III - UN SALTO DESDE LA TORRE

El día siguiente al entierro de Pequeño Yuli y a las celebraciones de la ocasión, todos tuvieron que volver a trabajar como de costumbre. Por el momento, olvidaron pasadas glorias y disgustos; aunque no Laintal Ay y Loilanun, a quienes Loil Bry recordaba continuamente el pasado. Cuando no lloraba, se complacía en evocar los felices días juveniles.

En la habitación colgaban aún tapices antiguos, como entonces. Aún gorgoteaban en el suelo los conductos de agua caliente y la ventana de porcelana seguía brillando. Había aún polvos, ungüentos, perfumes. Pero no estaba Yuli, y Loil Bry había entrado en la ancianidad. Las polillas estropeaban los tapices. El nieto crecía.

Pero antes de la época de Laintal Ay, cuando el amor florecía entre los abuelos, ocurrió un incidente de aspecto trivial cuyas repercusiones habrían de marcar desastrosamente a Laintal Ay y a la misma Embruddock; murió un phagor.

Cuando se recobró de la herida, Pequeño Yuli tomó por mujer a Loil Bry. Hubo una ceremonia para señalar el gran cambio que había acaecido en Embruddock, porque con esa unión se unieron simbólicamente las dos tribus. Quedó convenido que el viejo señor Wall Ein, Yuli y Dresyl gobernarían Oldorando como un triunvirato. Y el acuerdo funcionó bien, porque todo el mundo tenía que trabajar duramente para sobrevivir. Dresyl trabajaba sin cesar. Tomó como mujer a una muchacha delgada cuyo padre era forjador de espadas; tenía aire perezoso y voz cantarina. Se llamaba Dly Hoin Den. Los narradores nunca decían que Dresyl se decepcionó de ella; ni que al principio ella lo había atraído en parte como representante bonita, aunque anónima, de la nueva tribu a la que él deseaba pertenecer. Porque para Dresyl, al contrario de Yuli, el sentido de equipo era la clave de la supervivencia. Lo que hacía no era nunca para sí mismo; ni, en cierto sentido, Dly Hoin.

Ella le dio dos varones: Nahkri y, un año más tarde, Klils. Aunque podía dedicarles poco tiempo, Dresyl quería a sus hijos y derramó sobre ellos el amor sentimental que él había perdido junto con sus padres, Iyfilka y Sar Gotth. Contó a sus hijos y amigos muchas leyendas acerca del tatarabuelo Yuli, el sacerdote de Pannoval que había derrotado a dioses cuyos nombres ahora nadie recordaba. Dly Hoin les enseñó los rudimentos de la escritura, pero nada más. Bajo la dirección del padre, los muchachos se convirtieron en buenos cazadores. La casa estaba siempre llena de ruidos y alarmas. Por fortuna, el cariñoso padre nunca advirtió la veta histriónica que había en ambos, y en particular en Nahkri.

Como para desvirtuar las predicciones de que los dos primos hermanos tendrían igual destino, Pequeño Yuli se encerró en sí mismo como Dresyl se encerró en la comunidad.

Bajo la influencia de Loil Bry, Yuli se ablandó y cada día cazaba menos. Sentía la hostilidad de la comunidad hacia Loil Bry por sus ideas exóticas, y dejó de salir. Se sentaba en la gran torre, y dejaba que en el exterior soplaran los vientos huracanados. Su mujer, y el anciano padre de ella, le enseñaron muchas cosas misteriosas sobre el mundo del pasado y el mundo inferior.

