XV - EL HEDOR DE LAS HOGUERAS
Había silencio en Oldorando. Poca gente recorría las calles. La mayoría llevaba algún remedio cerca de la cara, a veces sosteniéndolo por medio de una máscara contra la boca y la nariz. Para este fin ciertas hierbas eran muy estimadas. Ahuyentaban la peste, las moscas y el hedor de las hogueras.
Los dos centinelas, muy altos sobre las casas, brillaban como ojos, separados apenas por el espesor de un cabello. Debajo de las pizarras y las tejas, la población aguardaba. Se había hecho todo lo que se podía hacer. Ahora sólo cabía esperar.
El virus se movía de un barrio a otro de la ciudad. Una semana la mayoría de las muertes eran en el barrio sur, el llamado Pauk, y el resto de la ciudad respiraba más libremente. Luego, para alivio de los demás distritos, el virus diezmaba el barrio del otro lado del Voral. Pero en pocos días más la peste visitaba las viejas madrigueras rápida como el rayo, y estallaban lamentaciones en calles y aun en casas donde ya se habían oído llantos similares.
Tanth Ein y Faralin Ferd, los lugartenientes de Embruddock, con Raynil Layan, maestro de la casa de moneda, y, Señor de la Pradera del Oeste, habían organizado un Comité de la Fiebre, integrado también por otros ciudadanos útiles, como Ma Escantion. La encargada del hospital contaba con la ayuda de un cuerpo auxiliar formado por los peregrinos de Pannoval, los Apropiadores, que habían permanecido en Oldorando y predicaban contra la inmoralidad. Se habían dictado leyes para aliviar los estragos de la peste. Un contingente especial de policía se ocupaba de que se cumplieran.
En todas las calles y senderos se colocaron anuncios de que la ocultación de cuerpos muertos y el saqueo tenían la misma pena: ejecución por mordedura de phagor, un viejo suplicio que causaba delicados escalofríos a los ricos mercaderes. En las afueras, a todos los viajeros, se anunciaba del mismo modo que había peste en la ciudad. Pocos de esos fugitivos que procedían del este eran tan imprudentes como para ignorar la advertencia: cambiaban de dirección y evitaban Oldorando. No era seguro que esos anuncios la protegieran también de aquellos que venían con malas intenciones.
Los primeros carros que se veían en Oldorando, torpes artefactos de dos ruedas, rodaban estruendosamente por las calles, arrastrados por mielas. Recogían la cosecha diaria de cadáveres, que se dejaban en la calle envueltos en telas o se echaban afuera sin ceremonia por las puertas o eran arrojados desnudos por las ventanas. Una madre, un marido, un hijo, amados en vida, eran terriblemente repugnantes cuando enfermaban y aún peor cuando estaban muertos.
Aunque se ignoraba la causa de la fiebre, había muchas teorías. Todas admitían que la enfermedad era contagiosa. Algunas llegaban a afirmar que bastaba mirar un cadáver. Otros, que habían prestado atención a la palabra del Akha de Naba, de pronto persuasiva, creían que la. causa era la concupiscencia.
Aparte de lo que creyese cada uno, todo el mundo estaba de acuerdo en que el fuego era la única solución para los cadáveres. Los cuerpos eran transportados en los carros fuera de la ciudad, y allí arrojados a las llamas. La pira se alimentaba constantemente. El humo y el olor de la grasa negra entraban en las calles, y a pesar de las ventanas cerradas recordaba a los habitantes lo vulnerables que eran. Los sobrevivientes se entregaban a uno de los dos extremos, y a veces a los dos: la mortificación y la lujuria.
Nadie creía que la fiebre hubiese llegado a su punto más alto, y se decía en cambio que aún sobrevendría algo peor. La esperanza equilibraba estos temores. Porque había una cantidad creciente de oldorandinos, en particular jóvenes, que sobrevivían a los peores ataques del virus hélico, y que ahora se paseaban delgados por la ciudad. Entre ellos se contaba Oyre.
La fiebre la había atacado en la calle. Cuando Dol Sakil la atendió, Oyre tenía ya el cuerpo dolorido y rígido. Dol la cuidó sin preocuparse por sí misma. Esta descuidada indiferencia era un aspecto conocido del carácter de Dol. A pesar de los vaticinios, no enfermó, y vivió para ver cómo Oyre pasaba por el ojo de la aguja, más delgada, casi esquelética. La única precaución que tomó fue enviar a su hijo, Rastil Roon, a vivir con el marido y el hijo de Amin Lim. Ahora el niño había regresado.
Las dos mujeres y el niño pasaban las horas en casa. La impresión de un final, y de una espera, no era desagradable. El aburrimiento tenía muchas mansiones. Jugaban con el niño a juegos sencillos que las transportaban a la infancia. Una o dos veces Vry se reunió con ellas, pero en ese tiempo Vry tenía un aire abstraído. Hablaba sólo de asuntos de trabajo y de sus propias aspiraciones. En una ocasión estalló en un discurso, y confesó sus relaciones con Raynil Layan, de quien no habían tenido hasta entonces nada bueno que decir. El asunto la exasperaba; sentía con frecuencia disgusto; odiaba al hombre cuando no estaba con ella, pero caía en sus brazos apenas lo veía.
—Todas nosotras lo hemos hecho, Vry —comentó Dol—. Solamente que tú lo has postergado un poco, por eso te duele más.
—No todas lo hemos hecho bastante —dijo Oyre, serena—. Ya no tengo deseos. Los he perdido… Lo que ahora deseo es el deseo. Quizá lo recupere, si recupero a Laintal Ay. —Miró el cielo azul por la ventana.—Pero estoy tan desgarrada —dijo Vry, que no quería apartarse de sus propios problemas—. Jamás estoy tranquila como antes. Ya no me reconozco.
Vry no había mencionado a Dathka, y las otras mujeres evitaron el tema. El amor que la empujaba hacia Raynil Layan le habría dado más felicidad si no estuviese tan preocupada por Dathka; no sólo lo recordaba a menudo; ahora, además, él la perseguía obsesivamente. Vry tenía miedo de lo que pudiera ocurrir y había convencido sin dificultad al nervioso Raynil Layan de que se encontraran en un cuarto secreto, y no en las casas de ellos. En ese cuarto secreto ella y su amante de barba hendida tenían una cita diaria, mientras la ciudad se ocupaba de la plaga y el ruido de los cascos de los animales entraba por la ventana abierta.
Raynil Layan quería cerrar la ventana, pero ella no lo permitía.
—Los animales pueden transmitirnos la enfermedad —protestaba él—. Veámonos de aquí, querida mía, alejémonos de la peste y de las demás preocupaciones.
—¿Cómo sobreviviríamos? Éste es nuestro sitio. Aquí, en esta ciudad, y uno en brazos del otro.
Raynil Layan respondió con una sonrisa inquieta: —¿Y si nos contagiáramos?
Ella se dejó caer en la cama, de modo que sus pechos brincaron ante los ojos de él.
—Entonces moriríamos abrazados, apretados, haciendo el amor. No pierdas el ánimo, Raynil Layan, aliméntate del mío. Derrámate sobre mí una vez y otra y otra. —Vry le acarició con la mano las nalgas velludas y enganchó una pierna alrededor de la cintura del hombre.
—Eres una marrana insaciable —dijo él con admiración, mientras se apretaba contra ella.
Dathka se sentó al borde de la cama, con la cabeza en las manos. Como él no decía nada, la muchacha acostada tampoco habló; apartó los ojos y alzó las piernas hasta el pecho. Cuando él se levantó y empezó a vestirse, con la brusquedad de quien acaba de tomar una decisión, ella dijo en voz ahogada: —No tengo la peste, ¿sabes?
Él la miró con amargura, pero no respondió, y continuó vistiéndose de prisa.
Ella volvió la cabeza, apartándose de la cara los largos cabellos.
—¿Qué te ocurre, Dathka?
—Nada.
—No eres gran cosa como hombre.
Él se calzó, aparentemente más preocupado por las botas que por ella.
—No te quiero, mujer, no eres la que quiero. Métete eso en la cabeza y vete de aquí.
De un armario empotrado en la pared sacó una labrada daga curva. El brillo de la daga contrastaba con los oscuros paneles carcomidos de la puerta del armario. La guardó en el cinturón. Ella preguntó adonde iba. Dathka no le contestó. Cerró la puerta con violencia y bajó ruidosamente la escalera.
No había perdido esas últimas penosas semanas, desde que Laintal Ay se marchara y él descubriera lo que consideraba la traición de Vry. Había pasado gran parte del tiempo buscando apoyo entre la juventud de Oldorando, asegurando su posición, haciendo alianzas con los extranjeros irritados por las restricciones, simpatizando con aquellos —eran muchos— cuya forma de vida había sido destruida por la introducción de la moneda, que había impuesto unas duras jornadas de trabajo. El maestro encargado de la acuñación, Raynil Layan, era blanco frecuente de las críticas.
