VI - «SINTIÉNDOME BEFUDDOCK…»

Todo lo que podía ver al frente era el terreno que se elevaba, aproximando la curva nítida del horizonte. Las pequeñas y elásticas plantas que tenía bajo los pies se extendían hasta ese horizonte y, en sentido opuesto, hasta el valle. Laintal Ay se detuvo, se sentó apoyando las manos en una rodilla, respirando pesadamente, y miró hacia atrás. Oldorando estaba a seis días de marcha.

El otro lado del valle estaba bañado en una clara luz azul El cielo era morado oscuro y amenazaba futuras tormentas de nieve. Donde él estaba se alargaban las sombras.

Reinició la marcha hacia arriba. Por encima del curvado horizonte próximo emergían nuevas tierras, negras, negras, inaccesibles. Nunca había estado allí. Más lejos, la cumbre de una torre se elevó mientras el horizonte próximo se hundía. Pétrea, ruinosa, construida mucho antes en el estilo de Oldorando, con las mismas paredes inclinadas, y las ventanas abiertas en los cuatro ángulos de cada planta. Sólo quedaban cuatro plantas.

Por último, Laintal Ay llegó a la parte superior de la pendiente. Grandes aves grises se alimentaban cerca de la torre, rodeada por sus propios escombros. Más allá, el cielo de pizarra iluminaba las negras, enormes, inaccesibles montañas. Entre él y el infinito se interponía una hilera de rajabarales. El viento helado le hacía castañetear los dientes; apretó los labios.¿Qué hacía esa torre, tan lejos de Oldorando?

No tan lejos sí eres un ave, nada lejos. No tan lejos si eres un phagor montado en un kaidaw. Ninguna distancia para un dios.

Como para ilustrar la idea, las aves remontaron vuelo aleteando, a poca altura. Laintal Ay las miró hasta que desaparecieron y lo dejaron solo en el extenso paisaje.

Sí, quizá Shay Tal tuviese razón. El mundo había sido diferente. Cuando habló con Aoz Roon de las palabras de Shay Tal, Aoz Roon dijo que no era eso lo importante; no importaba lo que no se podía cambiar sino la supervivencia de la tribu, la unión de todos. Si Shay Tal se imponía, no habría unión. Shay Tal decía que la unión era menos importante que la verdad.

Con la cabeza ocupada por pensamientos que se le movían en la conciencia como sombras de nubes sobre el paisaje, Laintal Ay entró en la torre y miró hacia arriba. Era una ruina hueca. El suelo de madera había sido arrancado y utilizado como leña. Dejó en un rincón el bolso y la lanza y trepó por la piedra áspera, aprovechando cada punto de apoyo, hasta que estuvo de pie en lo alto de un muro. Miró alrededor. Primero buscó phagors —era territorio phagor—; pero sólo alcanzó a ver unas formas áridas e inanimadas.

Shay Tal jamás salía de la aldea. Quizá inventaba misterios. Pero, sin embargo, había un misterio. Mirando las gigantescas montañas, se preguntaba con admiración: ¿Quién las ha hecho? ¿Para qué?

A gran altura, en la montaña redonda que tenía al frente —ni siquiera una estribación de las estribaciones de los Nktryhk—la vegetación se movía. Eran arbustos pequeños, de un verde enfermizo. Miró con atención y reconoció a unos protognósticos, vestidos con pieles, que ascendían muy encorvados. Conducían un rebaño de cabras o de arangos.

Deliberadamente dejó pasar el tiempo, sintiendo cómo se arrastraba por el mundo, mientras él miraba a aquellos seres distantes, como si tuvieran una respuesta a las preguntas que él se hacía, o a las de Shay Tal. Probablemente eran nondads, nómadas que hablaban una lengua sin relación con el olonets. Durante todo el tiempo que los miró, ellos se movieron con esfuerzo por el paisaje que les había tocado en suerte, y parecía que no conseguían avanzar.

Más cerca de Oldorando se encontraban los rebaños de ciervos que proporcionaban alimento a la aldea. Había varias formas de matar ciervos. El método preferido de Nahkri y Klils era utilizar, como cebo, cinco ciervas domesticadas. Los cazadores las conducían, atadas con correas, hasta los campos donde pastaban los rebaños. Caminando agazapados detrás de los animales, los hombres podían aproximarse al rebaño. Luego echaban a correr hacia adelante y arrojaban las lanzas, para matar cuantos animales pudieran. Más tarde los traían al poblado; las ciervas tenían que cargar sobre el lomo a los congéneres muertos.

Durante una de estas cacerías, nevaba. El leve deshielo de mediodía hacía la marcha más difícil. Los ciervos escaseaban. Los cazadores habían caminado tres días enteros hacia el este por terreno difícil, llevando las ciervas, antes de avistar un pequeño rebaño.

Los cazadores eran veinte. Nahkri y su hermano habían recuperado el favor de la multitud, después de la noche del Doble Ocaso, mediante una generosa distribución de rathel. Laintal Ay y Dathka acompañaban a Aoz Roon. Hablaban poco; pero las palabras apenas eran necesarias cuando había confianza. Envuelto en pieles negras, Aoz Roon era en el desolado paisaje una imagen de valor, y los dos hombres más jóvenes se mantenían junto a él tan fielmente como Cuajo, el enorme perro.

El rebaño pastaba en la parte superior de una elevación, algo más adelante, y en la dirección de donde venía el viento. Era necesario rodearlo por la derecha, donde el terreno era más alto y el olor de los cazadores no llegaría a los animales. Dos hombres quedaron atrás, con los perros. El resto avanzó colina arriba, sobre cinco centímetros de nieve fangosa. La parte superior de la elevación estaba marcada por una línea interrumpida de tocones de árboles y uno o dos montones de escombros de albañilería, redondeados por siglos de intemperie. El rebaño sólo se hizo visible cuando andando sobre manos y rodillas, arrastrando lanzas y correas, los cazadores llegaron a la cima y examinaron el terreno.

El rebaño comprendía veintidós ciervas y tres machos. Las hembras estaban repartidas entre los machos, que de vez en cuando se miraban desafiantes. Eran animales mal alimentados; se les veían las costillas bajo las crines rojizas. Las ciervas pastaban con avidez, con las cabezas en el suelo la mayor parte del tiempo, apartando la nieve con el hocico. Se alimentaban contra el viento, que soplaba en los rostros de los cazadores agazapados. Unas grandes aves negras tartamudeaban bajo los cascos de los animales.

