Capítulo VIII

LO que preocupaba al caballero era Bathilda, de la que tan mal había oído hablar al hijo de su patrona.

Al principio había sufrido una muy penosa impresión, como una sensación de asco. Pero luego, pensando en el asunto, le bastaron unos segundos para comprender que lo que Boniface insinuara era imposible.

Bathilda no podía ser ni la hija, ni la esposa, ni la querida del absurdo vecino, cuya sola visión había bastado para producir una reacción tan extraña en el naciente amor del caballero. Tenía que haber algún misterio en el nacimiento de la muchacha; estaba persuadido de que no era lo que parecía. Bathilda parecía estar muy por encima de la modesta posición a la que se veía forzada; seguramente era la víctima de un destino adverso, que la obligaba a vegetar en una esfera que no le correspondía.

El caballero concluyó que podía enamorarse de Bathilda, sin perder por ello nada de su propia estima.

Lo primero que hizo al entrar en su habitación fue dirigirse a la ventana y examinar la de su vecina: enfrente, los postigos aparecían abiertos de par en par.

Pasados unos instantes, Harmental abrió también su ventana. El ruido que produjo hizo que la perrita levantase la cabeza y, con las orejas enhiestas, procurase indagar quién era el inoportuno que turbaba su sueño.

El caballero sabía ya dos cosas importantes: una, el nombre de la joven, dulce y armonioso, perfectamente adaptado a la belleza de Bathilda. La otra, que la perra se llamaba Mirza, nombre que parecía tener cierto rango dentro de la aristocracia canina.

Puesto que no hay que despreciar ninguna ayuda cuando se quiere rendir un baluarte, Harmental decidió tomar contacto con la perra. Para ello, y con el acento más acariciador que pudo, llamó:

—¡Mirza!

La galguita levantó la cabeza con un gesto de sorpresa, clavó en el hombre sus inquietos ojillos, brillantes como dos carbunclos, y lanzó un sordo murmullo que podía pasar por gruñido.

Harmental volvió a la ventana llevando dos terrones de azúcar de un tamaño que hacía posible verlos desde lejos.

No se había equivocado: al primer terrón que le arrojaron, Mirza alargó perezosamente el cuello; luego, atrajo el terrón hacia sí con la pata, lo cogió con la boca, lo pasó de los caninos a los molares y comenzó a triturarlo con aire cansino. En cuanto terminó, pasó por el hocico una lengüecita roja; señal de que no se sentía totalmente indiferente a la atención que con ella había tenido Harmental. Aparte aquel leve síntoma, siguió en su postura de elegante morbidez… pero moviendo la cola.

Harmental, que conocía bien las costumbres de los King’s Charles dogs, raza favorita entre las más distinguidas damas de la época, comprendió perfectamente la buena disposición de Mirza; y no queriendo dar tiempo a que se enfriase, tiró el segundo terrón, procurando que cayese lo suficientemente lejos como para que la perra se viera obligada a abandonar el cojín para ir a cogerlo. Mirza permaneció unos instantes dudosa, pero su glotonería la llevó a levantarse e ir en su busca. En eso, un tercer terrón cayó cerca de la ventana, y la perra, siguiendo las leyes de la atracción, fue del segundo al tercero. Aquí terminó la liberalidad del caballero, que la llamó de nuevo pero en tono más imperativo que la primera vez; «¡¡Mirza!!», y le enseñó los otros terrones que tenía en la mano.

Mirza se levantó y apoyó sus patas en el marco de la ventana. Igual que si el caballero fuese un antiguo conocido, la perra comenzó a hacerle toda clase de carantoñas. ¡Mirza estaba conquistada!

Entonces le tocó a Raoul hacerse el desdeñoso; comenzó a hablarle para acostumbrarla a su voz. Al poco le tiró un cuarto terrón, sobre el que Mirza se lanzó rápidamente. Después volvió a la ventana sin necesidad de que Harmental tuviera que llamarla de nuevo.