En el exterior todo estaba tranquilo; no había nadie en la calle lateral, excepto el hombre encargado de custodiar la puerta. La gente había ido al mercado, a atender las necesidades cotidianas. La pequeña tienda del boticario, con tantos frascos imponentes y ordenados, estaba haciendo muy buen negocio. Aún había mercaderes con tiendas y ropas brillantes. Y también personas que caminaban cargadas con bultos, abandonando la ciudad amenazada antes de que las cosas se agravasen.
Dathka no atendía a nada de esto. Se movía como un autómata con la mirada fija al frente. La tensión de la ciudad era también su propia tensión. Había llegado a un punto en que ya no podía tolerarla. Mataría a Raynil Layan, y también a Vry si era preciso, y terminaría con ella. Torcía la boca dejando los dientes al descubierto mientras ensayaba mentalmente, una y otra vez, el golpe fatal. Los hombres se apartaban de él, temiendo que aquella mirada fija fuera indicio de la peste.
Sabía dónde estaba la habitación secreta de Vry: sus espías lo tenían informado. Se dijo: si yo gobernara, cerraría definitivamente la academia. Nadie se ha atrevido aún a tomar esa decisión. Yo lo haría. Éste es el momento, con la excusa de que las clases de la academia difunden la peste. Eso sí que le dolería a Vry.
—Reflexiona, hermano, reflexiona. Reza, reza con los Apropiadores para que la fiebre te perdone, oye la palabra del gran Ahka de Naba…
Rozó al predicador callejero. También expulsaría a esos necios de las calles, si gobernaba.
Cerca de los establos de mielas de la calle Yuli, se le acercó un hombre que conocía, mercenario y traficante de animales.
—¿Sí?
—El está arriba ahora, señor. —El hombre indicó con las cejas una ventana alta en una de las casas de madera frente a los establos. Eran hoteles, casas de huéspedes o tiendas de bebidas que daban una fachada respetable a los prostíbulos de más atrás.
Dathka asintió brevemente.
Apartó una cortina de cuentas, que tenía atadas flores frescas de orlingo y de escantion, y entró en una tienda de bebidas. En la habitación oscura no había clientes. De las paredes colgaban calaveras de animales con sonrisas aserradas. El propietario estaba junto al mostrador, de brazos cruzados, mirando el espacio. Ya sobornado, bajó la cabeza, de modo que la doble papada cayó sobre el pecho, como indicando que Dathka podía hacer lo que quisiese. Dathka pasó junto a él y subió.
En la escalera había un olor rancio, a coles y cosas peores. Aunque avanzaba junto a la pared, las tablas crujían. Oyó voces junto a la última puerta. Era seguro que Raynil Layan, de carácter nervioso, habría atrancado la puerta. Dathka golpeó los desvencijados paneles.
—Un mensaje, señor —dijo en voz apagada—. Es urgente. De la Casa de la Moneda.
Con una torcida sonrisa se preparó, escuchando cómo descorrían el cerrojo. Tan pronto como la puerta empezó a abrirse, la empujó y se precipitó dentro. Raynil Layan cayó hacia atrás, gritando. Al ver la daga, corrió a la ventana y pidió socorro, una sola vez. Dathka lo tornó por el cuello y lo arrojó contra la cama.
—¡Dathka! —Vry se sentó en la cama, tiró de una sábana y se cubrió el cuerpo desnudo.—¡Fuera de aquí, eddre de rata!
Como única respuesta, él cerró la puerta de un puntapié, sin mirar alrededor. Se volvió a Raynil Layan, que se incorporaba gimiendo.
—Sé que me vas a matar, estoy seguro —dijo el maestro de la acuñación de moneda, extendiendo una mano temblorosa—. No lo hagas, por favor. No soy tu enemigo. Puedo ayudarte.
—Tendré tanta compasión como la que tú has tenido con el viejo maestro Datnil.
Raynil Layan se puso de pie lentamente, ocultando su desnudez, mirando a Dathka con ojos temerosos.
—Yo no lo hice. No fui yo. Aoz Roon ordenó la ejecución. Era legal, de veras. Se había quebrantado la ley. En cambio no es legal que me mates. Díselo, Vry. Escucha, Dathka: el maestro Datnil no guardó los secretos de la corporación, le mostró el libro secreto a Shay Tal. Aunque no le mostró todo. No la peor parte. Tú tendrías que saberlo. Dathka hizo una pausa.
—Ese mundo está muerto, y también esa basura de las corporaciones. Ya sabes lo que pienso de las corporaciones. Al diablo con el pasado. Está muerto, así como tú lo estarás pronto.
Vry aprovechó la vacilación de Dathka. Había recuperado el ánimo.
—Oye,, déjame que te explique la situación. Los dos podemos ayudarte. En el libro hay cosas que el maestro Datnil no se atrevió a revelar a Shay Tal. Pasaron hace mucho, pero el pasado está todavía con nosotros, aunque quisiéramos otra cosa.
—Si fuera así, me aceptarías. Te he querido durante mucho tiempo.
Raynil Layan se puso la túnica y dijo, tratando de mantenerse lúcido: —Tu pelea es conmigo, no con Vry. En los diversos libros de las corporaciones hay noticias sobre la Embruddock de los tiempos antiguos. Demuestran que fue una vez una ciudad phagor. Probablemente ellos la construyeron; pero no hay registros de esa época. Sin duda alguna fueron dueños de la ciudad, así como de las corporaciones y de la población. Tenían hombres como esclavos.
—Y si eran dueños de Embruddock, ¿quién los mató? ¿Quién reconquistó la ciudad? ¿El Rey Denniss?
—Eso ocurrió después de Denniss. El libro sagrado no dice mucho; habla de la historia sólo incidental mente. Pensamos que un día los phagors decidieron irse.
—¿Sin ser derrotados?
Vry respondió: —Sabes que apenas comprendemos a los phagors. Quizá las octavas de aire cambiaron y todos se fueron. Pero es seguro que tuvieron poder aquí. Si hubieras mirado bien la pintura de Wutra en el viejo templo, te habrías dado cuenta. Wutra es la representación de un rey phagor.
Dathka se llevó la palma de la mano a la frente.
—¿Wutra, un phagor? No puede ser. Vas demasiado lejos. Esos malditos conocimientos… Pueden hacer negro lo que es blanco. Todos esos disparates nacen en la academia. Acabaré con ella. Si tengo el poder acabaré con ella.
—Si quieres el poder, estaré de tu parte —dijo Raynil Layan.
—No te quiero de mi parte.
—Sin embargo —el hombre torció la boca en una mueca de frustración, y se tiró de los extremos gemelos de la barba—, tenemos un problema que resolver. Porque parece que los phagors vuelven. Quizá pretendan recuperar la antigua ciudad. Eso es lo que pienso.
—¿Qué quieres decir?
—Es muy simple. Sin duda has oído los rumores. Se acerca un gran ejército phagor. Ve a hablar con la gente que pasa cerca de la ciudad. El problema es que Tanth Ein y Faralin Ferd no protegerán la ciudad, porque están demasiado ocupados en sus propios asuntos. Son ellos tus enemigos; no yo. Si un hombre fuerte mata a los lugartenientes y se apodera de la ciudad, podrá salvarla. Eso es lo que te sugiero.
Observó con atención a Dathka, mirando cómo las emociones le cambiaban el rostro. Sonrió animosamente sabiendo que el breve discurso le había salvado la vida.
—Te ayudaré —dijo—. Estoy de tu parte.
—También yo estoy de tu parte, Dathka— intervino Vry.
Él la miró con un brillo sombrío en los ojos.
—Tú no estarás nunca de mi parte. Aunque conquiste Embruddock para ti.
Faralin Ferd y Tanth Ein bebían en el Jarro de Dos Caras. Gozaban de la velada con sus mujeres, amigos y aduladores.
El Jarro de Dos Caras era uno de los pocos sitios donde se podían oír risas en esos días. La taberna era parte del nuevo edificio administrativo que alojaba también la Casa de la Moneda. El costo de la construcción había sido pagado en gran medida por los mercaderes ricos, algunos de los cuales estaban presentes con sus esposas. Había en la habitación muebles hasta hace poco desconocidos en Oldorando; divanes, mesas ovales, aparadores, ricos tapices que adornaban las paredes.
Corrían las bebidas importadas, y un joven rubio y extranjero tocaba el arpa.
