Capítulo XXI

LAS cosas siguieron de aquel modo durante cuatro días. Buvat dejó de asistir a la oficina pretextando una indisposición. Las dos copias, una para Listhnay, la otra para Dubois, le daban más trabajo del que era menester.

A pesar del amor que absorbía toda la atención de Bathilda, esta notó algo raro en su tutor. Varias veces le preguntó qué le ocurría; pero Buvat le contestaba que no le pasaba nada de particular. Tenía engañada a su pupila fingiendo que iba a la oficina como de ordinario; Bathilda no había notado ningún cambió en sus costumbres.

Harmental recibía todas las mañanas la visita del abate; según Brigaud las cosas marchaban a pedir de boca.

El duque de Orléans, que no sospechaba nada, tenía invitados a la habitual cena del domingo a sus compañeros de francachelas y a sus queridas. Aproximadamente a las dos de la tarde, Dubois entró en su gabinete.

—¿Sois vos, abate? Precisamente ahora iba a enviar a vuestra casa para preguntar si esta noche estaríais con nosotros.

—¿Tendréis esta noche invitados? —preguntó Dubois.

—¡Claro! ¿Acaso hoy no es domingo?

—En efecto, monseñor.

—Pues os esperamos; mira, ahí tenéis la lista de invitados.

—Está bien. ¿Quiere Vuestra Alteza echar una ojeada a la mía?

—¿También vos habéis confeccionado una lista?

—No, monseñor; me la han traído hecha.

—¿Qué significa esto? —preguntó el regente, al tiempo que leía uno de los papeles que le presentaba Dubois.

«Lista nominal de los oficiales que se han puesto a las órdenes del rey de España…

»Manifiesto de protesta de la nobleza».

Vos confeccionad vuestras listas, monseñor; el príncipe de Cellamare también confecciona las suyas.

«Firmado sin distinción de rango ni de familia con el fin de que nadie pueda decir…».

—¿De dónde has sacado esto, buena pieza?

—Esperad, monseñor; debéis echar una ojeada a esto.

—¿«Plan de los conjurados…»? ¿Qué significa esto, Dubois?

—Paciencia, monseñor. Ved: aquí hay una carta de Felipe V en persona.

—«Al rey de Francia…». ¡Pero solamente son copias!

—Yo os diré dónde se encuentran los originales.

—Veamos, querido abate: «Desde que la Providencia dispuso que yo ocupase el trono de España, etcétera, etcétera… Ruego a Vuestra Majestad que convoque los Estados Generales de su reino». ¡Convocar los Estados Generales! ¿En nombre de quién? Felipe V es el rey de España, no es nuestro rey, ¡a ver si lo aprende de una vez!

—Monseñor, queda todavía una carta, y no es la menos importante.

Dubois presentó al regente un último documento, que el duque asió con tanta presteza que lo rompió en dos pedazos. El regente unió los trozos y leyó:

—«Muy queridos y bien amados súbditos…». ¡Eso es! Se trata de mi destitución. Y todas esas cartas deben ser llevadas al rey, ¿verdad?

—Mañana, monseñor.

—¿Por quién?

—Por el mariscal.

—¿Y cómo han podido convencerle de tamaña felonía?

—No es él, monseñor; es su mujer.

—¡Otra jugada de Richelieu! Pero ¿quién os ha proporcionado estos papeles?

—Un pobre escribiente a quien se los habían dado a copiar. Al infeliz se los entregaba el príncipe de Listhnay…

—El príncipe… ¿de qué?

—Creo que lo conocéis.

—¡En mi vida he oído hablar de tal príncipe!

—No es otro que el bribón de Avranches, el ayuda de cámara de la duquesa del Maine.

—¡Bien! Ahora hemos de preocuparnos de lo principal.

—Sí, de Villeroy.

—Perfectamente. Mientras todo se ha reducido a calumnias o impertinencias contra mi persona, me daba igual. ¡Pero tratándose del reposo y de la tranquilidad de Francia!… ¡Señor mariscal Villeroy, nos veremos las caras!

—¡Qué! ¿Le ponemos la mano encima?

—¡Desde luego! Pero hemos de cogerlo infraganti.

—Nada más fácil; todos los días a las ocho de la mañana entra en las habitaciones del rey.

—Es verdad.

—Mañana, a las siete y media, vos debéis estar en Versalles.

—¿Y luego?