El triunfo del caballero era completo. Tan completo, que aquel día Mirza no repitió la demostración de inteligencia perruna de la víspera; esta vez, cuando Bathilda entró en la habitación, la galguita siguió dedicando sus mejores gracias al vecino. Aquel inusitado comportamiento de la perra guió, como es natural, los ojos de Bathilda hacia la causa que lo determinaba. Su mirada tropezó con la del caballero. La muchacha enrojeció, el caballero saludó, y Bathilda, sin pensarlo mucho, devolvió el saludo.

La inmediata reacción de la muchacha fue ir a la ventana y cerrarla. Pero un sentimiento instintivo la detuvo; comprendió que sería dar demasiada importancia a algo que no la tenía. Al cabo de unos instantes, cuando se atrevió a mirar otra vez, vio que el que había cerrado su ventana era el vecino. Comprendió la discreción que implicaba el acto del joven, y este ganó algunos puntos en su opinión.

El caballero acababa de dar un golpe maestro; las dos ventanas, tan cercanas una de la otra, no podían permanecer abiertas a la vez. Había conseguido que siguiera abierta la de ella; podría verla ir y venir, trabajar… sería una gran distracción para él. Además, había dado un paso de gigante: ¡ella le había devuelto el saludo! Ya no eran extraños el uno para la otra.

Bathilda se sentó cerca de la abierta ventana con un libro en las manos. Mirza se acomodó en un taburete a los pies de su ama, pero sin perder de vista la casa vecina desde la que el inquilino le había arrojado azúcar tan generosamente.

Harmental se sentó en medio de la habitación, cogió sus pinturas, y gracias a una rendija de la cortina, pudo copiar el delicioso cuadro que se desplegaba ante sus ojos.

En un santiamén el caballero trazó un apunte de la cabeza de la joven, que resultó de un parecido perfecto. Por desgracia, los días eran todavía cortos, y Harmental pronto tuvo que dejar su artística labor.

Ya del todo oscurecido, llegó el abate Brigaud. Los dos hombres se envolvieron bien en sus capas y se dirigieron al Palacio Real. Iban a estudiar el terreno.

La casa que habitaba madame de Sabran estaba situada en el número 22, entre el hotel Roche-Guyon y el pasaje, llamado antaño del Palacio Real, porque era el único que comunicaba la calle de Bons-Enfants con la de Valois. El pasaje lo cerraban justamente a las once de la noche; así, quien salía después de esa hora de alguna casa de la calle de Valois, se veía obligado a dar un largo rodeo por la calle Neuve-des-Petits-Champs o por el patio de las Fuentes.

La casa en cuestión era un precioso hotelito construido a finales del siglo anterior por un negociante que había querido imitar a los grandes señores, y deseaba poseer como ellos su palacete privado. Era un edificio de tres pisos: planta baja, principal y buhardillas para los criados. El tejado, de pizarra, presentaba una ligera inclinación. Bajo las ventanas del piso principal, un saliente de tres o cuatro pies formaba una galería a lo largo de toda la fachada; verjas de hierro, de trabajo análogo al de la balaustrada del largo balcón, separaban las dos ventanas laterales de las tres del centro, impidiendo de este modo el paso de una habitación a otra. Dado que la calle de Valois se hallaba a ocho o diez pies por debajo del nivel de la de Bons-Enfants, por la parte de aquella calle la puerta y las ventanas del bajo daban a una terraza en la que habían plantado un jardincillo colgante, sin salida al exterior. La única puerta a la calle, tal como hemos indicado, era la que se abría a la de Bons-Enfants.

Nuestros conspiradores no podían desear nada mejor. Una vez que el regente hubiese entrado en la casa de la señora de Sabran, se encontraría atrapado como en una ratonera.

Además, en el barrio abundaban las casas de mala nota, frecuentadas por las gentes más sospechosas, y podía apostarse ciento contra uno a que nadie acudiría a los gritos, tan frecuentes en aquella calle, ya que nadie se inquietaba por ellos.