Estaban cerrando las ventanas para impedir la entrada del aire helado de la noche y el olor a humo. En la mesa central ardía una lámpara de aceite. Había comida que nadie había probado. Un mercader contaba una larga historia de viajes, traiciones y muertes.
Faralin Ferd vestía una chaqueta de ante y una camisa de lana debajo. Tenía los codos apoyados en la mesa, mientras oía distraídamente la historia y miraba a su alrededor.
Farayl Musk, la mujer de Tanth Ein, se movía en silencio, observando si la esclava cerraba correctamente los postigos. Farayl Musk era pariente lejana tanto de Faralin Ferd como de Tanth Ein, y descendiente del gran Wall Ein Den. Aunque no exactamente hermosa, tenía talento y carácter, por lo que algunos le daban mucho valor y otros ninguno. Llevaba una vela en un candelabro, que protegía con la mano mientras avanzaba.
La llama le iluminaba el rostro y arrojaba en torno unas sombras inesperadas que la hacían aún más misteriosa. Farayl Musk sabía que Faralin Ferd la observaba, pero ella evitaba mirarlo, sabiendo lo que vale la indiferencia fingida.
Él pensaba, como muchas veces antes, que merecía a Farayl Musk más que a su propia mujer, que lo aburría. A pesar del riesgo, habían hecho el amor en varias ocasiones. Ahora el tiempo se acortaba. Podían estar todos muertos en unos cuantos días; la bebida no ahogaba esa certeza. La deseaba otra vez.
Faralin Ferd se puso de pie y salió bruscamente de la sala, echándole una mirada significativa. La historia del mercader había llegado a uno de sus periódicos puntos culminantes, cuando un hombre prominente se atragantaba con la carne de una de sus propias ovejas. Se oyeron risas. Sin embargo, unos ojos atentos vieron desaparecer al lugarteniente, y luego de un discreto intervalo, a la mujer del otro lugarteniente.
—Pensé que no te atrevías a seguirme. —La curiosidad es más fuerte que la cobardía. Sólo tenemos un instante.
—Hagamos el amor debajo de la escalera. Mira, en ese rincón.
Ella suspiró y se apoyó contra él, aferrando lo que él le ofrecía, con ambas manos. Él recordaba lo dulce que era el aliento de esa mujer. —Entonces, debajo de la escalera. Farayl Musk puso en el suelo el candelabro. Se abrió el vestido y le mostró los pechos. Él la abrazó y la llevó al rincón, besándola, excitado.
Allí fueron sorprendidos cuando una partida de doce hombres, al mando de Dathka, entró en la calle con antorchas encendidas y espadas desnudas.
Farayl Musk y Faralin Ferd protestaron en vano. Apenas tuvieron tiempo de arreglarse antes de ser conducidos al salón principal, donde otras espadas contenían al otro lugarteniente.
— Ésta es una acción legal —dijo Dathka, mirando a los demás como un lobo a unos arangos jóvenes—. Tomaré en mis manos el mando de Embruddock hasta que regrese el legítimo Señor de Embruddock, Aoz Roon. Aunque depuesto, soy el más antiguo de sus lugartenientes. Me propongo hacer que la ciudad esté bien protegida de los invasores.
Más atrás estaba Raynil Layan, sosteniendo la espada envainada.
—Apoyo a Dathka Den —dijo en voz alta—. Salud, señor Dathka Den.
Los ojos de Dathka descubrieron a Tanth Ein, perdido en las sombras. El mayor de los dos lugartenientes no se había puesto de pie. Aún estaba sentado en la cabecera de la mesa, con los brazos apoyados en el sillón.—¡Me desafías! —exclamó, saltando con la espada preparada—. ¡Ponte de pie!
Tanth Ein no llegó a moverse, pero un rictus de dolor le atravesó la cara mientras echaba la cabeza bruscamente hacia atrás. Revolvió los ojos. Cuando pateó el sillón, cayó rígidamente al suelo sin intentar detener la caída.
—¡La fiebre de los huesos! —gritó alguien—. ¡Está entre nosotros!
Farayl Musk empezó a gritar.
Por la mañana faltaban otras dos vidas, y una vez más el olor de la pira manchaba el aire de Oldorando. Tanth Ein estaba en el hospital, bajo la valiente atención de Ma Escantion.
A pesar del temor al contagio, una gran multitud se había reunido en la calle del Banco para oír la proclamación pública del gobierno de Dathka. En otros tiempos, una reunión semejante se habría celebrado al pie de la gran torre. Esos tiempos habían quedado atrás. La calle del Banco era más espaciosa y más elegante. De un lado había unos pocos tenderetes a lo largo de la costa del río; todavía se paseaban por allí los gansos, recordando antiguos derechos. Del otro lado había una hilera de edificios nuevos, y detrás de ellos se elevaban las viejas torres de piedra. Al pie de las torres habían levantado la plataforma pública.
En la plataforma estaban Raynil Layan, apoyándose en un pie y luego en otro; Faralin Ferd, con los brazos atados a la espalda, y seis jóvenes guerreros de la guardia de Dathka, armados con lanzas y espadas envainadas, que miraban torvamente a la multitud. Los vendedores de flores ofrecían a la gente ramilletes para protegerse contra la fiebre. También estaban allí los Apropiadores peregrinos, con trajes blancos y negros y letreros que urgían a la población a arrepentirse. Los niños jugaban en el límite de la muchedumbre, burlándose de la conducta de los mayores. Cuando sonó el Silbador de Horas, Dathka trepó a la plataforma y habló en seguida en público.
—Tomaré el gobierno para el bien de la ciudad —dijo. Ya no era el hombre silencioso de siempre.
Habló con elocuencia. Habló casi inmóvil, sin gesticular, sin emplear el cuerpo para dar fuerza a las palabras, como si sólo la lengua hubiera perdido el hábito del silencio. —No deseo reemplazar al legítimo gobernante de Embruddock, Aoz Roon. Cuando él regrese, si regresa, lo que es legítimamente suyo le será devuelto. Soy su representante. Aquéllos a quienes dejó en el mando han abusado del poder, lo han empleado mal. No he podido quedarme quieto ni soportarlo. Necesitamos honestidad en estos tiempos duros.
—Entonces, ¿por qué está a tu lado Raynil Layan, Dathka? —gritó una voz, y hubo otras observaciones que Dathka trató de acallar.
—Sé que tenéis quejas. Ya las escucharé más tarde. Ahora, escuchad vosotros. Juzgad a los lugartenientes de Aoz Roon. Eline Tal tuvo el valor de acompañar a su señor. Los otros dos se quedaron en casa. Tanth Ein tiene la fiebre como recompensa. Y aquí está el tercero, el peor, Faralin Ferd. Mirad cómo tiembla. ¿Acaso se ha acercado a vosotros alguna vez? Estaba adentro demasiado ocupado con su lascivia.
"Como todos sabéis, soy un cazador. Laintal Ay y yo logramos domesticar la pradera del oeste. Faralin Ferd morirá de la peste, lo mismo que Tanth Ein. ¿Seréis gobernados por cadáveres? Yo no tendré la fiebre. La plaga se transmite por el intercambio sexual, y yo estoy libre de eso.
"Lo primero que haré será restaurar la guardia de Embruddock, y luego adiestraré un ejército competente. Tal como estamos ahora podemos ser víctimas de cualquier enemigo, humano o inhumano. Mejor es morir en la batalla que en la cama.
La última frase provocó un movimiento de inquietud. Dathka se detuvo, mirando a la gente. Estaban allí Oyrey Dol, esta última con Rastil Roon en brazos. Cuando se detuvo, Oyre gritó: —Eres un usurpador. ¿En qué eres mejor que Tanth Ein o Raynil Layan?
Dathka se acercó al borde de la plataforma.
—No estoy robando nada. He recogido algo que estaba caído. —Señaló a Oyre.—Tú más que nadie, Oyre, hija natural de Aoz Roon, tendrías que saber que le devolveré el gobierno a tu padre, tan pronto como regrese. El querría que yo hiciera esto.
—No puedes hablar por él si no está aquí.
—Puedo y lo hago.
—Entonces no tienes razón.
Otras personas, para quienes esta discusión no significaba gran cosa, o que no tenían interés en Aoz Roon, empezaron también a gritar, quejándose. Alguno arrojó una fruta más que madura. Los guardias empujaban sin éxito a la multitud.
Dathka palideció. Alzó el puño por encima de la cabeza, con pasión.
—Está bien, basuras, entonces diré públicamente lo que siempre se ha callado. No tengo miedo. Pensáis tan bien de Aoz Roon, pensáis que era admirable; yo os diré qué clase de hombre era. Un asesino. Y peor, un doble asesino.
Todos callaron y alzaron las caras.
