Capítulo XXII

ERAN las dos de la tarde del día que tan aciago fue para el mariscal de Villeroy. Harmental aprovechaba la ausencia de Buvat, al que todos creían en la Biblioteca; arrodillado a los pies de Bathilda, repetía por milésima vez que la quería y que no amaría a nadie más que a ella. Nanette interrumpió a los tórtolos para avisar a Raoul de que alguien le esperaba en su casa para un asunto de importancia. Harmental se acercó a la ventana y vio que el abate Brigaud se paseaba como una fiera enjaulada. El caballero tranquilizó con una sonrisa a Bathilda y volvió a su alojamiento.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Harmental.

—¿Es que no os habéis enterado?

—No sé nada; absolutamente nada. Contádmelo, ¿qué ha pasado? A juzgar por vuestra cara es algo grave…

—¿Grave? ¡Dios mío! ¡Casi nada! Hemos sido traicionados. Han arrestado al mariscal de Villeroy esta mañana en Versalles, y las dos cartas de Felipe V se encuentran en poder del regente.

—¿Qué decís, abate?… ¿Queréis repetirlo? ¿Es que estoy atontado, o que no oigo bien?

El abate volvió a reiterar, palabra por palabra, la triple noticia.

Harmental escuchó el triste relato de Brigaud, de cabo a rabo, y comprendió que la situación había llegado a un punto crítico.

—¿Eso es todo? —preguntó con una voz en la que no se percibía la menor alteración.

—Por el momento es todo —respondió el abate.

—¿Y cuál es vuestra opinión?

—Que el juego se enreda, pero que la partida no está perdida. El mariscal de Villeroy no era un elemento clave de la conspiración. El único que resulta implicado es el príncipe de Cellamare; pero este, gracias a su condición de diplomático, no tiene nada que temer.

—¿Quién os ha dado la noticia?

—Valef, que lo sabía por el señor del Maine.

—¡Bien! Es necesario que veamos a Valef.

—Le he citado en vuestra casa.

—¡Raoul! ¡Raoul! —gritaba en aquel momento una voz en la escalera.

—Aquí lo tenemos —dijo Harmental, descorriendo el cerrojo de la puerta y haciendo entrar al recién llegado.

—Gracias, querido amigo —saludó el barón de Valef—, ya pensaba que Brigaud se había equivocado de dirección, y me disponía a volver por donde había venido. ¡Y bien!, supongo que sabéis que la conspiración se ha ido al diablo.

—¿Qué decís, barón? —exclamó Brigaud.

—Como lo oís. Incluso temí no poder venir yo personalmente a daros la noticia. Estaba con el príncipe de Cellamare cuando vinieron a llevarse sus papeles.

—¿Se llevaron los papeles del príncipe?

—Todos, excepto los que habíamos podido quemar, que desgraciadamente eran pocos. Todos los demás, Dubois en persona cargó con ellos.

—¿Dubois ha ido a casa del embajador?

—El mismo que viste y calza. Estábamos el príncipe y yo hablando tranquilamente de nuestros asuntillos, mientras revisábamos los papeles de una arquilla, quemando este, guardando aquel, cuando el ayuda de cámara ha entrado y nos ha avisado que una compañía de mosqueteros tenía rodeada la casa, y Dubois y Leblanc querían hablar con el embajador. El príncipe vació en la chimenea el contenido entero de la arquilla; me hizo pasar a un gabinete excusado; tuve el tiempo justo de esconderme antes de que Dubois y Leblanc penetraran en la habitación en busca de Cellamare; este, para dar tiempo a que se quemaran los papeles, se colocó frente a la chimenea, procurando ocultar la hoguera con los faldones de la bata de casa que vestía.

»—Monseñor —saludó el príncipe—, ¿puedo saber a qué debo la buena fortuna de vuestra visita?

»—¡Bah!, una tontería —contestó Dubois—. Simplemente, que Leblanc y yo queremos oler vuestros papeles. De los cuales, estas dos cartas del rey Felipe V nos han hecho llegar el aroma».

—¿Y qué contestó el príncipe? —preguntó Harmental.

—Quiso alzar la voz, evocó el derecho de gentes… Pero Dubois, a quien no le faltan dotes de buen dialéctico, le ha hecho notar que si alguien había violado el derecho de gentes era él mismo, al encubrir una conspiración abusando de sus privilegios diplomáticos. Entre tanto, Leblanc, sin encomendarse a Dios ni al diablo, andaba ya huroneando en los cajones del escritorio; Dubois hacía lo mismo en los demás muebles. Para colmo de desgracias, Dubois dirigió en aquel momento la mirada hacia el fuego y se dio cuenta de que entre las cenizas aparecía un papel todavía intacto; se lanzó sobre él y logró rescatarlo en el momento en que las llamas iban a empezar a quemarlo. No sé lo que contenía aquel papel; pero sí sé que Cellamare se ha puesto pálido como un muerto.