Y así fue como Pequeño Yuli se echó a ese mar de conversación en que Loil Bry podía desplegar libremente un velamen negro y perdió de vista la tierra. Hablando del mundo inferior, Loil Bry dijo a Pequeño Yuli mientras lo miraba con sus ojos lustrosos un día del segundo cuarto del año: —Querido mío, puedes comunicarte en tu mente con la memoria de tus padres. Los ves a veces como si aún anduvieran sobre la tierra. Tu imaginación tiene el poder de evocar la olvidada luz solar que los alumbraba. Pero aquí en nuestra comarca hay un método para hablar directamente con quienes se han ido. Aún viven, mientras se hunden en el mundo inferior hacia la roca original, y podemos llegar hasta ellos, así como los peces se zambullen para alimentarse en el lecho del río.

Él murmuró: —Querría hablar con mi padre, Orfik, ahora que mi edad me permite el buen sentido. Querría hablarle de ti.

—Además, valoramos a nuestros maravillosos padres, y a sus padres, que tenían la fuerza de gigantes. Mira las torres de piedra donde vivimos. No podemos construirlas; pero nuestros padres podían. Mira cómo el agua hirviente de los manantiales ha sido atrapada para calentar nuestras torres. No conocemos ese arte; pero nuestros padres lo conocían. Se han alejado de nuestros ojos, pero aún existen como coruscos y fessupos.

—Enséñame esas cosas, Loil Bry.

—Porque eres mi amante, y porque mi pulso se acelera cuando miro tu carne, te enseñaré a hablar directamente con tu padre, y por su intermedio, con todos los hombres de tu tribu que hayan existido.

— ¿Podría hablar incluso con mi bisabuelo, Yuli de Pannoval?

—En nuestros hijos las dos tribus se fundirán, mi amor, como ocurre con los hijos de Dresyl. Aprenderás con Yuli, para que su sabiduría se combine con la nuestra. Eres un gran hombre, mi amor, y no un mero miembro de una tribu, como los pobres necios que hay afuera; serás aún más grande si hablas directamente con el primer Yuli.

Aunque Loil Bry se preocupaba mucho por Pequeño Yuli porque necesitaba alguien con quien construir un gran amor, pensaba que lo dominaría todavía más si le enseñaba las artes esotéricas. Con la protección de Pequeño Yuli ella podría conservar una suntuosa ociosidad, como había hecho antes de la invasión.

Aunque Pequeño Yuli amaba a esa mujer inteligente y perezosa, advertía que ella podía atarlo con sus ardides, y resolvió aprender cuanto pudiera sin dejarse engañar. Algo, en el temperamento de ambos, o en la situación, hizo que de todos modos se engañara.

Loil Bry, con la ayuda de una anciana sabia y un anciano sabio, enseñó a Yuli la disciplina de la comunicación con los padres. Yuli abandonó enteramente la caza para entregarse a la contemplación; Baruin y los demás le daban de comer. Empezó a practicar el pauk. En ese estado de trance, esperaba encontrarse con el corusco de su padre, Orfik, y a través de él comunicarse con los fessupos, los coruscos ancestrales que se hundían a través del mundo inferior hacia la roca original, en la que el mundo había comenzado.

En esa época, Yuli apenas salía. Esa conducta tan poco viril era un misterio en Oldorando.

Años atrás, Loil Bry había vagabundeado mucho por las tierras que rodeaban Embruddock, como haría más tarde su nieto Laintal Ay. Quiso que Yuli viera por sí mismo cómo las piedras que demarcaban las octavas de tierra estaban esparcidas a lo largo de todo el territorio.

Para esto llamó a un hombre ceniciento, con aire de halcón, llamado Asurr Tal Den. Era el abuelo de Shay Tal, que desempeñaría ulteriormente un papel muy importante. Loil Bry ordenó a Asurr Tal que llevara a Yuli hacia el noreste de Oldorando. Había estado una vez allí, mirando el día que se convertía en media luz y la media luz que se convertía en breve noche, sintiendo en el cuerpo el latido del mundo.

