XIV - POR EL OJO DE LA AGUJA

La humanidad temía la mordedura del phagor, pero más temible era la mordedura de la garrapata del phagor.

La mordedura de la garrapata no irritaba al phagor y apenas al hombre. El aparato bucal de la garrapata se había adaptado a lo largo de milenios y era capaz de atravesar la piel con un daño mínimo. Luego aspiraba sin dolor los líquidos que necesitaba para desarrollar su propio y completo ciclo reproductivo.

La garrapata tiene unos complicados órganos genitales y carece de cabeza. El aparato bucal se divide en dos partes. Un par de pinzas modificadas penetran en la carne e inyectan anestesia local y un anticoagulante, y un par de órganos sensorios con una lámina cubierta de dientes inclinados hacia adentro, clavan cómodamente la garrapata al huésped.

La garrapata se adentra en la piel, se resiste a que la desplacen, y sólo cae cuando se ha nutrido, salvo que un ave vaquera la descubra con el inquisitivo pico y la devore como un exquisito bocado.

Las células de la garrapata son como multitudinarios Embruddocks para el virus hélico. El virus se aloja allí, inerte, aguardando cierto armónico que lo llame a la orquesta de la vida, pero si el huésped es una hembra phagor en celo, la garrapata despierta pronto a la actividad. Sólo dos veces, en el ciclo del Gran Año heliconiano, desencadena ese armónico la fase activa del virus. Los acontecimientos que sobrevienen luego deciden eventualmente el destino de naciones enteras. Un filósofo podría haber afirmado que Wutra es un virus hélico.

Obediente a esa señal externa, el virus emerge de las células de la garrapata, pasa del aparato bucal al cuerpo del huésped humano e invade el torrente sanguíneo. Como siguiendo sus propias octavas de aire, la fuerza invasora recorre el cuerpo hasta que llega al hipotálamo, inflamando el cerebro y con mucha frecuencia causando la muerte.

Una vez en el hipotálamo, esa antigua sede de la conciencia, la ira y la lujuria, el virus se multiplica con una furia reproductora que podría compararse a una tormenta sobre el Nktryhk.

En la invasión de una célula humana un sistema genético se introduce en el territorio de otro; la célula invadida capitula y se convierte virtualmente en una nueva unidad biológica completa, con una nueva historia natural, así como una ciudad cambia a veces de manos en una guerra prolongada, y pertenece primero a un bando y luego a otro.

Invasión y furiosa multiplicación; y luego los signos exteriores de estos acontecimientos: el maniático endurecimiento de las víctimas, los tendones en tensión como Laintal Ay había visto en el hospital, y antes muchas veces. En general los testigos no dejaban ningún testimonio por razones obvias.

Estos hechos habían sido establecidos mediante pacientes observaciones y cuidadosas deducciones. Las cultas familias del Avernus estaban preparadas para ese trabajo y disponían de un soberbio instrumental. De este modo se superaba en cierta medida la prohibición de visitar la superficie del planeta.

Pero el confinamiento en el Avernus tenía otros inconvenientes, aparte de los psicológicos. La verificación directa no era posible. Las epidemias recientes de la llamada fiebre de los huesos eran ahora un problema confuso, a causa de las últimas observaciones. Porque la familia Pin había señalado que era precisamente en el momento de los veinte eclipses y de la aparición del virus cuando se producía —al menos en Oldorando— un gran cambio en la dieta humana. El ratel no estaba ya de moda. La cosecha de brassimipos, rica en vitaminas, y que había sostenido a la comunidad durante siglos de invierno, había perdido el favor general. ¿No podía ser— sugerían los Pin— que ese cambio de dieta hiciese a los humanos más susceptibles a la picadura de la garrapata, al virus parásito de la garrapata? Había muchas discusiones, a menudo agitadas. Una vez más hubo apresurados que reclamaban una expedición ilegal a la superficie de Heliconia, a pesar del peligro.

La fiebre de los huesos no era siempre una enfermedad mortal. Se observó, además, que había distintas formas de caer enfermo. Algunos se daban cuenta de que la enfermedad estaba cerca y tenían tiempo de sentir miedo o de rendir cuentas a Wutra, según la disposición de cada uno; otros se desplomaban sin aviso mientras trabajaban o hablaban con los amigos, o paseaban por el campo, y aun cuando hacían el amor. Ni el contagio repentino ni la agravación insidiosa garantizaban la supervivencia. De todos modos, sólo la mitad se recuperaba. En cuanto al resto, afortunado era el cadáver que encontraba una tumba, como los pacientes del hospital de Ma Escantion; muchos, en el terror generalizado que asaltaba a las comunidades afectadas, eran abandonados como carroña, y poblaciones enteras huían de sus hogares, y descubrían que la peste acechaba en los caminos.

Así había sido siempre desde que había seres humanos en Heliconia. Los sobrevivientes de la epidemia perdían un tercio de su peso normal, aunque «normal» es, en este contexto, un término relativo. Nunca recuperaban el peso perdido, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos. Por fin había llegado la primavera; luego vendría el verano, cuando el ectomorfismo acompañaba a la adaptación. Las formas más delgadas persistían durante muchas generaciones, aunque con efectos gradualmente menos marcados. Mucho más tarde reaparecía la grasa subcutánea,y la enfermedad se mantenía latente en las células nerviosas de los que habían sobrevivido.

Este statu quo continuaba hasta el final del verano del Gran Año. Entonces golpeaba la Muerte Gorda.

Como para compensar tan extremos contrastes dimórficos estacionales, en Heliconia los dos sexos eran de similar estatura y peso corporal y cerebral. Ambos pesaban en promedio, en la adultez, unos doce staynes, la vieja medida oldorandina. Si sobrevivían a la fiebre de los huesos, enflaquecían hasta pesar unos escasos ocho staynes, o menos. La generación siguiente se ajustaba a esta nueva estructura. Luego las generaciones sucesivas aumentaban muy lentamente de peso, hasta que los estragos de la obscena Muerte Gorda provocaban otro cambio dramático.

Aoz Roon fue uno de los que sobrevivieron al primer ataque de la epidemia en ese ciclo. Muchos cientos de miles, después de él, estaban condenados a sufrir y salvarse o a morir. Algunos, ocultos en puntos remotos de los desiertos del mundo, escapaban por completo a la peste. Pero los descendientes se encontraban en desventaja en un mundo nuevo. Eran tratados como monstruos y tenían pocas probabilidades de subsistir. Las dos grandes enfermedades causadas por la garrapata del phagor eran en realidad una sola enfermedad; esa única enfermedad, esa Siva de las enfermedades, esa destructora y salvadora, traía una espada sangrienta que ayudaría a que la humanidad sobreviviese en las extravagantes condiciones del planeta.

Dos veces cada dos mil quinientos años terrestres, la población heliconiana tenía que pasar por el ojo de la aguja, la peste de la garrapata. Era el precio de la supervivencia y del continuo desarrollo. De esa carnicería, de esa aparente disonancia, brotaba una armonía subyacente, como si entre los gritos de agonía, y desde las más profundas fuentes del ser, se alzase el murmullo de que todo estaba inefablemente bien.

Sólo lo creían quienes podían creer. Cuando desapareció el chasquido de los músculos estirados, se oyó una rara música acuática. En el desierto estéril del dolor apareció una fluidez, que se manifestó ante todo en el oído de Aoz Roon. Cuando recuperó la vista sólo se le apareció una colección de formas redondeadas, manchadas, estiradas o de tono oscuro y uniforme. No tenían significado, ni él lo buscaba. Simplemente se quedó allí, con la espalda arqueada, la boca abierta, esperando a que los globos oculares dejaran de movérsele para poder enfocar la vista.

Aquellas armonías líquidas le ayudaron a recuperar la conciencia. Aunque era incapaz de coordinar los movimientos del cuerpo, comprendió oscuramente que tenía los brazos aprisionados. Unos pensamientos inconexos le pasaron por la mente. Vio ciervos que corrían; se vio a sí mismo corriendo, saltando, golpeando; una mujer reía, él estaba montado, el sol centelleaba entre árboles altos como un hombre. Los músculos respondían con sacudidas espasmódicas, como las de un perro viejo que sueña junto a una hoguera de campaña.