Nahkri dio la señal.

El y su hermano llevaron a escondidas dos hembras domesticadas hacia el flanco izquierdo del rebaño, que había dejado de pastar para ver lo que ocurría. Aoz Roon, Dathka y Laintal Ay condujeron a las otras tres hacia el flanco derecho.

Aoz Roon, junto a su cierva, se mantenía atento. La situación no le gustaba del todo. Cuando el rebaño se espantara, se alejaría de los cazadores en vez de ir hacia ellos: los cazadores perderían la excitación de la caza y una práctica útil. Si él hubiese comandado la operación, habría invertido más tiempo en preliminares. Pero Nahkri se sentía demasiado inseguro para esperar. Tenía el rebaño a la izquierda; un bosquecillo de denniss separaba el terreno de pasto de una zona irregular y rocosa a la derecha. A lo lejos se erguían unos paredones verticales, una larga sucesión de colinas, y en el fondo las montañas bajo las nubes moradas.

Los árboles daban cierta cobertura a los cazadores. Los troncos plateados y castigados no tenían corteza. Las ramas superiores habían sido arrancadas por tempestades anteriores. La mayoría de los dennis se extendían en una línea casi horizontal, doblados por el viento. Algunos se entrelazaban, como librando un combate de eones; todos estaban tan desgastados por el tiempo y los elementos que parecían cordilleras en miniatura, modeladas por levantamientos tectónicos.

Aoz Roon examinaba la escena mientras avanzaba escondido detrás de la cierva. Había estado antes en el lugar, cuando la marcha era más fácil y la nieve más firme: un punto protegido con la amplia visibilidad que prefieren los rebaños. Observó que los denniss, a pesar de su aspecto muerto y casi fósil, tenían vástagos verdes que se enroscaban y ceñían al suelo a sotavento.

Algo se movió. Un ciervo renegado apareció bruscamente entre los árboles. Aoz Roon sintió el olor de la bestia, y otro olor más acre que no identificó en seguida.

El nuevo ciervo se metió torpemente en el rebaño, y fue atacado por el más próximo de los tres machos residentes. El animal se acercó, pisoteando el suelo, mugiendo con la cabeza gacha, exhibiendo la cornamenta. El recién llegado permaneció donde estaba, sin intentar defenderse.

El ciervo residente cargó contra el intruso. Cuando las cornamentas se unieron, Aoz Roon advirtió una correa de cuero entre los cuernos del renegado. Rápidamente, entregó la cierva a Laintal Ay y desapareció detrás del árbol más próximo. Luego corrió hasta el siguiente.

Ese denniss estaba ennegrecido y muerto. A través de las ramas rotas, Aoz Roon pudo ver una mata de pelo amarillento que sobresalía entre los árboles más alejados. Alzando la lanza en la mano derecha, y echando atrás el brazo para descargar el golpe, corrió como sólo él podía correr. Sentía bajo las botas las piedras afiladas escondidas en la nieve; escuchaba el mugido de los animales en lucha; veía acercarse el bosquecillo muerto, y corría todo el tiempo tan silenciosamente como podía. Algún ruido era inevitable.

El pelo se movió y se convirtió en el hombro de un phagor. El monstruo se volvió. Los grandes ojos rojizos relampaguearon. Bajó los largos cuernos y abrió los brazos para enfrentar el ataque. Aoz Roon le hundió la lanza debajo de las costillas.

Con un grito, la gran criatura de dos filos cayó hacia atrás, empujada por la carga de Aoz Roon. El hombre cayó también. El phagor le rodeó el cuerpo con los brazos, hundiéndole en la espalda las manos córneas. Ambos rodaron en la nieve sucia.

Las dos criaturas, la blanca y la negra, se convirtieron en un solo animal, que luchaba consigo mismo en un paisaje primario, tratando de separarse. Dio contra una raíz plateada y nuevamente se convirtió en dos partes, la negra debajo.

El phagor echó atrás la cabeza y abrió las mandíbulas. Dos hileras de dientes amarillos, enclavados como palas en unas encías blanquecinas, enfrentaron a Aoz Roon. Aoz Roon consiguió liberar un brazo, recoger una piedra, y meterla entre los labios y los dientes, que estaban a punto de cerrarse sobre él. Se puso de pie, vio el mango de la lanza clavado aún en el cuerpo del monstruo y se dejó caer encima. El phagor emitió un último y violento ronquido, y murió. Una sangre amarilla brotó de la herida. Los brazos del phagor se abrieron, y Aoz Roon se incorporó, jadeando. Un ave vaquera se elevó muy cerca y aleteó pesadamente hacia el este.

Alcanzó a ver cómo Laintal Ay despachaba a otro phagor. Otros dos huyeron a la carrera, abandonando la protección de un denniss horizontal. Ambos galopaban en un solo kaidaw e iban hacia los riscos. Las blancas aves los seguían con las alas desplegadas, devolviendo con nuevos chillidos los ecos que venían del desierto.

Dathka se acercó y apretó en silencio el hombro de Aoz Roon. Ambos se miraron, y sonrieron. Aoz Roon mostró los dientes blancos, a pesar del dolor. Dathka no separó los labios.

Laintal Ay apareció, entusiasmado.

—Lo maté. ¡Está muerto! —decía—. Tienen las vísceras en el pecho, los pulmones en el vientre…

Apartando con un puntapié el cuerpo del phagor, Aoz Roon se apoyó contra un tronco. Respiró con fuerza por la boca y la nariz para librarse del acre olor a lecha del enemigo. Las manos le temblaban.

—Llama a Eline Tal —dijo.

—¡Lo maté, Aoz Roon! —repitió Laintal Ay, señalando el cuerpo caído en la nieve.

—Trae a Eline Tal —ordenó Aoz Roon.

Dathka se acercó a los dos ciervos, que continuaban luchando con las cabezas juntas, las cornamentas unidas, batiendo la nieve con los cascos. Sacó el cuchillo y les cortó las gargantas como un experimentado carnicero. Los animales quedaron en pie, sangrando, hasta que no pudieron sostenerse; cayeron y murieron con los cuernos todavía unidos.