De modo que Asurr Tal salió a pie con Yuli en la estación benigna. Era a principios del invierno, cuando Batalix se elevaba al sur del este, y brillaba solitario menos de una hora —el intervalo disminuía de día en día— antes de la salida del segundo centinela. Soplaba el viento, pero el cielo brillaba limpio como el bronce. Aunque Asurr Tal estaba desgastado y encorvado, se fatigaba menos que Yuli, poco acostumbrado a caminar. Hizo que Yuli ignorara los lobos distantes y que estudiara todo lo que veía en términos esotéricos. Asurr Tal le mostró unos postes de piedra, como los que había cerca del lago Dorzin. Los postes se elevaban de una rueda con un círculo en el centro y dos líneas que conectaban el círculo interior con el exterior. Asurr Tal explicó el significado de los postes con una voz cantarina.

Dijo que en ese símbolo la energía irradiaba desde el centro hacia la circunferencia, así como irradiaba de los antepasados hacia los descendientes, o de los fessupos, a través de los coruscos, a los seres vivos. Esos pilares demarcaban las octavas de tierra. Cada hombre o mujer nacía en una octava. La energía de las octavas de tierra variaba con las estaciones y determinaba que nacieran niños o niñas. Las octavas de tierra se extendían por todas partes, hasta los mares lejanos. La gente vivía con felicidad si se conformaba a las correspondientes octavas de tierra.

Sólo quienes eran enterrados en la octava de tierra correcta, podían, como coruscos, comunicarse con los descendientes vivos. Y estos descendientes tenían que encontrarse también en la octava adecuada cuando emprendieran el viaje al mundo inferior.

Extendiendo la mano como un cuchillo, Asurr Tal cortó las sierras y los valles circundantes.

—Si recuerdas esta sencilla norma, la comunicación con los padres es posible. Las palabras se hacen más débiles como un eco a través de los valles, de una generación desvanecida a la siguiente, y así por todo el reino de los muertos, que superan en número a los vivos como los piojos a los hombres.

Mientras Yuli contemplaba la árida ladera, sintió de pronto un profundo rechazo por esas enseñanzas. Hasta poco antes se había interesado solamente por los vivos, y siempre se había sentido libre.

—Hablar con los muertos —dijo con intensidad—. Los vivos no deberían tener contacto con los muertos. Nuestro lugar está aquí, sobre la tierra.

El anciano dejó escapar una risita, y tiró de la manga de piel de Yuli familiarmente, señalando hacia abajo.

—Puedes creerlo así, puedes creerlo así. Pero aunque sea lamentable, la norma de la existencia es que nuestro lugar se encuentra a la vez aquí y abajo, en el polvo. Tenemos que aprender a usar a los coruscos como a los animales, para nuestro beneficio.

—Los muertos deberían conservarse en su lugar.

—Oh, está bien… pero en cuanto a eso, un día tú mismo estarás muerto. Además, la señora Loil Bry desea que aprendas estas cosas, ¿no es verdad?

Yuli tuvo el deseo de gritar: «Odio a los muertos, y nada quiero de ellos». Pero calló, mordiendo las palabras. Y así perdió.

Aunque aprendió a cumplir los rituales de la comunicación con los ancestros, Pequeño Yuli nunca logró hablar con su padre, y mucho menos con el primer Yuli. Los muertos no respondieron. Loil Bry lo explicaba diciendo que sus padres habían sido enterrados en la octava de tierra incorrecta. Nadie comprendía por completo los misterios del mundo inferior. Yuli, intentando comprender, cayó cada vez más en poder de Loil Bry.

Durante todo este tiempo, Dresyl trabajaba para la comunidad, de acuerdo con el viejo señor. Nunca dejó de querer a Yuli, e hizo incluso que sus dos hijos estudiaran en parte los conocimientos que enseñaba la extraña tía. Pero no permitió que la enseñanza se alargara, para evitar que fueran embrujados.

Dos años después del nacimiento de Nahkri, Loil Bry dio a Pequeño Yuli una hija. La llamaron Loilanun. Loilanun nació en la torre, junto a la ventana de porcelana, con ayuda de la partera.