Las formas redondas se resolvieron en rocas. Estaba comprimido entre ellas, como si él mismo fuera algo inorgánico. Un árbol joven, desarraigado río arriba, descortezado, se confundía inextricablemente con las rocas y los cantos rodados. El cuerpo retorcido de Aoz Roon se apoyaba en el árbol con las manos en alguna parte, por encima de la cabeza.

Con penoso cuidado, Aoz Roon enderezó los miembros. Al cabo de un rato, se sentó con tos brazos apoyados en las rodillas y miró largamente el río bullicioso, escuchando complacido el ruido del agua. Se arrastró hacia adelante sobre manos y rodillas, sintiendo la piel floja sobre el cuerpo, hasta el borde del agua: una franja de tierra no más ancha que una mano. Miró con distraída gratitud el fluir incesante del agua. Llegó la noche. Se tendió con la cara sobre los cantos rodados.

Llegó la mañana. La luz de los dos soles cayó sobre Aoz Roon. También el calor. Se puso de pie, aferrándose a una rama. Sacudió la greñuda cabeza, encantado por la facilidad con que se había movido. A unos pocos metros, separado de él por un estrecho torrente de agua espumosa, estaba el phagor.

—Azí que haz vuelto a la vida —dijo el phagor.

A través de los años, a través de los ciclos, desde la antigüedad más remota, era costumbre en muchas partes de Heliconia, y en particular en el continente de Campannlat, matar al rey de la tribu cuando daba señales de envejecer. El criterio y la forma de ejecución variaban en las distintas tribus. Aunque se consideraba que eran Wutra o Akha quienes los ponían en la tierra, la vida de los reyes era interrumpida bruscamente. Cuando encanecían, o eran incapaces de decapitar a un hombre de un solo hachazo, o de satisfacer los deseos sexuales de las esposas, o de saltar cierto abismo o torrente —según el criterio tribal— se les ofrecía una copa envenenada, o eran estrangulados o muertos por otros métodos.

Del mismo modo, los miembros de la tribu que exhibían síntomas de enfermedades mortales, que empezaban a estirarse y a gemir, recibían una muerte inmediata. En los viejos tiempos no se conocía la piedad. El destino era en general el fuego, pues se le atribuían virtudes purificadoras y junto con el enfermo iban a la pira la familia y los criados. Este salvaje ritual raramente servía para evitar las epidemias, de modo que los gritos de los quemados llegaban muchas veces a oídos donde zumbaba ya el primer aviso de la enfermedad.

A través de estas y otras adversidades, las generaciones humanas se civilizaron lentamente. El primer don de la civilización, sin el cual los hombres no pueden vivir juntos, pues prevalecería entonces una desesperada anarquía, es la simpatía por el prójimo; la imaginación capaz de encontrar remedio a distintas deficiencias humanas. Y así habían aparecido hospitales, y médicos, y enfermeras y sacerdotes, inclinados a aliviar el sufrimiento y no a acabar brutalmente con él.

Aoz Roon se había recuperado sin esta clase de ayuda. Tal vez lo ayudó su fuerte constitución. Sin tener en cuenta al phagor, se tambaleó hasta el agua gris, se inclinó lentamente, recogió un poco de agua en el hueco de las manos, y bebió.

Parte del agua se le escapó entre los dedos, y le cayó sobre la barba, y de ahí una brisa la empujó goteando, de lado, hacia el caudal original, que la reabsorbió. Esas gotas insignificantes fueron observadas mientras caían. Millones de ojos miraron las diminutas salpicaduras. Millones de ojos siguieron todos los gestos de Aoz Roon mientras jadeaba de pie con la boca húmeda, en la isla angosta.

Los monitores alineados en la Estación Observadora Terrestre vigilaban de cerca muchas cosas, una de ellas el señor de Embruddock. Era responsabilidad del Avernus transmitir al Instituto Heliconiano todas las señales recibidas de la superficie de Heliconia.

El receptor del Instituto Heliconiano estaba en Caronte, la luna de Plutón, en los extremos del sistema solar. El dinero que financiaba el receptor provenía del Canal de Educcimiento, que transmitía una continua saga de episodios heliconianos a las audiencias de la Tierra y los demás planetas solares. Vastos auditorios, semejantes a conchas enclavadas en la arena, se levantaban en todas las provincias, y podían alojar cada uno a diez mil personas. Los domos puntiagudos se elevaban al cielo, de donde provenían las ondas del Canal de Educcimiento.

A veces, esos auditorios permanecían casi desiertos durante años. Luego, en respuesta a algún nuevo suceso en el planeta distante, el público volvía a aumentar. Venía en peregrinaciones. Heliconia era la última gran forma artística de la Tierra. Nadie en la Tierra, desde los gobernantes hasta los barrenderos, desconocía ciertos aspectos de la vida heliconiana. Los nombres de Aoz Roon, Shay Tal, Vry y Laintal Ay estaban en todos los labios. Desde la muerte de los dioses terrestres, otras figuras ocupaban los altares.

Para el público, Aoz Roon era un contemporáneo situado simplemente en otra esfera, como una idea platónica que arrojara su sombra sobre la vasta caverna del auditorio. La capacidad de los auditorios era insuficiente otra vez. La gente entraba calzada con sandalias. El rumor de la plaga, del eclipse, se difundía en la Tierra como en Oldorando, y atraía a millares de personas a quienes el asombro y la preocupación por Heliconia habían transformado.

Pocos de esos peregrinos reflexionaban en la paradoja creada por la distancia entre Heliconia y la Tierra. Las ocho cultas familias del Avernus vivían al mismo tiempo que los heliconianos, y eran contemporáneos en todos los sentidos, aunque el virus hélico alejaba a los terrestres indefinidamente de ese mundo similar a la Tierra que ahora estudiaban.

¡Pero cuánto más alejadas estaban esas ocho familias del mundo distante que era para ellas el planeta natal! Transmitían señales a una Tierra donde no se había construido aún uno solo de esos auditorios; donde ni siquiera habían nacido aún los arquitectos de esos auditorios. Las señales necesitaban mil años para atravesar el espacio entre los dos sistemas. En ese milenio, no sólo Heliconia había cambiado.

Y los que ahora contemplaban, en silencio, en las holo-pantallas del auditorio, la enorme figura de Aoz Roon, veían cómo bebía agua y cómo le caía de los labios y se mezclaba con la corriente del río, como era mil años antes, a mil años luz de distancia.

La luz aprisionada que veían era una construcción física, un milagro tecnológico. Y sólo un metafísica omnisciente hubiera podido decidir quién estaba más vivo en el momento en que las gotas de agua retomaban al río, si Aoz Roon o el público. Sin embargo no se requería mucha sutileza para deducir que a pesar de las ambigüedades impuestas por los límites de la visión, el macrocosmos y el microcosmos eran interdependientes, y estaban unidos por fenómenos como el virus hélico, cuyos efectos eran en última instancia universales, por ser el ojo de la aguja a cuyo través el macrocosmos y el microcosmos lograban verdadera unidad, aunque sólo se los percibiese como fenómenos de conciencia. El conocimiento a escala divina podría resolver las diferencias entre los infinitos órdenes del ser; pero era el conocimiento humano el que unía estrechamente el pasado y el presente.

La imaginación funcionaba; el virus era una mera función.

Los dos yelks trotaban a paso vivo, con los cuellos tendidos hacia delante, casi horizontales. Tenían los ollares dilatados porque venían trotando desde hacía rato. El sudor les brillaba en las paletas.

Los dos jinetes llevaban botas altas, de borde vuelto, y largos mantos de paño gris. Tenían caras inteligentes y cenicientas, con barbas pequeñas. Nadie habría dudado de que eran gente de Sibornal.

El pedregoso sendero que recorrían estaba sombreado por la ladera de una montaña. El plod-plod-plod regular de los cascos de los yelks resonaba en una tierra silenciosa de árboles y ríos.

Los hombres eran exploradores de las fuerzas de Festibariyatid, el monje guerrero. Disfrutaban de la cabalgata; respiraban el aire fresco, casi sin cambiar palabras, atentos a posibles enemigos.

Detrás de ellos venía un grupo de sibornaleses a pie, conduciendo a un grupo de protognósticos cautivos.