—La correa entre los cuernos… Es una vieja treta de los peludos —dijo Aoz Roon—. Apenas la vi, supe de qué se trataba.

Eline Tal llegó corriendo con Faralin Ferd y Tanth Ein. Apartaron a los hombres más jóvenes y sostuvieron a Aoz Roon.

—Sólo tenías que matar a ese monstruo; no abrazarlo —dijo Eline Tal.

El resto del rebaño había huido hacía tiempo. Los hermanos habían matado a tres ciervas y estaban orgullosos. Los demás cazadores vinieron a ver qué había ocurrido. Cinco animales no eran mala caza; el pueblo de Oldorando podría comer cuando ellos regresasen. Los cuerpos de los phagors se dejaron allí, pudriéndose. Nadie quería las pieles.

Laintal Ay y Dathka se llevaron las ciervas usadas como cebo mientras Eline Tal y los demás examinaban a Aoz Roon. Éste les apartó las manos, maldiciendo.

—Vámonos, de prisa —dijo, sosteniéndose el costado con una mueca de dolor—. Donde había cuatro puede haber más.

Pusieron los animales muertos sobre el lomo de los vivos e iniciaron el viaje de vuelta.

Nahkri estaba enojado con Aoz Roon.

—Esos dos machos estaban muertos de hambre. La carne será como cuero.

Aoz Roon no respondió.

—Sólo los buitres prefieren los ciervos a las ciervas —dijo Klils.

—Calla, Klils —gritó Laintal Ay—. ¿No entiendes que Aoz Roon está herido? Ve a practicar con el hacha.

Aoz Roon mantenía la vista clavada en el suelo, sin hablar, lo que irritaba aún más al hermano mayor. Alrededor, el eterno paisaje guardaba silencio.

Cuando finalmente estuvieron a la vista de Oldorando y de las protectoras fuentes termales, los vigías de las torres hicieron sonar los cuernos. Eran hombres demasiado viejos o enfermos para cazar. Nahkri les había dado una tarea más sencilla; pero si los cuernos no sonaban en el momento preciso en que la partida de caza aparecía a lo lejos, les suprimía la ración de rathel. Los cuernos eran la señal para que las mujeres abandonaran lo que estaban haciendo y acudieran a recibir a los hombres fuera de la empalizada. Ellas siempre temían que hubiera ocurrido alguna muerte; la viudez implicaba tareas humildes, mera subsistencia, vida más corta. En esta ocasión, contaron las cabezas y se alegraron. Todos los cazadores regresaban. A la noche habría una fiesta. Algunas de las mujeres concebirían.

Eline Tal, Tanth Ein y Faralin Ferd llamaron a las mujeres, en términos que eran a la vez cariñosos y abusivos. Aoz Roon cojeaba, solo, en silencio; miró por debajo de las cejas oscuras para ver si Shay Tal había venido. No era así.

Tampoco Dathka fue recibido por una mujer. Endureció el rostro juvenil mientras atravesaba el grupo de bienvenida, pues había esperado la presencia de Vry, la discreta amiga de Shay Tal. Aoz Roon despreciaba secretamente a Dathka porque no había una mujer que corriera a recibirlo, aunque él mismo estuviese en esa situación.

Vio que un cazador tomaba la mano de Dol Sakil, la hija de la partera. Y que su propia hija, Oyre, se precipitaba a recibir a Laintal Ay: pensó que harían buena pareja, y que de algo serviría esa unión.

Por supuesto, la muchacha tenía carácter firme, en tanto que Laintal Ay era más bien blando. Ella lo obligaría a una larga danza antes de consentir. En ese sentido, Oyre era como la preciosa Shay Tal: difícil, hermosa, y con una mente propia.

Pasó, cojeando, por las anchas puertas, con la cabeza baja, todavía cubriéndose el costado con la mano. Nahkri y Klils se acercaban, rechazando a sus estridentes mujeres. Ambos le echaron unas miradas amenazadoras.

—No te adelantes, Aoz Roon —le ordenó Nahkri—. Guarda tu lugar.

Aoz Roon lo miró por encima del hombro encogido.

—Una vez he blandido el hacha, y por Wutra, lo haré de nuevo —gruñó.

El mundo parecía borroso ante él. Bebió de un trago un jarro de rathel con agua, pero aún se sentía mal. Trepó al cubil que compartía con sus compañeros, por una vez indiferente a la tarea de desollar y limpiar la caza que había contribuido a traer. Una vez arriba, cayó al suelo. Pero no permitió que la esclava le cortara el abrigo de pieles para examinar las heridas. Descansó, apretándose las costillas con los brazos. Una hora más tarde salió solo en busca de Shay Tal.

Como pronto oscurecería, ella había ido a llevar cortezas de pan al Voral para alimentar a los gansos. El río estaba crecido. Se había deshelado durante el día; las aguas negras se movían enmarcadas por hojas de hielo blanco que los gansos atravesaban dando roncos graznidos. Habían estado siempre heladas, cuando ellos eran jóvenes.

Ella dijo: —Los cazadores se alejan mucho; sin embargo, esta mañana he visto caza del otro lado del río. Mielas y caballos salvajes, creo. Sombrío, taciturno, Aoz Roon la miró y le apretó el brazo.

—Siempre te opones, Shay Tal. ¿Crees que sabes más que los cazadores? ¿Por qué no viniste cuando sonó el cuerno?

—Estaba ocupada. —Ella se libró de él y se puso a desmigajar las cortezas de pan de centeno mientras los gansos la rodeaban. Aoz Roon los apartó a puntapiés y volvió a apoderarse del brazo de Shay Tal.

—Hoy he matado a un phagor. Soy fuerte. Me hirió, pero conseguí matarlo. Todos los cazadores me miran con respeto, y todas las jóvenes. A ti te quiero, Shay Tal. ¿Por qué no me quieres?

Ella se volvió hacia él con una mirada punzante, de furia contenida.

—Te quiero, pero me torcerías el brazo si me opusiera a ti, y estaríamos siempre discutiendo. Nunca me hablas suavemente. Te puedes burlar y te puedes irritar; pero no sabes hablar con ternura. Por eso.

—No soy de los que hablan con ternura. Pero tampoco torcería ese brazo tan bonito. Te daría cosas verdaderas en qué pensar.