Y con la ayuda de Yuli, Loil Bry dio a su hija un regalo especial. Le regalaron, y por medio de ella a todo Oldorando, un calendario.

A causa de la distorsión de los siglos, Embruddock tenía más de un calendario. De los tres que había, el más conocido era el llamado señorial. El calendario señorial simplemente contaba los años a partir del acceso al poder del último señor. Los otros dos eran anticuados, y uno de ellos se consideraba siniestro, por lo que había sido abandonado, aunque nunca había muerto del todo: era el calendario de dos filos. El denniss se ocupaba de grandes números, pero nadie lo comprendía bien desde que expulsaran a los sacerdotes.

Según estos viejos calendarios, el nacimiento de Loilanun caía, respectivamente, en los años 21, 343 y 423. Con el nuevo, se declaró que ese año era el tercero después de la Unión. Desde ese momento en adelante, las fechas se referirían al tiempo transcurrido desde la unión de Oldorando y Embruddock.

La población recibió este don con el mismo estoicismo con que recibió la noticia de que había en la vecindad una banda de merodeadores de dos filos.

Un alba de Batalix, cuando las nubes eran densas como flemas y la escarcha moteaba las antiguas fortificaciones del poblado, en la torre oriental sonó el cuerno de alarma. En seguida hubo gritos y conmoción. Dresyl ordenó que las mujeres quedaran encerradas en la torre de las mujeres, donde ya había varias trabajando. Reunió a los hombres armados en las barricadas. Los hijos más pequeños de Dresyl fueron temblando a reunirse con él, mirando hacia el sol naciente.

A lo lejos, en el alba gris, se veían cuernos.

Los phagors atacaron en gran número. Entre ellos había dos montados en kaidaws, unos animales con cuernos, de pelaje rojo, capaces de soportar los mayores fríos.

Mientras asaltaban las barricadas, Dresyl hizo que uno de sus hombres destruyera un pequeño dique de tierra que contenía las aguas calientes de un geiser. Es notorio que los phagors odian el agua. Y una hirviente inundación remolineó entre las piernas de los phagors, provocando una tremenda confusión. Algunos cazadores se adelantaron para consolidar la ventaja. Uno de los kaidaws cayó en el fango amarillo, revolviendo los cascos, y murió con el corazón atravesado por una lanza bien dirigida. La otra gran bestia saltó sin tornar impulso, salvando la barricada. Era el legendario salto del caballo con cuernos, que pocos seres humanos han visto nunca. El animal cayó entre los guerreros de Oldorando.

Mataron a palos al kaidaw y capturaron al jinete. Muchos otros phagors fueron mutilados a pedradas. Por último, los atacantes se retiraron; sólo un defensor había muerto. Todos estaban exhaustos. Algunos se lanzaron a las fuentes termales para recuperarse.

Dresyl declaró que había sido una gran victoria de la acción concertada. Iba de un lado a otro con una especie de furia, el ceño oscurecido por el triunfo, gritando que eran ahora una sola tribu, unida por la sangre derramada en combate. Desde ese momento en adelante todos trabajarían para todos, y prosperarían. Las mujeres se reunieron a escuchar, susurrando, mientras los hombres tendidos se recuperaban. Era el año Seis.

La carne de kaidaw era excelente. Dresyl ordenó un banquete para celebrar la victoria, que comenzaría cuando los centinelas se pusieran. El kaidaw fue parcialmente cocido en las aguas termales, y luego asado sobre una hoguera encendida en la plaza.

Corrieron el vino de cebada y el rathel.

Dresyl pronunció un discurso, y también el viejo señor, Wall Ein. Se cantaron canciones. El hombre que cuidaba de los esclavos trajo al phagor capturado.