El sendero serpenteaba descendiendo hacia un río, cuya margen opuesta era un elevado promontorio rocoso. Se alzaba en estratos rotos, como terrazas inclinadas, y el frente casi vertical estaba cubierto de árboles de tronco grueso. Allí estaba el establecimiento gobernado por Festibariyatid.

Los exploradores vadearon el río. Los yelks se abrieron paso cuidadosamente entre los estratos; venían de las llanuras del norte y no se sentían a gusto en terreno montañoso. Ellos, y otros como ellos, habían venido al sur acompañando a los colonos que viajaban anualmente desde el continente norte hasta Chalce y las regiones que bordeaban Pannoval; a esto se debía la presencia de yelks tan al sur.

La retaguardia apareció en el sendero. Los cuatro miembros, armados con lanzas, escoltaban a algunos infortunados protognósticos capturados en una redada. Entre los cautivos se encontraban los Caathkarnit, ella todavía rascándose aunque los habían capturado semanas atrás. Acuciados por las puntas de las lanzas, vadearon el río y subieron al promontorio por un sendero que aún olía a yelk hasta un puesto de guardia y el establecimiento llamado Nueva Ashkitosh.

A ese vado y a ese peligroso sitio llegó muchas semanas más tarde Laintal Ay. Era un Laintal Ay que muy pocos amigos, incluso los más íntimos, hubieran reconocido en seguida. Había perdido la tercera parte de su peso; estaba delgado y casi esquelético, con una tez más clara y una expresión diferente en los ojos. En particular, y éste era el más delicado de los disfraces por ser transparente, se movía de otra manera. Había sufrido la fiebre de los huesos y había sobrevivido.

Al salir de Oldorando, se había encaminado al noreste, a través de lo que se llamaría más tarde la Ciénaga de Roon, en la dirección seguida por Shay Tal. Errando al azar, había perdido el sendero. El territorio que había conocido años atrás, cubierto de nieve y mostrando al cielo un rostro abierto, había desaparecido bajo una maraña verde.

La antigua soledad estaba ahora poblada de peligros. Tenía conciencia de que algo se movía, siempre, no sólo animales, sino también seres humanos, semihumanos, y de dos filos, alborotados por la marea de las estaciones. Rostros jóvenes y hostiles asomaban entre la espesura. Cada arbusto tenía orejas además de hojas.

Oro estaba inquieto en el bosque. Los mielas eran criaturas de espacios abiertos. Se mostró cada vez más terco y obstinado, hasta que por fin Laintal Ay se apeó, maldiciendo y lo llevó de la brida.

Llegó así hasta una torre de piedra, después de atravesar una floresta aparentemente interminable de helechos y abedules. Ató a Oro, antes de examinar el sitio. Todo parecía tranquilo. Entró en la torre y descansó, sintiéndose enfermo. Luego trepó a la cima y examinó los alrededores. Había visitado esa torre en los descuidados vagabundeos de antaño, mirando desde lo alto un horizonte desnudo. Dolorido y fatigado, salió de la torre. Se echó en el suelo, y se estiró, incapaz de bajar los brazos. Sintió calambres, la fiebre cayó sobre él como un golpe, y se arqueó hacia atrás en pleno delirio, como si quisiera quebrarse el espinazo.

Pequeños hombres y mujeres de color oscuro emergieron de unos escondites y lo miraron, y se acercaron luego furtivamente. Eran protognósticos de la tribu de los nondads, criaturas velludas que apenas llegaban a la cintura de Laintal Ay. Tenían manos de ocho dedos, ocultos a medias en el denso pelaje rojizo que les cubría las muñecas. Los rostros parecían de asokins, con un hocico protuberante que les daba el mismo aire patético de los madis.

Hablaban un lenguaje que era una mezcla de resoplidos, silbidos y chasquidos, en nada parecido al olonets, aunque recibiera algunas transfusiones del viejo lenguaje. Se consultaron mutuamente, y por fin decidieron llevarse con ellos al freyriano, ya que tenía una octava personal buena.

En la elevación de detrás de la torre crecía una hilera de orgullosos rajabarales, ocultos entre los abedules. Por la base de uno de estos árboles entraron los nondads en sus tierras, arrastrando a Laintal Ay, resoplando y riéndose de sus propias dificultades. Oro relinchaba y tiraba de la brida inútilmente: su amo había desaparecido.

Los nondads tenían un hogar seguro entre las raíces del gran árbol. Se llamaba las Ochenta Oscuridades. Dormían en camas de helechos para protegerse de los roedores que compartían esas mismas tierras.

Todo lo que hacían estaba gobernado por las costumbres. Era la costumbre elegir desde el nacimiento a reyes y guerreros que los gobernaran y protegieran. Estos gobernantes eran adiestrados para la lucha, y en las Ochenta Oscuridades se libraban salvajes combates a muerte. Pero los reyes eran delegados del resto de la tribu y representaban la violencia innata de todos, de manera que la gente común era mansa y afectuosa y se apretujaba entre sí sin mucho sentido de identidad personal. El principal impulso era favorecer siempre la vida; la vida de Laintal Ay fue protegida, aunque lo habrían devorado hasta la última falange si se hubiese muerto. Ésa era la costumbre.

Una de las hembras se convirtió en la esnoctruicsa de Laintal Ay; se echó a su lado, lo acarició y le absorbió la fiebre. Laintal Ay deliraba, se veía acosado por animales minúsculos como ratones, grandes como montañas. Cuando despertaba en la oscuridad, encontraba una extraña compañera, próxima como la vida misma, dispuesta a todo para salvarlo y devolverle la salud. Sintiéndose como un corusco, Laintal Ay cedía ardientemente a este nuevo modo de ser, en que el cielo y el infierno se expresaban en el mismo abrazo.

Por lo que logró entender más tarde, la palabra esnoctruicsa significaba sanadora, dadora, hurtadora y, sobre todo, sensitiva.

Estaba tendido en la oscuridad, convulsionado, con los miembros contraídos, sudando sustancia. El virus se encarnizaba, incontrolable, empujándolo a través del terrible ojo de la aguja de Siva. Laintal Ay se convirtió en un paisaje de nervios en el que combatían los ejércitos del dolor. Sin embargo, allí estaba la misteriosa esnoctruicsa, reaparecía una y otra vez: no estaba solo. El don de ella era la salud.

A su tiempo, los ejércitos del dolor se retiraron. Las voces de las Ochenta Oscuridades se hicieron gradualmente inteligibles, y Laintal Ay empezó a comprender oscuramente qué le había ocurrido. El extraordinario lenguaje de los nondads no tenía palabras para comida, bebida, amor, hambre, frío, calor, odio, esperanza, desesperación, dolor; aunque aparentemente las conocían los reyes y guerreros que luchaban en la remota oscuridad. En cambio, el resto de la tribu dedicaba las horas libres, que eran muchas, a prolongadas discusiones acerca de lo último. Las necesidades de la vida no tenían palabras porque eran desdeñables; sólo importaba lo último.

Laintal Ay, algo sofocado por el súcubo, nunca dominó suficientemente el lenguaje para comprender lo último. Pero parecía que el tema principal del debate —también costumbre vigente desde muchas generaciones atrás— era decidir si todos tenían que fundirse a sí mismos en un solo ser con el gran dios de la oscuridad, Withram, o cultivar un estado diferente.

El discurso acerca de ese estado diferente era largo, y ni siquiera se interrumpía mientras los nondads comían. Laintal Ay nunca imaginó que estaban comiéndose a Oro. No tenía apetito. Las meditaciones acerca del estado diferente pasaban por él como agua.

Ese estado era comparado con muchas otras cosas, algunas sumamente incómodas, como la lucha y la luz: el estado impuesto a los reyes y los guerreros, y que podía ser interpretado como individualidad. La individualidad se oponía a la voluntad de Withram. Pero de algún modo, o así parecía continuar el argumento, tan enmarañado como las raíces del sitio donde era discutido, oponerse a la voluntad de Withram era también seguirla.

Todo era muy desconcertante, sobre todo cuando uno tenía en los brazos a una pequeña y velluda esnoctruicsa.