Después de efectuar aquella descubierta, y ultimados los restantes detalles, Harmental y Brigaud se separaron. El abate se dirigió al Arsenal para informar a madame del Maine de la buena disposición en que se encontraba Harmental. El caballero volvió a su buhardilla de la calle de Temps-Perdu.

Como ocurriera en la víspera, la habitación de Bathilda estaba iluminada. Solamente a la una de la madrugada se apagó la luz.

Al caballero le costó conciliar el sueño; cercano ya el amanecer, rendido por la fatiga, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Se despertó cuando alguien le sacudía con violencia por un brazo. Aún amodorrado, alargó la mano hacia la pistola que tenía encima de la mesilla de noche.

—¡Eh!, ¡eh! —exclamó el abate—. No tan aprisa, joven. ¡Mala peste de muchacho! ¡Vamos! ¡Abrid los ojos! ¿Me conocéis ahora?

—¡Ah!… —dijo Harmental riéndose—. Sois el cura. ¡Habéis hecho bien en despertarme! Soñaba que me habían arrestado. ¿Es que hay algo nuevo?

—Si lo hubiese, ¿cómo lo tomaríais?

—Encantado.

—¡Pues bien! Leed y dad gracias a Dios por tener lo que deseáis —diciendo esto, el abate sacó un papel del bolsillo y se lo tendió al caballero.

Harmental cogió el papel, lo desdobló, con la misma calma que si fuera una cosa sin importancia, y comenzó a leer a media voz:

«Parte del 27 de marzo a las dos de la madrugada.

»Esta noche, a las diez horas, el regente ha recibido un correo de Londres que anuncia, para mañana, la llegada del abate Dubois. Casualmente el regente cenaba en casa de la señora de Sabran, de modo que la misiva le ha podido ser entregada a pesar de lo avanzado de la hora. El regente ha ordenado que el consejo se reúna hoy a mediodía.

»A las tres, el príncipe irá a las Tullerías para saludar a Su Majestad, al que ha pedido una audiencia privada, pues ya empieza a hablarse de la testarudez con que el marqués de Villeroy procura estar siempre presente en todas las entrevistas del regente con el rey.

»A las seis el regente, el caballero de Simiane y el caballero de Ravanne cenarán con la señora de Sabran».

—¡Vaya, vaya…! —murmuró Harmental.

—¡Y bien! ¿Qué pensáis de este parrafito?

El caballero saltó de la cama, se puso el batín, sacó de un cajón de la cómoda una cinta escarlata, cogió un martillo y un clavo, abrió la ventana y después de echar un vistazo al exterior, clavó la cinta en la pared de la casa.

—Esta es mi respuesta —dijo Harmental.

—Y, ¿qué diablos quiere decir?

—Quiere decir que podéis anunciar a la duquesa del Maine que esta tarde espero poder cumplir la promesa que le hice. Y ahora, idos, mi querido abate, y no volváis hasta dentro de dos horas, pues espero a alguien que es mejor que no os vea.

El abate cogió su sombrero y salió a toda prisa.

Veinte minutos después, el capitán Roquefinnette se presentaba.

Sobre las ocho de la tarde de aquel día, que era domingo, un grupo de gente bastante numeroso se aglomeraba en torno de un cantante callejero que hacía maravillas tocando los platillos con las rodillas y el tambor con las manos; los papanatas ocupaban casi completamente la entrada de la calle de Valois. Un mosquetero y dos soldados de caballería ligera habían bajado por la escalinata trasera del Palacio Real y se dirigían hacia el pasaje del Lycée. Cuando vieron la cantidad de gente que les bloqueaba el camino se detuvieron y pareció que celebraban un pequeño consejo de guerra. El mosquetero fue el primero en iniciar una maniobra de diversión: se dirigió, seguido por sus dos acompañantes, hacia la plaza de Fontaines, dobló la esquina de la calle de Bons-Enfants y siempre a paso ligero, a pesar de su corpulencia, llegó ante el número 2, cuya puerta se abrió como por ensalmo y volvió a cerrarse, inmediatamente después de que los tres militares hubieron penetrado en la casa.