»—Puesto que hemos encontrado casi todo lo que deseábamos —ha dicho Dubois— y no tenemos tiempo que perder, ahora precintaremos vuestra casa.

»—¡Sellos en mi casa! —ha protestado el embajador. Leblanc tomó de una bolsa algunas tiras de papel, el lacre y los sellos, y comenzó la operación de precintado. Primero, el escritorio y el armario. Una vez puestos los sellos en esos dos muebles, avanzó hacia la puerta del gabinete donde yo me encontraba encerrado.

»—Señores —dijo Dubois a dos mosqueteros que en aquel momento aparecieron—, aquí tenéis al señor embajador de España, al que acuso de alta traición contra el Estado; tened la bondad de acompañarle al coche que le espera y de conducirle al lugar que ya sabéis. Si opone resistencia, llamad a ocho hombres para que os ayuden».

—¿Y qué hizo el príncipe? —preguntó Brigaud.

—El príncipe siguió a los dos oficiales, y cinco minutos después, yo me encontraba encerrado y bajo sellos.

—¡Pobre barón! —exclamó Harmental—. Pero ¿cómo diablos os las habéis arreglado para escapar?

—¡Ahora viene lo bueno! Dubois llamó al ayuda de cámara del príncipe y le preguntó:

«—¿Cómo os llamáis?

»—Lapierre, monseñor, para serviros —respondió el criado, temblando como un azogado.

»—Querido Leblanc; explicad, os lo ruego, al señor Lapierre cuál es el castigo para los que quebrantan un sello.

»—Galeras —respondió Leblanc en el tono amable que le conocéis.

»—Mi querido señor Lapierre —continuó Dubois, más dulce que la miel—, si tocáis aunque sea con la punta de los dedos una de esas tiritas de papel, o uno de esos sellos, estáis listo. Si por el contrario queréis ganar cien luises, custodiad fielmente los sellos que acabamos de poner, y dentro de tres días recibiréis los cien hermosos luises.

»—¡Prefiero los luises! —dijo el granuja de Lapierre.

»—¡Pues bien! Firmad esta carta, y quedaréis nombrado custodio del gabinete del príncipe.

»—¡A vuestras órdenes, monseñor! —respondió Lapierre, y firmó.

»Dubois desapareció seguido de su acólito. Cuando Lapierre hubo visto que el coche se alejaba, volvió al gabinete.

»—¡Deprisa, señor barón!, ya se han ido, ¡aprovechad para escapar!

»—¿Y por dónde diablos quieres que me marche?».

—Mirad hacia arriba.

»—Ya veo… el respiradero.

»—¡Procurad llegar a él! Poned una silla sobre otro mueble, lo que sea… el respiradero da a la alcoba.

»—¿Y luego?

»—Cerca está la escalera de servicio, que llevará al señor barón a la cocina; por ella saldrá al jardín y podrá escapar por la puerta pequeña; quizá la grande esté vigilada.

»Seguí al punto las instrucciones de Lapierre, y luego vine aquí de un salto, esto es todo».

—¿Dónde se han llevado al príncipe de Cellamare? —preguntó Harmental.

—¿Acaso lo sé yo? —replicó Valef—. A prisión, sin duda.

En aquel momento se oyeron los pasos de alguien que subía por la escalera. Se abrió la puerta, y Boniface asomó su cara mofletuda.

—Perdón, excusadme, señor Raoul; no es a vos a quien busco, sino a papá Brigaud.

—¿Qué queréis?

—Yo nada. Es madre Denis la que os llama; quiere preguntaros por qué convocan mañana al Parlamento.

—¡El Parlamento se reúne mañana! —exclamaron al unísono Valef y Harmental.

—¿Y con qué fin? —se preguntó Brigaud—. ¿Dónde te has enterado tú?

—¿Dónde va a ser? En casa de mi procurador. ¡Diablos! Maître Joulu[29] había ido a las oficinas del primer ministro, y en aquel preciso instante llegaban las órdenes de las Tullerías.

—Algún golpe de Estado se prepara —murmuró Harmental.

—Corro a casa de madame del Maine para prevenirla —dijo Valef.