Dathka temblaba, comprendiendo lo que había desencadenado.
—¿Cómo creéis que llegó al poder Aoz Roon? Mediante el crimen, un crimen sangriento y nocturno. Algunos de vosotros recordaréis todavía a Nahkri y a Klils, hijos de Dresyl. Nahkri y Klils gobernaban aquí cuando Embruddock era apenas una granja. Una noche oscura, Aoz Roon, joven entonces, arrojó a los dos hermanos desde lo alto de la gran torre cuando estaban borrachos. Una acción sucia. ¿Y quiénes fueron los testigos, quiénes lo vieron todo? Yo estaba allí. Y también ella estaba allí, la hija natural.
Señaló la delgada figura de Oyre, que abrazaba horrorizada a Dol.—¡Está loco! —gritó un muchacho—. ¡Dathka está loco! —La gente empezaba a marcharse, algunos corriendo. De pronto hubo un tumulto. En un extremo de la multitud se inició una riña.
Raynil Layan intentó reagrupar a la gente. De la figura impotente y pálida brotó una gran voz: —Apoyadnos y os apoyaremos. Defenderemos Oldorando.
Durante todo ese tiempo, Faralin Ferd había estado en silencio en la parte posterior de la plataforma, con los brazos atados retenido por un guardia. Sintió que era el momento de intervenir.
—¡Expulsad a Dathka! —gritó—. Nunca tuvo la aprobación de Aoz Roon ni tendrá la nuestra.
Dathka se volvió con el rápido movimiento de un cazador, sacando al mismo tiempo la daga curva. Se lanzó contra el lugarteniente. Farayl Musk gritó en algún punto de la multitud, y varias voces corearon: —¡Expulsad a Dathka!
Callaron casi en seguida, por la rápida reacción de Dathka. El humo flotaba en el aire, en mitad del silencio. Nadie se movió. Dathka estaba inmóvil, de espaldas a la gente. Por un instante, también Faralin Ferd se mantuvo inmóvil. Luego echó atrás la cabeza y lanzó un gemido sofocado, y le brotó sangre de la boca. Se inclinó y el guardia lo dejó caer a los pies de.
—¡Loco, nos matarán! —gritó Raynil Layan. Corrió a la parte posterior de la plataforma y saltó abajo. Antes de que nadie pudiera detenerlo, desapareció en una callejuela lateral.
El guardia huyó corriendo, sin prestar atención a las órdenes de Dathka, mientras la gente se apretaba contra la plataforma. Farayl Musk pedía a gritos que arrestaran a Dathka. Viendo que todo había terminado, también él saltó de la plataforma y corrió.
Alejados de la multitud, junto a los tenderetes, los niños pequeños saltaban y aplaudían, excitados. La muchedumbre empezó a alborotarse; el tumulto los animaba más que la muerte. A Dathka sólo le quedó la fuga ignominiosa. Corría, jadeando, susurrando incoherentemente, por las calles desiertas, mientras sus tres sombras —penumbral, umbral, penumbral— cambiaban de forma a sus pies. También sus desordenados pensamientos se dilataban y contraían de un modo similar, mientras intentaba olvidar el fracaso y arrojar fuera, como un vómito, la certeza del desastre que había caído sobre él,
A un lado pasaban extranjeros con sus pertenencias cargadas en arcaicos trineos. Un anciano que acompañaba a un niño le dijo: —¡Vienen los peludos!
Oyó el ruido de la gente que corría, la muchedumbre vengadora. Sólo podía refugiarse en un lugar, una persona, una esperanza. Mientras la maldecía, corrió a casa de Vry.
Ella estaba de nuevo en la vieja torre. En una especie de ensoñación, sabía —y tenía miedo de saberlo— que Embruddock se acercaba a una crisis. Cuando él aporreó la puerta, Vry lo dejó entrar casi aliviada. Dathka se desmoronó llorando sobre la cama y ella lo miró sin burla ni simpatía.
—Qué confusión —dijo ella—. ¿Dónde está Raynil Layan?—Él siguió llorando, mientras golpeaba la cama con el puño.
—Basta —dijo ella suavemente. Echó a andar por la habitación, mirando el techo manchado—. En qué confusión vivimos todos. Querría no tener ninguna emoción. Los seres humanos somos terriblemente inseguros. Estábamos mejor cuando hacía frío y había nieve alrededor, cuando no teníamos… esperanzas. Querría que solamente hubiera conocimiento, puro conocimiento, y ninguna emoción.
Él se incorporó.
—Vry…
—No digas nada. Nada tienes para mí ni lo has tenido nunca, acéptalo. No quiero escuchar lo que me quieres decir. No quiero saber qué has hecho.
Los gansos gritaban en la calle. Él se sentó en la cama y bostezó.
—Sólo eres la mitad de una mujer. Eres fría. Siempre lo he sabido, pero no podía dejar de sentir lo que sentía por ti…
—¿Fría?… Estúpido, ardo como un rajabaral.
El ruido en la calle era más violento, tanto que se podían discernir voces individuales. Dathka corrió a la ventana.
¿Dónde estaban sus hombres? La gente que descendía en tropel de las calles próximas era toda desconocida. No podía ver un solo rostro familiar, no estaba ninguno de sus hombres, ni Raynil Layan —lo que no le sorprendía— ni un solo ciudadano a quien pudiera identificar. En otro tiempo, conocía todas las caras. Los extranjeros reclamaban ahora su sangre. Sintió verdadero miedo, como si su única ambición fuera morir a manos de un amigo. Ser odiado por los extraños era intolerable. Se asomó a la ventana y los maldijo, mostrando el puño.
Las caras se inclinaron hacia arriba, abriendo todas juntas las bocas como peces, y rugieron.
Dathka dejó caer el puño y se apartó de la ventana, sin querer someterse, pero igualmente sometido. Se apoyó contra la pared y se miró las manos ásperas; todavía tenía sangre fresca en las uñas.
Sólo cuando oyó abajo la voz de Vry advirtió que ella había salido del cuarto. Había abierto de par en par las puertas de la torre y ahora estaba en la plataforma hablando a la gente. La multitud se agolpaba y los que estaban más atrás pugnaban por acercarse para oír lo que ella decía. Algunos se burlaban, pero los demás los hacían callar. La voz clara y firme voló sobre las desgreñadas cabezas.
—¿Por qué no os detenéis y pensáis en lo que estáis haciendo? No sois animales. Tratad de ser humanos. Si tenemos que morir, muramos con dignidad, y no apretándonos mutuamente el cuello.
"Tenéis conciencia del sufrimiento. El sufrimiento y la conciencia son las marcas de nuestra humanidad. Sed orgullosos; no lo olvidéis cuando os llegue la muerte. Recordad el mundo de los coruscos que nos espera, donde sólo hay rechinar de dientes porque a los muertos les disgusta su propia vida. ¿No es algo terrible? ¿No os parece terrible sentir disgusto y desprecio por la propia vida? Transformad vuestras vidas desde dentro. No importan la temperatura, nieve, lluvia o sol; aceptadlos, pero trabajad para transformar vuestro ser interior. Tranquilizad vuestras almas. Pensad. ¿Acaso Dathka o su crimen tienen poder para curar problemas personales? Sólo vosotros mismos podéis hacerlo.
"Creéis que las cosas marchan mal. Os advierto que se acercan nuevas pruebas. Os lo digo con todo el peso de la academia. Mañana, mañana a mediodía, ocurriría la tercera —y la peor— de las Veinte Cegueras. Nada puede evitarlas. La humanidad no tiene poder sobre el cielo. ¿Qué haréis mañana? ¿Correréis como insensatos por las calles, cortando gargantas, rompiendo cosas, incendiando lo que construyeron los mejores, como si fuerais menos que los phagors? Decidid ahora mismo a qué bajezas e inmundicias llegaréis mañana.
Se miraron unos a otros, murmurando. Nadie gritaba. Ella esperó, eligiendo instintivamente el momento justo para iniciar un nuevo argumento.
—Hace años, la hechicera Shay Tal habló a los habitantes de Oldorando. Recuerdo claramente lo que dijo, porque admiré cada una de sus palabras. Nos ofreció el tesoro del conocimiento. Para que ese tesoro sea vuestro basta un poco de humildad y que os atreváis a tomarlo.