Un hombre de aspecto joven, que vestía un traje de color parduzco, se envolvía en una capa del mismo tono y se tocaba con un sombrero calado hasta los ojos, se separó del grupo que rodeaba al músico, y tarareando la Balada de los ahorcados se acercó al pasaje del Lycée; llegó a la entrada del mismo a tiempo de ver cómo penetraban en el 22 los tres ilustres expedicionarios.

El de marrón echó una mirada a su alrededor y pudo notar que un carbonero grandote, con la cara manchada de hollín, estaba parado como un guardacantón[10] frente al palacete de la Roche-Guyon, sobre uno de cuyos poyos había dejado su saco. Por un instante pareció que el desconocido iba a acercarse al carbonero; este se echó el saco al hombro y empezó a andar; casualmente también cantaba la Balada de los ahorcados: «¡Veinticuatro, veinticuatro, veinticuatro!». Al oírlo el otro, ya no dudó y se dirigió a él sin vacilar:

—¡Bien!, capitán, ¿los habéis visto? —preguntó el hombre de la capa.

—Igual que os estoy viendo a vos, coronel; un mosquetero y dos de caballería ligera, pero no los he podido reconocer; aunque creo que uno de ellos era el regente. ¿Están preparados los nuestros?

—¿Cómo queréis que lo sepa, capitán?… A vuestros bravos yo no los conozco más que ellos a mí. Cuando me he escabullido de entre el grupo yo cantaba la tonada que nos sirve de contraseña; pero ¿me habrán oído?, ¿me habrán entendido? Que me maten si lo sé.

—Estad tranquilo, coronel: son gentes a las que les basta media palabra y que oyen lo que se canta a media voz.

Delante del saltimbanqui sólo seguían diez o doce mujeres, algunos niños y un burgués de edad madura, que viendo que iba a comenzar la colecta, se marchó también, con un aire que demostraba el desdén que sentía por las canciones de moda.

Casi en el mismo instante, el hombre de la capa que antes se alejara del grupo canturreando su estribillo: «¡Veinticuatro!, ¡veinticuatro!, ¡veinticuatro!», volvió a acercarse e interpeló al cantor ambulante:

—Amigo mío —le dijo—, mi mujer está enferma y tu música le impide dormir. Si ningún motivo especial te hace estar aquí, vete a la plaza del Palacio Real. Toma un escudo por la molestia.

—Gracias, «monseñor» —respondió el buen hombre, que midió la condición social del desconocido a tenor de la generosidad de que acababa de dar prueba—, me voy al instante. Si tenéis algún encargo que hacerme para la calle de Mouffetard…

Sonaron las nueve en el reloj del Palacio. El joven de la capa consultó su reloj, y viendo que adelantaba, lo puso en hora. Después se volvió hacia el patio de las Fuentes, desapareciendo en las sombras de la calle de Bons-Enfants.

Al llegar frente al número 24 se encontró de nuevo con el carbonero, al que preguntó.

—¿Y el coche?

—Aguarda en la esquina de la calle Baillif.

—¿Habéis tenido la precaución de envolver con trapos las ruedas y los cascos de los caballos?

—Sí.

—¡Muy bien! Esperemos entonces.

Transcurrió una hora, durante la cual pasaron algunos transeúntes retrasados, a intervalos cada vez más largos, hasta que al fin la calle acabó por quedar casi desierta.

Otra hora transcurrió. Se escucharon los pasos de la ronda por la calle de Valois, y después, un ruido de llaves y cerrojos: el guardián del pasaje cerraba la verja.

—¡Bien! —murmuró el hombre de la capa—, ahora estamos seguros de no ser estorbados por nadie.

—Sí —respondió el carbonero—, siempre y cuando el regente salga antes del amanecer.

—¡Diablos!, tenéis razón; no lo había pensado, capitán. Por lo demás, ¿no habéis olvidado nada?

—Nada.