No fue ella quien murió primero. Todos murieron, silenciosamente, amontonados en las Ochenta Oscuridades. Al comienzo, él sólo advirtió que se unían menos voces a los armónicos del argumento. Luego la esnoctruicsa se puso rígida. El la abrazó estrechamente, con una angustia que no había sentido nunca. Pero los nondads no tenían defensas contra la enfermedad que Laintal Ay les había llevado; recuperarse de esa enfermedad no era una costumbre.

Poco después, también ella había muerto. Laintal Ay se incorporó y lloró. Nunca le había visto el rostro, aunque le había tocado muchas veces el pequeño cuerpo delgado, donde parecía habitar tan gran riqueza, reconociéndola en la oscuridad.

La discusión acerca de lo último concluyó al fin. Resoplidos, chasquidos y silbidos se desvanecieron en las Ochenta Oscuridades. Nada había quedado decidido. Aun la muerte, en definitiva, había mostrado cierta indecisión al respecto: había sido a la vez individual y común. Sólo el mismo Withram podía decir si estaba satisfecho, o si, a la manera de los dioses, prefería callar.

Abrumado por el golpe, Laintal Ay trató de ordenar unos pensamientos dispersos. Sobre las manos y las rodillas, se arrastró entre los cadáveres de sus salvadores, buscando la salida. La terrible y completa majestad de las Ochenta Oscuridades cayó sobre él.

Se dijo, tratando de proseguir la discusión: «Soy un individuo, cualesquiera que fuesen los problemas de mis queridos amigos los nondads. Sé que soy yo mismo; no puedo dejar de serlo. Por lo tanto, he de estar en paz conmigo mismo. No tengo por qué someterme a un perenne debate. En mi caso, todo está claro. Eso por lo menos lo sé, pase lo que pase. Soy mi propio dueño; y esta convicción ha de ser mi guía, tanto si vivo como si muero. Es inútil buscar a Aoz Roon. No es mi dueño. Yo lo soy. Ni Oyre tiene tanto poder sobre mí para que yo tenga que exiliarme. Las obligaciones no son esclavitudes…»

Y así sucesivamente, hasta que las palabras mismas empezaron a perder sentido. El laberinto entre las raíces no parecía tener salida. En muchas ocasiones, cuando un túnel angosto ascendía, Laintal Ay se arrastraba lleno de esperanzas, sólo para descubrir en el fondo un cadáver acurrucado, sobre cuyas entrañas los roedores llevaban a cabo una variedad peculiar de debate.

Cuando pasó por una cámara que se ensanchaba, tropezó con un rey. En la oscuridad, el tamaño tenía menos importancia que a la luz. El rey parecía enorme cuando se irguió, rugiendo y extendiendo las garras. Laintal Ay rodó, gritando y pateando, mientras intentaba sacar la daga y se le echaba encima, y la terrible cosa informe lanzaba dentelladas buscándole el cuello. Un codazo en un ojo quitó entusiasmo al atacante, por el momento. Laintal Ay extrajo la daga, que perdió enseguida en la reyerta. Encontró una raíz. Torció un brazo del rey sobre la raíz, mientras le golpeaba la cabeza, a pesar de los amenazadores colmillos. La furibunda criatura se liberó y volvió a lanzarse contra Laintal Ay, sin perder el brío. Las dos figuras, que el odio convertía en una, se revolvían entre la tierra, la suciedad y los animales que se escurrían.

Débil por los estragos de la fiebre de los huesos y por el largo ayuno, Laintal Ay sintió que se le iban las ganas de luchar. Unas garras arañaron los costados del túnel. De repente, algo chocó contra los cuerpos unidos. Salvajes gritos y chasquidos resonaron en la oscuridad. Tan completa era la confusión que Laintal Ay necesitó un momento para comprender que había un tercer combatiente: un guerrero nondad. El guerrero concentraba casi toda su ira sobre el rey. Era como haber caído entre dos puercoespines.

Rodando y pataleando, Laintal Ay se apartó de la refriega, encontró la daga, y logró arrastrarse sangrando hasta un rincón oscuro. Alzó las piernas para protegerse el cuerpo y la cara contra un ataque frontal, y vio entonces, encima de su cabeza, una estrecha abertura. Cautelosamente se abrió paso por un túnel apenas mayor que él. Antes de la fiebre jamás hubiera podido pasar; ahora, con contorsiones de serpiente, consiguió emerger a un pequeño hoyo redondo en la superficie de la tierra. Sintió hojas muertas bajo las manos. Se tendió, jadeando, oyendo con temor los ruidos del combate.

—La luz de los centinelas —murmuró. En el hoyo había una leve luz gris, como una niebla. Había llegado a la salida de las Ochenta Oscuridades.

El temor lo impulsó a seguir la luz. Avanzó reptando, y se puso de pie, tembloroso, junto al desnudo muro cóncavo de un rajabaral. Ahora la luz era una cascada que caía del vasto lago del cielo.

Durante largo rato respiró profundamente, mientras se limpiaba cabizbajo la sangre y la tierra de la cara. El rostro salvaje de un hurón lo miró y desapareció. Había visitado el reino de los nondads, y los había matado a casi todos.

Recordó vividamente a la esnoctruicsa. Sintió dolor, también sorpresa, y gratitud.

Uno de los centinelas estaba sobre él. El otro, Batalix, se encontraba cerca del horizonte, e iluminaba casi horizontalmente la gran floresta silenciosa, dando una siniestra belleza al océano de follaje.

Las pieles de Laintal Ay estaban hechas jirones. Las garras del rey le habían abierto unas largas heridas sanguinolentas.

Sin esperanzas, llamó una vez a Oro. No esperaba ver de nuevo al miela. El instinto de cazador le advertía que no se quedase donde estaba; si no se movía, sería una presa fácil, y se sentía demasiado débil para afrontar otro combate.

Escuchó. Algo se sacudía dentro del rajabaral. Los nondads atribuían grandes virtudes a los árboles en cuyas raíces moraban; se decía que Withram residía en lo alto del rajabaral y que a veces descendía de allí, lanzándose iracundo contra un mundo tan injusto para los protognósticos. ¿Qué haría Withram, se preguntó, cuando todos los nondads murieran? Quizás aun el mismo Withram tuviera que adoptar otra individualidad.

—Despierta —se dijo en voz alta, al advertir que estaba divagando. No vio señales de la ruinosa torre, que le hubiera permitido orientarse. Sin embargo, se puso en marcha, con Batalix a la espalda, entre los troncos rayados. Sentía el cuerpo y los miembros agradablemente ligeros.

Pasaron los días. Se escondió de los grupos de phagors y de otros enemigos. No sentía hambre. La enfermedad lo había dejado sin apetito y con la mente despejada. Se encontró recordando cosas que le habían dicho Vry, Shay Tal, su madre y su abuela; cosas referentes a un mundo entre otros muchos mundos, un lugar en el que la vida era una extraordinaria felicidad, donde el aliento rebosaba en los pulmones como una marea y lo inesperado ocurría a cada momento… Cuánto debía a las mujeres… Y a la esnoctruicsa… Sabía, hasta los huesos, que era afortunado. Había una inagotable cantidad de mundos que se imbricaban unos en otros.

Y así, con paso ligero, llegó al vado del río ante el poblado de Sibornal que llamaban Nueva Ashkitosh.

Nueva Ashkitosh estaba en un estado de excitación constante. A los pobladores les gustaba así.

El poblado cubría una amplia zona. Era circular, en la medida en que el terreno lo permitía. En la periferia estaban las cabañas, las cercas, y las espaciadas torres de guardia, y en el interior las tierras de labranza, divididas por senderos que irradiaban desde el centro como los rayos de una rueda. En el centro había un conjunto de edificios y depósitos, y también unas pocilgas donde habitaban los cautivos. Ese conjunto rodeaba el núcleo del poblado: una iglesia circular cuyo nombre era Iglesia de la Paz Formidable.

Los hombres y mujeres iban y venían atareados. La holgazanería no estaba permitida. Había enemigos adentro y afuera: Sibornal siempre había tenido enemigos.

El enemigo exterior era todo aquello que no proviniera de Sibornal. Los habitantes no eran agresivos, pero la religión les enseñaba a ser cautelosos. Y en particular con los nativos de Pannoval y con los phagors.

Los exploradores, montados en yelks, vigilaban las afueras. Hora por hora informaban acerca del avance de grupos dispersos de phagors, seguidos por un verdadero ejército que descendía de las montañas.