Nadie presente en esa noche del año Seis tenía nada que temer. Los humanos habían vuelto a luchar contra sus legendarios enemigos, y ahora festejaban el triunfo. El festejo incluiría la muerte del phagor cautivo. Los habitantes de Oldorando no tenían modo de saber que éste era un personaje muy especial de la raza de dos filos, y que esta muerte gotearía por el conducto de los años hasta que un castigo terrible cayera sobre ellos.

Todo el mundo guardó silencio cuando el monstruo apareció mirando con grandes y furiosos ojos rojos. Tenía los brazos atados con una maroma de cuero. Los pies córneos pisaban inquietos el suelo. En la creciente oscuridad parecía enorme, el coco de las pesadillas nocturnas, una creación de los inquietos sueños de la media luz. Estaba cubierto de pelo blanco, sucio por el barro y la batalla, y se erguía desafiante entre los captores, exhalando un poderoso olor; la cabeza ósea con los largos cuernos estaba echada hacia adelante entre los hombros. La espesa lecha blanca apareció subrepticiamente en las hendeduras de los ollares, primero en una, luego en la otra.

Esta bestia llevaba unos extraños adminículos. Un ancho cinturón de cuero le rodeaba el vientre; en los tobillos y las muñecas tenía unas espuelas con púas. Los elegantes y afilados cuernos se alzaban sobre un casco metálico que ceñía el cráneo gigantesco, se adelantaba con una doble punta en el centro de la frente, entre los ojos, se curvaba detrás de las orejas, y se cerraba debajo de la mandíbula inferior, larga y huesuda.

Baruin se aproximó y dijo: —Mirad lo que ha logrado nuestra acción concertada. Hemos capturado a un jefe. A juzgar por el casco, esta bestia dirige una tropa. Miradlo bien, vosotros los jóvenes que nunca habéis visto de cerca un peludo, porque éste es nuestro enemigo tradicional, en la oscuridad y en la luz.

Muchos jóvenes cazadores se adelantaron y tiraron del apelmazado pelo de la criatura. El phagor no se movió y soltó una ventosidad como un pequeño trueno. Los cazadores retrocedieron alarmados.

—Los peludos organizan sus fuerzas en tropas —explicó Dresyl—. La mayoría habla olonets. Tienen seres humanos como esclavos, y son tan bestiales que se comen a los prisioneros. Siendo un jefe, esta bestia comprende todo lo que decimos, ¿no es verdad? —Agarró el áspero hombro. El monstruo lo miró fríamente.

Entonces habló el viejo señor, que estaba al lado de Dresyl: —Los phagors machos se llaman estalones y las hembras, gillotas, o fillockas. Machos y hembras combaten juntos y participan por igual en las incursiones. Son criaturas del hielo y la oscuridad. Tu gran antepasado Yuli nos advirtió contra ellos. Traen la enfermedad y la muerte.

Entonces el phagor habló, en olonets, con una voz áspera y vibrante: —Todos vosotros, indignos hijos de Freyr, desapareceréis antes de la tormenta final. Esta ciudad y este mundo pertenecen a la raza de dos filos.

Las mujeres se asustaron. Arrojaron piedras a aquella abominación que hablaba en medio de la muchedumbre y gritaron: —¡Matadlo, matadlo!

Dresyl alzó un brazo y señaló:

—Llevadlo a la cima de la torre de hierba, amigos. ¡Llevadlo arriba y arrojadlo al vacío!

—Sí, sí —rugieron todos, y los cazadores más osados se adelantaron, y empujaron al gran bulto obstinado hacia la torre vecina. Había una gran excitación y algazara, y los niños corrían gritando entre los mayores.

Entre ellos se encontraban los dos hijos de Dresyl, Nahkri y Klils, que por ese entonces apenas sabían caminar. Como eran muy pequeños, podían meterse a tropezones entre los adultos; así llegaron hasta la pierna derecha del phagor que se erguía ante ellos como una columna velluda.

—Tócalo.

—No. Hazlo tú.

—No te atreves, cobarde.

—También tú eres cobarde.