Shay Tal no respondió; siguió alimentando a las aves. Batalix se hundió en la nieve, dorando las hebras sueltas del pelo de la mujer. En el escenario duro y muerto, sólo la onda negra del agua se movía.

Aoz Roon, inseguro, se apoyaba ya en uno ya en otro pie, y la miraba.

—¿En qué estabas ocupada? —dijo.

Sin mirarlo, ella dijo con pasión:

—Tú oíste mis palabras el desdichado día que enterramos a Loilanun. Yo hablaba especialmente para ti. Estamos viviendo en una granja. Yo quiero saber qué ocurre en el mundo, más allá de esta granja. Quiero aprender cosas. Necesito tu ayuda, pero no eres del todo el hombre capaz de dármela. Por tanto me dedico a enseñar a otras mujeres, mientras haya tiempo, porque de ese modo me enseño a mí misma.—¿Qué bien puede hacer eso? Solamente crear problemas.

Ella no respondió; miraba más allá del río, donde se depositaban los últimos y mezquinos oros del día.

—Tendría que ponerte sobre mis rodillas y darte unos azotes. —Aoz Roon estaba en un punto más bajo de la orilla y alzaba la vista hacia Shay Tal.

Ella lo miró indignada. Casi inmediatamente, cambió de expresión. Rió, mostrando los dientes y el rosado paladar antes de cubrirlos con la mano.

—¡Realmente no comprendes!

Aprovechando el momento, él la abrazó con fuerza.

—Trataría de ser tierno contigo, y algo más, Shay Tal. Por tu encanto y por esos ojos, tan brillantes como el Voral. Olvida esos conocimientos de los que todos podemos prescindir, y sé mi mujer.

La hizo girar, con los pies en el aire, y los gansos se dispersaron coléricamente, estirando los cuellos hacia el horizonte.

Cuando estuvo otra vez en el suelo, ella dijo: —Te ruego que me hables con naturalidad, Aoz Roon. Mi vida es dos veces preciosa y sólo puedo entregarme una vez. El conocimiento es muy importante para mí. Para todos. No me obligues a elegir entre el conocimiento y tú.

—Hace tiempo que te quiero, Shay Tal. Yo sé que has estado enfadada por causa de Oyre, pero no deberías decirme que no. Quiero que seas mi mujer ahora mismo o buscaré otra, te lo advierto. Soy un hombre de sangre caliente. Vive conmigo, y olvidarás la academia.

—No haces más que repetirte. Si me quieres, trata de oír lo que digo. —Se volvió y echó a andar colina arriba hacia la torre. Pero Aoz Roon corrió y la alcanzó.

—Después de obligarme a decir tantas tonterías, Shay Tal, ¿me dejarás partir sin más? —Las maneras de él eran otra vez corteses y casi taimadas.—¿Y qué harías si fuera el jefe, el Señor de Embruddock? No es imposible. Entonces, tendrías que ser mi mujer.

Por la forma en que ella lo miró, él comprendió por qué la perseguía; durante un instante, sintió la esencia de esa mujer que dijo con voz tranquila: —¿De modo que ése es tu sueño, Aoz Roon? Pues bien: el conocimiento y la sabiduría son otra clase de sueño, y estamos condenados a seguir cada uno el suyo, por separado. También yo te amo; pero como tú, no quiero que nadie tenga poder sobre mí.

Aoz Roon no respondió. Shay Tal sabía que a él le era difícil aceptar esa observación, o eso al menos era lo que él pensaba: pero Aoz Roon seguía otra línea de razonamiento y mirándola con dureza le preguntó: —Pero odias a Nahkri, ¿no es verdad?

—No me molesta.

—Ah, pero a mí sí.

Como era habitual cuando las partidas de caza regresaban, se hizo una fiesta. Todos comieron y bebieron hasta muy tarde. Además del habitual rathel, la corporación de las bebidas había producido un oscuro vino de cebada. Se cantaron canciones y se bailaron jigas, mientras los licores iban dominando la situación. Cuando la ebriedad alcanzó el punto culminante, la mayoría de los hombres estaba bebiendo en la gran torre, desde donde veían la calle principal. La planta baja había sido despejada, y ardía allí un fuego, y el humo subía, enroscándose, hasta las vigas de cantos metálicos. Aoz Roon estaba taciturno, y se alejó de los que cantaban. Laintal Ay lo vio salir, pero estaba demasiado ocupado persiguiendo a Oyre para perseguir también al padre de ella. Aoz Roon subió la escalera, atravesó los diversos niveles, emergió en el terrado y aspiró el frío de la noche.

Dathka, que no tenía talento para la música, lo siguió en la oscuridad. Corno de costumbre, no hablaba. Permaneció con las manos en las axilas, mirando las vagas sombras amenazantes de la noche. En el cielo, sobre ella, pendía una cortina de opaco fulgor verde cuyos pliegues desaparecían en la estratosfera.

Aoz Roon cayó hacia atrás con un gran grito. Dathka lo sostuvo, pero el hombre mayor se debatió y lo apartó.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás borracho?

—¡Mira! —Aoz Roon señaló la vacía oscuridad.— Ahora se ha ido, maldita sea. Una mujer con cabeza de cerdo. Eddre, ¡y qué mirada!

—Estás viendo cosas. Estás borracho.

Aoz Roon se volvió con irritación.

—No me llames borracho, renacuajo. La he visto, te digo. Desnuda, piernas delgadas, toda cubierta de pelo, desde el sexo al mentón, catorce tetas… Y venía hacia mí.

Aoz Roon corrió por el terrado sacudiendo los brazos.

Klils apareció en la puerta trampa, vacilando un poco, mordisqueando un fémur de ciervo.

—No tenéis nada que hacer aquí. Ésta es la Gran Torre. Aquí vienen sólo los que mandan en Oldorando.

—Basura —le dijo Aoz Roon acercándose—. Dejaste caer el hacha.

Klils lo golpeó violentamente en el cuello con el hueso de ciervo.

Rugiendo, Aoz Roon agarró a Klils por la garganta y trató de estrangularlo. Pero Klils le dio un puntapié en el tobillo y varios puñetazos debajo del corazón, y lo empujó hacia el parapeto del terrado, que en parte se desmoronó y cayó. Aoz Roon quedó con la cabeza colgando en el espacio.