Las noticias habían traído una cierta alarma. Todo el mundo estaba alerta. Aunque los colonos de Sibornal eran hostiles a los invasores de dos filos y viceversa, había entre ellos una insegura alianza que reducía el conflicto a un mínimo. AI contrario de los habitantes de Embruddock, los de Sibornal nunca combatían voluntariamente contra los phagors.

En cambio, comerciaban con ellos. Los colonos sabían bien que eran vulnerables y que no podían retirarse a Sibornal; por rebeldes y por heréticos, no serían precisamente bienvenidos. Comerciaban en vidas humanas y semihumanas.

Los colonos estaban al borde del hambre, incluso en los buenos tiempos. La colonia era vegetariana y los hombres eran todos buenos campesinos: Las cosechas abundantes se sucedían. Pero en la mayor parte servían para alimentar a las cabalgaduras. Era preciso mantener una enorme cantidad de yelks, mielas, caballos y kaidaws (estos últimos regalo de los phagors) para que la comunidad pudiera sobrevivir.

Así era posible que los exploradores patrullaran constantemente los alrededores, manteniendo informados a los colonos y capturando a todo aquel que penetrara en la región. Las pocilgas estaban bien abastecidas de una pasajera población de prisioneros.

Los prisioneros eran entregados, como tributo, a los phagors. A cambio de esto, los phagors dejaban en paz a los colonos. ¿Por qué no? Con astucia, el sacerdote guerrero Festibariyatid había fundado el asentamiento en una falsa octava; ningún phagor podía tener motivo para atacarlo.

Aparte de esto, había también enemigos internos. Dos protognósticos que dijeron llamarse Caathkarnit— él y Caathkarnit— ella cayeron enfermos a poco de llegar y murieron pronto. El encargado llamó a un médico-sacerdote, que diagnosticó fiebre de los huesos. A partir de ese momento la enfermedad se extendió de semana en semana. Esa mañana en el dormitorio había aparecido un explorador con los miembros rígidos; sudaba profusamente y movía continuamente los ojos.

El desastre ocurrió en un momento especialmente inoportuno: cuando los colonos intentaban reunir un gran grupo de cautivos para entregarlos como prendas propiciatorias a la cruzada phagor que se aproximaba. Conocían ya el nombre del sacerdote guerrero de dos filos, que no era otro que el kzahhn Hrr-Brahl Yprt. Una gran cantidad de muertes estropearía el tributo. Por orden del Supremo Festibariyatid se cantaron más plegarias al ocaso. Laintal Ay escuchó las plegarias mientras entraba en el poblado y la melodía le agradó. Miró con Interés alrededor, ignorando a los dos centinelas armados que lo escoltaron a un gran cuartel central. Delante del cuartel unos prisioneros apilaban estiércol.

Al capitán de la guardia le sorprendió ese humano que no pertenecía a Sibornal y sin embargo entraba voluntariamente en la colonia. Después de hablar un rato con Laintal Ay y de intentar intimidarle, hizo que un subordinado llamara a un sacerdote guerrero.

Laintal Ay se estaba acostumbrando ya al hecho de que cualquier individuo que no hubiera sufrido la plaga le pareciese desagradablemente grueso. El sacerdote guerrero le parecía desagradablemente grueso. Enfrentó a Laintal Ay con aire desafiante y le hizo preguntas que él mismo consideraba astutas.

—He tenido algunas dificultades —respondió Laintal Ay—. He venido aquí buscando refugio. Necesito ropas. Los bosques están demasiado poblados para mí gusto. Quiero una montura, si es posible un miela, y estoy dispuesto a trabajar a cambio. Luego volveré a mi hogar.

—¿Qué clase de humano eres? ¿Vienes de Hespagorat? ¿Por qué eres tan delgado?

—He sobrevivido a la fiebre de los huesos.

El sacerdote guerrero se pasó un dedo por los labios.

—¿Eres un guerrero?

—Hace poco he matado a toda una tribu de Otros, los nondads.

—Entonces, ¿no temes a los protognósticos?

—De ningún modo.

Se le encomendó la tarea de custodiar las celdas y alimentar a los miserables ocupantes. Recibió en cambio unas ropas de lana gris. El pensamiento del sacerdote era sencillo. Alguien que había sufrido la fiebre podía cuidar a los prisioneros sin morirse en un momento inoportuno y sin transmitir la epidemia.

Cada vez más colonos y prisioneros morían a causa del flagelo. Laintal Ay observó que las plegarias en la Iglesia de la Paz Formidable se hacían más fervientes. Al mismo tiempo, la gente salía menos. El podía ir a cualquier parte sin que nadie lo detuviese. Sentía que de algún modo estaba viviendo una vida encantada. Cada día era un don.

Los exploradores guardaban los animales en un campo cercado. Un grupo de prisioneros los cuidaba y les llevaba forraje y heno. La colonia no conocía problema más grave. Una hectárea de hierba verde podía alimentar a veinticinco animales por día. En el campo cercado había cincuenta cabalgaduras, utilizadas para recorrer una zona cada vez más grande, que consumían novecientas sesenta hectáreas anuales, o algo menos porque a veces pastaban fuera del perímetro. A causa de esta situación la Iglesia de la Paz Formidable estaba casi siempre atestada de campesinos hambrientos: un fenómeno extraño, incluso en Heliconia.

Laintal Ay se negaba a gritarles a los prisioneros: trabajaban demasiado bien, si se consideraban las miserables circunstancias en que vivían. Los guardias se mantenían a distancia. Una leve lluvia hacía que tuvieran la cabeza baja. Sólo Laintal Ay se preocupaba por los animales, que se agrupaban y adelantaban los blandos hocicos esperando que les dieran de comer. Llegaría el momento en que elegiría uno y escaparía; uno o dos días más tarde, la guardia estaría bastante desorganizada, a juzgar por la marcha de las cosas.

Miró por segunda vez a una hembra miela. Tomó un trozo de pastel y se le acercó. Las rayas del animal eran de un color amarillo naranja desde la cabeza hasta la cola, con un polvoriento azul oscuro en el medio.

—¡Lealtad!

La yegua se adelantó, se apoderó del pastel y luego pasó el morro por debajo del brazo de Laintal Ay. El le acarició las orejas.

—Entonces, ¿dónde está Shay Tal? —preguntó.

La respuesta era obvia. Los sibornaleses la habían apresado y la habían entregado a los phagors. Ya nunca llegaría a Sibornal. Ahora Shay Tal era un corusco. Ella y su pequeña comitiva, unidos en el tiempo. El nombre del capitán de la guardia era Skitocherill. Una cautelosa amistad se desarrolló entre Laintal Ay y él. Laintal Ay podía ver que Skitocherill estaba asustado: jamás tocaba a nadie, llevaba un ramillete de raige y escantion en que metía frecuentemente la larga nariz, esperando protegerse así de la plaga.

—Vosotros los oldorandinos, ¿adoráis a algún dios? —preguntó.

—No. Podemos cuidarnos solos. Es verdad que hablamos bien de Wutra, pero expulsamos a todos los sacerdotes de Embruddock, hace varias generaciones. Tendríais que hacer lo mismo en Nueva Ashkitosh, viviríais mejor.

—Pura barbarie. Por eso te has contagiado la plaga, por ofender a Dios.

—Ayer murieron nueve prisioneros, y seis de vosotros. Rezáis mucho, y de nada os sirve.

Skitocherill parecía enojado. Se encontraron en campo abierto, y la brisa les agitaba las ropas. La melodía de la plegaria llegaba hasta ellos desde la iglesia.

—¿No admiras nuestra iglesia? Somos una simple comunidad campesina; sin embargo tenemos una iglesia hermosa. Apostaría a que no hay nada así en Oldorando.

—Es una cárcel.

Pero mientras hablaba, Laintal Ay oyó una melodía solemne, que venía de la iglesia y que parecía hablarle con acentos misteriosos. A los instrumentos se sumaron unas voces altas,

—No digas eso. Podría hacer que te azotaran. En la iglesia está la vida. La Gran Rueda de Kharnabhar, el centro sagrado de nuestra fe. Si no fuera por la Gran Rueda, aún seguiríamos entre el hielo y la nieve. —Skitocherill alzó el índice y se trazó un círculo sobre la frente mientras hablaba.