—Y yo —indicó Brigaud— a casa de Pompadour para averiguar más noticias.

—Yo me quedo —dijo Harmental—. Si hago falta, ya sabéis dónde estoy.

Harmental dejó pasar cinco minutos y salió a su vez; pero hacia casa de Bathilda. La muchacha estaba inquieta. Eran las cinco de la tarde y Buvat no había regresado todavía.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, Brigaud vino en busca de Harmental; el joven ya estaba vestido y le esperaba. Bien envueltos en sus capas, con el ala del sombrero abatida, siguieron la calle de Cléry, luego la plaza de la Victoire y el jardín del Palacio Real.

Todas las avenidas que llevaban a las Tullerías estaban protegidas por destacamentos de caballería ligera y mosqueteros; los mirones abarrotaban la plaza del Carroussel. Brigaud y su compañero se mezclaron con la muchedumbre; les abordó un oficial de los mosqueteros grises, bien embozado en su capa, que resultó ser Valef. Brigaud le preguntó:

—¡Y bien!, barón, ¿sabéis algo nuevo?

—Abate —dijo Valef—, os estábamos buscando. Por aquí andaban Laval y Malezieux por si os veían.

—¿No se ha producido ninguna demostración hostil? —preguntó Harmental.

—Hasta ahora, ninguna. El duque del Maine y el conde de Toulouse fueron convocados para el consejo de regencia que ha de celebrarse antes del Lit de justice[30]. A las siete y media estaban los dos, acompañados de madame del Maine, en las Tullerías.

—¿Se sabe lo que le ha ocurrido al príncipe de Cellamare?

—Se lo han llevado a Orléans en un coche de cuatro caballos.

—¿Y no se sabe nada de aquel papel que Dubois pescó en las cenizas?

—Nada.

—¿Qué piensa madame del Maine?

—Que se prepara algo contra los príncipes legitimados[31], a los que se va a desposeer de algún privilegio.

—Y en cuanto al rey…

—¿No sabéis? Parece que existía un pacto entre el mariscal y el señor de Fréjus; si alejaban a uno, el otro debía abandonar también a Su Majestad. Desde ayer por la mañana no se sabe nada de Fréjus. De forma que el pobre niño, que había tomado bastante bien la pérdida de su mariscal, después de la de su obispo se muestra inconsolable.

—¿Y por quién lo sabéis?

—Por el duque de Richelieu, que ayer, sobre las dos, llegó a Versalles para hacer su visita al rey y encontró a Su Majestad desesperado. Contando al rey cincuenta tonterías logró hacerle reír.

—¡Mirad, mirad!… —señaló Harmental—. Parece que algo se mueve. ¿Habrá terminado el consejo de regencia?

En efecto, algo ocurría en el patio de las Tullerías; los coches del duque del Maine y del conde de Toulouse, dejando el lugar donde aguardaban, se aproximaron al pabellón del Reloj. Al instante se vio aparecer a los dos hermanos. Cambiaron algunas palabras, después cada uno subió a su carroza, y salieron por el portón de la verja que daba al río. Al rato, nuestros amigos vieron a Malezieux, que parecía buscarlos.

—¡Y bien! —preguntó Valef—, ¿sabéis algo de lo que ocurre?

—Temo que todo esté perdido —respondió Malezieux.

—¿Habéis visto que el duque del Maine y el conde de Toulouse han abandonado el consejo de regencia?

—Estaba en el muelle cuando pasaba el coche. El duque ha hecho que uno de los lacayos me entregara esta nota:

No sé qué traman contra nosotros, pero el regente nos ha invitado, a Toulouse y a mí, a que abandonemos el consejo. Aquella invitación parecía una orden. Puesto que toda resistencia era inútil, hemos tenido que obedecer. Procurad ver a la duquesa, que debe encontrarse en las Tullerías, y decidle que me retiro a Rambouillet, donde esperaré el desarrollo de los acontecimientos.

»Vuestro, afectuosamente,

Louis Auguste.

—¡Qué cobarde! —exclamó Valef.

—¡Mirad la clase de gente por la que arriesgamos nuestras cabezas! —murmuró Brigaud.

—Un momento, abate —le interrumpió Harmental—. ¡El diablo me lleve! ¡Es él! ¡No os alejéis de aquí, señores!…

—Mirad, mis princesas —peroraba el individuo en cuestión, ilustrando sus palabras con unas líneas que trazaba en el suelo con la punta de su bastón, mientras a cada uno de sus movimientos su larga espada rozaba las piernas de los vecinos—, esto es un «lecho de justicia»; sé mucho de ello, porque lo vi con ocasión de la muerte del difunto rey, cuando abrieron su testamento. Mirad: todo pasa en una gran sala, larga y cuadrada; la forma no importa. El trono del rey lo ponen aquí, los pares en este lado, y el Parlamento en el otro.