"Comprended lo que os digo. La ceguera de mañana no es un hecho sobrenatural. ¿Qué es? Simplemente, que uno de los dos centinelas pasa detrás del otro, esos dos soles que conocéis desde que nacisteis. Nuestro mundo es redondo, así como ellos son redondos. Imaginad qué grande ha de ser la bola de nuestro mundo para que no nos caigamos; sin embargo, es pequeña comparada con los centinelas. Ellos parecen pequeños sólo porque están muy lejos."Cuando habló, Shay Tal dijo que había ocurrido un desastre en el pasado. Yo creo que no es así. Sabemos más ahora. Wutra ha construido este mundo de manera que todo funciona por la acción conjunta de las distintas partes. El pelo os crece en la cabeza y el cuerpo mientras los soles salen y se ponen. No son acciones separadas, sino una sola a los ojos de Wutra. Nuestro mundo describe un círculo alrededor de Batalix, y otros mundos hacen lo mismo. A la vez, Batalix describe un círculo más grande alrededor de Freyr. Tenéis que aceptar que nuestra granja no está en el centro del universo.
Los murmullos de protesta crecieron. Vry los dominó alzando la voz: —¿Lo comprendéis? Comprender es más difícil que cortar cabezas, ¿verdad? Para comprender primero tenéis que oír, y luego aplicar la imaginación, para que los hechos vivan. Nuestro año, como sabemos todos, tiene cuatrocientos ochenta días. Ése es el tiempo que nos lleva, aquí en Hrl-Ichor, dar una vuelta completa alrededor de Batalix. Pero hay otro círculo: el que describe Batalix, junto con nuestro mundo, alrededor de Freyr. ¿Estáis preparados para oír la verdad? Tardamos en describir ese círculo mil ochocientos veinticinco años… Imaginaos ese gran año…
Ahora todos, en silencio, contemplaban a la nueva hechicera.
—Hasta nuestros días, pocos lo podían imaginar. Ninguno de nosotros esperaba vivir más de cuarenta años. Se necesitarían cuarenta y cinco vidas para completar ese círculo. Muchas de nuestras vidas parecen vidas aisladas, pero son parte de esa cosa más grande. Por eso es difícil adquirir el conocimiento, y muy fácil perderlo en tiempos de prueba.
Vry se sentía arrastrada por un poder nuevo, seducida por su propia elocuencia.
—¿Cuál es el desastre de que hablaba Shay Tal, tan enorme que nos hizo olvidar ese conocimiento? Pues simplemente, que la luz de Freyr varía a lo largo del gran año. Hemos pasado muchas generaciones de poca luz, de invierno, en que la tierra estaba muerta bajo la nieve. Tendríais que alegraros mañana cuando llegue el eclipse, la Ceguera, cuando el lejano Freyr pase por detrás del Batalix, porque ésa es la señal de que el calor de Freyr se está acercando… Mañana entraremos en la primavera del gran año. ¡Alegraos! Tened el buen sentido y la capacidad de alegraros. ¡Arrojad lejos la confusión que la ignorancia ha traído a vuestras vidas y alegraos! Vendrán tiempos mejores para todos.
El chotapraxi los desvió. Esa hierba leñosa crecía en macizos ahora que estaban en terrenos más bajos. Los macizos se convirtieron pronto en espesuras.
La vegetación se alzaba por encima de ellos. Sólo se interrumpía en las pequeñas elevaciones adonde a veces trepaban para orientarse. Una zarza de finos vástagos se enredaba en el chotapraxi, haciendo que el avance fuera a la vez difícil y penoso. El ejército phagor había ido por otro camino. Ellos habían estado siguiendo unas sinuosas huellas de animales, pero aun así la marcha era muy trabajosa para los yelks. Parecían nerviosos, como si no les gustara el olor punzante de la hierba; los cuernos se les enredaban en los tallos huecos y las espinas se les clavaban en las partes más blandas de los cascos. Por último los hombres desmontaron, y llevaron de la brida a los necrógenos.
—¿Cuánto falta, bárbaro? —preguntó Skitocherill.
—No mucho —respondió Laintal Ay. Era la respuesta habitual a una pregunta habitual. Habían dormido incómodamente en el bosque, y se habían despertado al alba con las ropas cubiertas de escarcha. Laintal Ay se sentía recuperado y todavía disfrutando de un nuevo bienestar, pero veía lo fatigados que estaban los otros. Aoz Roon era una sombra de lo que había sido; en mitad de la noche había hablado en una lengua extraña.
Llegaron a una zona cenagosa donde, para alivio de todos, el chotapraxi era menos tupido. Después de detenerse para ver si todo estaba en calma, se adelantaron otra vez, levantando bandadas de pequeñas aves. Había al frente un valle bordeado por suaves colinas. Entraron en él, en lugar de buscar un terreno más alto, sobre todo por causa de la fatiga; pero apenas estuvieron en la boca del valle, un viento helado se lanzó contra ellos como un animal, calándolos hasta los huesos. Avanzaron sombríamente, con la cabeza baja.
El viento traía niebla. La niebla envolvía los cuerpos de los hombres, pero las cabezas les asomaban por encima. Laintal Ay comprendía ese viento: sabía que una capa de aire helado se derramaba como agua por las distantes montañas de la izquierda, descendiendo entre las colinas hacia el valle, buscando terrenos más bajos. Era un viento local; cuanto antes se libraran de ese abrazo helado, tanto mejor.
La mujer de Skitocherill ahogó un grito y se detuvo, apoyándose contra el yelk, ocultándose el rostro con el brazo.
Skitocherill se acercó a ella y la abrazó. El aire helado le pegaba el manto a las piernas. Miró con preocupación a Laintal Ay.
—No puede seguir —dijo.
—Moriremos si nos quedamos aquí.
Apartando la humedad que tenía en los ojos, Laintal Ay miró hacia adelante. Unas horas más tarde, pensó, el valle estaría más caliente. En ese momento era una trampa mortal. Estaban a la sombra. La luz de los dos soles pasaba oblicuamente por la colina izquierda, encima de ellos, cortada en gruesas franjas por la sombra de los rajabarales gigantes de la cima. Los rajabarales humeaban ya al sol matutino; el vapor subía y arrojaba unas sombras que parecían rodar por el suelo.
Laintal Ay recordaba el lugar. Lo conocía desde la época en que había estado cubierto de nieve. Era habitualmente un lugar acogedor: el último paso antes de que el cazador ganara las llanuras donde estaba Oldorando. El viento arrebataba calor al cuerpo y había demasiado frío, aun para temblar. No podían seguir. La mujer de Skitocherill estaba aún apoyada contra el flanco del necrógeno; ahora que ella se había dado por vencida, también la criada se sentía en libertad de abandonarse y gritaba, de espaldas al viento.
—Subiremos hasta los rajabarales —dijo Laintal Ay gritando al oído de Skitocherill. Skitocherill asintió, abrazando siempre a su mujer, tratando de ayudarla a montar.
—Todos montados —ordenó Laintal Ay.
Mientras gritaba, alcanzó a ver algo blanco.
Sobre la colina, a la izquierda, aparecieron unas aves vaqueras, luchando contra el viento frío; las plumas pasaban del gris al blanco a la sombra intermitente de los rajabarales. Debajo de las aves había una hilera de phagors. Eran guerreros; empuñaban espadas. Se movieron hacia el borde de la colina y se quedaron inmóviles como rocas. Miraron a los humanos que se debatían entre las nieblas de allá abajo.
—¡Arriba, rápido, antes de que ataquen! —Mientras gritaban, Laintal Ay vio que Aoz Roon contemplaba a los phagors sin expresión, sin moverse.
Corrió hacia él y le dio un golpe en la espalda.
—Vamos. Tenemos que salir de aquí.
Aoz Roon emitió un sonido gutural.
—Estás hechizado, hombre; has aprendido algo de ese maldito lenguaje y eso te ha quitado las fuerzas.
Obligó a Aoz Roon a montar. El explorador hizo lo mismo con la criada, que lloraba de terror.
—Por la colina, hacia los rajabarales —ordenó Laintal Ay. Azotó la velluda grupa del animal de Aoz Roon mientras corría a montar en el suyo. Los yelks empezaron a trepar de mala gana. Apenas respondían a la acuciante urgencia de los hombres; los mielas se hubieran movido más rápida y ligeramente..
—No nos atacarán —dijo el sibornalés—. Si hay problemas, les entregaremos a la criada.
—Los animales. Nos atacarán por nuestros animales. Para montar, o para comer. Si quieres negociar, quédate atrás. Skitocherill movió ansiosamente la cabeza y trepó a la silla de un salto.
Abrió la marcha, conduciendo el yelk de la mujer. El explorador y la criada iban detrás. Luego quedaba un espacio, porque Aoz Roon cabalgaba distraído y permitía que el yelk se separara de los demás, a pesar de los gritos de Laintal Ay. Éste cerraba la marcha, con el yelk de carga, mirando con frecuencia hacia la colina opuesta.
Los phagors no se movían. No podían tener miedo del viento frío; eran criaturas del hielo. La inmovilidad no implicaba necesariamente una decisión. Era imposible saber en qué pensaban.