Con dedos regordetes, tocaron la pierna al mismo tiempo. Una fuerte musculatura se movía bajo el pelo. El miembro se elevó, y el pie de tres dedos pisó el fango.

Aunque esas monstruosas criaturas podían hablar en olonets, distaban mucho de ser humanas. Tenían pensamientos extraños. Los viejos cazadores sabían que en aquellos cuerpos cilíndricos los intestinos estaban encima de los pulmones. Andaban con paso mecánico, y era obvio que la articulación de los miembros no tenía nada de humana; los phagors torcían las piernas y los antebrazos en posturas imposibles. Esa diferencia, por sí sola, bastaba para atemorizar a los muchachos.

Durante un instante, estuvieron en contacto con lo desconocido. Retirando las manos como si se hubiesen quemado —aunque, en realidad, la temperatura del phagor era inferior a la del hombre— los dos niños se miraron con ojos despavoridos.

Luego estallaron en aullidos de miedo. Dly Hoin alzó a los chiquillos en brazos. Dresyl y los demás ya se habían llevado al monstruo.

Aunque el gran animal se debatía en sus ligaduras, fue obligado a entrar en la torre y a subir. La muchedumbre, inquieta, escuchaba en la plaza los ruidos que poco a poco ascendían en la torre. En el aire espeso estalló una ovación cuando el primer cazador apareció sobre el terrado. Detrás de la multitud se asaba el kaidaw, sin que nadie lo atendiera; la fragancia de la carne se mezclaba con el humo de la madera e invadía el cuenco de la plaza, repleto de caras vueltas hacia arriba. Una segunda ovación, más fuerte, se oyó cuando la figura del phagor se alzó en el terrado, negra contra el cielo.

— ¡Traedlo abajo! —gritó la multitud.

El monstruo luchó contra los hombres que querían empujarlo. Rugió cuando lo hirieron con las dagas. Y entonces, como entendiendo que el juego había concluido, saltó al parapeto y se quedó mirando la tumultuosa multitud que esperaba allá abajo.

Con un último estallido de furia, rompió las ligaduras.

Con los brazos abiertos, dio un gran salto hacia adelante, alejándose de la torre. Cuando la muchedumbre quiso dispersarse, era demasiado tarde. El gran cuerpo cayó aplastando a tres personas, un hombre, una mujer y un niño. El niño murió en seguida. Un gemido de terror brotó del resto.

El gran animal no estaba muerto todavía. Se incorporó sobre las piernas rotas, enfrentándose a las espadas vengadoras de los cazadores. Todos lo hirieron, atravesando la piel gruesa y la carne firme. El phagor luchó hasta que la sangre amarilla corrió por el suelo pisoteado.

Mientras se desarrollaban estos terribles acontecimientos, Pequeño Yuli estaba en su habitación con Loil Bry y la niña. Cuando trató de vestirse para unirse a la lucha, Loil Bry dijo que no se encontraba bien y necesitaba compañía. Se apretujó contra él y le besó los labios con la boca pálida, y no lo dejó ir.

Después de esto, Dresyl desdeñó a su primo hermano. Lo pensó a veces, pero no lo mató, aunque los tiempos eran duros. Recordó la lección, reconociendo que las muertes dividían a la tribu. Cuando sus hijos gobernaron, esto fue olvidado.

La magnanimidad de Dresyl, fundada en esa amistad iniciada en la niñez, fue alabada por todos y antes de que Dresyl tuviera barba, y hebras grises en ella, consolidó la comunidad.

Y las cosas que Pequeño Yuli aprendió, a expensas de su ánimo de lucha, fructificaron en el futuro.

