Capítulo XIX
ERO la tierra, que para ellos había dejado de girar, seguía moviéndose para los demás; y los acontecimientos que debían volverlos a la cruda realidad en el momento más inesperado, seguían forjándose en silencio.
El duque de Richelieu había cumplido su promesa. El mariscal de Villeroy, que se había ausentado de las Tullerías por una semana, había sido reclamado por su esposa al cuarto día: la mariscala le decía en una carta que su presencia al lado del rey era más necesaria que nunca; el sarampión acababa de declararse en París y ya había contagiado a algunas personas del Palacio Real. No se hubiera podido encontrar mejor excusa.
Villeroy regresó inmediatamente; las muertes que tres o cuatro años antes habían afligido al reino fueron cargadas en la cuenta del sarampión, y el mariscal no quiso perder la ocasión de mostrar su vigilante celo. El mariscal, como ayo del rey que era, ostentaba el privilegio de no abandonar a este a no ser por orden del propio monarca, y de permanecer en su compañía, cualquiera que pudiese ser el visitante; esta disposición rezaba incluso con el regente. Villeroy ejercía una gran influencia sobre el niño-rey, habituado a temer a todos y que sólo confiaba en la amistad de Villeroy y del señor de Fréjus.
Los conspiradores convinieron aprovecharse de que el lunes, a causa de sus prolongadas «cenas» del domingo, el regente no solía visitar al rey. Ese día podían entregar las dos cartas de Felipe V al pequeño Luis XV, y al señor de Villeroy le sería fácil hacerle firmar la orden de convocatoria de los Estados Generales, que sería cursada y publicada en el acto, de modo que el regente se encontrase ante un hecho consumado.
El duque de Orléans seguía su vida acostumbrada, absorto en su trabajo, en sus estudios, en sus placeres y, sobre todo, en sus conflictos familiares. Tres de sus hijas le daban disgusto tras disgusto.
Madame de Berry vivía públicamente en compañía de Riom, con el que podía temerse que cualquier día se casara.
La señorita de Chartres, por su parte, seguía en sus trece: tenía que ser monja; no abandonaba el convento de Chelles, donde su padre iba a visitarla todos los miércoles.
La otra de las tres hijas que tantos quebraderos de cabeza le causaban era la señorita de Valois, que el regente sospechaba era la amante de Richelieu, sin tener pruebas concretas de ello, a pesar de que su policía estaba sobre la pista de los presuntos amancebados.
Y para colmo, tenía que soportar a Dubois, que de ningún modo abandonaba su idea de ser arzobispo. Se había convertido en una idea fija.
La sede de Cambrai había quedado vacante por la muerte en Roma del cardenal de la Trémoille. Era uno de los arzobispados más ricos de la Iglesia gala: representaba más de ciento cincuenta mil libras de renta. Dubois no le hacía ascos al dinero, de modo que era difícil adivinar si lo que le atraía era el honor de ostentar una sede arzobispal que había ocupado el ilustre Fénelon o simplemente los beneficios materiales anejos.
A la primera ocasión que se le presentó, Dubois volvió a poner el asunto del arzobispado sobre el tapete. El regente le desafió a que encontrase un prelado dispuesto a imponerle las sagradas órdenes.
—¿Es esta la única dificultad? —exclamó alegremente el futuro arzobispo—. No os preocupéis; tengo al que necesito.
—Imposible —opuso el regente, no creyendo que la bajeza cortesana pudiera llegar tan lejos.
—Lo vais a ver —insistió Dubois; y rápidamente abandonó el gabinete del duque.
Al cabo de unos instantes estaba de vuelta.
—¿Y bien? —le desafió el regente.
—Vuestro primer capellán en persona, monseñor. Ni más ni menos.
—¿Tressan?
—El mismo que viste y calza. Ahí le tenéis.
La puerta se abrió, y el lacayo anunció a monseñor el obispo de Nantes.
—Venid, monseñor —le invitó a pasar Dubois—. Su Alteza Real desea honrarnos a los dos; nombrándome a mí, como os he dicho, arzobispo de Cambrai, y escogiéndoos a vos para la consagración.
—Monseñor de Nantes —interpeló el regente a su capellán—, ¿es cierto que, bajo vuestra responsabilidad, estáis dispuesto a hacer de este abate un arzobispo? ¿Sabéis que es un simple tonsurado, que ni siquiera ha recibido el subdiaconado, ni el diaconado, para no hablar ya del sacerdocio?…
—¿Y eso qué importa? —le interrumpió Dubois—. Aquí tenéis a monseñor de Nantes que os puede decir cuántas órdenes se pueden conferir en un solo día.
—Pero no hay otro ejemplo de semejante escándalo.
—Sí lo hay: San Ambrosio.
—Tú no eres licenciado.
—Tengo la palabra de la universidad de Orléans.
—Te hacen falta testimonios, antecedentes.
—¿Y para qué está aquí Besons?
—Una certificación de buena conducta y costumbres…
—Me la firmará Noailles.
—¡Ah!, respecto a eso, te apuesto a que no.
—¡Bueno!, en ese caso, me la firmaréis vos.