—Cuando llegue Villeroy os tiene que encontrar junto a Su Majestad.

—Y en presencia del rey le echaré en cara…

—El señor duque de Saint-Simon —anunció un lacayo.

—Hacedlo pasar —ordenó el regente. Dubois se despidió.

—Esta noche no hay cena —comunicó el ministro al ayudante de servicio—. Haced saber a los invitados que monseñor está enfermo.

—¿No creéis, monseñor —comenzó el duque de Saint-Simon—, que la despreocupación de Vuestra Alteza ha sido un buen asidero para la calumnia?

—Si sólo fuera la calumnia, mi querido duque, hace tanto tiempo que se ceba en mí, que ya debiera estar harta.

—Hace un rato que salí de Vísperas; en las gradas de Saint-Roch había un desgraciado que pedía limosna cantando, y vendía unos pliegos de cordel con la letra del cantar. Tomad este, monseñor, y leed. Creo que Vuestra Alteza reconocerá el estilo.

—Sin duda; lo ha escrito Lagrange-Chancel.

El regente, con un visible gesto de repugnancia, llevó los ojos al papel, y saltando las estrofas, llegó al final:

Ainsi les fils pleurant leur père

Tombent frappés des mêmes coups;

Le frère est suivi par le frère,

L’épouse devance l’époux;

Mais, ô coups toujour plus funestes!

Sur deus fils, nos uniques restes,

La faux de la Parque s’étend;

Le premier a rejoint sa race,

L’autre dont la couleur s’éfface,

Penche vers son dernier instant[27]!

El regente quiso decir algo, pero le falló la voz. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Monseñor —dijo Saint-Simon mirando al regente con una piedad llena de veneración—, quisiera que todo el mundo pudiese ver esas lágrimas. Si todos las contemplaran, yo dejaría de aconsejaros, porque entonces todos creerían en vuestra inocencia.

—Sí, mi inocencia —murmuró el regente—. ¡Y la vida de Luis XV dará fe de ella! ¡Los muy infames! Ellos, que mejor que nadie saben quiénes son los verdaderos culpables. ¡Ah, madame de Maintenon! ¡Ah, madame del Maine! ¡Ah, señor de Villeroy!…

A las nueve de la noche, el regente abandonó el Palacio Real y, en contra de su costumbre, fue a dormir a Versalles.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, en el momento en que iba a levantarse el rey, penetró en la cámara real el primer mayordomo y anunció que S. A. R. monseñor el duque de Orléans solicitaba el honor de asistir a la ceremonia de su aseo. Luis XV, que estaba acostumbrado a no decidir nunca por sí mismo, se volvió hacia el señor de Fréjus, que le hizo una seña con la cabeza, queriéndole indicar que no recibiese a Su Alteza Real. Pero entonces, abandonando el lecho, fue por sí mismo a abrir la puerta.

El regente avanzó hacia el rey, que en aquellos días era un hermoso niño de largos cabellos castaños, ojos negros como la tinta, labios como cerezas y cuya tez sonrosada recordaba la de su madre, la duquesa de Borgoña. En su fisonomía había algo de la resolución de su bisabuelo Luis XIV.

El duque de Orléans dispensaba al rey el respeto debido al monarca, y la ternura y atenciones que se tienen con un niño al que se quiere. La visita de su tío era siempre esperada con impaciencia por el joven rey; en parte por motivos de infantil egoísmo: el regente llegaba generalmente cargado de costosos juguetes. En esta ocasión, el rey recibió a su tío con su habitual encantadora sonrisa y le ofreció la manita con un gesto muy gracioso.

—Estoy contento de veros, señor —dijo Luis XV con su dulce vocecita—. Adivino que venís a darme alguna buena noticia.

—Dos, señor —respondió el regente—. La primera es que acaba de llegar una enorme caja de Nuremberg que parece contener…

—¡Juguetes, muchos juguetes!, ¿verdad, señor regente? —exclamó el rey dando saltos de alegría y batiendo palmas—. ¿Y dónde habéis dejado la caja?

—En mis habitaciones, señor; pero haré que la traigan enseguida.

—¡Oh, sí!, os lo ruego.

—Vuestra majestad —intervino el señor de Fréjus— tendrá tiempo de ocuparse de sus juguetes en cuanto haya preguntado al señor regente cuál es la segunda noticia que ha de anunciaros.

—¡Es verdad! ¿Cuál es la segunda noticia?