—¿Qué es eso?

—Es la rueda que nos acerca todo el tiempo a Freyr. ¿No lo sabías? Yo fui allí de niño, en peregrinación. Está en las montañas de Shivenink. No eres un verdadero sibornalés hasta que haces la peregrinación. El día siguiente trajo otras siete muertes. Skitocherill estaba a cargo de la sepultura, con varios prisioneros madis apenas capaces de cavar.

Laintal Ay dijo: —Yo tenía una amiga querida que fue capturada por tu gente. Quería ir en peregrinación a Sibornal, para hablar con los sacerdotes de esa Gran Rueda tuya. Creyó que allí podía estar la fuente de la sabiduría. En cambio, fue capturada y vendida a los inmundos phagors. ¿Así tratáis a las personas?

Skitocherill se encogió de hombros.

—No me eches la culpa a mí. Probablemente pensaron que era una espía de Pannoval.

—¿Cómo podían pensar eso? Iba montada en un miela, como quienes la acompañaban. ¿Acaso tienen mielas en Pannoval? Jamás lo he oído. Era una mujer espléndida, y vosotros, bandoleros, la habéis entregado a los phagors.

—No somos bandoleros. Sólo queremos vivir en paz aquí, y trasladarnos a otro sitio cuando el suelo se agote.

—Quieres decir, cuando se agote la población. Por ejemplo, vendiendo mujeres a cambio de seguridad.

El sibornalés sonrió, incómodo, y dijo: —Los bárbaros de Campannlat no dan valor a sus mujeres.

—Les damos mucho valor.

—¿Gobiernan?

—Las mujeres no gobiernan.

—Sí en ciertas partes de Sibornal. Aquí mismo puedes ver cómo tratamos a las mujeres. Tenemos sacerdotisas.

—No he visto ninguna.

—Eso es porque las cuidamos bien. —Skitocherill se inclinó.—Oye, Laintal Ay. Pienso que en verdad no eres mala persona. Confiaré en ti. Sé cómo marchan aquí las cosas. Sé que muchos exploradores han partido y no han regresado. Han muerto de la plaga entre unos miserables matorrales, sin sepultura, y es probable que los cadáveres hayan sido devorados por las aves o los Otros. Y todo empeora continuamente, incluso ahora mismo, mientras conversamos. Soy un hombre religioso, y creo en la plegaria; pero la fiebre de los huesos es tan feroz que ni siquiera la plegaria puede contra ella. Tengo una esposa a quien amo profundamente. Quiero hacer un trato.

Mientras Skitocherill hablaba, Laintal Ay, junto a él en una pequeña eminencia, miraba un miserable sector de terreno que descendía hacia un arroyo, bordeado por unos raquíticos espinos. Los prisioneros arrojaban paletadas de tierra hacia atrás, entre las piedras, mientras siete cadáveres —los de Sibornal envueltos en sábanas— aguardaban sepultura al descubierto. Se dijo: «Puedo comprender que este bloque de grasa quiera escapar, pero ¿qué me importa a mí de él? Ciertamente, no más de lo que significaban para él Shay Tal, Amin Lim y los otros.»

—¿Cuál es el trato?

—Cuatro yelks, bien alimentados. Yo, mi esposa, su criada, tú. Salimos juntos. Me dejarán pasar sin dificultad. Vamos a Oldorando. Tú conoces el camino, yo te ayudo, me ocupo de que tengas un buen animal. Eres demasiado valioso, y si no aceptas, nunca podrás salir de aquí y menos cuando la situación empeore. ¿Estás de acuerdo?

—¿Cuándo piensas partir?

Skitocherill metió la nariz en el ramillete de flores y escrutó a Laintal Ay.

—Si dices una palabra de esto a alguien te mato. Escucha: la cruzada del kzahhn phagor, Hrr-Brahl Yprt, ha de pasar por aquí antes de la puesta de Freyr, según nuestros exploradores. Nosotros cuatro los seguiremos; los phagors no nos atacarán si nos mantenemos en la retaguardia. La cruzada puede ir adonde quiera; nosotros iremos a Oldorando.

—¿Y piensas vivir en un lugar tan bárbaro? —preguntó Laintal Ay.

—Antes de contestar tendré que ver hasta qué punto es bárbaro. Y procura no ser sarcástico con tus superiores. ¿Estás de acuerdo?

—Llevaré un miela y no un yelk. Lo elegiré yo mismo. Nunca he montado en un yelk. Y quiero una espada de metal blanco, no de bronce.

—Está bien. Entonces, ¿trato hecho?

—¿Estrechamos nuestras manos?

—No toco otras manos. Es suficiente la palabra. Está bien. Yo soy un hombre que teme a Dios; no te traicionaré. Cuídate tú de traicionarme. Haz enterrar esos cuerpos, yo haré que mi mujer se prepare para el viaje.

Apenas el alto sibornalés se marchó, Laintal Ay ordenó a los cautivos que abandonaran el trabajo.

—No soy vuestro amo. Soy un prisionero como vosotros. Odio a los sibornaleses. Arrojad esos cadáveres al agua y cubridlos de piedras, ahorraréis esfuerzo. Lavaos luego las manos.

Todos miraron con suspicacia y no con agradecimiento a ese hombre alto, vestido de lana gris, que hablaba cara a cara con los guardias de Sibornal. Laintal Ay no se inmutó. Si la vida de Shay Tal era barata, toda vida lo era. Mientras hacían lo ordenado, un cuerpo fue despojado de la sábana, y él pudo ver un rostro ceniciento congelado de angustia. Alzaron el cadáver por los pies y los hombros y lo arrojaron al arroyo; la corriente se apoderó codiciosamente de las vestiduras, y las apretó contra el cuerpo, que empezó a rodar sin ceremonia aguas abajo.

El arroyo demarcaba el perímetro de Nueva Ashkitosh: en la costa opuesta, detrás de unas barandas inconsistentes, empezaba la tierra de nadie.

Una vez concluida su tarea, los madis consideraron la posibilidad de escapar vadeando el arroyo y echando a correr. Algunos abogaban por este plan, de pie al borde del agua, llamando a los otros. Los más tímidos se negaban y gesticulaban, indicando peligros desconocidos. Todos miraban ansiosamente a Laintal Ay, que permanecía de brazos cruzados, y no se movía de donde estaba. Como no podían saber si era mejor que actuasen por separado o todos juntos, se limitaron a discutir entre ellos, moviéndose por la costa o en el agua, pero retornando siempre a un centro común de indecisión. Estas vacilaciones tenían un motivo. La tierra de nadie, del otro lado del arroyo, se estaba llenando de figuras que se movían hacia el oeste. Las aves incomodadas volaban delante de las figuras, giraban en el cielo y luego intentaban volver a posarse.

A media distancia, la tierra se alzaba hasta un horizonte bajo, donde se veía una hilera de tambores: copas de viejos rajabarales, despidiendo vapor. Más allá del vapor el paisaje se extendía en unas sierras distantes y serenas a la luz nebulosa. Aquí y allá había megalitos con curiosas incisiones que marcaban las líneas de las octavas de aire y de tierra.

Los fugitivos que iban hacia el oeste apartaban el rostro de Nueva Ashkitosh, corno si le tuvieran miedo. A veces estaban solos, pero en general marchaban en grupos, ocasionalmente numerosos. Algunos llevaban animales detrás o phagors con ellos: a veces los phagors eran los dueños de la situación.

El progreso no era continuo. Un gran grupo se detuvo en un barranco, a cierta distancia. Los ojos penetrantes de Laintal Ay vieron signos de lamentaciones; las figuras se inclinaban alternativamente hacia adelante o hacia atrás mostrando dolor. Otros se acercaban; algunos corrían de grupo en grupo. La plaga viajaba entre ellos.

Laintal Ay examinó el paisaje más distante buscando aquello de que huían. Creyó ver un pico cubierto de nieve entre dos sierras. La calidad de la luz cambiaba allí de continuo, como si unos seres de sombra jugaran en las cumbres. Unos temores supersticiosos le turbaron la mente, y sólo se tranquilizó cuando alcanzó a ver que no miraba una montaña sino algo más próximo y mucho menos estable: una bandada de aves vaqueras que convergían para atravesar un paso.

