Capítulo XXV
ARMENTAL, como sabemos, había partido al galope. Siguiendo los bulevares llegó hasta la puerta de Saint-Martin, donde torció a la izquierda; al instante se encontraba en el mercado de los caballos.
Pero, tal como había indicado el malogrado capitán, ninguna señal permitía distinguir a los hombres de su cuadrilla, vestidos como iban igual que los demás, y que, por otra parte, no se conocían unos a otros. Harmental buscó desesperadamente, pero todos los rostros eran iguales para él. La situación era desoladora: el caballero tenía al alcance de su mano todos los medios para llevar a feliz término su misión; pero al matar al capitán, había perdido el hilo conductor.
En medio de sus apuros oyó que daban las cinco. De ocho a nueve el regente debía volver de Chelles. No había un minuto que perder.
Harmental era hombre de soluciones rápidas. Dio una última vuelta por el mercado, y convencido de que nunca llegaría a distinguir a sus hombres entre tanto rostro inexpresivo, puso su caballo al galope, siguió otra vez por los bulevares, llegó al arrabal de Saint-Antoine, se apeó ante la casa número 15, subió en cuatro trancos hasta el quinto piso, abrió la puerta de la buhardilla y se encontró cara a cara con madame del Maine, el conde de Laval, Pompadour, Valef, Malezieux y Brigaud.
Todos dejaron escapar un grito de sorpresa al verle.
El caballero contó lo que había ocurrido, y pidió ayuda a Pompadour, Valef y Laval. Los tres se pusieron en el acto a su disposición; irían con él hasta el final del mundo y le obedecerían en todo.
Nada estaba perdido todavía. Cuatro hombres resueltos podían reemplazar muy bien a diez o doce vagabundos mercenarios. Los caballos estaban en la cuadra y cada uno de los cuatro iba armado.
Avranches estaba allí; podían contar con otro hombre abnegado. Se mandó por antifaces de tela negra, para ocultar al regente el rostro de los raptores. Se acordó que el punto de reunión sería Saint-Mandé y cada uno partió por su lado, para no despertar sospechas. Una hora después los cinco hombres volvían a reunirse y se emboscaban en el camino de Chelles, entre Vincennes y Nogent-sur-Marne. En aquel momento daban las seis y media en el reloj del castillo.
Avranches se había informado de que el regente pasó a las tres y media camino de Chelles, sin que ninguna guardia lo escoltase. Iba en un coche de caballos con tiro a la Daumont: dos jinetes y un postillón.
A las ocho y media la noche había cerrado por completo. El natural nerviosismo de los conjurados había dado paso a la impaciencia.
A las nueve creyeron oír un ruido. Avranches se echó de bruces en el suelo y pegó su oreja al terreno; así llegó a él, muy claramente, el ruido de las rodadas de un coche. Al instante surgió, a unos mil pasos de distancia, el brillo de una luz parecida a una estrella. Los conjurados sintieron un estremecimiento: seguramente era la antorcha del postillón. Unos segundos después ya no había duda: el coche, con sus dos linternas, era perfectamente visible. Harmental, Pompadour, Valef y Laval cambiaron un último apretón de manos, se cubrieron los rostros con los antifaces y cada uno ocupó el lugar que tenía asignado.
Harmental comprobó la posición de cada uno de sus compañeros; Avranches estaba en el camino, haciéndose el borracho; Laval y Pompadour a cada lado de la calzada, y Valef, en medio de ella, verificaba que las pistolas salían fácilmente de sus fundas.
El coche seguía avanzando. El postillón había rebasado a Pompadour y a Laval, cuando tropezó con Avranches, el cual, enderezándose súbitamente, asió de la brida al caballo, arrancó la antorcha de manos del jinete y la apagó. A la vista de esto, los dos conductores intentaron virar en redondo; pero ya era tarde. Pompadour y Laval se habían lanzado sobre el coche y mantenían a los jinetes bajo la amenaza de sus pistolas, mientras Harmental y Valef se acercaban a las portezuelas, apagaban las linternas, y hacían comprender al regente que si no quería morir, debía abandonar toda veleidad de resistencia.
Contra lo que esperaba Harmental, que conocía la valentía del regente, este se limitó a decir:
—Está bien, señores… No me hagáis daño. Iré donde queráis.
Harmental y Valef dirigieron su mirada hacia la carretera y vieron que Pompadour y Avranches perseguían a los dos jinetes. Raoul abandonó su caballo y montó en el delantero del tiro, Laval y Valef se colocaron a cada lado del carruaje, y la comitiva partió al galope tomando la ruta que llevaba a Charenton.
Pero llegados al final de la alameda, Harmental encontró el primer obstáculo; la barrera, por casualidad o de modo premeditado, estaba cerrada. Era preciso abandonar aquel camino y tomar otro.
La nueva avenida que seguían conducía a una plazoleta desde la que arrancaba otro camino que llegaba derecho a Charenton. No había tiempo que perder; era preciso atravesar la plazoleta. Por un instante Harmental creyó distinguir unas sombras que se movían en la oscuridad, pero al momento aquella visión desapareció como por ensalmo y el coche prosiguió su ruta sin impedimentos.
Llegados a la encrucijada, Harmental se dio cuenta de algo muy extraño: una especie de vallas cerraban todos los caminos que de ella salían. Era evidente que algo grave ocurría. Harmental paró el coche, quiso dar marcha atrás y retroceder por donde habían venido, pero una valla igual a las otras se había cerrado detrás de él. En el mismo instante se dejaron oír las voces de Laval y de Valef.
—¡Estamos rodeados! ¡Sálvese quién pueda!
Ambos abandonaron el carruaje, hicieron saltar a sus caballos por encima de las barreras, y se perdieron en la oscuridad. No pudo hacerlo así Harmental, que montaba un caballo de tiro. Viendo que era el único recurso que le quedaba, clavó con furia las espuelas en los ijares del caballo, y se abalanzó, con la cabeza baja y una pistola en cada mano, dispuesto a embestir contra la barrera más próxima. Pero apenas había recorrido diez pasos cuando una bala de mosquetón alcanzó a su caballo en la cabeza, y el corcel cayó derribado, arrastrando a Harmental, que quedó con una pierna apresada bajo el cuerpo de su montura.
De la oscuridad surgieron ocho o diez caballeros, echaron pie a tierra y se arrojaron sobre Harmental; dos mosqueteros le asieron por los brazos y otros cuatro le sacaron de debajo del caballo. El pretendido regente bajó del coche; era un criado disfrazado con ropas de su amo. Su puesto fue ocupado por Harmental; dos oficiales tomaron asiento a su lado. Otro caballo fue enganchado, y el coche se puso de nuevo en marcha, escoltado por un escuadrón de mosqueteros. Un cuarto de hora después, las ruedas del carruaje hacían retemblar las maderas de un puente levadizo; una pesada puerta giraba en sus goznes, y Harmental se encontró en una galería sombría, al final de la cual esperaba un oficial que llevaba las charretas de coronel.
Era el señor de Launay, gobernador de la Bastilla.
Si nuestros lectores desean saber cómo se había descubierto el complot, bastará que recuerden la conversación que Dubois mantuvo con la Fillon. La comadre sospechaba que Roquefinnette se hallaba mezclado en algún negocio turbio y había confiado sus recelos al ministro, a condición de que se dejase con vida a su capitán. Pocos días después había visto a Harmental en su casa. Subió tras él y desde la habitación vecina a la del malogrado capitán, mediante el simple ardid de un agujero en el tabique, pudo oír todo lo que el caballero había hablado.