—¡Dathka! —gritó—. ¡Ayúdame!

En silencio, Dathka se acercó a Klils por detrás, lo tomó firmemente por las rodillas y lo alzó en el aire. Sacudió el cuerpo del hombre, inclinándolo sobre el parapeto y sobre el vacío de siete plantas.

—¡No, no! —gritó Klils, luchando frenéticamente, abrazándose al cuello de Aoz Roon. Los tres hombres se debatían en la tiniebla verde, acompañados por las canciones de abajo, dos —y ambos entorpecidos por el rathel— contra uno, el flexible Klils. Finalmente lo vencieron, desprendiendo las manos que se agarraban a la vida. Con un grito final, Klils cayó. Oyeron el ruido del cuerpo que chocaba contra el suelo. Aoz Roon y Dathka se apoyaron jadeando en el parapeto.

—Nos libramos de él —dijo finalmente Aoz Roon. Dolorido, se apretó las costillas con los brazos—. Gracias, Dathka.

Dathka no respondió.

Por fin, Aoz Roon agregó: —Nos matarán por esto. Nahkri se ocupará de que nos maten. Ya hay mucha gente que me odia. —Después de una pausa, exclamó iracundo:—Todo fue culpa del necio de Klils. Él me atacó. Fue culpa de él.

Incapaz de soportar el silencio, Aoz Roon caminaba de un lado a otro del terrado, murmurando. Recogió el fémur y lo arrojó lejos a la oscuridad.

Luego se volvió al impasible Dathka y dijo: —Baja a hablar con Oyre. Hará lo que yo quiera. Que traiga aquí a Nahkri. Él se pondría una nariz de cerdo si ella se lo pidiese. Ya he visto cómo la mira, esa basura.

Encogiéndose de hombros, en silencio, Dathka bajó. Oyre estaba trabajando en casa de Nahkri, con gran disgusto de Laintal Ay. Gracias a su belleza, era mejor tratada que otras mujeres.

Aoz Roon se abrazó a sí mismo, se estremeció, recorrió el terrado y lanzó unos juramentos a la oscuridad. Dathka regresó.

—Lo traerá —dijo brevemente—. Pero eso que te propones no está bien. No cuentes conmigo.

—Calla. —Era la primera vez que alguien daba semejante orden a Dathka. Retrocedió y se ocultó en la más profunda oscuridad mientras las figuras salían de la puerta trampa; tres figuras, y la primera la de Oyre. Después venía Nahkri con el jarro de licor en la mano, y luego Laintal Ay, quien había decidido no alejarse de Oyre. Parecía enojado, y no cambió de expresión cuando miró a Aoz Roon. También éste frunció el ceño.

—Quédate abajo, Laintal Ay. No has de participar en esto —dijo ásperamente Aoz Roon.

—Aquí está Oyre —respondió Laintal Ay, como si eso fuera suficiente, sin moverse.—Me está acompañando, padre — explicó Oyre. Aoz Roon la apartó y enfrentó a Nahkri.

—Siempre nos hemos llevado mal, Nahkri. Ahora, prepárate para luchar conmigo, hombre a hombre.

—Baja de mi terrado —ordenó Nahkri —. No toleraré que estés aquí. Tu lugar está abajo.

—Prepárate para luchar.

—Siempre has sido insolente, Aoz Roon; hablas de luchar porque fracasaste en la cacería. Has bebido demasiado. —La voz de Nahkri estaba ronca por el vino y el rathel.

—Hablo y lo hago —gritó Aoz Roon, y se lanzó contra Nahkri.

Nahkri le arrojó el jarro, Oyre y Laintal Ay intentaron retener a Aoz Roon, pero él se liberó y golpeó a Nahkri en la cara.

Nahkri cayó, rodó, y sacó una daga del cinturón. La única luz venía de una gruesa vela que ardía en el piso inferior. Los verdes pliegues del cielo apenas teñían los asuntos humanos. Aoz Roon trató de patear la daga, falló, y cayó pesadamente sobre Nahkri, inmovilizándolo. Gimiendo, Nahkri empezó a vomitar; Aoz Roon se apartó de él. Ambos se pusieron de pie jadeando.

—Acabad con esto, los dos —exclamó Oyre, aferrándose a su padre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laintal Ay—. Lo has provocado sin motivo, Aoz Roon. Aunque sea un necio, tiene razón.

—Calla, si quieres a mi hija — rugió Aoz Roon, mientras cargaba. Nahkri, que aún respiraba con dificultad, no tenía defensa. Había perdido la daga. Bajo una lluvia de golpes fue arrastrado hasta el parapeto. Oyre gritó. Nahkri vaciló un momento; luego las rodillas se le doblaron. Y luego desapareció.

Todos oyeron cómo golpeaba el suelo, al pie de la torre. Se quedaron inmóviles, mirándose con culpa unos a otros. Un canto de borrachos subía hacia ellos desde el interior de la torre.

Sintiéndome befuddock

voy camino de Embruddock

y sorprendo a una marrana

que bailaba una pavana

y me caigo de buddock…

Aoz Roon se inclinó sobre el parapeto.

—Supongo que todo ha terminado para ti, señor Nahkri —dijo en un tono tranquilo. Jadeó, y se abrazó las costillas. Se volvió y miró a todos, fieramente.

Laintal Ay y Oyre estaban juntos. Oyre sollozaba.

Dathka se adelantó y dijo con voz hueca: —Guarda silencio, Laintal Ay, y tú, Oyre, si apreciáis vuestras vidas. Ya habéis visto con qué facilidad se pueden perder. Yo diré que vi discutir a Nahkri y Klils. Pelearon, y cayeron juntos por encima del parapeto. No pudimos detenerlos. Recordad mis palabras. Callad. Aoz Roon será el Señor de Embruddock y Oldorando.

—Así será, y gobernaré mejor que esos necios — dijo Aoz Roon, tambaleante.

—Será mejor que lo hagas —continuó tranquilamente Dathka— porque nosotros tres sabemos la verdad acerca de este doble crimen. Recuerda que no hemos intervenido; todo ha sido obra tuya. Trátanos en consecuencia.

Bajo el imperio de Aoz Roon, los años transcurrirían en Oldorando casi como bajo otros jefes. La vida tiene una cualidad que los gobernantes no alcanzan a tocar. Sólo la temperatura se hizo más arbitraria. Pero eso, como muchas otras cosas, no dependía de ningún gobierno.