Y así el grupo subió a la colina. Pronto se libraron del viento, para gran alivio de todos, y espolearon a los animales.
Cuando llegaron a la cumbre, el sol les dio en los ojos. Los dos soles, tan juntos que parecían unidos, brillaban entre los troncos de los grandes árboles. Por un instante pudieron ver unas figuras que danzaban en el corazón de la lumbre dorada, y también Otros, en medio de alguna misteriosa festividad. Luego los Otros desaparecieron, como si la ácida gloria de la luz los hubiera disuelto inexplicablemente. Temblando aún de frío, el grupo se guarneció entre las lisas columnas. Un dosel de vapor cubría las copas, y el lugar parecía un salón de los dioses. Había aproximadamente treinta rajabarales. Más allá, el campo abierto y el camino a Oldorando.
El destacamento phagor se movió. De la completa inmovilidad pasaron a la acción total. Las bestias descendieron ordenadamente la cuesta. Sólo uno de ellos montaba un kaidaw. Era el jefe. Las aves vaqueras permanecieron chillando sobre el valle.
Desesperado, Laintal Ay buscó un refugio. No había ninguno, aparte de los rajabarales. Los árboles ronroneaban roncamente. Laintal Ay sacó la espada y espoleó al yelk hasta donde estaba el sibornalés, que ayudaba a su mujer a desmontar.
—Tendremos que combatir. ¿Estás preparado? Llegarán dentro de uno o dos minutos. Skitocherill lo miró con una expresión de dolor en toda la cara. Abría la boca en una rara mueca de angustia.
—La fiebre de los huesos —dijo—. Va a morir.
La mujer tenía una mirada vidriosa, y el cuerpo contraído.
Laintal Ay apartó a Skitocherill con un ademán de impaciencia y llamó al explorador.
—Entonces, tú y yo. Atención, aquí vienen.
Como respuesta, el explorador sonrió torvamente y movió la mano de canto como si degollara a alguien, Laintal Ay se sintió alentado.
Recorrió furiosamente la base de los árboles, buscando la abertura por donde habían desaparecido los Otros, pensando que podía haber un refugio cerca… Un refugio y quizá una esnoctruicsa, pero ya nunca su esnoctruicsa, ya nunca más.
A pesar de la brusca retirada, los Otros no habían dejado una sola huella. No había otra alternativa que pelear. Sin duda morirían. Él no se daría por vencido hasta que el aliento se le escapara por todas las heridas de lanza recibidas de los phagors.
Junto con el explorador, subió hasta el punto más alto de la colina, para desafiar al enemigo cuando apareciera.
Detrás crecía el rumor de los rajabarales. Los árboles habían dejado de echar vapor y el ruido era como de truenos. Abajo, los rayos de los soles unidos penetraban casi hasta el fondo del valle, donde iluminaban el espectáculo de los phagors vadeando el viento catabático con los cuerpos macizos envueltos en torbellinos de niebla y los pelos tiesos alborotados. Miraron hacia arriba y dieron un grito al ver a los dos hombres. Empezaron a subir.
Este incidente era observado desde la Estación Terrestre, y mil años más tarde por todos los que llegaban calzados con sandalias a los grandes auditorios de la Tierra. Esos auditorios estaban más atestados que en ningún momento del último siglo. Las personas que iban a contemplar esa enorme recreación electrónica de una realidad que había dejado de ser real muchos siglos antes, esperaban sinceramente que esos seres humanos sobrevivirían; empleando siempre el futuro condicional al que recurre naturalmente el Homo sapiens, aun para tales acontecimientos de mucho tiempo atrás.
Desde ese privilegiado punto de vista podían ver no sólo el incidente entre el grupo de rajabarales, sino la llanura donde en un tiempo se alzaba la terrible escultura de la Laguna del Pez, y la misma ciudad de Oldorando.
Todo ese paisaje estaba cubierto de figuras. El joven kzahhn se preparaba para atacar la ciudad que había destruido la vida y la brida del ilustre abuelo. Sólo esperaba la señal. Aunque sus fuerzas no estaban dispuestas con gran orden militar, sino algo dispersas, a la manera de los rebaños de ganado, y no siempre mirando hacia el frente, la sola magnitud numérica las tornaba formidables. Arrollarían Embruddock, y continuarían avanzando fatalmente hacia la costa sudoeste del continente de Campannlat, hasta los farallones del océano oriental de Climent, y quizá, si era posible, hasta Hespagorat y las rocosas tierras ancestrales de Pagovin.
Esta disposición nada homogénea de la cruzada phagor permitía que algunos viajeros, sobre todo fugitivos, pudieran moverse entre la tropa sin ser atacados, mientras escapaban apresuradamente hacia el punto de donde venía la cruzada. En general, esos temerosos grupos eran guiados por madis, sensibles a las octavas de aire que las pesadas bestias de Hrr-Brahl Yprt trataban de evitar. Así el barbado Raynil Layan empujaba hacia adelante a un tímido madi. Pasaron cerca del joven kzahhn, pero éste, inmóvil, no les hizo ningún caso.
El joven kzahhn, apoyado contra el fatigado flanco de Rukk-Ggrl, se comunicaba con aquellos que estaban en brida, el padre y el bisabuelo, oyendo en el pálido guarnés sus consejos e instrucciones. Detrás estaban los generales, y más atrás las dos gillotas sobrevivientes. Rara vez las había servido, pero si la fortuna ayudaba, volvería a ocurrir. Antes tenía que atravesar las dos octavas futuras de victoria o muerte; si llegaba a la octava de la victoria, habría música para el acoplamiento. Esperaba inmóvil, soltando ocasionalmente un poco de lecha por los ollares, entre la negra pelusa del hocico. El signo aparecería en el cielo, las octavas de aire se retorcerían hasta anudarse, y él, junto con las fuerzas que mandaba, se adelantaría para incendiar y arrasar aquella antigua ciudad maldita que antes había sido llamada Hrrm-Bhhrd Ydohk.
En ese antiguo campo de batalla, donde el hombre y el phagor se habían encontrado con una frecuencia de la que ellos nada sabían, Laintal Ay y el explorador sibornalés aprestaban las espadas para atacar al primer phagor que subiera la cuesta. Detrás de ellos los rajabarales continuaban atronando. Aoz Roon y la criada estaban agazapados junto a un tronco, esperando sin interés los acontecimientos. Skitocherill depositó en el suelo el cuerpo rígido de la mujer, tierna, muy tiernamente, protegiéndole la cara del enceguecedor doble sol que ascendía hacia el cenit. Luego corrió a unirse a sus compañeros, mientras desenvainaba la espada.
El ascenso desordenó la línea de phagors y los más rápidos llegaron a la cima. Cuando sobre la cuesta aparecieron la cabeza y los hombros del jefe, Laintal Ay se precipitó contra él. La única esperanza que les quedaba era poder despacharlos uno por uno. Había contado treinta y cinco o más phagors, y se negaba a considerar las probabilidades en contra.
El phagor alzó el brazo armado con la lanza. El brazo se inclinó hacia atrás en un ángulo desconcertante para un ser humano, pero Laintal Ay se deslizó por debajo de la lanza, y hundió la espada con el brazo recto. El codo recibió el impacto, mientras la hoja chocaba contra las costillas de la bestia. De la herida brotó una sangre amarilla y Laintal Ay recordó un viejo cuento de los cazadores; que los pulmones del phagor estaban siempre debajo de los intestinos. El lo había comprobado el día que desollara al phagor para engañar al kaidaw.
El phagor echó atrás la larga y huesuda cabeza, mientras los labios se le retraían sobre los dientes amarillentos en una mueca de agonía. Cayó y rodó por la pendiente, y quedó tendido abajo entre la niebla que se retiraba.
Pero los demás habían llegado a la cumbre y estrechaban filas. El explorador sibornalés combatía valientemente, susurrando de vez en cuando una maldición en su lengua natal. Con un grito, Laintal Ay se lanzó otra vez al ataque.
El mundo estalló.
El ruido fue tan violento y próximo, que la lucha se detuvo inmediatamente. Se oyó una segunda explosión. Unas piedras negras volaron encima de ellos; la mayoría fue a caer en el extremo lejano del valle. En seguida, el pandemónium.
Cada una de las partes se dejó llevar por sus propios instintos: los phagors se inmovilizaron, los humanos se arrojaron al suelo.
Eligieron bien el momento. Hubo nuevas explosiones simultáneas. Las piedras negras volaban por todas partes. Varias golpearon a los phagors, empujándolos hacia el fondo del valle, desparramando los cuerpos. El resto de los phagors dio media vuelta y corrió cuesta abajo, rodando, resbalando, pensando sólo en escapar. Las aves vaqueras huyeron chillando, desvaporidas.