Inmediatamente después de la conmoción causada por el jefe phagor, la comunidad soportó otra ordalía. Una misteriosa enfermedad caracterizada por fiebres, calambres y una erupción en todo el cuerpo cayó sobre media población de Oldorando. Los primeros que enfermaron fueron los cazadores que habían conducido al phagor a lo alto de la torre. Durante unos días, nadie salió a cazar y hubo que recurrir a los cerdos y gansos domésticos. Una mujer embarazada murió de la fiebre, y toda la aldea lamentó que dos vidas preciosas se hubieran perdido en el mundo inferior. Yuli y Loil Bry, junto con su hijita, escaparon a la fiebre.

Pronto la sangre de la comunidad se repuso y la vida continuó como de costumbre. Pero las noticias de la muerte del phagor llegaron muy lejos. Durante un tiempo el clima siguió duro para la humanidad. Los fríos vientos arrancaban las costuras de toda prenda que no estuviera firmemente cosida.

Los dos luminosos centinelas, Freyr y Batalix, prosiguieron su tarea celeste y el Silbador de Horas continuó brotando.

Durante la mitad del año, los centinelas brillaban juntos en el cielo. Enseguida las horas de los ocasos se alejaban gradualmente, hasta que Freyr imperaba en el cielo de día y Batalix de noche; en ese tiempo, la noche apenas parecía noche ni el día podía llamarse día. Luego los centinelas se reconciliaban nuevamente: los días, con las dos luces, eran brillantes, y las noches muy oscuras.

Un día, cuando sólo las punzantes estrellas miraban Oldorando, y había mucho frío y oscuridad, murió el viejo señor Wall Ein; descendió al mundo inferior para transformarse en un corusco y hundirse en la roca primigenia.

Pasó un año, y luego otro. Una generación crecía y otra envejecía. Lentamente la población medraba bajo el pacífico gobierno de Dresyl, mientras los soles rondaban como centinelas en lo alto.

Aunque Batalix era el disco de mayor tamaño, Freyr daba siempre más luz y más calor. Batalix era un viejo centinela; Freyr era joven y lujurioso. Ningún hombre podía afirmar con certeza que de una generación a otra Freyr se acercara a la humanidad, pero eso decían las leyendas. La humanidad se mantenía —sufriendo o alegrándose— de generación en generación, y vivía en la esperanza de que Wutra triunfara en el cielo, e incluso apoyara a Freyr.

En estas leyendas había una realidad, como en el bulbo de la flor hay una flor. De modo que los seres humanos sabían, sin saber que sabían.

En cuanto a los animales y las aves, abundantes en número pero no en cantidad de especies, estaban más sujetos a las fluctuaciones magnéticas del globo que los seres humanos. También ellos sabían sin saber que sabían. Este conocimiento les decía que se aproximaban cambios ineluctables, que ya estaban preparándose debajo del suelo, en el torrente sanguíneo, en el aire, en la estratosfera, en toda la biosfera.

Por encima de la estratosfera se desplazaba un mundo pequeño, construido con metales de los ricos campos interestelares. Desde la superficie de Heliconia, ese mundo se veía en el cielo nocturno como una estrella veloz.

Era la estación Observadora Terrestre Avernus.

Avernus estudiaba de cerca el sistema binario de Freyr y su compañera Batalix. En particular, las familias de la estación estudiaban Heliconia, como habían hecho durante más de uno de aquellos lentos Grandes Años alrededor de Freyr, o Estrella A, como se la conocía en la estación.

Heliconia tenía una excepcional importancia para los habitantes de la Tierra, y nunca más que en este período. Heliconia giraba en tomo de Batalix, o Estrella B, como la llamaban en la estación. Tanto el movimiento del sol como el del planeta estaban acelerándose. Se movían separados de Freyr por una distancia seiscientas veces mayor que la Tierra del Sol. Pero la distancia disminuía de semana en semana.

El planeta había pasado el apastrón, el punto más frío de su órbita, varios siglos antes. Había un nuevo interés en los pasadizos de la Estación Observadora: todo el mundo podía leer el mensaje implícito en los gradientes de temperatura, cada vez más favorables.