Los gradientes de temperatura en la estratosfera se alteraron, la troposfera se calentó, las temperaturas empezaron a subir. Lluvias devastadoras duraban semanas enteras. En las regiones tropicales la nieve desapareció de las tierras bajas. Los glaciares se retiraron a zonas de mayor altura. La tierra reverdeció. Crecieron altas plantas. Aparecieron aves y animales nunca vistos anteriormente, por encima o más allá de la empalizada de la vieja aldea. Todas las formas de vida se modificaban. Nada era como había sido.

Para muchas personas de edad esos cambios eran indeseables. Les recordaban las nieves ilimitadas de años atrás. Los de edad mediana recibían complacidos los cambios, pero movían la cabeza y decían que eran demasiado buenos para durar. Los jóvenes no habían conocido otra cosa. La vida ardía en ellos como en el aire. La aldea disponía de una mayor variedad de alimentos; producía más hijos, y menos de esos niños morían.

En cuanto a los dos centinelas, Batalix parecía igual que siempre. Pero Freyr se tornaba más brillante y caliente cada semana, cada día, cada hora.

Dentro de este drama del clima estaba el drama humano, que toda alma viviente tenía que representar, satisfecha o decepcionada. Pero la mayoría creía estar en el centro de la escena, y ese tejido de diminutas circunstancias les parecía excepcional. Esto era así en todo el gran globo de Heliconia, allí donde había pequeños grupos de hombres y mujeres esforzándose por vivir.

Y la Estación Observadora Terrestre registraba todo.

Cuando se convirtió en Señor de Oldorando, Aoz Roon perdió su buen humor. Se volvió taciturno, y durante un tiempo evitó a los testigos y cómplices del crimen. Ni siquiera quienes podían verlo advirtieron en qué medida ese mismo aislamiento tenía corno causa la incesante fermentación de la culpa; las personas no se molestan en comprenderse unas a otras. Los tabúes contra el crimen eran poderosos; en una pequeña comunidad todos estaban relacionados, aunque fuera de modo distante, y la pérdida de una sola persona capaz tenía importancia. La conciencia colectiva era algo tan precioso que ni siquiera se permitía a los muertos apartarse por completo de los vivos.

Ni Klils ni Nahkri habían tenido hijos con sus mujeres, de modo que sólo ellas podían comunicarse con los coruscos de los dos hombres. Ambas dijeron que en el mundo de los espíritus sólo habían encontrado una violenta furia. Era penoso soportar la cólera de los coruscos, porque nunca había un momento de alivio. La cólera de los hermanos era consecuencia natural de un estallido de ebria locura fraticida; se excusó a las mujeres de intentar una nueva comunicación. Los hermanos y su terrible fin dejaron de ser tema de conversación común. Por el momento, no se difundió el secreto del crimen.

Pero Aoz Roon no lo olvidó jamás. En el amanecer que siguió al doble asesinato, se levantó fatigado y se lavó la cara con agua helada. El frío sólo acrecentó una fiebre que él trataba de negar. En todo el cuerpo le ardía un dolor que parecía arrastrarse pesadamente de un órgano a otro.

Estremecido por una angustia que no se atrevió a comunicar a sus compañeros, salió de la torre junto con Cuajo, el perro. En la calle, entre las nieblas fantasmales de la primera luz, sólo se veían los cuerpos envueltos de las mujeres que acudían lentamente al trabajo. Aoz Roon las evitó y avanzó precipitadamente hacia la puerta norte. Tenía que pasar por la gran torre. Antes de darse cuenta, se vio frente al cuerpo destrozado de Nahkri, despatarrado en el suelo, con los ojos aún desorbitados de terror. Y allí estaba el feo cuerpo de Klils, del otro lado de la torre. Todavía no habían sido descubiertos, ni se había dado la alarma. Cuajo gemía y saltaba de un lado a otro del cuerpo enfangado de Klils.

Un pensamiento se abrió camino en la ofuscación de Aoz Roon. Nadie creería que los hermanos se habían matado entre ellos si los hallaban en lados opuestos de la torre. Aferró el brazo de Klils e intentó arrastrar el cuerpo. El cadáver estaba rígido y no se movió, como si hubiese echado raíces en la tierra. Aoz Roon tuvo que inclinarse y poner la cara casi junto al pelo empapado de Klils para intentar alzarlo. Hizo un nuevo esfuerzo. Klils no se movió. Jadeando, con un sollozo, Aoz Roon probó el otro extremo, tirando de las piernas. A lo lejos graznaron los gansos, burlándose de él. Por último consiguió mover el cadáver. Klils había caído de bruces, y las manos y un lado de la cara se le habían pegado al barro helado. Se le desprendieron al fin y el cuerpo saltó sobre el terreno muerto. Aoz Roon lo arrojó en montón junto al hermano, como si no viera lo que hacía. Luego corrió hacia la puerta norte.

Más allá de la empalizada había una cantidad de torres en ruinas, rodeadas —y, en verdad, destruidas— por los rajabarales que se alzaban sobre los restos. Aoz Roon se refugió en uno de esos monumentos al tiempo, erguido sobre un trecho congelado del Voral. En la segunda planta, había una habitación intacta. Aunque los escalones de madera habían desaparecido mucho antes, logró trepar por una pila de escombros e izarse hasta la cámara de piedra. Jadeante, se apoyó con una mano en la pared. Luego sacó la daga y frenéticamente se puso a cortar las pieles que vestía.

Un oso había muerto en la montaña para vestir a Aoz Roon. Nadie tenía una piel negra como ésa. La desgarró sin cuidado.

Quedó desnudo. Aun a solas se sentía avergonzado. La desnudez no tenía sitio en la cultura local. El perro miraba y gemía.

El cuerpo, musculoso y de vientre plano, estaba consumido por las llamaradas de una erupción. Las lenguas de fuego lo lamían por entero. Ardía desde el cuello a las rodillas.

Aferrándose miserablemente el miembro, corrió por la habitación, gritando con muchas clases de dolores.