Laintal Ay permaneció tendido, cubriéndose los oídos con las manos, mirando temeroso hacia arriba. Los rajabarales se abrían desde la copa, como toneles que reventaban soltando las duelas. En el otoño del último gran año de Heliconia habían retraído las enormes ramas cargadas de frutos juntándolas en la parte superior del tronco, cerrando la abertura con una capa de resina hasta el próximo equinoccio de primavera. Durante los siglos invernales, las bombas internas habían aspirado el calor del profundo subsuelo a través de las raíces, preparando así el momento de esta poderosa explosión.
El árbol más próximo a Laintal Ay estalló con furioso estruendo en una enorme erupción de semillas. Algunas volaban hacia arriba; la mayor parte se dispersaba en todas direcciones. La violencia de esa eyaculación arrojaba los proyectiles negros a un kilómetro de distancia. Había vapor por todas partes.
Cuando volvió el silencio, once rajabarales habían estallado. A medida que la ennegrecida corteza caía a los lados, una copa más delgada, blanquecina, cubierta de follaje verde, asomaba en el interior.
El follaje verde crecería hasta que las hojas brillantes techaran ese bosque de columnas pulidas, protegiendo las raíces de los terribles soles que arderían en el cielo cuando Heliconia se acercara más a Freyr, incomodando a hombres, bestias y plantas. Muchos morían o vivían a la sombra de los rajabarales, pero ellos tenían que proteger su propia forma de vida.
Esos rajabarales eran parte de la vegetación del nuevo mundo, el mundo que había nacido cuando Freyr irrumpiera en los nublados cielos de Heliconia. Lo mismo que los nuevos animales, luchaban en una continua competencia ecológica con los órdenes del viejo mundo, cuando Batalix imperaba solitario en el cielo. El sistema binario había creado una biología binaria.
Las semillas, negras, moteadas, calculadamente parecidas a piedras, tenían el tamaño de una cabeza humana. En el curso de los siguientes seiscientos mil días, algunas sobrevivirían y se convertirían en árboles.
Laintal Ay dio a una de ellas un descuidado puntapié y se acercó al explorador. El afilado cuerno de un phagor lo había atravesado de parte a parte. Skitocherill y Laintal Ay lo llevaron al lado de Aoz Roon y la criada. Estaba muy malherido y sangraba en abundancia. Se agacharon junto a él, impotentes mientras la vida se le escapaba del eddre.
Skitocherill inició un elaborado ritual religioso, que Laintal Ay interrumpió con impaciencia.
—Tenemos que ir a Embruddock en seguida, ¿comprendes? Deja aquí el cuerpo. Deja a la criada con tu mujer. Ven conmigo y con Aoz Roon. El tiempo corre.
Skitocherill señaló el cuerpo.
—Le debo esto. Llevará un rato, pero tiene que hacerse corno manda la fe.—Los peludos pueden volver. No se asustan con facilidad, y no podemos esperar un nuevo golpe de fortuna. Seguiré con Aoz Roon.
—Te has conducido bien, bárbaro, y me has ayudado. Prosigue tu camino, y quizá volvamos a encontrarnos alguna vez.
Cuando Laintal Ay se volvía para marcharse, se detuvo de pronto y miró atrás.
—Lamento lo que le ha ocurrido a tu mujer.
Aoz Roon había tenido el buen sentido de sostener a dos de los yelks cuando los rajabarales estallaron. Los demás animales habían huido.
—¿Eres capaz de montar?
—Sí, lo soy. Ayúdame, Laintal Ay. Me recobraré. Aprender el lenguaje de los phagors es ver el mundo de otra manera. Me recobraré.
—Monta y marchémonos.
Se alejaron rápidamente uno detrás del otro, abandonando el sitio sombreado donde el sibornalés gris rezaba de rodillas.
Los yelks avanzaron a paso firme, con las cabezas gachas y la mirada vacía al frente. Cuando soltaban un trozo de excremento, los escarabajos emergían de prisa y hacían rodar el tesoro hacia unos depósitos subterráneos, plantando inadvertidamente la simiente de los futuros bosques.
La vista no llegaba muy lejos, pues una sucesión de largas estribaciones cortaba la llanura. Había allí más monumentos de piedra, antiguos como el tiempo, con sus signos circulares corroídos por la intemperie o los líquenes. Laintal Ay avanzaba dispuesto a enfrentar cualquier dificultad, y de cuando en cuando se volvía para apremiar a Aoz Roon.
En la llanura había grupos que se movían en todas direcciones, pero Laintal Ay se mantuvo lejos de ellos. Pasaron junto a unos cadáveres descarnados, a veces todavía con restos de ropas; unas grandes aves se habían posado sobre estos memoriales de la vida, y en una ocasión vieron a un furtivo lengua de sable.
Un frente frío se alzó detrás por el norte y el este. Los discos de Freyr y Batalix estaban juntos. Los yelks pasaron junto a la Laguna del Pez, donde un montón de piedras evocaba el milagro de Shay Tal en las aguas desaparecidas muchos inviernos antes. Trepaban por otra cuesta fatigosa, cuando el viento empezó a soplar. El mundo se oscureció.
Laintal Ay desmontó y acarició el hocico del yelk. Aoz Roon permaneció en la silla, con aire abatido.
Comenzaba el eclipse. Una vez más, exactamente como había anticipado Vry, Batalix daba una mordedura de phagor al brillante disco de Freyr. El proceso era lento e inexorable, y haría que Freyr desapareciese por completo durante cinco horas y media. No muy lejos de allí, el kzahhn había recibido el signo que esperaba.
Los soles estaban devorando su propia luz. Una terrible aprensión se apoderó de Laintal Ay, congelándole el eddre. Durante un instante vio las estrellas, que brillaban en el cielo diurno. Luego cerró los ojos y se aferró al yelk, ocultando el rostro en el áspero pelaje. Las Veinte Cegueras caían sobre él, e imploró desesperado a Wutra que ganara la guerra del cielo.
Aoz Roon alzó los ojos al cielo con un asombro que le embotaba las facciones afiladas y exclamó: —¡Ahora Hrrm-Bhhrd Ydohk morirá!
El tiempo parecía detenerse. Lentamente, la luz más brillante se hundía detrás de la más opaca. El día se puso, gris como un cadáver.
Laintal Ay se dominó y tomó a Aoz Roon por los hombros delgados, escrutándole el rostro familiar pero diferente.
—¿Qué has dicho?
Aoz Roon le respondió, confuso: —Volveré a ser yo mismo.
—Te pregunté qué habías dicho.
—Sí… Ya conoces ese olor que tienen, ese olor a lecha que todo lo invade. Con el lenguaje ocurre lo mismo. Hace que todo sea diferente. Pasé medio giro de aire con Yhamm-Whrrmar, hablando con él. De muchas cosas. Cosas que para la parte de mi entendimiento que habla en olonets no tienen sentido.
—No importa. ¿Qué has dicho de Embruddock?
—Eso es algo que Yhamm-Whrrmar sabía que ocurriría, con tanta certeza como si fuera el pasado, no el futuro. Los phagors destruirán Embruddock…
—Tengo que seguir. Ven si quieres. Yo tengo que avisar a todos. A Oyre. A Dathka…
Aoz Roon se aferró entonces los brazos, con una fuerza repentina.
—Espera, Laintal Ay. En un instante volveré a ser yo mismo. Sufrí la fiebre de los huesos. El frío se me clavó en el corazón.
—Nunca has aceptado las excusas de nadie. Ahora te excusas tú.
Ciertas cualidades de otro tiempo volvieron al rostro de Aoz Roon cuando miró a Laintal Ay.
—Eres uno de los mejores; tienes mi marca; he sido tu señor. Escucha. Sólo digo lo que nunca pensé hasta que viví medio giro de aire en esa isla. Las generaciones nacen y pasan, luego caen al mundo inferior. No hay salida. Sólo podemos esperar que se diga una buena palabra cuando todo ha terminado.
—Hablaré bien de ti, pero todavía no estás muerto, hombre.
—La raza ancipital sabe que el tiempo de ellos ha terminado. Llegarán tiempos mejores para las mujeres y los hombres. Sol, flores, cosas suaves. Hasta que seamos olvidados. Hasta que Hrl-Ichor Yhar se vacíe.
Laintal Ay le dio un brusco empellón, apartándolo, maldiciendo, sin comprender.
—No importan el mañana ni todo eso. El mundo depende de ahora. Me voy a Embruddock.