—Os prevengo por adelantado que a la ceremonia de vuestra consagración faltará un invitado de gran importancia.
—¿Y quién será el guapo que se atreva a agraviarme de ese modo?
—¡Yo!
—¿Vos, monseñor? Vos estaréis en vuestra tribuna oficial.
—Os repito que no.
—Hasta el miércoles, señor de Tressan; hasta la ceremonia, monseñor.
Dubois salió contentísimo a comunicar a todos su nombramiento.
En un punto se equivocaba: el cardenal de Noailles se negó rotundamente a ser cómplice de aquella mascarada. Ni las amenazas ni los halagos sirvieron para decidirle a extender el certificado de buena conducta. Bien es verdad que fue el único que tuvo el valor de oponerse al escándalo que pondría en entredicho la santidad de la Iglesia de Francia.
El día señalado todo estaba a punto. Dubois fue consagrado.
El primer visitante que hizo su aparición en las habitaciones del nuevo arzobispo fue… ¡la Fillon!, que en su doble calidad de confidente de la policía y de alcahueta tenía entrada franca. Pese a la solemnidad del día los ujieres no se atrevieron a impedir el paso a la mujerzuela cuando dijo que la traían asuntos de la mayor importancia.
—¡Caramba! —exclamó Dubois al ver a su vieja amiga—, ¿qué es lo que os trae por aquí, buena pieza?
—Venía para haceros una revelación, pero pensándolo bien, prefiero callarme.
—Una revelación, ¿a propósito de qué? ¿Tiene algo que ver con España? —preguntó el novel arzobispo frunciendo el ceño.
—No se trata de política, sino de mujeres. Nada, compadre: una hermosa joven que quería presentarte; pero, puesto que te has hecho ermitaño, buenas tardes.
Y la Fillon se encaminó hacia la puerta.
—¡Ven acá! —la retuvo Dubois, dando por su parte cuatro pasos en dirección a su escritorio.
Tomó una bolsita que contenía cien luises y se la dio a la Fillon.
—Dos mil quinientas libras, me parece que es una bonita cantidad.
—Sí para un abate, no para un arzobispo.
—¡Pero desgraciada!, ¿es que no sabes hasta qué punto están empeñadas las finanzas del rey?
—¿Eso te preocupa, bribón? ¿Acaso no está aquí el señor Law, que volverá a llenar las arcas de millones?
—Bien está. Y resuelto el prólogo, dime ahora lo que de verdad te trae.
—Antes de que diga una sola palabra has de prometerme que a cierto amigo mío no hemos de tocarle ni un pelo de la ropa.
—¡Si es viejo amigo tuyo debe ser merecedor de que lo ahorquen cien veces!
—No digo que no, pero yo le debo favores; fue él quien me puso en camino para llegar a ser lo que soy.
—Bien, ¿qué quieres?
—Quiero la vida de mi capitán.
—La tendrás.
—¿Palabra de qué?
—¡Palabra de arzobispo!
—No me sirve.
—Palabra de Dubois.
—¡Eso está mejor! Y ahora, vamos al grano: mi capitán es el oficial más raído de todo el reino.
—La especie abunda. ¡Sigue!
—Se da el caso de que mi capitán, de un tiempo a esta parte, anda más rico que Creso. ¿Y qué moneda es la que tira a manos llenas?
—Lo supongo.
—¿Te imaginas de dónde viene?
—¡Sí, señor! Seguro que son doblones de España.
—Y de oro puro…, con la efigie de Carlos II…, doblones que valen cuarenta y ocho libras como un ochavo… y que brotan del bolsillo de mi querido capitán como de una fuente.
—¿Y desde cuándo ha comenzado a sudar oro tu capitán?
—Exactamente desde la antevíspera del día en que el regente hizo fracasar un intento de rapto en la calle de Bons-Enfants.
—Ya… ¿Y por qué has tardado tanto en venir a prevenirme?
—Porque primero había de explotar la mina; ahora los bolsillos del capitán comienzan a andar vacíos; es el momento propicio de enterarse en qué lugar los llenaba.
—Bien, madre Fillon… todos tenemos derecho a vivir, incluso tu capitán. Pero es necesario que me tengas informado de todos sus pasos.
—Día a día.
—¿Y de cuál de tus damiselas está enamorado?
—De la Normanda. Es la querida de su corazón.
—No olvides el trato; día a día he de saber lo que hace el capitán.
—Exactamente.
—¿Palabra de qué?
—Palabra de Fillon.
—¡Enhorabuena!
La Fillon se encaminó hacia la puerta; en el momento en que se disponía a salir, se cruzó con un lacayo.
—Monseñor, un hombre honrado pide hablar con Vuestra Eminencia. Es un empleado de la Biblioteca Real, que a ratos perdidos hace copias.
—¿Y qué quiere?
—Dice que haceros una revelación. Ha mencionado no sé qué relativo a España.
—Hacedle entrar. Y vos, comadre, entrad en ese gabinete.
—¿Para qué?
—Pudiera darse el caso de que nuestro escribiente y el capitán se conocieran.
La Fillon entró en el gabinete. Un instante después el lacayo abrió la puerta y anunció a Jean Buvat.