—Un deber para Vuestra Majestad que ha de ser muy útil a Francia, que es muy importante, y que Vuestra Majestad, espero, realizará con gusto.

—¿Lo haremos aquí? —preguntó el rey-niño.

—No, señor; dejé el ejercicio en mi gabinete.

—¡Pues bien! Esta mañana, en lugar de pasear, iré con vos a vuestras habitaciones para ver los juguetes de Nuremberg, y luego nos pondremos a trabajar.

—Va en contra del protocolo, señor —observó el regente—, pero si Vuestra Majestad así lo desea…

—Sí, lo quiero —dijo Luis XV—, si me lo permite mi preceptor.

—Señor de Fréjus, ¿veis algún inconveniente? —preguntó el regente a Fleury.

—Ninguno, monseñor, todo lo contrario; es bueno que Su Majestad se acostumbre a trabajar. Sólo pido a monseñor permiso para acompañar a Su Majestad.

—¡Cómo no, señor!, con sumo gusto.

—¡Qué alegría! —palmoteaba Luis XV—. ¡Enseguida! Mi casaca, mi espada, mi banda azul. ¡Señor regente, ya estoy!

Las habitaciones del rey y las del duque de Orléans estaban situadas en la planta baja; sólo las separaba una galería a la que daban ambas antecámaras. Al instante el rey y su tío se encontraron en el amplio gabinete del regente, iluminado por grandes puertas-ventanales que permitían salir directamente al jardín. El gabinete daba a otra salita más pequeña, que es donde el regente acostumbraba a trabajar y donde recibía a sus íntimos y a sus favoritas. Todo el séquito de Su Alteza se hallaba reunido en las habitaciones de este, de acuerdo con los usos cortesanos, puesto que era la hora del despertar. En medio del gabinete estaba la codiciada caja, cuyo tamaño desmesurado había hecho que el joven rey diese un grito de alegría.

Dos ayudas de cámara, provistos de las necesarias herramientas, hicieron saltar en un instante la tapa del cajón, dejando a la vista la más fantástica colección de juguetes que nunca deslumbrara los ojos de un rey de nueve años.

Incluso el señor de Fréjus dejó que por unos instantes su real discípulo gozase de la dicha que iluminaba su cara.

Los cortesanos asistían a la escena en religioso silencio, cuando de pronto, en la antecámara, se escuchó una enorme algarabía.

La puerta se abrió y el lacayo anunció al marqués de Villeroy, que apareció en la puerta con el bastón en la mano, nervioso, moviendo la monumental peluca y preguntando a gritos por el rey. El regente dirigió una mirada de inteligencia a Lafare y una imperceptible sonrisa al mosquetero D’Artagnan. Las cosas iban de maravilla.

Después de haber dejado que el rey disfrutase durante unos momentos de la posesión visual de sus tesoros, el regente se le acercó y le recordó su promesa de trabajar en los asuntos de Estado. Luis XV, ya con la puntualidad que años más tarde le hiciera decir que la exactitud era la cortesía de los reyes, lanzó una última mirada a los juguetes, y avanzó resuelto hacia el pequeño gabinete cuya puerta había abierto el regente. El mariscal intentó seguir al joven monarca. Este era el momento que aguardaba el duque de Orléans.

—Perdón, señor mariscal —dijo Su Alteza impidiendo el paso a Villeroy—, los asuntos que tengo que tratar con Su Majestad precisan del secreto más absoluto; os ruego que me dejéis con él a solas durante unos minutos.

—¡A solas! —exclamó el mariscal—. ¡A solas! Sabéis, monseñor, que esto es imposible; yo, en mi calidad de ayo de Su Majestad, tengo el derecho y el deber de acompañarlo a cualquier sitio a donde vaya.

—En primer lugar —prosiguió el regente—, este derecho no se basa en ninguna ley escrita ni en ninguna costumbre inmemorial. Además, Su Majestad va a cumplir los diez años, y me ha autorizado para que comience a instruirlo en la difícil ciencia de gobernar; es natural, pues, que desde ahora, igual que vos y que el señor de Fréjus, también yo, de vez en cuando, pase algunas horas a solas con él.

—Pero, monseñor —insistió el mariscal, cada vez más alterado—, he de haceros observar que Su Majestad es mi alumno.

