Capítulo XXVI
UANDO Bathilda abrió los ojos se encontró acostada en la habitación de la señorita Émilie Denis; Mirza estaba tumbada a los pies de la cama. Las dos hermanas se encontraban a cada lado de la cabecera, y Buvat, anonadado por el dolor, se había sentado en un rincón, con la cabeza entre las manos.
Al principio la joven no podía coordinar sus pensamientos; se llevó la mano a la sien herida.
Sorprendida al despertar de su doloroso sueño en una casa extraña, la muchacha dirigió una mirada de interrogación a las personas que la rodeaban; Mirza alargó su fino pescuezo en demanda de una caricia. Entonces Bathilda comenzó a recordar. El primer pensamiento que volvió a su mente fue el de su afán por llegar a tiempo de salvar a su amor. Por fin articuló unas palabras:
—¿Y él? ¿Dónde está?, ¿qué le ha ocurrido?
Nadie respondió; ninguna de las tres personas sabía qué decirle.
—Padrecito, ¿no os da lástima vuestra pobre Bathilda?
—¡Niña querida!… Si mi vida bastara… Tú vas a ser la que ahora no me querrás, y con razón, porque soy un miserable. ¡Debí adivinar que ese joven te amaba, y arriesgarme, sufrirlo todo, antes que…!
—¡Padrecito! ¡Procurad tan sólo saber lo que le ha ocurrido! ¡Por favor!
No era cosa fácil seguir la pista de Raoul, sobre todo para un investigador tan novel como Buvat. Se enteró por un vecino de que había partido, a lomos de un caballo gris que llevaba más de media hora atado a la verja de una ventana, y que había tomado por la calle de Gros-Chenet. Todas las noticias eran vagas e inciertas. De forma que, después de dos horas de búsqueda, Buvat volvió a casa de madame Denis, sin tener otra cosa que decir a Bathilda sino que Raoul se dirigió a alguna parte siguiendo los bulevares.
Buvat encontró a su pupila más agitada; la crisis prevista por el doctor se preparaba. Bathilda tenía los ojos febriles, el rostro enrojecido y no hablaba casi nada. Madame Denis había enviado otra vez por el médico.
La buena mujer no podía sospechar que el abate Brigaud pudiera estar mezclado en ningún tipo de conspiración; pero lo que acababa de oír, que su huésped no era un estudiante sino un guapo coronel, empezó a hacerla dudar.
En esto llegó el médico. Cuando vio a Bathilda puso mala cara.
La enferma parecía más calmada; una sangría le había hecho bien. Madame Denis había abandonado la habitación y Émilie velaba, sentada junto al fuego de la chimenea, leyendo un libro que había sacado del bolsillo. En la puerta resonaron unos golpes precipitados. Émilie comentó:
—Esa no es la voz del señor Raoul, es la del abate Brigaud.
Bathilda se estremeció: el abate hablaba en la habitación vecina y a la joven le pareció oír el nombre de Raoul; pensó que el abate traía noticias. Apoyó su oreja en el tabique y, como si su vida dependiese de ello, escuchó lo que decían.
Brigaud contaba a madame Denis lo que había pasado. Madame del Maine devolvió a todos los conspiradores la palabra empeñada y había sugerido a Malezieux y a Brigaud que huyeran. Ella se había retirado al Arsenal. Brigaud venía a decir adiós a sus amigos; pensaba huir a España.
En medio de su relato, el abate creyó que cuando contaba la catástrofe sufrida por Harmental, en la habitación contigua había resonado un grito; pero él ignoraba la presencia de Bathilda en la casa y apenas prestó atención.
Brigaud se despidió. Boniface se empeñó en acompañarle hasta la barrera que guardaba la entrada en la ciudad.
Cuando abrían la puerta que daba al descansillo, oyeron la voz del portero que trataba de impedir el paso a alguien. Bajaron para enterarse del motivo de la disputa y encontraron a Bathilda, con el pelo suelto, descalza y cubierta solamente por un blanco camisón, que intentaba salir a la calle, a pesar de los esfuerzos que el portero hacía para evitarlo. Su fiebre se había tornado en delirio, quería irse con Raoul, le llamaba a gritos, decía que morirían juntos. Las tres mujeres la cogieron en brazos. Súbitamente las fuerzas fallaron a la enajenada joven; su cabeza cayó hacia atrás y otra vez volvió a perder el conocimiento.
De nuevo se mandó aviso al médico. Lo que era de temer había sucedido: se había declarado la fiebre cerebral.
Toda la noche la pasó Bathilda en pleno delirio: hablaba con Raoul. De vez en cuando pronunciaba el nombre de Buvat, acusándole siempre de haber matado a su amor. El pobre hombre se acercaba al lecho, besaba la mano febril de su pupila que le miraba sin reconocerle, y se retiraba hecho un mar de lágrimas.
Buvat había tomado una resolución extrema. Iría a ver a Dubois, le contaría todo, y como recompensa, en lugar de sus atrasos, pediría el perdón para Harmental. Era lo menos que podían conceder a un hombre a quien el mismo regente había llamado «salvador de Francia».
Las agujas del pequeño reloj de pared señalaban las diez. Era la hora en la que Buvat solía encaminarse al Palacio Real para dedicarse a su malhadada labor de copista. Las amables palabras que el regente le dirigiera hacían pensar al buen hombre que se le dispensaría una buena acogida.
La ocasión no hubiera podido ser peor escogida. Dubois, que en los últimos días apenas si había podido descansar, sufría horriblemente por causa de la enfermedad que algunos años después había de llevarle a la tumba. Además, estaba de muy mal humor, porque sólo habían podido coger a Harmental. Precisamente acababa de ordenar a Leblanc y a Argenson que activasen el proceso todo lo que pudieran, cuando el mayordomo, que tenía la costumbre de ver llegar todos los días al copista, anunció al señor Buvat.
—¿Quién sois vos? —le preguntó Dubois como si nunca le hubiese visto.
—Monseñor, ¿no me reconocéis? Vengo a daros mi parabién por el descubrimiento de la conspiración.
—Ya recibo bastantes cumplidos, señor Buvat; gracias de todos modos.
—El caso es, monseñor, que yo venía a pediros una gracia.
—¡Una gracia! ¿Y a santo de qué?
—Pero, monseñor —dijo Buvat, balbuceando—, pero, monseñor, acordaos que me habíais prometido una recompensa.
—¡Una recompensa! Una recompensa, ¡a ti, pedazo de alcornoque!
—¿Es posible? ¡Si fue en este mismo gabinete dónde monseñor me dijo que tenía la fortuna en la punta de mis dedos!
—¡Pues bien! Hoy te digo que tienes tu vida en tus piernas, ¡porque si no desapareces de mi vista ahora mismo…!
Buvat no se lo hizo repetir. Pero a pesar de lo rápido que corría aún pudo oír a Dubois que ordenaba al mayordomo que lo matase a palos si volvía a presentarse en el Palacio Real.
El buen hombre decidió pasar por la oficina de la Biblioteca, siquiera para excusarse con el conservador y explicarle los motivos de su ausencia. Todavía le faltaba pasar por lo peor: al abrir la puerta de su oficina encontró a un desconocido sentado en su mesa. Buvat había perdido su trabajo por salvar a Francia.
Eran muchos los acontecimientos desgraciados como para poderlos resistir todos juntos. Buvat volvió a su casa tan enfermo casi como Bathilda.