Trepó nuevamente a la silla del yelk y lo espoleó. Con los movimientos letárgicos de un hombre que emerge de un sueño, Aoz Roon fue tras él. La penumbra gris se condensaba, como una fermentación. En otra hora, Batalix devoró la mitad de Freyr, y la quietud se hizo más tensa. Los dos hombres encontraron otros grupos petrificados por ese ocaso.
Más adelante vieron a un hombre que se acercaba a pie. Corría lenta pero sostenidamente, moviendo los brazos. Se detuvo en la cumbre de una elevación y los miró, listo para escapar. Laintal Ay apoyó la mano derecha en la empuñadura de la espada.
Incluso a aquella escasa luz, la majestuosa figura era inconfundible, con la cabeza leonina y la barba bifurcada, dramáticamente listada de gris. Laintal Ay lo llamó y avanzó con el yelk.
A Raynil Layan le llevó cierto tiempo convencerse de la identidad de Laintal Ay, y aún más reconocer a Aoz Roon en aquel hombre de ojos sin brillo. Se acercó cautelosamente evitando la cornamenta del yelk y apretó la muñeca de Laintal Ay con una mano húmeda.
—Me uniré a los antepasados si doy otro paso. Los dos tuvisteis la fiebre de los huesos, y habéis sobrevivido. Quizá yo no tenga tanta suerte. El esfuerzo aumenta el peligro, dicen; el esfuerzo sexual o de otra clase. —Apoyó la mano en el pecho, jadeando.—Oldorando está podrida por la peste. Como un necio, no he escapado a tiempo. Eso es lo que indican esos signos terribles en el cielo. He pecado, aunque no he sido tan malo como tú, Aoz Roon. Esos peregrinos religiosos decían la verdad. Sólo los coruscos me esperan.
Se dejó caer al suelo, resoplando, con la cabeza entre las manos. Apoyó el codo en un bulto que traía consigo.
—Cuéntame cosas de la ciudad —dijo Laintal Ay, impaciente.
—No preguntes… déjame en paz… morir en paz.
Laintal Ay desmontó y pateó el trasero del encargado de la acuñación de moneda.
—¿Qué ocurre en la ciudad… además de la peste?
Raynil Layan alzó la cara roja.
—Enemigos en el interior… Como si la visita de la fiebre no hubiera bastado, tu valioso amigo, el otro señor de la Pradera del Oeste, ha intentado usurpar el puesto de Aoz Roon. Yo ya desespero de la naturaleza humana.
Metió la mano en un bolso que le colgaba del cinto y sacó algunas brillantes monedas de oro, roons que él mismo acababa de acuñar.
—Quiero comprar tu yelk, Laintal Ay. Estás a una hora de tu casa y no lo necesitas. Yo sí…
—Más noticias. ¿Qué ha sido de Dathka? ¿Ha muerto?
—¿Quién sabe? Probablemente sí, a estas horas. Yo salí anoche.
—¿Y la tropa de phagors? ¿Cómo has pasado tú entre ellos? ¿Pagando con monedas?
Raynil Layan alzó una mano mientras guardaba el dinero con la otra.
—Hay muchos entre nosotros y la ciudad. Yo traía un guía madi, que supo evitarlos. Quién sabe qué se proponen esas inmundas criaturas. —Como si hubiese tenido un brusco recuerdo, agregó: —Comprende que me he marchado, no por mi bien, sino por aquellos a quienes yo tenía que proteger. Más atrás vienen otros de mi grupo. Nos robaron nuestros mielas apenas salimos, y por eso…
Gruñendo como un animal, Laintal Ay tiró de la chaqueta del hombre y lo puso de pie.
—¿Otros? ¿Otros? ¿Quién te acompaña? ¿A quiénes has abandonado, basura? ¿Vry estaba contigo? Raynil Layan hizo una mueca.
—Déjame en paz. Ella prefiere la astronomía, lamento decirlo. Aún está en la ciudad. Dame las gracias, Laintal Ay; he rescatado a amigos y familiares tuyos y de Aoz Roon. Y cédeme ese insoportable yelk…
—Más tarde arreglaré cuentas contigo. —Laintal Ay hizo a un lado a Raynil Layan y saltó al yelk. Lo espoleó con violencia, cruzó la colina y avanzó rápidamente hasta la próxima, gritando.
En el borde de la pendiente vio a tres personas y un niño pequeño. Un guía madi se inclinaba ocultando el rostro, abrumado por los signos del cielo. Más atrás estaban Dol, con Rastil Roon en los brazos, y Oyre. El niño lloraba. Las dos mujeres miraron con temor a Laintal Ay mientras desmontaba y se acercaba. Sólo cuando las abrazó y las llamó lo reconocieron.
Oyre también había pasado por el ojo de la aguja de la fiebre. Sonrieron mirándose asombrados los cuerpos esqueléticos. Luego ella rió y lloró al mismo tiempo, y lo abrazó. Mientras todos se abrazaban, Aoz Roon se acercó, tomó la muñeca regordeta de su hijo y besó a Dol. Las lágrimas le corrían por la cara desgastada.
Las mujeres contaron algo de la reciente y penosa historia de Oldorando; Oyre explicó el fracasado intento de. estaba aún en la ciudad, con muchos otros. Cuando Raynil Layan se ofreció a escoltar a Oyre y Dol, ellas aceptaron. Aunque sospechaban que el hombre huía para salvarse, tenían tanto miedo de que Rastil Roon se contagiara la peste que aceptaron y se marcharon. No tenían ninguna experiencia, y los bandoleros de Borlien les robaron casi en seguida bienes y monturas.
—¿Y los phagors? ¿Atacarán la ciudad?
Las mujeres sólo sabían que la ciudad estaba aún en pie, a pesar del caos que reinaba entre los muros. Y habían visto, por cierto, unas enormes y apretadas fuerzas phagors fuera de la ciudad, mientras escapaban.
—Es preciso que regrese.
—Entonces iré contigo. No volveré a abandonarte —dijo Oyre—. Que Raynil Layan haga lo que le plazca. Dol y el niño pueden quedarse con mi padre.
Mientras hablaban, abrazados, el humo se elevó sobre la llanura, hacia el oeste. Estaban demasiado ocupados y felices para advertirlo.
—La vista de mi hijo me revive —dijo Aoz Roon, estrechando al niño y secándose los ojos con la mano—. Dol, si eres capaz de dejar morir el pasado, seré para ti un hombre mejor desde ahora en adelante.
—Dices palabras de arrepentimiento, padre —dijo Oyre—. Y yo tendría que hablar primero. Comprendo ahora qué testaruda he sido con Laintal Ay, y cómo por eso estuve a punto de perderlo.
Mientras miraba las lágrimas en los ojos de ella, Laintal Ay pensó involuntariamente en la esnoctruicsa, en las honduras de la tierra, bajo los rajabarales, y pensó que sólo porque Oyre había estado a punto de perderlo eran ahora los dos capaces de reencontrarse. La acarició, pero ella se apartó de él y dijo: —Perdóname, y seré tuya, y nunca más me mostraré testaruda, lo juro.
Laintal Ay la abrazó sonriendo.
—Conserva tu voluntad. Será necesaria. Tenemos mucho más que aprender, y hemos de cambiar con el cambio de los tiempos. Te agradezco que hayas comprendido, y que me hayas impulsado a hacer algo.
Se estrecharon amorosamente, uniendo los cuerpos delgados, besándose en los labios frágiles.
El guía madi empezaba a volver en sí. Se puso de pie y llamó a Raynil Layan, pero el maestro de la Casa de la Moneda había huido. Ahora el humo era más denso, añadiendo cenizas al cielo ceniciento.
Aoz Roon empezó a hablarle a Dol de sus experiencias en la isla, pero Laintal lo interrumpió: —Estamos unidos de nuevo, y es milagroso. Pero Oyre y yo tenemos que regresar en seguida a Embruddock. Allí sin duda nos necesitan.
Los dos centinelas se perdieron entre las nubes. Una brisa sopló desde Embruddock, turbando la llanura y trayendo la noticia del fuego. El humo era cada vez más espeso, y ocultaba a los seres vivientes —amigos o enemigos— dispersos en el extenso territorio. Todo estaba envuelto en humo y con él llegó el olor del incendio. Bandadas de gansos volaban hacia el este.
Las figuras humanas reunidas entre las cornamentas de los dos animales representaban tres generaciones. Empezaron a moverse mientras el paisaje desaparecía. Sobrevivirían, aunque todos los demás perecieran, aunque kzahhn triunfara, porque eso era lo que había ocurrido.
Aun entre las llamas que consumían Embruddock, nacían nuevas configuraciones. Detrás de la máscara ancipital de Wutra, Siva —el dios de la destrucción y la regeneración— estaba furiosamente ocupado en Heliconia. Ahora el eclipse era total.