En ese momento, se decidió. Apartándose de los protognósticos, que continuaban discutiendo en la costa, regresó a los edificios de la guardia.

Era evidente para él que esos refugiados, muchos de ellos infectados ya por la plaga, iban hacia Oldorando. Tenía que regresar lo antes posible para poner sobre aviso a Dathka y a los lugartenientes; de otro modo, Oldorando se hundiría bajo una marea de humanidad e inhumanidad enfermas. Sintió ansiedad por Oyre. Pensaba demasiado poco en ella desde los días de la esnoctruicsa.

Los soles le calentaban la espalda. Se sentía solo, pero no había remedio para eso por el momento.

Hizo sonar sus talones en la guardia; esperaba oír la música de la iglesia, pero sólo silencio venía de esa dirección. No sabiendo exactamente en qué punto del vasto perímetro vivían Skitocherill y su mujer, sólo podía esperar a que ambos aparecieran. La espera agravaba sus presentimientos.

Tres exploradores entraron a pie en el poblado, trayendo un par de cautivos; uno de ellos cayó al suelo y quedó postrado junto a la guardia. Los exploradores estaban enfermos y exhaustos. Tambaleándose, entraron en el edificio sin mirar a Laintal Ay. Éste observó indiferente al otro prisionero; ya no le importaban los prisioneros. Pero enseguida volvió a mirar.

El prisionero estaba de pie y con los pies separados, en actitud desafiante, aunque tenía la cabeza caída, como fatigado. Era de elevada estatura. La delgadez parecía indicar que había sobrevivido a la fiebre de los huesos. Vestía unas pieles negras que le colgaban flojamente.

Laintal Ay metió la cabeza en el interior del edificio de guardia, donde los exploradores recién llegados, acodados en una mesa, bebían cerveza de raíces.

—Llevo al prisionero a trabajar; lo necesitamos inmediatamente.

Se alejó antes de que pudieran responder.

Con una breve orden, Laintal Ay indicó al hombre la Iglesia de la Paz Formidable. Había sacerdotes dentro, en el altar central, pero Laintal Ay condujo al cautivo a un banco adosado a la pared, en un lugar poco iluminado. El hombre se dejó caer, agradecido, desplomándose como un saco de piedras.

Era Aoz Roon. Tenía la cara macilenta y arrugada, y la carne del cuello le colgaba en pliegues fláccidos; la barba se le había vuelto casi toda gris, pero era evidente que esas cejas unidas y esa boca firme correspondían al señor de Embruddock. Aoz Roon, al principio, no reconoció a Laintal Ay en ese hombre delgado, vestido a la manera de Sibornal. Al fin sofocó un sollozo y lo estrechó con fuerza, temblando.

Después de un rato pudo explicar qué le había ocurrido, y cómo había quedado desamparado en una isla diminuta en medio de la inundación. Cuando se recobró de la fiebre, advirtió que el phagor que había llegado con él a la isla estaba a punto de morir de hambre. El phagor no era un guerrero sino un humilde recolector de hongos, llamado Yhamm-Whrrmar, a quien aterrorizaba el agua y que, por consiguiente, no podía o no quería comer pescado. A causa de la anorexia que atacaba a quienes se recuperaban de la fiebre, Aoz Roon casi no necesitaba alimento. Ambos habían hablado a través de la corriente, y por último Aoz Roon había cruzado a la isla mayor y había acompañado amistosamente a su antiguo enemigo.

De vez en cuando veían en la costa seres humanos o phagors, y les gritaban; pero nadie cruzaba la rápida corriente para ayudarlos. Intentaron construir juntos una barca, en lo que consumieron varias semanas fatigosas.

Los primeros intentos fueron fallidos. Entretejiendo ramas, y cubriéndolas con barro seco, construyeron por fin una balsa que flotaba. Yhamm-Whrrmar subió un momento, y saltó enseguida afuera, aterrorizado. Después de muchas discusiones, Aoz Roon intentó solo la travesía. En mitad del río, el barro se deshizo y el armazón se hundió. Aoz Roon logró llegar hasta la costa, nadando río abajo.

Tenía la intención de conseguir una cuerda y rescatar a Yhamm-Whrrmar, pero los viajeros que encontró se mostraban hostiles o huían de él. Después de un largo vagabundeo, fue capturado por los exploradores sibornaleses, que lo llevaron a Nueva Ashkitosh.—Volveremos juntos a Embruddock —dijo Laintal Ay—. Oyre estará tan feliz…

Aoz Roon no respondió en seguida. —No puedo regresar… No puedo… No puedo abandonar a Yhamm-Whrrmar… Sin duda no comprendes… Se frotó las manos contra las rodillas. —Todavía eres el señor de Embruddock. Aoz Roon dejó caer la cabeza, suspirando. Había sido derrotado, había fracasado. Sólo quería un refugio tranquilo. Movió otra vez las manos sobre las rodillas y las gastadas pieles de oso.

—No hay refugios tranquilos —dijo Laintal Ay—. Todo está cambiando. Regresaremos juntos a Embruddock. Tan pronto como sea posible.

Como Aoz Roon parecía no tener ya ninguna voluntad, él tomaría las decisiones. Conseguiría un traje sibornalés en la guardia; disfrazado así, Aoz Roon se uniría al grupo de Skitocherill. Laintal Ay se alejó al fin, decepcionado. No era eso en verdad lo que había esperado de Aoz Roon.

Otra sorpresa le aguardaba fuera de la iglesia. Los miembros de la colonia se estaban reuniendo más allá de los edificios de madera que rodeaban la iglesia. Miraban en silencio hacia el campo abierto, anónimamente gris, más allá del poblado.

La cruzada del joven kzahhn phagor estaba a punto de llegar.

La huida ante el avance de la cruzada continuaba aún. De vez en cuando, algún ciervo se deslizaba entre los seres humanos, los protognósticos, los Otros. A veces, los fugitivos caminaban al lado de los grupos de phagors que eran la vanguardia del ejército de Hrr-Brahl Yprt. Había una especie de ceguera en la expedición, en el evidente desorden con que avanzaban. Los cruzados eran más numerosos que disciplinados.

Como al azar, pero en realidad bajo el dominio de las octavas de aire, los grupos de phagors se diseminaban a lo largo de las tierras salvajes. En todas partes avanzaban con un ritmo lento e incontenible, un lento paso anormal. No tenían prisa en los pálidos guarneses.

El camino a través de valles y montañas desde las casi estratosféricas alturas de Nktryhk hasta las llanuras de Oldorando era de cinco mil quinientos kilómetros. Los cruzados, como cualquier ejército humano que viaja casi siempre a pie por terreno difícil, rara vez sobrepasaban un promedio de dieciocho kilómetros.

Era raro que marcharan más de un día de cada veinte. Ocupaban la mayor parte del tiempo con las acostumbradas distracciones de los grandes ejércitos: el pillaje y el descanso.

Para conseguir provisiones, habían puesto sitio a varias pobres ciudades montañesas próximas al camino. Se refugiaban entre las rocas y en desfiladeros hasta que los Hijos de Freyr abrían las puertas y arrojaban las armas. Habían perseguido a pueblos nómadas, situados en el umbral de la humanidad, que ignoraban aún el poder de las semillas y estaban por lo tanto condenados a una vida errante por senderos peligrosos, buscando unas pocas cabezas de flacos arangos con que alimentarse. Al comienzo habían sido detenidos por las nevadas, y luego, más gravemente, por las inmensas inundaciones que corrían pendiente abajo en los flancos del Hhryggt.

Los cruzados habían sufrido también enfermedades, accidentes, deserciones, y los ataques de las tribus cuyo territorio atravesaban.

Estaban ahora en el giro de aire 446 según el calendario moderno. Para las mentes eotemporales de la raza de dos filos era también el año 367 después de la Pequeña Apoteosis del Gran Año 5634000 desde la Catástrofe. Habían pasado trece giros de aire desde que sonara por primera vez el cuerno de pinzasaco en los riscos helados del glaciar natal. Batalix y el amenazante Freyr estaban bajos y próximos en el cielo del oeste, mientras la cruzada emprendía la última etapa del viaje.