—Ya lo sé, señor —dijo el regente, con un tono de imperceptible burla—. Haced del rey un gran capitán, yo no os lo impido. Pero ahora simplemente se trata de un asunto de Estado que sólo a Su Majestad concierne.

—Imposible, señor, imposible… —protestó Villeroy, que perdía más y más la serenidad.

—¡Cuidado, señor mariscal!… —le interrumpió el duque de Orléans en tono altivo—. Creo que me estáis faltando al respeto.

—Monseñor —insistió el mariscal ya del todo fuera de sí—. Su Majestad no permanecerá un solo instante a solas con vos, puesto que… —Villeroy no encontraba las palabras.

—Puesto que… ¡Seguid!

—Puesto que soy el responsable de su persona —terminó el mariscal, que ante aquella especie de desafío, no quiso dar la impresión de que cedía ante el regente.

Después de aquel inaudito diálogo se hizo en la sala un silencio impresionante.

—Señor de Villeroy —habló calmosamente Su Alteza—. Temo que estáis equivocado de medio a medio, o que hayáis olvidado a quién estáis hablando. Marqués de Lafare —prosiguió el regente, dirigiéndose ahora al capitán de los guardias—, cumplid con vuestro deber.

Sin esperar más, el duque de Orléans penetró con el rey en el gabinete, y cerró la puerta tras de sí.

Al instante el marqués de Lafare se acercó al mariscal y le pidió la espada.

El mariscal quedó por unos instantes aturdido. Hacía tanto tiempo que vivía sumergido en su propia impertinencia, que había llegado a creerse inviolable. Quiso decir algo, pero la voz le falló. A una intimación más imperativa que la primera, desprendió su espada del cinto y la entregó al marqués de Lafare.

Alguien abrió una de las puertas-ventana; al pie de la misma se veía una silla de manos; dos mosqueteros de las compañías grises empujaron hacia ella al mariscal. La portezuela fue cerrada, y D’Artagnan y Lafare se colocaron a ambos lados. Custodiada por los dos y seguida por los mosqueteros, la silla y su contenido se dirigieron hacia la Orangerie y penetraron en un aposento apartado; tras ella solo siguieron el marqués de Lafare y su ayudante D’Artagnan.

Todo había ocurrido tan rápidamente, que el mariscal no había tenido tiempo de serenarse. El pobre hombre se creía irremisiblemente perdido.

—Señores —exclamó pálido como un muerto—, espero que no voy a ser asesinado.

—No, señor mariscal —contestó Lafare—, tranquilizaos; se trata de algo mucho más sencillo y menos trágico.

—¿De qué se trata?

—Se trata, señor mariscal, de las dos cartas que pensabais entregar al rey esta mañana.

El mariscal sintió que un estremecimiento le recorría la espalda y llevó su diestra al bolsillo donde guardaba las cartas.

—Señor duque —le hizo observar Lafare—, aunque pretendáis deshaceros de los originales, estamos autorizados a deciros que el regente tiene las copias. Además, debéis saber que nadie nos reprochará que os quitemos esas cartas, aunque para ello hayamos de utilizar la fuerza.

—¿Me aseguráis, señores, que el regente tiene las copias?

—¡Os damos nuestra palabra de honor! —dijo D’Artagnan.

—En este caso —replicó Villeroy—, no veo razón alguna que me aconseje intentar destruir esas cartas. Si había aceptado entregarlas al rey fue sólo por complacer a alguien.

—De eso no nos cabe duda, señor mariscal —asintió muy serio Lafare[28].

—Aquí están las cartas —dijo Villeroy entregándoselas.

Lafare rompió el sello con las armas españolas, y se aseguró de que efectivamente se trataba de los papeles que le habían encargado requisar.

—Mi querido D’Artagnan —continuó el marqués—, llevad al mariscal a su destino. Recomendad, por favor, a las personas que le acompañen que tengan con él todos los respetos debidos por su rango.

La silla volvió a ser cerrada. El cortejo siguió hasta la verja, donde esperaba una carroza tirada por seis caballos. D’Artagnan tomó asiento al lado del mariscal. La banqueta frontera fue ocupada por un oficial de mosqueteros y un gentilhombre de la casa del rey, cuyo nombre era Libois. La carroza iba escoltada por veinte mosqueteros: cuatro en cada portezuela y los doce restantes tras el coche. D’Artagnan hizo una señal y la comitiva partió al galope. Lafare volvió a palacio, llevando las dos cartas de Felipe V.