—De modo que ya sabéis: vos y vuestra gente os fingiréis ebrios, me empujaréis, yo caeré entre el regente y aquel de los dos al que dé el brazo, de forma que queden separados; entonces vos os ocupáis del príncipe, lo amordazáis, y damos un silbido para que acuda el coche, mientras que con vuestras pistolas mantenemos a distancia a Simiane y a Ravanne.

—Pero ¿y si grita? —observó el carbonero.

—¿Si grita? —murmuró el hombre de la capa en voz baja—. En una conspiración no pueden hacerse las cosas a medias; si pide auxilio dando su nombre, ¡lo matáis!

En aquel instante una luz que venía del fondo de la casa iluminó las ventanas del centro.

—¡Vaya!, ya empiezan a moverse —dijeron a la vez los dos hombres.

Precisamente entonces se escucharon los pasos inoportunos de alguien que venía por la calle de Saint-Honoré; el carbonero masculló entre dientes una blasfemia capaz de hacer temblar al cielo.

El nuevo personaje seguía acercándose; pero ya fuese por la oscuridad, o porque hubiese visto algo sospechoso, era evidente que experimentaba cierto temor; se puso a cantar, seguramente para darse ánimos, pero a medida que iba acercándose, su voz temblaba más y más en tanto modulaba una tonada, muy apropiada a las circunstancias del momento.

Dejadme pasar,

Dejadme…

De repente, interrumpió su cántico; gracias a la luz que salía de la ventana, había distinguido a los dos conjurados que se disimulaban al fondo de una puerta cochera. El pobre hombre sintió que las piernas y la voz le fallaban al tiempo. En aquel momento una sombra se acercó a la ventana; el carbonero, pensando que un grito de alarma del viandante podía echarlo todo a rodar, mostró su intención de abalanzarse sobre el transeúnte, pero el hombre de la capa lo retuvo.

—Capitán, no hagáis daño a ese hombre. —Después, acercándose al viandante, prosiguió—: Seguid, amigo, pero hacedlo presto y no miréis hacia atrás.

El cantor no se hizo repetir la orden y continuó todo lo aprisa que se lo permitían sus piernas.

—Ya era tiempo —murmuró el carbonero—; están abriendo la ventana.

Los conspiradores volvieron a sumergirse en la sombra.

—¡Bien va! —dijo desde el fondo de la habitación una voz que los dos hombres reconocieron como la del regente—. Bien, Simiane, ¿qué tal tiempo hace?

—Creó que nieva —contestó una voz de borracho.

—Pero ¡cómo va a nevar! No digas tonterías…

—¡Ven acá!, ¡y mira, idiota! ¿Es que tus ojos no ven? —dijo Ravanne asomándose a su vez al balcón.

—La verdad, no distingo bien si cae algo o no cae —continuó Simiane.

—Lo que pasa es que estáis borracho —dijo el regente.

—¡Ah!, ¿sí?… ¿borracho yo? —protestó Simiane—. ¡Pues bien! Os apuesto cien luises a que, por muy regente de Francia que seáis, no sois capaz de imitar lo que haré yo.

—Ya lo habéis oído, monseñor; es un reto —se escuchó una voz de mujer desde el interior de la habitación.

—Y como tal lo acepto. ¡Van cien luises!

—Yo juego la mitad a favor del que quiera —dijo Ravanne.

—¡Y bien! Simiane… ¿de qué se trata?

—Allá voy. ¿Me seguiréis?

—¡Por todos los diablos!, ¿a dónde?

—Al Palacio Real…

—¡Mira qué gracia!

—… pero por los tejados.

Y Simiane, asiéndose a los barrotes de hierro de la fachada, inició la escalada.

El regente comenzó a trepar detrás de Simiane, que, ágil y delgado como era, llegó en un instante a la terraza.

—Espero que por lo menos vos, Ravanne, no despreciéis mi compañía —dijo la marquesa.

—Perdonad, señora… soy el fiel custodio de monseñor y debo seguirlo.