El terreno era suave como el regazo de una mujer en comparación con las altas tierras de Mordriat ya atravesadas; y las fuerzas salvajes no eran allí tan evidentes. Sin embargo, el terreno tenía marcas y cicatrices. La estación lo había remendado con plantas cuyas hojas de color verde ácido se extendían horizontalmente, como si estuviesen comprimidas por invisibles octavas de aire. Pero ningún follaje alcanzaba a ocultar la gran anatomía geológica situada debajo, corroída hasta hacía poco por siglos de hielo. Era una tierra que podía soportar pero no sustentar la inquieta esencia de la vida, en cualquier forma que esta esencia adoptara. Era el manuscrito inédito de la gran historia de Wutra. Los cuerpos cortos y gruesos del ejército phagor parecían manifestaciones autóctonas del lugar.

Comparados con ellos, los habitantes del poblado, con sus ropas grises, eran cosas sombrías y transitorias.

Laintal Ay recorrió la calle curva entre la iglesia y los depósitos y salas de guardia con un traje sibornalés para Aoz Roon. Mientras, alcanzaba a ver a la gente entre edificio y edificio.

Todos los habitantes de Nueva Ashkitosh se habían reunido para ver pasar la cruzada. Se preguntó si era por miedo, para averiguar si el tributo humano pagado a los de doble filo les había dado realmente más seguridad.

Las silenciosas bestias blancas pasaron a ambos lados del poblado. Se movían con precisión, mirando adelante, indiferentes. Muchos estaban delgados, o acababan de mudar de pelaje, y las desnudas cabezas parecían enormes. Sobre ellos volaban con gran escándalo las aves vaqueras. Rompían filas en gran número y se disputaban con graznidos y aletazos los montones de estiércol apilados aquí y allá.

Los colonos hicieron oír sus propias voces, como si se opusieran a lo que pasaba fuera. Mientras Laintal Ay salía de la iglesia, las apretadas filas empezaron a cantar. Las palabras no eran en olonets. Tenían una textura áspera, aunque lírica, y la melodía era poderosa. La canción expresaba una cualidad esquiva, entre el desafío y la sumisión. Las voces de las mujeres flotaban claramente por encima de los bajos, que tocaban un himno glacial semejante a una marcha.

Ahora se podía discernir que en el desordenado caudal del ejército de bestias algunas montaban en kaidaws; no tantos kaidaws como al comienzo, pero suficientes para ser un espectáculo. En el centro de una falange más organizada estaba Rukk-Ggrl, con la roja cabeza gacha, llevando al joven kzahhn. Detrás del kzahhn estaban los generales y luego las fillockas privadas, de las que sólo dos sobrevivían, convertidas ahora en altaneras gillotas. Entre la multitud se veían cautivos humanos cargados, andando pesadamente.

Hrr-Brahl Yprt tenía la cabeza alta; la corona facial le brillaba a la luz enfermiza. Zzhrrk revoloteaba sobre él como una bandera. El kzahhn no se dignó echar una mirada al asentamiento humano que le rendía tributo. Sin embargo, la canción que rodaba por el campo y lo saludaba, le despertó en el eddre algún sentimiento, pues al llegar a cierto punto, casi a la altura de la Iglesia de la Paz Formidable, alzó la espada con la mano derecha, aunque jamás se sabría si como saludo o amenaza. Sin detenerse continuó su camino.

Laintal Ay condujo a Aoz Roon hacia el edificio de la guardia. Esperaron allí a Skitocherill, que llegó con su mujer y una criada cargada de equipaje.

—¿Quién es éste? —preguntó Skitocherill, señalando a Aoz Roon—. ¿Ya estás rompiendo tu parte del trato, bárbaro?

—Es mi amigo, y eso basta. ¿Adonde van tus amigos phagors?

El sibornalés encogió un solo hombro, como si la pregunta no valiera más.

—¿Por qué había de saberlo? Ve a preguntarles, si tienes tanta curiosidad.

—Van hacia Oldorando. ¿Lo sabíais, bandidos amigos de esas bestias, que cantáis en honor del jefe…?

—Si supiera dónde está cada poblado bárbaro del desierto no tendría que recurrir a ti para que me guiases. Se miraban con enojo cuando la mujer de Skitocherill se adelantó y dijo: —¿Por qué discutes, Barboe? Sigamos con el plan. Si este hombre dice que nos puede llevar a Ondoro, que lo haga.

—Por supuesto, querida —dijo Skitocherill, con una sonrisa que era una mueca. Frunciendo el ceño, se alejó de Laintal Ay y regresó enseguida con un explorador que traía varios yelks. La mujer examinó con silencioso desdén a Laintal Ay y a Aoz Roon.

Era una mujer robusta, casi tan alta como el marido, sin formas bajo las vestiduras grises. Lo que la hacía notable, para Laintal Ay, eran el pelo rubio lacio y los ojos azules; a pesar de la expresión dura, el conjunto era cordial. Le dijo amablemente: —Te llevaré sana y salva a Oldorando. Nuestra ciudad es hermosa y emocionante, con sus géisers y sus torres de piedra. El Silbador de Horas te sorprenderá. Tendrás que admirar todo lo que veas.

—No tendré que admirar nada —replicó ella con severidad. Como lamentando esta respuesta, le preguntó más amablemente cómo se llamaba.

—Vamos, ya se acerca el ocaso —urgió Skitocherill—. Vosotros dos, bárbaros, montaréis en yelks. No hay mielas disponibles. Y este explorador nos acompañará. Tiene orden de actuar enérgicamente si hay problemas. —Si hay cualquier problema —dijo el explorador debajo de su capucha.

Mientras Freyr se hundía en el horizonte, se pusieron en marcha; seis personas con siete yelks, uno cargado de equipaje. Pasaron sin incidentes junto a los centinelas de la puerta occidental. Los guardias parecían abatidos y sombríos a la luz declinante, y miraban la oscuridad que se avecinaba.

El grupo salió al campo, y marchó a la retaguardia del peludo ejército del kzahhn. El suelo estaba sucio y pisoteado por el paso de muchos pies.

Laintal Ay conducía la marcha, tratando de no tener en cuenta la incómoda montura del yelk. Sentía un peso sofocante en el corazón y el eddre cuando pensaba en e! salvaje ejército phagor que le precedía; con creciente certidumbre, imaginaba que pasarían por Oldorando, fuera cual fuera el destino final. Tenía que avanzar tan rápido como pudiera, sobrepasar la cruzada, y avisar a la ciudad. Golpeó al yelk con los talones.

Oyre y sus ojos sonrientes representaban todo lo que quería en la ciudad. No lamentaba la larga ausencia, que le había dado un nuevo conocimiento de sí mismo, y un nuevo respeto por la perspicacia de la muchacha. Ella había advertido que le faltaba madurez, y que dependía demasiado de otros, y había deseado algo mejor para él, quizá sin conseguir articular ese deseo. Ahora quizá él llegara de vuelta con las cualidades que más había necesitado. Siempre que llegara a tiempo.

Penetraron en una sombría floresta donde brillaba un sendero casi indiscernible, mientras Batalix se ponía en un dorado resplandor. Los árboles eran jóvenes, crecían enmarañados, las copas eran apenas más altas que las cabezas de los jinetes. Estaban rodeados de fantasmas. Una estrecha columna de protognósticos marchaba hacia el este, siguiendo una octava. Habían logrado de algún modo eludir al kzahhn y atravesar las filas de phagors. Las caras macilentas se movían confusamente entre los arbustos oscuros.

Laintal Ay enderezó el delgado cuerpo sobre la silla y miró hacia atrás. El explorador y Aoz Roon cerraban la marcha, apenas visibles. Aoz Roon tenía la cabeza baja; parecía roto y sin vida. Más adelante iban la criada y el yelk que traía la carga. Directamente detrás de Laintal Ay marchaban Skitocherill y su mujer, con las cabezas ocultas bajo las capuchas grises. La mirada de Laintal Ay buscó el rostro pálido de la mujer. Los ojos azules le brillaban, pero creyó advertir una expresión helada que lo asustó. ¿Acaso la muerte los estaba ya persiguiendo?

Volvió a golpear con los pies al lento yelk, obligándole a avanzar hacia los peligros que esperaban allá adelante.