Para Aoz Roon, ese fuego del cuerpo era la señal evidente de la culpa. El crimen. Aquí estaba el efecto; la mente oscura saltó inmediatamente a la causa. En ningún momento llegó a recordar los incidentes de la cacería, ni el abrazo en que se había confundido con el gran phagor blanco. Y no podía entender que las garrapatas que aquejaban a la especie de los peludos hubiesen pasado a su propio cuerpo. No tenía bastantes conocimientos para establecer esas conexiones.

La Estación Observadora Terrestre miraba desde lo alto.

Llevaba a bordo instrumentos que permitían a los observadores saber, acerca del planeta, cosas que los nativos ignoraban. Esos observadores conocían el ciclo vital de la garrapata, parásita tanto del phagor como del hombre. Habían analizado la composición de la corteza andesítica de Heliconia. Desde el menor al mayor, todos los hechos tenían que ser reunidos, analizados y comunicados luego a la Tierra. Era como si Heliconia pudiera ser desmantelada átomo por átomo y despachada a un destino extraño en el otro extremo de la galaxia. Y por cierto, en un determinado sentido Heliconia era recreada en la Tierra, en las enciclopedias y en los planes de educación.

Se vio desde el Avernus cómo los dos soles se elevaban en el este sobre las cumbres de la Cordillera de Nktryhk, algunos de cuyos picos tocaban la estratosfera, y cómo de ellos brotaban la gloria y la oscuridad, colmando de misterio las profundidades de la atmósfera. Y había en la estación románticos que olvidaban los hechos, y deseaban participar en aquellas rudas actividades que se sucedían en el lecho del océano de aire.

Refunfuñando, maldiciendo, las figuras encapuchadas se abrían paso en la oscuridad hacia la gran torre. Un viento glacial soplaba furiosamente desde el este, silbando entre las torres viejas, abofeteándoles las caras y cubriéndoles de escarcha los labios. Eran las siete de una tarde de primavera, y ya noche cerrada.

Una vez adentro de la torre, atrancaron detrás de ellos, entre exclamaciones, la desvencijada puerta de madera. Luego subieron los escalones de piedra que llevaban a la habitación de Aoz Roon. Esa habitación estaba calentada por las aguas termales que fluían en los conductos de piedra del suelo. Las habitaciones superiores, donde dormían los esclavos y algunos de los cazadores de Aoz Roon, estaban más lejos de la fuente de calor, y en consecuencia eran más frías. Pero esa noche el viento que penetraba por mil rendijas lo congelaba todo.

Aoz Roon presidía su primer consejo como Señor de Oldorando. El último en llegar fue el anciano maestro Datnil Skar, cabeza de la corporación de curtidores. Era también el consejero de mayor edad. Subió lentamente hacia la luz, temiendo a medias alguna emboscada. Los viejos miran siempre con suspicacia los cambios de gobierno. Dos velas ardían en unos tiestos en el centro del suelo lujosamente cubierto de pieles. El fuego llameante se inclinaba hacia el oeste, hacia donde se elevaban dos gallardetes de humo.

A la luz indecisa, el maestro Datnil vio a Aoz Roon, sentado en una silla de madera, y a otras nueve personas en cuclillas sobre las pieles. Seis eran los maestros de las otras seis corporaciones; se inclinó ante cada uno después de saludar a Aoz Roon. Los otros eran los cazadores Dathka y Laintal Ay, sentados juntos, bastante a la defensiva. A Datnil Skar no le agradaba Dathka por la sencilla razón de que el joven había abandonado su corporación para adoptar la estéril vida de los cazadores; ésta era la opinión de Datnil Skar a quien tampoco le gustaba el carácter silencioso de Dathka.

La única hembra presente era Oyre, que mantenía la mirada incómodamente fija en el suelo. Estaba oculta en parte por la silla del padre y por las sombras que bailaban sobre la pared.

Todos estos rostros eran familiares para el viejo maestro, así como los más espectrales alineados en los muros debajo de las vigas: los cráneos de los phagors y otros enemigos de la aldea.

El maestro Datnil se sentó en una alfombra, sobre el suelo, al lado de los demás hombres de las corporaciones. Aoz Roon dio una palmada y desde el piso superior descendió una esclava trayendo una bandeja con una jarra y once tazones de madera; el maestro Datnil advirtió, cuando le sirvieron el rathel, que los tazones habían pertenecido antes a Wall Ein.

—Bienvenidos —saludó Aoz Roon, alzando el tazón.

Todos bebieron el líquido dulce y turbio.

Aoz Roon habló. Dijo que se proponía gobernar con más firmeza que sus predecesores. No toleraría los desmanes. Consultaría como antes al consejo; el consejo reuniría como antes a los maestros de las siete corporaciones. Defendería a Oldorando contra todos los enemigos. No permitiría que las mujeres ni los esclavos perturbaran la decencia pública. Aseguraría que nadie muriera de hambre. Permitiría que la gente consultara a los coruscos cuantas veces quisiera. Pensaba que la academia era una pérdida de tiempo, puesto que las mujeres tenían trabajo que hacer.

La mayor parte de lo que dijo no tenía sentido, o sólo significaba que se proponía gobernar. Hablaba, era imposible no advertirlo, de un modo peculiar, como sí luchara con demonios. Con frecuencia clavaba los ojos en algún sitio, aferrado a los brazos del sillón como si combatiera contra un tormento interior. De este modo, aunque las observaciones eran en sí triviales, la forma de pronunciarlas era horrorosamente original. El viento silbaba y la voz subía y caía.

—Laintal Ay y Dathka serán mis principales funcionarios, y se ocuparán de que mis órdenes se cumplan. Son jóvenes y sensatos. Muy bien, maldito sea, ya hemos hablado bastante.

Pero el maestro de la corporación encargada de las bebidas interrumpió con voz firme: —Te mueves, señor, con demasiada rapidez para nuestras lentas entendederas. Algunos querríamos, quizás, ponderar por qué nombras como asistentes a dos jóvenes, cuando tenemos hombres maduros que podrían servir mejor.

—He hecho mi elección —respondió Aoz Roon, frotándose contra el respaldo del sillón.

—Pero quizás la has hecho apresuradamente, señor. No has tenido en cuenta a otros hombres quizás más adecuados… ¿Qué piensas de los hombres de tu propia generación, como Eline Tal y Tanth Ein?

Aoz Roon dejó caer el puño sobre el brazo del sillón.