Al ver que la presa se les escapaba, los dos hombres que esperaban no pudieron reprimir un grito de decepción que resonó en toda la calle.

—¿Eh?, ¿qué es esto? —exclamó Simiane, que habiendo dado fin a su ejercicio gimnástico podía atender mejor a lo que ocurría en derredor.

—¡Borrego, cállate! —gritó el regente—, ¿no ves que es la ronda? ¡Vas a conseguir que esta noche durmamos en el cuerpo de guardia! ¡Si nos arrestan, prometo que te dejo pudrir en el calabozo!

—No, monseñor, no es la ronda; ved que no llevan ni bayoneta ni correaje —replicó Simiane.

—¿Quién puede ser entonces? —preguntó el regente.

—No os preocupéis, monseñor —le tranquilizó Simiane, que al mismo tiempo hacía un signo de inteligencia a Ravanne—, yo continúo mi escalada, ¡seguidme si podéis!

Simiane siguió izándose hacia el tejado, tirando a la vez del regente, a quien al mismo tiempo empujaba Ravanne por el ilustre trasero.

No habiendo ya dudas sobre cuáles eran las intenciones de los alpinistas, el carbonero lanzó una maldición y el hombre de la capa un grito de rabia.

—¿Qué pasa ahí abajo? —exclamó el regente, poniéndose a horcajadas sobre el tejado y mirando a la calle, donde se veían rebullir ocho o diez hombres en la mancha de luz proyectada por las ventanas del salón, que habían quedado abiertas—. ¿Qué ocurre? ¿Un pequeño complot?

—Nada de bromas ahora, monseñor —le suplicó Simiane—, vamos a bajar.

El embozado de traje oscuro exclamó a gritos:

—Dad la vuelta por la calle de Saint-Honoré, ¡rápido, rápido!

—¿Y luego…?

—Esperemos que lleguen al suelo, y ¡quiera el diablo que se rompan la crisma! La providencia es injusta, o nos ha querido jugar una broma. ¡Vamos!, seguidme —prosiguió el hombre de la capa, lanzándose hacia el pasaje—. Derribemos la barrera y los cogeremos al otro lado cuando bajen.

—Vamos, vamos, monseñor… Tocan a retirada —apremió Simiane—. No es muy airoso, pero es seguro.

—Por aquí, por aquí —dijo una voz de mujer en el momento en que Simiane, seguido de los otros dos, saltaba por encima del antepecho de la terraza y se disponía a descender por la escalera de hierro.

—¡Ah!, ¡sois vos, marquesa! A fe mía, sois una mujer de valor…

—Saltad por aquí y bajad aprisa.

Los tres fugitivos saltaron desde la terraza a la habitación.

—¿Preferís quedaros aquí? —preguntó la señora de Sabran.

—No, no —respondió el regente—, con los arrestos que traen, temo que iban a tomar la casa por asalto, y a vos, marquesa, os tratarían como a plaza conquistada; más vale que procuremos llegar al Palacio Real.

Bajaron rápidamente la escalera, con Ravanne en vanguardia, y abrieron la puerta del jardín. A ellos llegaba el ruido que armaban sus perseguidores al intentar forzar la verja de hierro.

—¡Alerta!, monseñor —gritó Simiane, que gracias a su elevada estatura había saltado a tierra, dejándose colgar de los brazos—, ahí vienen, por la calle Valois. Poned el pie en mis hombros… bien va; ahora el otro… Dejaos ir, yo os sostendré en mis brazos. ¡Vive Dios!, ya estáis a salvo.

—¡Sacad la espada! ¡Vamos amigos…! Carguemos contra la chusma —gritaba entusiasmado el regente.

—¡Santo Dios!, ¡qué locura, monseñor!… ¡A mí, Ravanne!, ¡ayudadme!

Los dos jóvenes asieron al duque, cada uno por un brazo, y lo metieron, casi a rastras, por una de las entradas del Palacio Real que siempre permanecía abierta. Toda la banda vino a dar de cabeza contra la verja, en el momento en que los tres señores cerraban tras ellos.