—Dime, Honorine —interrumpió una de las dos damiselas—, ¿te divierte mucho el cuento este?

—Mira, Eufémie: por lo visto el caballero piensa tenernos así hasta las cinco de la tarde, con una tortilla y tres botellas de vino blanco. ¡Te prevengo, galán, que si no nos das de comer como habías prometido, te dejamos plantado!

—¡A comer, a comer! —gritaron a la vez las dos semidoncellas—. ¡Nada de miserias!

—¿Qué queréis? El mundo está lleno de ellas. Mirad, probablemente una miseria, y bien gorda, está sufriendo ahora el señor del Maine. Por lo que a mí respecta tengo el estómago tan cerrado que me sería imposible tragar un solo bocado. ¿No me habíais pedido que os llevara a un espectáculo? Mirad, ahí tenéis uno muy bonito… Quien mira se alimenta.

—Capitán —dijo Harmental dando en el hombro a Roquefinnette—, ¿podría hablar con vos dos palabras?

—Cuatro, caballero, cuatro, y con el mayor placer. Esperad aquí, gatitas —añadió dirigiéndose a las damiselas—, y si alguien intenta… ya sabéis, hacedme una señal. Caballero, ya os había visto; pero no me correspondía a mí el abordaros.

—Capitán, quería saber si, llegado el caso, podría encontraros en el lugar de costumbre.

—¡Siempre, caballero, siempre!… Soy como la yedra: allí donde me pego, allí me quedo; y como la yedra, soy planta trepadora; cuando los valores van de baja, yo subo a lo más alto. Y ahora estoy en el mismísimo desván.

—¿Cómo, capitán? —dijo Harmental riendo y llevando su mano al bolsillo—. ¿Andáis en apuros y no sois capaz de acordaros de vuestros amigos?

—¿Pedir yo prestado? —respondió el capitán, deteniendo con un gesto la liberal disposición del caballero—. ¡Alto ahí! Cuando realizo un servicio, está muy bien. Si hago un trato, ¡maravilloso! Pero debéis disculparme: veo que mis dos cabezas locas se impacientan. Si tenéis necesidad de mí, ya sabéis dónde encontrarme. Adiós, caballero; hasta la vista.

Como sólo eran las once, y el Lit de justice con toda seguridad no terminaría hasta las cuatro, el caballero pensó que en lugar de quedarse en la plaza del Carroussel, haría bien en dedicar a su amor las tres o cuatro horas de que disponía.

Harmental encontró a la pobre niña más y más inquieta. Buvat no había regresado desde que se marchara el día anterior. Nanette se había enterado en la Biblioteca que llevaba cinco días sin aparecer por allí. Bathilda sentía instintivamente que la amenaza de una desgracia, oculta pero inevitable, se cernía sobre ella.

Para los enamorados el tiempo pasó con la rapidez de siempre. Los dos jóvenes se separaron, después de convenir que si averiguaban algo nuevo, inmediatamente se lo comunicarían uno al otro.

Al salir de la casa el caballero volvió a encontrar a Brigaud. El Lit de justice había concluido; corrían vagos rumores de que se avecinaban terribles medidas.

Al poco rato llegó Pompadour. Explicó que al parecer el Parlamento había querido oponerse, pero que al final, todos se habían doblegado a la voluntad del regente. Las cartas del rey de España habían sido leídas y causaron una gran indignación. Se había decidido que los duques y los pares ocuparan en el orden jerárquico un lugar inmediatamente inferior al de los príncipes de sangre. La categoría de los príncipes legitimados quedaba asimilada a la de simples pares, con excepción del duque de Toulouse, al que se reconocían, de por vida, todos sus privilegios y prerrogativas.

Madame del Maine quedaría vigilada: se le comunicó que debía abandonar inmediatamente sus habitaciones de las Tullerías.

En la habitación de Harmental se encontraban reunidos este, Pompadour y Brigaud. De pronto, el abate, cuyo oído era muy fino, llevó el dedo índice a sus labios. A los pocos instantes se abría la puerta y penetraban en la estancia un soldado de las guardias francesas al que acompañaban una linda modistilla y otro personaje.

Eran el barón de Valef y Malezieux.

La modistilla apartó la manteleta negra que ocultaba su rostro; era madame del Maine.