—Necesitamos juventud, entusiasmo. Ésa es mi decisión. Ahora podéis marcharos. Datnil Skar se puso de pie lentamente y dijo: —Perdón, señor, pero una despedida tan apresurada daña tu mérito, no el nuestro. ¿Estás enfermo? ¿Sufres de algún dolor?

—Eddre, hombre, vete cuando te lo piden, ¿o no puedes? Oyre.

—La costumbre es que el consejo de maestros beba a tu salud, brindando por tu reino, señor…

La mirada del señor de Embruddock subió a las vigas y volvió a descender.

—Sé, maestro Datnil, que vosotros los ancianos tenéis el aliento corto y las palabras largas. Ahorrádmelas. Marchaos, ¿queréis?, antes de que os reemplace. Gracias, pero ahora fuera todos, a respirar ese aire maldito.

—Pero…

—¡Fuera! —gimió Aoz Roon y apretó los brazos contra el cuerpo.

Un grosero adiós. Los ancianos del consejo partieron murmurando, hinchando con indignación los carrillos desdentados. No era un buen presagio. Laintal Ay y Dathka se fueron, moviendo la cabeza.

Apenas estuvo a solas con su hija, Aoz Roon se arrojó al suelo, rodó, gimió, pataleó y se rascó.

—¿Has traído esa grasa de ganso con medicamentos de la señora Datnil, muchacha?

—Sí, padre. —Oyre sacó una caja de cuero que contenía una sustancia grasa.

—Tendrás que frotarme.

—No puedo hacer eso, padre.

—Por supuesto que puedes, y lo harás.

Los ojos de ella relampaguearon.

—No lo haré. Ya has oído. Llama a tu esclava. Para eso está, ¿no es cierto? O buscaré a Rol Sakil.

Él se puso en pie de un salto y la agarró.

—Lo harás tú. No puedo permitir que nadie vea cómo estoy, o correrá el rumor. Lo sabrán todo, ¿comprendes? Lo harás tú, maldición, o te romperé el cuello. Eres tan intratable como Shay Tal.

Ella lloriqueó y él agregó, con renovada furia: —Cierra los ojos, si eres tan remilgada. Hazlo con los ojos cerrados. No tienes por qué mirar. Pero hazlo pronto, antes de que me salga de mis casillas.

Mientras empezaba a arrancarse las pieles, con los ojos todavía llenos de locura, él dijo: —Y te unirás con Laintal Ay, para que estéis tranquilos. No quiero discusiones. Ya he visto cómo te mira. Un día, os tocará a ambos el turno de gobernar Oldorando.

Dejó caer los pantalones, y quedó desnudo ante la muchacha. Ella cerró con fuerza los ojos, apartando el rostro, disgustada por esa humillación. Pero no pudo dejar de ver el cuerpo firme, delgado, sin pelo, que parecía retorcerse debajo de la piel; estaba cubierto hasta el cuello de llamas rojas.

—¡Vamos, fillockas, idiota! ¡Duele horriblemente, maldita seas, me muero!

Ella extendió la mano y empezó a untar con la grasa viscosa el pecho y el estómago del hombre.

Más tarde, Oyre se alejó escupiendo maldiciones, salió corriendo del edificio y se detuvo con el rostro alzado contra el viento glacial, con náuseas de disgusto.

Así fue el comienzo del reinado del padre de Oyre.

Un grupo de madis yacía en sus informes vestiduras, durmiendo incómodamente. Se encontraban en un quebrantado valle a incontables kilómetros de Oldorando. El centinela dormitaba.

Estaban rodeados por muros de esquistos. Atacada por la escarcha, la roca se quebraba en finas lascas que crujían bajo los pies. No había vegetación, si se exceptuaba alguna desmedrada zarza ocasional, cuyas hojas eran demasiado amargas aun para el omnívoro arango.

Los madis habían sido sorprendidos por la densa niebla que invadía con frecuencia las tierras altas. Al caer la noche, permanecieron donde estaban, desganados. En ese momento, Batalix ya había amanecido sobre el mundo; pero la oscuridad y la tiniebla reinaban aún en ese frío valle, y los protognósticos dormían un sueño inquieto.

Era un grupo de diez madis adultos, amontonados en la oscuridad. Tenían con ellos un bebé y tres niños. Había además diecisiete arangos, robustos animales parecidos a cabras, de pelaje grueso, que satisfacían la mayor parte de las humildes necesidades de los nómadas.

La familia madi era institucionalmente promiscua. Las exigencias de la vida eran tales que el acoplamiento se cumplía sin discriminaciones y no se conocía el tabú del incesto. Los cuerpos se apretujaban para conservar el calor, con los animales en torno, en una especie de anillo de defensa contra el frío que calaba hasta los huesos. Sólo el centinela estaba fuera de este círculo, con la cabeza inocentemente hundida en el pelaje de un arango. Los protognósticos no tenían armas. No conocían otra defensa que la fuga.

Habían confiado en la protección de la niebla. Pero la vista penetrante de los phagors los había descubierto. La extremada dificultad del terreno había separado un momento a Yohl-Gharr Wyrrijk del cuerpo principal, al mando de Hrr-Brahl Yprt. Los guerreros estaban casi tan famélicos como los prehumanos a quienes iban a atacar.

Traían palos y lanzas. Los ronquidos y resoplidos de los madis apagaban el ruido de los pasos sobre el lecho de láminas de esquisto. Unos pasos más. El centinela despertó y se incorporó aterrorizado. Lanzó un grito. Los otros compañeros se movieron. Demasiado tarde. Con salvajes alaridos, los phagors atacaron, golpeando sin piedad.

En un instante, todos los protognósticos y el pequeño rebaño murieron. Se convirtieron en proteínas para la cruzada del joven kzahhn. Yohl-Gharr Wyrrijk descendió de la elevación para organizar el reparto.

A través de la niebla, Batalix, como una bola de color rojo oscuro, asomó al desolado valle.

Era el año 362 después de la Pequeña Apoteosis, o el Gran Año 5.634.000 desde la Catástrofe. La cruzada llevaba entonces ocho años de marcha. En cinco años más llegaría a su destino, la ciudad de los Hijos de Freyr. Pero en ese momento, ningún ojo humano alcanzaba a ver algún vínculo entre el destino de Oldorando y lo que ocurría en un valle remoto y estéril.