La triple carcajada con que los fugitivos se despidieron acabó de avergonzar a los conspiradores, que quedaron con un palmo de narices, al frente de la sofocada tropa.

—¡Ese maldito debe de haber hecho un pacto con el diablo! —comentó Harmental, cuyo tono de voz traslucía un atisbo de admiración.

—Hemos perdido la partida, amigos —dijo Roquefinnette, dirigiéndose a los hombres que esperaban sus órdenes—, pero no os preocupéis; ha sido sólo el primer asalto. Buenas noches; mañana os veré.

—¿Y bien, coronel? —consultó Roquefinnette, con las piernas separadas y fijando la mirada en los ojos de Harmental.

—¡Y bien, capitán! —respondió el caballero—. Voy a deciros una cosa: cuando se fracasa es que las cosas no se han hecho como debían. ¿Qué vamos a decirle ahora a madame del Maine?

—¡Vaya! —le interrumpió Roquefinnette—. ¿Es por esa rata sabia por la que os inquietáis? ¡Vamos, coronel!…, haced caso a un viejo zorro; para ser un buen conquistador es necesario, sobre todo, lo que vos tenéis: valor; pero también hace falta lo que no poseéis: paciencia. ¡Diablos!, si yo fuese el director de todo este cotarro, lo llevaría a mi manera, y os aseguro que todo saldría bien. Si consintierais que yo tomase la sartén por el mango… Pero, bueno; ya hablaremos de eso.

—Y si estuvierais en mi lugar, ¿qué diríais a la duquesa?

—¿Qué le diría? Pues eso: «Princesa, seguramente monseñor ha sido prevenido por su policía; el asunto no ha salido tal como pensábamos, y nos las hemos tenido que entender con unos bellacos que nos han dado esquinazo, etcétera».

—Sí, ciertamente, eso es lo que diría otro; pero yo, ¡qué queréis, capitán!… tengo una ideas muy tontas, y además no sé mentir.

—El que no sabe mentir está listo —comentó el capitán—. Pero ¿qué ven mis ojos? ¡Las bayonetas de la ronda! ¡Oh, eficaz institución!… Nunca faltas a tus tradiciónes: siempre presente cuando el nublado pasó. Pero no importa; hemos de separarnos. Adiós, coronel; cada uno a su olivo, pero despacio, pasito a paso, para que no se den cuenta de que tenéis unas ganas locas de echar a correr como alma que lleva el diablo.

Y mientras Harmental se metía por el pasaje, el capitán siguió por la calle de Valois, al mismo paso que la ronda, a la que sacaba cien pasos de delantera, mientras cantaba con el aire más indiferente del mundo:

Tenons bien la campagne,

La France ne vaut rien,

Et les doublons d’Espagne

Sont d’un or tris chrétien[11].

El caballero volvió al lugar donde había quedado apostado el coche, que, siguiendo sus instrucciones, aguardaba con la portezuela abierta y el cochero en el pescante.

—Al Arsenal —ordenó el caballero.

—Es inútil —le respondió desde el interior una voz que hizo estremecer a Raoul—, ya he visto lo que ha pasado, e informaré debidamente; una visita a esta hora sería peligrosa.

—¡Ah!, sois vos, abate —dijo Harmental, que había reconocido a Brigaud bajo la librea que le servía de disfraz—. ¡Que el diablo me lleve si sé qué explicación puedo dar!

—Pues yo sí sé; y también sé decir que sois un valiente y leal gentilhombre, de los que si hubiera diez parejos en Francia, otro gallo nos cantara. Subid deprisa; ¿a dónde queréis que os lleve?

Harmental montó en el coche, y el abate, disfrazado de lacayo, se acomodó a su lado, sin hacer caso a la humildad de su traje.

—Vamos a la esquina de la calle Gros-Chenet con la de Cléry —ordenó el abate al cochero.

El coche arrancó y siguió su ruta, sin que las acolchadas ruedas hicieran el menor ruido.