de Launay el que apareció.
—Señor —dijo el gobernador—, tened la bondad de seguirme.
—¿Solo? —preguntó Harmental, abrazando a Bathilda.
—No, con vuestra esposa —respondió el gobernador.
—¿Has oído? ¡Juntos!, ¡juntos! —exclamó la muchacha—. ¡Vamos a donde quieran! Si ha de ser para los dos, ya no importa. Señor, ¡mostradnos el camino!
Raoul abrazó una vez más a su esposa, le dio un beso en la frente, y haciendo acopio de toda su altivez, siguió al señor de Launay, sin que en su cara se reflejase la terrible conmoción que indudablemente sentía.
Los tres atravesaron una serie de corredores alumbrados por la luz mortecina de algunos candiles. Luego bajaron los peldaños de una escalera de caracol y se encontraron ante la puerta de salida de uno de los torreones. Aquella salida daba al patio de recreo de los presos no incomunicados. En el patio aguardaba un coche enganchado a dos caballos; en la oscuridad se veían brillar las corazas de una docena de mosqueteros.
Una luz de esperanza se encendió en el corazón de los enamorados. Bathilda había pedido al regente que conmutase la pena de muerte por la de cadena perpetua; quizás el príncipe se había compadecido. El coche y la escolta los llevaría a alguna prisión del Estado. El señor de Launay hizo al cochero una seña para que se acercase y ofreció la mano a Bathilda para ayudarla a subir. La joven dudó un instante, volviéndose con inquietud para ver si Raoul la seguía. Al instante su marido estaba a su lado.
El coche arrancó y ambos esposos, rodeados por la escolta de mosqueteros, atravesaron un postigo, luego el puente levadizo. La comitiva se encontró fuera de la fortaleza.
Raoul y Bathilda se arrojaron uno en los brazos del otro. No había duda, el regente había perdonado la vida a Harmental y además consentía que su esposa compartiera el cautiverio. En su alegría, una idea triste cruzó por la mente de Bathilda; con la espontánea efusión de que solamente son capaces los seres que aman, un nombre afloró a sus labios: Buvat.
En aquel momento el coche se detuvo. El postillón asomó su cabeza por la portezuela.
—¿Qué quieres? —le preguntó Harmental.
—¡Diablos!, mi amo… quisiera que me digáis a dónde vamos.
—¡Cómo!, a dónde vamos… ¿Es que no te han dado órdenes?
—La orden era traeros al bosque de Vincennes, entre el castillo y Nogent-sur-Marne, ¡y aquí estamos!
—¿Y nuestra escolta? —preguntó el caballero—. ¿Qué ha sido de ella?
—¿Vuestra escolta? Nos ha dejado en la barrera del castillo.
—¡Dios mío! —exclamó Harmental, en tanto Bathilda, a quien la esperanza había cortado la respiración, unía las manos en una silenciosa súplica—. ¡Dios mío!… ¿Será posible?
El caballero se apeó de un salto y miró con avidez a su alrededor; después ayudó a descender a Bathilda y ambos dieron un grito en el que se mezclaba el agradecimiento y la alegría.
¡Eran tan libres como el aire que respiraban!
En un rasgo de humor el regente había ordenado que el exprisionero fuese llevado precisamente al lugar donde el caballero, creyendo raptar al duque, sólo consiguió secuestrar al bergante de Bourguignon.
Fue la única venganza que se tomó Felipe el Bondadoso.
Cuatro años después de estos acontecimientos, Buvat, que había sido repuesto en su trabajo de la Biblioteca y cobrado los atrasos, tenía la satisfacción de poner su mejor pluma en la mano de un precioso niño de tres años. Era el hijo de Raoul y Bathilda.
Los dos primeros nombres que el niño aprendió a escribir fueron los de Claire Gray y Albert de Rocher.
Pronto supo también escribir otro nombre: el de Felipe de Orléans, regente de Francia.