Capítulo XIII

HARMENTAL, después de despojarse de sombrero, capa, pistolas y espada, se había tumbado en la cama, vestido como estaba, y tal era el poder de su vigoroso organismo que se había quedado dormido al instante.

Cuando despertó, bien entrado el día, se dio cuenta de que había olvidado cerrar los postigos. Al verse otra vez, calmado y tranquilo, en su pequeña habitación, creyó que todo había sido un sueño.

Saltó de la cama. Su primera mirada fue para la ventana de su vecina; ya estaba abierta, y se veía a Bathilda ir y venir en su cuarto. El segundo vistazo fue en dirección al espejo, y le sirvió para comprobar, por el reflejo de su cara, que las conspiraciones le sentaban de maravilla. Se dispuso a acicalarse, con el fin de poner acordes sus ropas con el aspecto de su rostro; cambió su traje marrón por otro completamente negro, reparó el desarreglo de su peinado, logrando un encantador efecto de elegante descuido, y desabrochó los botones del chaleco, para dejar ver las chorreras de la camisa, que asomaban con la más estudiada y coqueta negligencia.

Seguramente Bathilda había pensado cómo tenía que comportarse cuando volviese a ver al vecino; pero el caso fue que en cuanto oyó el ruido producido por la ventana de aquel, se abalanzó hacia la suya:

—¡Gracias a Dios que estáis de vuelta! ¡Cuánto me habéis hecho sufrir!

—¡Bathilda!, ¡Bathilda!…, ¿es que sois igual de buena que de bella?

—¿Acaso no me habéis dicho que somos hermanos?

—Bathilda, ¿habéis rezado por mí?

—Toda la noche —contestó la muchacha poniéndose colorada—. ¿Ha pasado ya el peligro? —preguntó anhelante.

—La noche ha sido sombría y triste —le respondió Harmental—. Pero ahora en mi vida vuelve a brillar el sol; aunque sólo se necesita una pequeña nube para que este sol desaparezca.

En aquel momento, alguien golpeó en la puerta del caballero.

—¿Quién es? —preguntó Harmental desde la ventana.

—Gente de paz —le respondieron.

—¿Y bien? —preguntó Bathilda alarmada.

—No os preocupéis; el que llama es amigo. Otra vez, Bathilda, gracias.

El caballero cerró su ventana y franqueó la entrada al abate Brigaud, que ya comenzaba a impacientarse.

—¡Vaya! —observó el abate—. ¿Nos encerramos a cal y canto? ¿Es para iros acostumbrando a lo que sabe la Bastilla?

—¡Caramba, abate!… ¿Me queréis traer mala suerte?

—Pero ¿qué es esto? ¡Vaya conspirador que estáis hecho! ¡Guardad enseguida todo ese arsenal!

Harmental obedeció, admirando la flema de aquel clérigo, dueño de sus nervios, que él, hombre de armas, no podía conservar quietos después de lo ocurrido.

—Igual que la ventana, ¿por qué la cerráis? ¡Mirad qué hermoso rayo de sol primaveral llama humildemente a vuestra ventana, y vos no le abrís!… ¡Ah!, perdón, no me había dado cuenta de que si esta ventana se abre, hay otra que se cierra…

—Mi querido tutor, tenéis un gran ingenio, pero sois terriblemente indiscreto. A propósito: estoy esperando que me deis alguna noticia.

—¡Pues bien!, todo va perfectamente; el remolino que se produjo ya se ha calmado. Ahora no hay más que volver a empezar.

—¿Y cuáles son las órdenes?

—Lo que se ha decidido es que esta mañana salgáis hacia Bretaña por la posta.

—¿Yo en Bretaña?, ¿y qué queréis que haga yo en Bretaña?

—Ya os lo dirán cuando lleguéis allí.

—¡Abate! —protestó Harmental.

—No nos enfademos, mi querido caballero. Cuando se trata de conspirar hay que tener las ideas claras, y no mezclarse los unos en la misión de los otros.

—Pues precisamente porque tengo las ideas claras, ahora, como la otra vez, quiero saber lo que llevo entre manos. Así que vais a decirme qué demonios voy a hacer en Bretaña, y luego, si es que estoy conforme, quizá me decida.

—Las órdenes dicen que vayáis a Rennes. Allí debéis abrir esta carta, y en ella encontraréis las instrucciones.

—¡Órdenes! ¡Instrucciones!…

—Pero ¿no son estas las normas usuales entre un general y sus oficiales? ¡Es verdad!, había olvidado que traigo vuestro despacho en el bolsillo. Tomad.

Brigaud sacó un pergamino enrollado que entregó a Harmental; este lo desplegó lentamente.

—¡Un nombramiento! —exclamó el caballero—. ¡Un nombramiento de coronel en uno de los cuatro regimientos de carabineros! ¿Y quién es el que me nombra? ¡Louis Auguste, duque del Maine!

—¿Qué hay en ello de extraño? Si el señor duque es el Gran Maestre de la Artillería, dispone del mando de doce regimientos, ¿no es verdad? Pues os entrega uno, a cambio del que os quitaron; eso es todo. Sin contar que de este modo, si la conspiración fallase, tendríais la excusa de haber obedecido órdenes.

—¿Y cuándo he de partir?

—Ahora mismo.

—¿Me concedéis media hora?

—¡Ni un minuto!

—Es que sólo dispongo de dos o tres mil francos, y no me bastarán.

—En vuestro coche encontraréis un cofre con un año de sueldo, y en cuanto a ropa, lleváis varios baúles atestados de ella.

—Pero, al menos, decidme cuándo volveré.

—Dentro de seis semanas exactamente. La duquesa del Maine os esperará en Sceaux.

—Dejadme por lo menos escribir unas líneas.

—¡Sea! Dos líneas…

El caballero tomó asiento ante la mesa y escribió:

Querida Bathilda, hoy no es un peligro el que me acecha; la desgracia me ha alcanzado. La terrible desgracia de tener que emprender un viaje en este mismo instante, sin poder deciros adiós, sin poder veros. Estaré seis semanas ausente. El cielo es testigo, Bathilda, de que ni un solo minuto transcurrirá sin que os dedique un pensamiento.

Raoul.

La ventana de la muchacha permanecía cerrada desde que el abate Brigaud se había asomado a la de Harmental. No era posible hacer llegar el papel a Bathilda.

En aquel momento alguien o algo rascaba suavemente en la puerta. El abate abrió; era Mirza, que penetró en la habitación, dando brincos de alegría.

—Para que alguno se atreva a negar que Dios Nuestro Señor vela por los enamorados… Necesitabais un mensajero; ya lo tenéis.

—¡Abate!, ¡abate!… —protestó Harmental en tono risueño.

—¿Acaso creéis que no he adivinado lo que pasa por vos? Tened en cuenta que un cura de almas es un arcano de ciencias ocultas.

Harmental ató la carta al collar de Mirza y le dio un terrón de azúcar como premio por la misión que iba a cumplir. Después, a medias triste y a medias alegre, cogió el dinero que guardaba, algunos objetos personales, y salió tras de Brigaud.